Lo cierto es que si fuera Abbott, con los datos sueltos que fui averiguando sobre ella a través de sus conversaciones, sus notas y sus sueños, ya me sentiría más que autorizado para convertirme en el narrador de su vida. Así que jugaré a ser el escritor, por un rato:
Laura era camarera en una ciudad caótica de algún país europeo y lo más artístico en lo que había llegado a invertir su carrera de Bellas Artes era en pintar figuritas de porcelana en serie para unos grandes almacenes. Por aquel entonces era una chica ensimismada que leía a escondidas en el trabajo y que pintaba paisajes de la ciudad de sus sueños en sus ratos libres y también a escondidas, para evitar las mofas de ese tiparraco al que llamaba su pareja: un macarra que la infravaloraba y que le hacía afear su cuerpo aniñado con pantalones de pinza y camisas amplias que no se entallaban a su cintura. Sin embargo, el primer día que la vi durante una monumental borrachera, quedé atrapado por su cara de muñeca, el pelo color cacao claro de los que alguna vez fueron rubios, sus ojos, su verdad, su inocencia.
Había tenido muchos sueños, pero ninguno se había cumplido. Y eso que su mitomanía no encontraba límites cuando se trataba de intentar hacerlos realidad. A los dieciocho se obsesionó con John Bon Jovi. Como sus padres vivían en un pueblo perdido del norte y nunca entendieron que quisiera seguir a aquel melenas de concierto en concierto, se inventaba que lo hacía, y al volver de vacaciones relataba a sus compañeras de clase con todo lujo de detalles sus encuentros con el cantante. Lo mismo ocurrió a los veintiocho cuando vio a Tom Cruise encarnando al malvado vampiro Lestat. Solo que en aquel momento sí contaba con unos ahorros que gastó sin pestañear en seguirle por varios países europeos durante la gira promocional de la película ante el asombro de sus amigos. Había leído mucho sobre vampiros y soñaba con la idea de que aquellas criaturas de la noche eran muy capaces de vivir camuflando su verdadera naturaleza con el disfraz de frívolos actores de Hollywood. Era el plan perfecto. Por aquel entonces fantaseaba con la idea de convertirse en uno más de ese clan de interesantes y elitistas chupasangres.
Y ahora Laura tenía otro sueño. Uno que soñaba sobre los lienzos que no conseguía vender y que se almacenaban cara a la pared en su dormitorio. Laura quería conocer Nueva York. Así que, como no tenía dinero para viajar, supe cómo comenzó leyéndose todas las novelas de Paul Auster, luego vio una y otra vez la filmografía completa de Woody Alien y acabó volviéndose «adicta», palabras textuales del hijoputa aquel de su novio, a la serie Sexo en Nueva York. Todo ello acabó conformando en su mente una imagen, la de una ciudad mágica, un lugar donde reinventarse de nuevo, una última esperanza. A partir de entonces trabajó sin descanso en lugares que aborrecía con la mirada puesta en un solo momento. Cuando cogiera ese avión hacia la ciudad de las maravillas.
Y por fin llegó el día en que consiguió reunir el dinero suficiente para hacer un viaje de dos semanas hasta su sueño y se compró un último libro para que la acompañara en esta aventura: Mitología de Nueva York, de un tal Benedict Abbott. Un libro que su frágil alma convirtió en el caleidoscopio de sus fantasías adultas.
Poco a poco comenzaría a destinar emociones como otras veces, por naturaleza tan solo trasferibles a un ser humano, hacia el protagonista del libro. Como si fuera un ser real. Incluso, llegó a sentir que traicionaba con ello al otro hombre. Poco a poco, dibujó en su mente un mapa de la ciudad de Abbott a partir de aquello que iba leyendo, decidiendo las rutas que tomaría, los lugares que visitaría, las personas a las que, sin duda, iba a conocer. Y, por supuesto, decidió buscar a Benedict Abbott, el hombre que había sido capaz de engendrar un universo tan oscuro como apasionante y un héroe con el que sentía una afinidad que no había sentido hasta entonces con ningún ser humano.
Y ya no pudo frenar su carrera. Ya no pudo volverse atrás. Se dedicó a pintar pistas de despegue en todas las páginas de su agenda. Solo quedaba una salida, pensó: otra historia. Otra vida. La existencia era demasiado corta. El miedo era un lujo que no podía permitirse sin perder el tiempo. Basta de una vida de plazos aplazados. Basta de fantasías rotas. Basta, se dijo un día mirando el último extracto de su cuenta bancaria: vamos a marcharnos. Vamos a cambiar de vida. Necesitas vivir esto, Laura, vete, se dijo. En unas semanas podría llegar a un nuevo mundo donde sus frustraciones ya no tendrían sentido. Gente nueva. Voces con las que no se comunicaría a la primera. Y miraría el horizonte y sabría que estaba sola, pero libre.
Por fin, llegó el día. Viajó a Nueva York sí, pero a una ciudad que de pronto no reconocería. Incapaz de aceptar que su tierra prometida no existía más que en su cabeza y en un puñado de desbaratadas y utópicas ficciones, mientras avanzaba por la novela iría fundiendo poco a poco los episodios de esta con la ciudad, para evitar una vez más el desencanto. Acomodando la realidad con la ficción para construir un universo de verdades a medias por donde pasear. Una gran mentira piadosa.
Pero, en este caso, la maquinaria de la Ciudad Ficción se puso en marcha para facilitarle las cosas. Y quizá quiso evitarle también el desencanto dejando que permeara algo de aquella ficción en las calles que Laura pisaba, como por una imprevisible gotera. El asesinato de una mujer en su apartamento cerca de Central Park, tan exacto al crimen del la Venus del espejo de la novela que Laura leía, marcó el pistoletazo de salida de otra historia. Porque quizás ella era la única persona que en aquel momento era consciente de la vinculación entre los dos sucesos. Lo más emocionante que sin duda Laura había vivido. Tanto que se vio desbordada y decidió huir. Pero ya era tarde. La Ciudad Ficción había dado con ella.
Incluso perder el avión de vuelta fue asumido por nuestra heroína como una señal de que debía quedarse. La imposibilidad de volver a aquella vida que dejó atrás la convenció de que sin duda ahora tenía una gran responsabilidad, de que aquello era un vaticinio de que la ciudad aún le guardaba alguna sorpresa. Y, en realidad y después de todo, así era.
Pero no termina de esta forma la breve historia de Laura. Esta es solo su trama hasta el momento. Laura era una carta nueva que se había introducido y mezclado de forma incomprensible en mi baraja, sin que Abbott hubiera podido controlarlo. Esa era su historia hasta entonces, es cierto, hasta el momento en que perdió el avión y tuvo que pedir un día más en el pequeño hotel de Gramercy Park, sabiendo que solo le quedaba dinero para otra noche y que tendría que buscar la forma de comprar otro billete de vuelta.
Aquella mañana me fui a Gramercy, enfrente de su hotel, a esperar a que se despertara. Era lunes y faltaba una semana para que se cumpliera el ultimátum dado por Manfredi. Por alguna extraña razón, desde que yo había descubierto que era el hombre invisible, únicamente me calmaba la ilusión de tenerla cerca. Me calmaba, sí, porque no podía dejar de pensar en la conversación con Tony, no podía dejar de sentir aquella desconfianza nueva hacia Ronald, la necesidad urgente de proteger a los míos, la inquietante presencia de Elias en mi vida. Sentía la angustiosa necesidad de tenerla, todo lo cerca que podía estar. Verme así y cuidando de una chica así, no le habría disgustado a mi madre, pensaba en ocasiones. Más bien, no lo habría creído. Cuando llegué al parque me senté en un banco y contemplé el edificio que en mi Nueva York no era desde luego un hotel, sino una casa antigua y lujosa en cuyo portal indicaba el número 225 de la 17 street.
En un banco cercano, unos homeless se repartían tetrabriks de alcohol y, frente a la casa, una pareja en un coche parecía estar montando guardia mientras sorbían con dificultad un café demasiado caliente. No parecían pareja, pensé. Fantaseé con la posibilidad de que estuvieran esperando al amante del marido de ella, o de la mujer de él, pero, después de un rato, bajó las escaleras una pareja de ancianos y entonces arrancaron el coche y se fueron.
Al rato, cuando los mendigos se habían ido, advertí que una de las cajas que habían amontonado se movía como un gran huevo del que fuera a salir un nuevo ser. Al rato se abrió y efectivamente salió de ella un tipo negro con aspecto de haber estado durmiendo dentro. Era joven y de aire despreocupado. Vestía deportivo, como uno de estos chicos del hood. Salió de la caja, estiró un poco los músculos como antes de un entrenamiento y se fue caminando mientras botaba su balón, como si estuviera preparado para encestar en cualquier esquina. Solo paraba de cuando en cuando para hacer un grafiti. Cuando pasó a mi lado nos miramos como si solo él y yo supiéramos que en pocos años se convertiría en un gran pintor. Aun recuerdo el que dibujó en la pared del número 225, decía:
The whole livery line
Bow like this wit
the big money all
crushed into
these feet
Entonces vi a Laura bajar las escaleras de su hotel. Esta vez tan diáfana que pareció cruzarse, incluso esquivar, al grafitero. Se había comprado el periódico y llevaba de nuevo su antiguo libro lleno de marcas y anotaciones. Parecía distinta. Ahora mi Laura ya no era la que vi en mi delírium trémens por primera vez: estaba mucho más flaca, vestía el uniforme de la ciudad, el negro, y una nueva languidez en sus andares le hacía juego con las ojeras. También parecía algo más tranquila que la noche anterior. Comprendía que todo lo que estaba pasando la tuviera sugestionada, pero no tenía por qué haber una relación directa entre el asesinato de la novela y el de Central Park. Nueva York estaba lleno de majaras dentro y fuera de la ficción y en ellos también funcionaba el subconsciente colectivo y las simples casualidades.
Se sentó en un banco justo enfrente de donde yo estaba, abrió el periódico y buscó una página concreta. En ella se daban detalles del asesinato de Central Park. Entonces empezó a subrayar algunas líneas del artículo y después abrió el libro e hizo lo mismo. De cuando en cuando se pellizcaba la cara hasta hacerse sangre. Sus mejillas estaban ahora llenas de excemas y parecía presa de una gran ansiedad. Luego empezó a señalar anuncios. También sacó de su bolso de piel negra un paquete de lucky strike, extrajo un cigarrillo con dos toquecitos expertos y lo encendió.
Mi antigua Laura tampoco fumaba antes de desayunar.
No pude resistirlo y caminé hasta ella. Me senté a su lado. No sé si por sugestión, pero llegó hasta mí una ráfaga de un perfume fuerte que me pareció familiar mezclado con el humo del cigarrillo. Rodeaba anuncios con un bolígrafo y la aplicación de una niña en su cuaderno de caligrafías. Un par de mesas redondas en la sección de actos literarios y otro par de anuncios de trabajo. Bueno, aquello parecía más realista. Solo trataba de juntar el dinero para poder volver a casa, me tranquilicé, enternecido. Casi orgulloso.
La disfruté despacio. Acerqué mis labios a su cuello como si pudiera rozarla. Entonces alzó la mirada y quedó unos segundos con el mentón alto como si algo la distrajera. Luego se frotó el cuello con los dedos y a mí se me paró el pulso. ¿Me habría sentido? ¿Lo había hecho? Puede que fuera yo, ahora, el que estuviera perdiendo la cordura. Cuando me quise dar cuenta había delante de mí dos mocosos de no más de cinco años observándome con la atención desmedida de quien no entiende, sin duda admirados por mi extraña postura, como si fuera a besar el aire. Uno de ellos se limitó a girar el dedo sobre su sien como si pretendiera apretarse el tornillo que a mí sin duda me faltaba. No fuera a ser, pensaría el jodido microbio, que se convirtiera con el tiempo en un adulto parecido al que yo era.
Cuando volví a mirarla, ya se había levantado y caminaba resuelta por una de las calles que salían de la plaza.
Eché a correr tras ella. Se paraba de tanto en tanto para reconocer en un mapa medio roto los nombres de las calles, como si intentara grabar la ruta en su memoria. Bajó por la Segunda Avenida y empezó a cruzar el East Village. Cuando llegó a Houston se detuvo y consultó el mapa de nuevo. Se acercó a un viejo de barba nívea, cargado con un carrito de metal lleno de latas de refresco vacías y le preguntó en un inglés demasiado académico dónde estaba el Lower East. El pareció no entenderla a la primera, pero, después de tres intentos, la observó con una sonrisa sentimental: ¿El Lower East Side?, le preguntó, bueno, sweetheart, el Lower East Side es un estado mental.
Sonreí. No le faltaba razón al viejo, aunque lo cierto era que su puerta de entrada la marcaba, manzana arriba manzana abajo, el Blue Moon Hotel o «la luna del East Side», como solían llamarla los bohemios del barrio. Nos adentramos juntos por las calles de ladrillo rojo como si fuéramos una pareja más, paseando después de desayunar. Cruzamos Houston con su infatigable Katz atiborrado de salamis colgantes. Me gustaba aquel antro porque adoraba regar el sandwich de pastrami con una Katz Ale, porque el suelo estaba siempre espolvoreado con serrín aunque no lloviera para evitar los patinazos con la grasa que escurría de las longanizas y porque, de cuando en cuando, su simpática camarera fingía un orgasmo con su compañero de barra, para deleite de los habituales. Y allí fue a parar Laura, solo que el interior estaba atestado de turistas y las paredes, de fotos de famosos: desde Giuliani hasta Tom Cruise. Ella fue a sentarse bajo la sonrisa excesiva de su ex ídolo, pero luego le dio la espalda y se acomodó bajo el rostro ceñudo de Clint Eastwood. Yo solo reconocí la mullida alfombra de serrín en el suelo y el olor a fiambre.
Cuando Laura preguntó por el encargado, éste le hizo un par de preguntas y le sirvió una montaña de pastrami entre dos láminas de pan. Sentada en una mesa esperó, mientras comía, ante la atenta mirada de los camareros. Si no te gusta el pastrami como para engullir una montaña no puedes trabajar en Katz, pensé. Animo cariño, me dio tiempo a decirle, antes de que sacara el libro y comenzara a leer de nuevo arrastrándome, sin remedio y para mi desgracia, a la peor zona de Brooklyn:
Al salir del metro se fija en las conmemoraciones de los caídos en la guerra callejera. Los grandes grafiti exhiben sus rostros ahora convertidos en héroes de cómic. Pobre del que intente borrarlos de la pared, ese no vivirá para contarlo. En un barrio como este barrio no existen los camiones de limpieza. Este es el hood. Si no sabes moverte por el hood mejor no entrar. Lo primero que debes aprender es educación: que un coche frena aunque no haya pasos de peatones para que cruce un hermano. Nunca se mete prisa a un hermano o te quedas sin coche o sin sesos.
Dan Rogers camina atravesando una manzana de viviendas públicas. Una hilera de edificios altos de ladrillo con muchas ventanas, escuelas con detectores de metales a la entrada y cámaras de seguridad enjauladas en las esquinas. Es extraño que Ronald lo haya citado en un lugar como este, conociendo su celo, sus tendencias paranoicas. Incluso es extraño que la policía se aventure por estas calles.
Desde luego Bushwick era, de lo cutre, lo peor. Uno de esos lugares en los que me daban ganas de hacer un juramento en hip hop en cualquiera de los cientos de iglesias que se amontonaban en sus callejones sin salida. Hay una norma para sobrevivir en Nueva York: cuantas más iglesias juntas veas, más chungo es el barrio. Y en Bushwick había más que tiendas de ultramarinos: Christ Chosen Church, con sus cierres metálicos rojos; Iglesia Cristiana La Hermosa, decorada con girasoles de plástico; American come to god evangelistic church, o la Funeraria Hermanos Donelly, que supuse que tendría más tránsito que la Estación Central a las seis de la tarde. Ronald me había citado en un edificio de Fulton Street. No me había especificado si la cita tenía que ver con el caso, pero por la urgencia de su voz, tenía toda la pinta.
La calle Fulton tenía sus peculiaridades: estaba llena de guardias de tráfico aficionados —tipos que te indicaban cómo aparcar por un módico precio que siempre convenía pagar—, luego estaban las decenas de cabinas públicas, prácticamente una por esquina, y en cada una de ellas había apostado un tipo que no marcaba ni hablaba durante horas. Eran puestos vigía. Vendedores de heroína que convivían con los llamados «sosials» porque era el cuchicheo que escuchabas al pasar: «sosial», «sosial»… como si estuvieras rodeado de serpientes de cascabel: por cuatrocientos dólares podías comprarle a uno de esos tipos una nueva identidad —un nuevo social security number— por lo general de un muerto u ocasionalmente de un vivo que no pudiera trabajar por alguna minusvalía o enfermedad. Todos salían ganando: tú podías trabajar en la Ciudad Ficción y cotizabas en nombre de otro que no podía. Así funcionaba el trueque de la vida. Así eran las cosas. A Laura pareció interesarle este detalle porque lo rodeó con uno de sus expresivos redondeles de bolígrafo, produciéndome de nuevo un intenso malestar. ¿Es que no se le podía enseñar nada?
Localicé el edificio, para mi asombro, sin problemas, ya que recordé que había estado un tiempo atrás al terminar aquella primera partida con Manfredi, arrastrado por un degenerado que perdió a rodajas una falange de un dedo y al que le iban ciertos jueguecitos morbosos. Obviamente, se confundió conmigo. Me preguntó si me apetecía una experiencia única, y yo, gracias a mi olfato para los zumbados, me negué a entrar. Fue Tony el que, al contárselo un par de días después, me sacó de dudas. Qué hijo de puta, susurró su voz oscura, qué grandísimo hijo de puta, qué pederasta de mierda… Al final de la calle, debajo del puente, ya relumbraba la hoguera azul de los coches de policía. Cuando llegué al portal incluso me pareció escuchar la voz de Eric Clapton cantando Huchi huchi mama, cuando vi salir a dos de ellas, quiero decir dos huchis de manual, cogidas de la mano con aprensión por lo que sin duda habían presenciado en el interior. Barry tenía debilidad por aquellas portorriqueñas y dominicanas de anorak ceñido y tan corto como para enseñar el ombligo en pleno invierno. Así era Erlinda, un cuerpecillo embutído en unos pantalones vaqueros tan apretados como unas mallas de lucha libre, un rostro de niña incrustado en un cuerpo de mujer madura. Había dos vicios que Barry se negaba a admitir: su obsesión sexual por las Huchis, que solían devorarle el corazón hasta escupir el hueso, y mi teoría de la querencia del negro americano por el fried chicken, cuyo olor me había perseguido desde que salí del metro. Barry no lo admite. Aunque tampoco me lo sabe explicar. Pero ambos somos conscientes de que es así. Quién sabe, a lo mejor es una forma de decir nosotros también somos yanquis porque comemos pollo frito.
El escenario en el que ahora me adentraba era un edificio de protección pública que amenazaba ruina. Tenía tablones en forma de equis en las ventanas pero, aun así y como supe luego, servía de vivienda a decenas de personas que se refugiaban del frío colándose por una trampilla que había en el suelo, por la parte de atrás, oportunamente camuflada por los cubos de basura de los edificios colindantes.
Al final de un pasillo en el que hacían percusión las goteras, escuché la voz fatigada de Ronald que hablaba masticando lo que luego identifiqué, después de muchos intentos, como un sandwich de pollo con salsa curry.
—Es lo más grotesco que he visto en muchos años, Dan —dijo, y lo dijo sin parar de masticar, casi con fascinación, mientras me tendía su mano manchada de salsa que me limité a responder con una palmada en su espalda.
Aun así debía ser impactante si Ronald me había hecho llamar desoyendo las cautelas que normalmente me alejaban de los polis, y si lo acababa de calificar de «grotesco», una palabra que sin duda no estaba en su vocabulario habitual. Entonces llegó un confidente de la zona gay que conocía a la víctima y que, a pesar de no haberlo visto en mi vida, me dio la sensación de haberlo visto muchas veces.
Me explicaré, porque es algo que me desquicia de Abbott y que antes, cuando no conocía su tendencia a empachar con sus obsesiones mi vida, me volvía medio loco: y es que este tipo se parecía como una gota de agua a Serpico, que sospechosamente era un clon del amigo mafioso de Donie Brasco y este a su vez al alcalde de Justicia para todos. Vaya por el barrio que vaya, aparece o me presentan a un tipo con la cara de Al Pacino. ¿Y por qué? ¿Quizás porque el bueno de Abbott es incapaz de imaginar un italoamericano carismático que no tenga su jeta? Bingo. Hasta que supe ciertas cosas, te aseguro que era altamente desconcertante.
En fin, que este nuevo gemelo de Al Pacino me fue presentado como Jake, y era un confidente de la zona gay. Al parecer había compartido cama con el muerto, un juez de prestigio aficionado al juego y, como no podía ser de otra forma, a las obras de arte.
—Pero ¿por qué ha aparecido un juez en un lugar así? Esto varía el modus operandi de esos hijos de puta.
—No tanto —Ronald seguía relamiendo el recuerdo del sandwich—. Este era el lugar donde ciertos hijos de puta hacían casting entre los niños sin hogar que se refugiaban aquí, y la obra de arte la llevaba el muerto colgada del cuello.
Al Pacino asintió entonces, con la mirada grave:
—Era un camafeo inglés del siglo XVIII que perteneció a la reina Victoria —completó Al, contestando a la pregunta que iba a hacer, como si aún recordara el colgante sobre su piel desnuda y yo pensé que ser un soplón de la zona gay sí que tenía que ser una putada.
Hubo un silencio. Un silencio imposible en aquel averno de tablas charlatanas que habían aprendido a hablar el idioma de los muertos.
—Lo esencial para esos chicos era evitar que el departamento de desalojos supiera que estaban aquí —siguió Pacino, ahora con una llama de indignación en sus ojos oscuros—, lo importante era que nadie los viera entrar o salir, ni dejar basura.
Pero alguien debió de conocer su secreto. Que ese infierno estaba habitado. Y quiso sacar tajada de su frío, de su hambre y de su juventud.
Me es difícil explicarte la escena que tuve que presenciar a continuación. Desde luego hablaba a gritos de la depravación de aquellos asesinos, pero también de la mente psicopática de Abbott:
El pasillo del portal desembocaba en una estancia enorme de la que quedaban trozos de paredes que una vez distribuyeron aquello, como si un gigante las hubiera arrancado a mordiscos. Al final de la sala penetraba un haz de luz natural desde un boquete que había en el techo, como si hubiera sido una chimenea o un conducto para arrojar la basura desde los pisos de arriba. Bajo esta luz blanca, la escena era tan espeluznante como admirable. Debía de haber unos veinte cadáveres desnudos, todos jóvenes, todos en actitud de bacanal con los rostros aterrorizados y los ojos abiertos. La mayoría portaban algún instrumento o estaban heridos por él. Uno rubio se abrazaba a una lira, mientras el que estaba a su lado en postura fetal, parecía taparse los oídos y dejaba entrever una flauta travesera encajada en el ano. Otros tenían las bocas acopladas a cornetas y trombones, muchos de ellos aparecían atravesados por banderas como si hubieran sido colonizados por el horror, sobre sus cabezas exhibían ollas y cazos como ridículos soldados víctimas de una gran batalla. Otro aparecía a través del parche roto de un gran tambor de concierto. Me acerqué a él tapándome la nariz y la boca. Un pájaro moribundo trataba de salirle sin éxito por la boca, con su último hilo de vida y los ojos luchando por no quedarse para siempre dormidos dentro de aquel espanto. Alcé mi mano para ayudarlo. Ronald me detuvo con una voz.
—Jugador —me gritó desde los límites del infierno—. No toques nada y ven aquí. Quiero que me digas si te suena de algo este tipo.
Pero yo no podía, no podía dejar de mirarlos, porque sobre los cadáveres asomaban más cadáveres de animales: conejos, pájaros que decoraban las tiernas cabelleras como si fueran tocados o que brotaban desde el interior de sus heridas, de sus genitales. Perros que parecían aparearse sobre las espaldas de los más bellos y, en el centro de esta pesadilla, una silla alta, como la de un socorrista de piscina, Dios sabría cómo había llegado hasta allí, donde aún señalaba el dedo de Ronald. Sobre ella, aún sentada como en un trono, estaba la víctima principal con el rostro cubierto por una careta que simulaba la cabeza de un gran pájaro hambriento: los pies calzados dentro de dos ánforas verdes y los intestinos colgando desde un orificio que había bajo la silla como una especie de gigante orinal. A sus pies, un joven con el pelo largo parecía solicitarle agua con una jarra en la mano. Tenía una flecha clavada en la cabeza y la lengua, sedienta, colgando hacia fuera. La flecha, a su vez, atravesaba un dado de gran tamaño.
Fue Jake el encargado de encaramarse al trono para arrancarle su cabeza de ave a aquel desgraciado. Luego lo observó con un cariño en mal estado y yo con el asombro de quien reconoce al perdedor de un juego.
—Pensé que era abogado —dije aclarando la voz mientras una de sus manos caía balanceándose desde su altar macabro, con el dedo anular rígido, aquel del que aún no había perdido su anillo de casado aunque sí una falange.
Sentí vértigo y cerré los ojos. Entonces surgió Laura dentro de ellos, se levantó repentinamente al lavabo y vomitó. No parecía haberle sentado bien el pastrami. O quizás le había llegado el olor. El olor de una carnicería a la que se le hubiera echado el cierre con el género dentro. El olor de una nevera llena a la que se le hubiera ido la luz durante las vacaciones. El de un matadero sin cámaras frigoríficas. Según mis cálculos, este era el crimen número cinco, de los siete que planeaban. Faltarían dos para completar su plan macabro si hacía caso al número de dados que encontró Silvio en aquella guantera. También iba en aumento su espectacularidad y, por eso, con esta última representación de lo que luego supimos que era El infierno de el Bosco, la teoría de Ronald ganaba fuerza. Puede que fuera una la mente criminal que ideaba los asesinatos, pero era del todo imposible que tamaño despliegue fuera obra de un solo par de manos. Ese gran maestre manejaba a estas alturas los hilos de muchos implicados.
Cuando salí del edificio me costaba coger aire como si mis pulmones se hubieran acostumbrado a aguantar la respiración bajo el agua. Ronald salió detrás y me pidió un cigarrillo.
—¿Sabes ya lo de Wanda? —me dijo dejando un rastro oscuro tras la voz.
—No, hace tiempo que no hablo con ella —mentí, como le mentiría si me preguntara por Tony, cuya voz me había anunciado que podía conocer el rostro del monstruo capaz de algo como aquello.
—Tuvimos que sacarla del basurero y por fin se ha instalado en un piso de Queens —y me pareció que pronunciaba aquel imperativo plural bien alto, para no dejar en el aire ninguna duda—. Sus chicos habían encontrado a un tipo muerto entre la basura y, según dijo, estuvo allí varios días sin que ella lo supiera. Fue una travesura. Los niños iban a verlo como un juego para comprobar cómo se iba pudriendo. Todos los días.
—Bueno —le dije—. Un cadáver siempre es un gran acontecimiento, ¿no decís eso los polis?
—Ya, pero los de los servicios sociales no opinaron lo mismo y se llevaron a los crios. Después de eso, Wanda no ha querido seguir allí.
Luego se giró hacia la puerta del infierno que seguían fotografiando los forenses con deleite.
—No os entiendo, chico. Wanda, Silvio, Barry, pensáis que estáis fuera de la norma por el hecho de colaborar conmigo de una forma, digamos, informal. Y vais por libre. Wanda y su poblado de menores, Silvio y sus tejemanejes con la mafia, tú jugando a ser el gran magnate de las subastas. Y esto se nos está yendo de las manos, Dan —continuó sin un asomo de vergüenza en la voz.
—Ya lo veo —respondí sin importarme ya lo que pensara sobre mí. Imaginando el dolor de Wanda. La tristeza infinita de Wanda.
—Nuestra gran oportunidad será cuando vayan a por ti. Tenemos que echarles el lazo, hijo, hay que llevar la operación al extremo que sea…
—Hazme un favor, Ronald —le interrumpí con asco—. Ahórrate los discursos conmigo.
Qué iba a contarme ahora, pensé. De qué nueva forma me pondría en riesgo. No tenía que convencerme. Ya había ido mucho más lejos de lo que nunca me pedirían, y yo sólito. Ya estaba sirviendo de cebo humano para los monstruos más degenerados que conocería la Ciudad Ficción y ni siquiera me daba las gracias, ni podía protegerme, es más, me ocultaba información, me decía que el caso iba bien para que no lo dejara, cuando yo sabía que ni siquiera habían conseguido localizar aquella llamada. Me decía que todo iba bien cuando se sucedían los asesinatos ante nuestra mirada atónita. No tenían nada. Y ahora se permitía ir de moralista arrebatándole a Wanda sus hijos cuando ella siempre había servido lealmente a sus propósitos. Cuando era lo único que ella le había pedido. Sin defenderla siquiera. Sin molestarse. Sin pringarse, joder.
Por primera vez durante esa mañana yo también sentí ganas de vomitar.
Me alejaba ya por la calle cuando escuché de nuevo su voz estropeada, gritándome desde el coche:
—¡Jugador!, creo que es mejor que seas tú el que hable con ella, porque… porque hace un par de días encontró algo sobre el caso y como está dolida conmigo dijo que solo te lo contaría a ti y porque… —hundió su hocico de oso, ahora sí, y yo temí esa forma de buscar las palabras—, uno de sus chicos está ahí dentro.
Y después de encogerse de hombros, gesto que por primera vez resumió su capacidad para la tristeza, cerró la puerta del coche patrulla que se alejó sin armar ruido. Respetando las normas del hood. Frenando con cautela cada vez que cruzaba un hermano. No fuera a ser que se metiera en problemas.
Esa noche bebí demasiado en un antro de mi barrio después de unas cuantas partidas de aficionados y Byron me despertó a la mañana siguiente frotando su barbilla suave contra la mía para recordarme que seguía vivo.
Entre brumas y copas sé que llamé a Tony varias veces pero no hubo respuesta. No podía esperar un día entero. Me sentí incapaz. Por fin, a las tres de la mañana me llegó desde su móvil un extraño mensaje con una foto que no pude llegar a abrir. El texto decía algo que me fue familiar: «Las siete maravillas del mundo».