En Chinatown no hay niños. En Chinatown no hay perros. En Chinatown no hay vagabundos. Barry opina que se los comen. Que esos sótanos, las escaleras húmedas que de vez en cuando quedan a la vista perdiéndose en las oscuras tripas de la ciudad tras una puerta de chapa en el suelo, llevan en realidad a auténticas morgues donde todo se aprovecha.
Nada más llegar a la calle Mulberry a Dan Rogers le alcanza el olor de las pescaderías chinas. La sangre salpicando el delantal de los tenderos que doblegan uno a uno y de un mazazo los cuerpos fríos y blandos de las criaturas marinas. Las amas de casa con sus carritos envueltas en plásticos transparentes pulverizados por la lluvia. Una vez cruza bajo el puente de Bowery donde el estruendo del tren le hace temblar hasta el intestino grueso, Dan Rogers mira a su alrededor y sabe que está en Chinatown porque tiene la sensación de que todos los caucasianos han sido erradicados con un borrador…
…y también porque las peluquerías parecen capaces de cortarte el pelo como al héroe de un tebeo manga, no te digo. Siempre me han llamado la atención los carteles de los radiantes novios: sentados delante de la skyline como una versión de Spike Lee, candidatos a novio de la Barbie asiática, con su pelo largo, liso y negro sobre el esmoquin blanco de camarero.
Dan Rogers va esquivando carros con pescado deshidratado, puestos de gafas falsificadas y atareadas viejas trasportando enormes paquetes, hasta que reconoce el cartel rectangular rojo con su enfurecido reptil negro que anuncia:
RED DRAGON EXTERMINARON CO
Allí trabaja el Avispa. El último de los confidentes al que podrá pedir información sin que Ronald tenga que enterarse.
Sin que Ronald metiera sus torpes y congestionadas narices, querrás decir. Al Avispa, como a tantos otros, le había conocido a través de Barry, así que no le debía cuentas a nadie. Su empresa, Red Dragón Extermination Co., pagaba sus impuestos como negocio para contratar exterminio de ratas y cucarachas, pero lo cierto es que exterminaban un poco de todo. De hecho, podías contratar un crimen a la carta por unos mil pavos y firmabas hasta un contrato. Todo muy serio. Muy profesional.
Decidí ir a ver al Avispa después de que Ronald me confirmara los resultados de la autopsia de El beso de Rodin. Los dos cadáveres eran unos recién casados en su noche de bodas, aparecieron abrazados, más bien encajados por un compartido rigor mortis y lívidos como el mármol sin haber perdido una gota de sangre y con sendos dados de madera de boj entre los labios. No había contusiones ni heridas, solo dos substancias distintas en cada uno de los cuerpos, ninguna de ellas venenosa. Por lo tanto, pensé que el único que podía arrojar luz sobre tantas dudas era el Avispa, un coreano menudo y atemporal experto en hierbas exóticas y venenos.
Al entrar tintineó una campanilla prendida a modo de piercing en la lengua de un dragón que colgaba sobre la puerta. La habitación estaba forrada en rojo con pequeños lagartos casi invisibles trepando por las paredes. En el centro de la sala se imponía un árbol de plástico tamaño natural y sobre el que también estaba enroscado el mítico reptil. El Avispa apareció tras el árbol como un gnomo con sueño, se me acercó deslizándose igual que si llevara patines y, después de un hola Dan Rogers, pegó un brinco y descargó sus dos manos de cuchilla sobre mis hombros con tal fuerza que casi pierdo el conocimiento.
—Tú estabas muy tenso, Dan Rogers, ¿ahora mejor? —dijo detrás de sus anteojos redondos. Bajo su sombrerito tipo birrete. Sobre un par de zapatillas de raso rojo y lleno de polvo.
Me dieron ganas de dejarlo clavado en el suelo como un palillo, pero me contuve y le di las gracias. Lo cierto era que, tras el intenso dolor, me sentía como nuevo.
—He venido por los asesinatos de los Hijos del Azar.
—Ah… —dijo mientras se deslizaba tras unas cortinas invitándome a seguirle—. Ah… —repitió sirviendo un té de jazmín en dos cuencos que yo siempre bebía después de él, y a pequeños y cautos sorbitos, por si acaso había confundido en la infusión unas florecillas con otras.
Entonces le expliqué las circunstancias en que habían sido encontrados los novios. Eran dos ricachones de Brooklyn, le expliqué: él, Marc R. Posey, hijo de un conocido banquero y coleccionista de arte, y parecía que bastante aficionado al juego. De hecho, sus viajes a Las Vegas y Atlantic City eran frecuentes. No parecía extraño, por tanto, que el nene en cuestión se hubiera jugado a las cartas el cuadro que papá les regaló el día de su boda, la única pieza que faltaba en el lugar del crimen: una obra de Rauschenberg, aún embalada, que debiera haberse encontrado entre las cajas de regalos que todavía se acumulaban en el salón. Ella, una guapa inmigrante venezolana de origen humilde. Reconstruí sin esfuerzo el resto de su historia: la noche de la partida el joven Posey habría bebido un poco de más. Era evidente que no sabía contra quiénes estaba jugando, porque a la mañana siguiente le envió un cheque a Lucio Manfredi con una amable nota para que se olvidaran de aquel embarazoso asunto: «no podía deshacerse de aquella obra por cuestiones sentimentales, había sido un error, seguro que se haría cargo y aceptaría un generoso cheque por el mismo valor del cuadro en el mercado, en su lugar», decía en la copia que se encontró en el portátil del muerto. Desde luego, no parecía tener la información con la que yo contaba cuando jugué mis cartas.
—¿Y qué comieron y bebieron? —el Avispa posaba sus labios inexistentes sobre el cuenco de porcelana una y otra y otra vez, con testarudez piscícola.
—Frutas, ostras y langosta. Bebieron un vino español.
—Y las substancias han aparecido en todos los alimentos —afirmó esta vez el Avispa, como si ya contara con esa información.
—En todos salvo en el vino, ¿cómo lo sabes?
—Pero por separado —matizó.
—Sí, es muy extraño, una de las substancias ha aparecido en unos alimentos y la otra, en los restantes.
—Claro —cerró los ojos que desaparecieron en su cara esférica— en unas ostras una y en otras, la otra. En todas menos en el vino. En todos los alimentos que tuvieron contacto con la boca… Pero el vino no podían beberlo directamente de la botella…
Hizo rechinar las muelas. Odiaba cuando hacía eso. Sus ojos aparecieron de nuevo tras la línea fronteriza de los anteojos. Entonces reaccioné:
—¿Las víctimas llevaban las substancias en sus bocas? —me sorprendí en alto. Cómo no lo había pensado antes, me dije por dentro.
El Avispa sonrió.
—Claaaaro —dijo con deleite y pareció repasar mentalmente todas sus conclusiones, mientras se limpiaba sus uñas, siempre demasiado largas, con una tarjeta de visita—. Cada uno, una… Ahora veamos dónde impregnaron las bocas. ¿Los alimentos que comieron venían de algún restaurante a domicilio?
Negué con la cabeza.
—¿Alguno de esos alimentos fue un regalo de bodas?
—No, solo la botella de vino, pero es el único lugar donde no aparece ninguna anomalía.
—¿Y en las copas?
Un silencio. Vinieron a mi cabeza las dos copas de cristal soplado en el suelo, delante de la chimenea. Había un par de fotos en las que aparecían. En ellas también se habían encontrado las substancias.
Según las deducciones del Avispa, aquellas copas formaban parte de un mortal regalo. La teoría que me ofreció aquella mañana se ajustó como un guante al caso cuando supimos los nombres de los componentes: un tipo de regaliz blanco y un extracto de ginko biloba, un árbol muy antiguo procedente de China que me era familiar, ya que fue uno de los caprichos de mi madre durante un viaje de trabajo de mi padre. Según me contaron se empeñó en llevárselo con ella para plantarlo en el jardín y ahora crecía a duras penas detrás de una palmera. Dos plantas inofensivas por separado, pero que juntas provocaban un cóctel molotov al pasar por los vasos de la lengua, abultándose en las paredes de las arterias, provocando coágulos, reventando las venas cerebrales en cuestión de segundos. Más tarde supimos que los novios habían recibido, poco después de la partida, un conjunto de cuatro copas con una botella de vino y una tarjeta que les invitaba a bebería el día de su noche de bodas. Dos de las copas habían sido impregnadas en el borde por el regaliz blanco y las otras dos por la savia de ginko. Si hubieran escogido las dos manchadas por la misma substancia, junto a la acción del vino, solo habrían caído en un profundo y plácido sueño, y los Hijos del Azar habrían recogido lo que era suyo, tras arroparlos y darles un tibio beso en la frente. Pero ellos optaron por dos copas concretas. Las que depositaron en sus labios aquel matrimonio de substancias que resultarían letales en el trascurrir del primer beso.
Cuando me despedí del Avispa había nacido en él la expresión de quien había encontrado un tesoro. Del que ha pisado una cumbre helada o ha solucionado el cubo de Rubik.
—Hasta pronto Dan Rogers, vete por la sombra.
Sentado con las piernas cruzadas sobre un tapete se consagró a limpiarse las uñas con la tarjeta de visita.
Cuando salí a la calle tenía en la garganta un reflujo amargo, como si yo mismo hubiera ingerido algo peligroso que no terminaba de producir sus horribles síntomas. ¿Qué sofisticada posibilidad de morir estarían ideando los Hijos del Azar para mi querido Hermann Oza, por si este los defraudaba? Porque en mi caso existía un hándicap: yo no podía encontrarme en el lugar del robo fácilmente, porque yo no vivía allí. Por otro lado me habían asegurado que no correría ningún peligro mientras siguiera sus instrucciones. ¿Pero cuándo recibiría esas instrucciones? ¿Y si averiguaban antes mi identidad?
La cabeza me daba vueltas. Si pudiera sacarles alguna ventaja antes de que se cumpliera mi ultimátum… Si por una vez pudiera hacer algo útil por los demás y atrapar a aquellos hijos de puta. Por eso, y no por una necesidad de heroísmo, no podía dejar de pensar en el mensaje del hombre invisible. Y, por eso, mi siguiente parada sería Roosevelt Island. Un lugar que, más tarde he comprobado, no aparece en la novela; por lo tanto, se podría decir, intensa y absolutamente mío.
La mejor forma de llegar a la isla era en funicular desde la Segunda Avenida. Cuando me senté en la cabina de cristal y empecé a despegarme de Manhattan me sentí de pronto incómodo y triste, como si me hubiera tragado una raspa que se pudiera infectar. Observar la ciudad desde arriba me permitió tener la suficiente perspectiva como para empezar a encajar las piezas del puzle con las que ya contaba: estaban los dados que habían aparecido en la guantera del Jaguar gris. Por lo tanto, esta gente tenía un nivel adquisitivo alto e información de los trenes de «lavado» de los italianos de Jersey. Eso podía venir a través de Manfredi, así que no me aportaba mucho más. Lo que sí era revelador, y no reparé en ello hasta que Laura me puso aviso, era el número de dados. Cuando Silvio los encontró habían sucedido ya tres de los cuatro asesinatos: La victoria de Samotracia, El beso de Rodin y El grito de Munch. Y en la guantera encontramos otros cuatro. Eso quería decir que, contando con el más reciente, la Venus del espejo, los asesinos podían estar planeando al menos otros tres crímenes. Por otro lado, tenía la pista de Wanda que conducía a Hunters Point y también el mensaje del hombre invisible; por lo tanto los asesinos podían estar relacionados con el lobby de Wall Street que había invertido en esos apartamentos. Por último, conocían el mundo del arte, de las altas apuestas y, lo que más me despistaba, del ginko biloba. Según esta reflexión, los asesinos podían andar cerca. Muy cerca. Y, o me apresuraba a encontrarlos, o habría al menos tres nuevas víctimas que añadir a su catálogo de los horrores.
Respiré hondo y vi la ciudad alejarse de mis pies. Seguía teniendo demasiados interrogantes: ¿Ronald me ocultaba información? ¿Cuál sería la siguiente víctima escogida? ¿Hermann Oza? ¿Quién era el hombre invisible y qué quería de mí? ¿Por qué Elias creía que Laura estaba en peligro?
No voy a negarte que a esta sensación de angustia contribuía la, ahora extraña presencia de Laura. Desde hacía ya una semana, mi historia avanzaba con ella por Nueva York, es cierto, por lo tanto seguía leyendo, pero detectaba de pronto un abismo plano y oscuro cada vez mayor. Como si, de alguna manera, estuviera más y más lejos. No conseguía verla nítidamente desde la noche anterior.
Ahora, pasado el tiempo, recordar mi inocencia me hace sonreír. En aquel momento desconocía aún tantas cosas… No sabía, como sé ahora, que Laura y yo ya estábamos unidos por nuestro destino para siempre, que ella lo había decidido sin consultarme, y sin embargo nos distanciaríamos cuando dejara de leer el libro. No podía saber que existía la posibilidad de que nos desconectáramos del todo cuando ella dejara de conservarme en sus pensamientos o renegara de mí. Porque ya me ha pasado muchas veces. Porque me ocurrirá contigo.
Cuando un lector me recuerda puedo sentirlo durante un tiempo, aunque cada vez de forma más abstracta. Y eso precisamente era lo que había empezado a suceder. Laura volvía a su ciudad y, voluntaria o involuntariamente, se había dejado el libro en el hotel. Yo me moría en su memoria y sin embargo ella permanecería en la mía aunque no la volviera a ver. A sentir. En aquel momento, la posibilidad de perderla estuvo a punto de volverme loco de angustia; sin embargo ahora, con la distancia del tiempo, pienso que, en el fondo, ¿no es parte de la esencia misma de esta ciudad? Los que vivimos en Nueva York deberíamos acostumbrarnos a la idea de ver a todos nuestros amigos partir. Y sentir la inmensa soledad de que tú eres el único que siempre se queda.
Vivo en un mundo de paso que para mí es para siempre.
Esto me recuerda algo que escuché a un tipo borracho no hace mucho sobre la memoria de los muertos. Dijo: la vida de los muertos está en la memoria de los vivos. Y no paré de darle vueltas durante varios días porque mi vida también está solo en la memoria de los vivos. Por lo tanto, quién sabe, quizás esté, desde siempre, muerto.
Pero no nos pongamos demasiado metafísicos. Mi historia con Laura no estaba destinada a acabar aun. Sí, era su último día en la ciudad. Sí, estaba decepcionada. Sí, algo en ella había cambiado para siempre y había tenido un olvido voluntario al dejarse el libro sobre la cama libre e intacta de su habitación pero, a pesar de sentir que en cualquier momento leería que se la estaba pegando con Myriam Weisberg, no pudo resistir la curiosidad y entró en el Barnes & Nobles de Union Square a comprar el periódico y un nuevo ejemplar de Mitología de Nueva York. La casualidad quiso que reparara en una vistosa pila del escaparate formada con un nuevo libro del autor del que no pude leer el título, al lado de un cartel en el que, desde atrás, se intuía un rostro ovalado que no llegué a ver, pero que era sin duda el de mi querido Benedict Abbott. Ella se quedó paralizada durante unos segundos, sorprendida, supongo que como yo, ya que aquel chupatintas hacía tiempo que había caído en el olvido.
—Bueno, has tenido suerte —escuché decir a una vendedora obesa con dientes de conejo y un mechón verde en el flequillo, mientras introducía mi vida en una bolsa de plástico también verde—, la verdad es que el caso de este libro es raro. Se vendió bastante en el 2000 y a los tres años lo descatalogaron sin razón aparente. Este ejemplar debió quedarse perdido por aquí.
Cuando abrió el libro por fin volví a verla con nitidez, solo fue por unos segundos, mientras me arrastraba de nuevo a la calle Mulberry y yo trataba por segunda vez ese día de salir de Chinatown. Laura estaba aún en la librería. Tenía el pelo mojado y recogido en una coleta. La mirada pringosa y perdida de un niño que se ha escapado de casa. La vi muy distinta. Su mirada era oscura. Rota. Nunca más inocente. Al otro lado de los cristales, Manhattan se deshacía en lluvia. Y allí permaneció unos minutos leyendo aquel fragmento una y otra vez, obsesivamente, como si no se concentrara, de pie, refugiada de nuevo en mi Nueva York soleado de la calle Mulberry, esperando que la lluvia cesara un poco en su Nueva York. Así me di cuenta de que se apoyaba en su maleta con el tirador roto.
Era cierto. Laura se iba de la ciudad. La única mujer a la que le había importado, que me había amado como soy, iba a dejarme.
Cuando cerró el libro, se lo puso bajo su brazo y refugió en balde su cabeza debajo del periódico, aventurándose calle arriba tirando de su equipaje cojo y levantando la mano cada poco, para ser ignorada por los taxis. Yo puse rumbo hacia el funicular de nuevo. Aquella cápsula de libertad no vigilada que me llevaría a Roosevelt Island. Ya que Laura iba a dejarme, desde allí vería los aviones —aunque otros aviones— cruzar el cielo. Desde aquel escondite donde podría hacerme tan invisible como el hombre invisible y que aún no sabía que no era parte de la novela. Donde intuí que nadie podría verme respirar mi dolor.
Cuando bajé del funicular me dirigí caminando hacia el extremo sur de la isla, el que me había indicado el hombre invisible al mirar desde el telescopio de Long Island City y donde supe luego que se levantó un faro alguna vez. Pronto me encontré atravesando un destartalado conjunto de edificios grises ennegrecidos por los humos de los barcos que un día, quizás hasta los setenta, formaron el Memorial Hospital y que ahora sobrevivían como una ratonera gris: su entrada de emergencias y ambulancias aún señalizada en rojo, que ahora sin prisas, sirenas ni angustia, acentuaba más su abandono. El solar aún pavimentado era recorrido por una serie de remolinos de arena, hojas y plásticos que daban vueltas enloquecidamente.
Las barandillas y los aparatos de aire acondicionado se dejaban devorar por el óxido, sobre todo en el Ala B, cuyos pasillos exteriores aparecían inquietantemente enrejados, como una gran pajarera, probablemente para evitar el suicidio de los terminales.
Aquel lugar no se habían atrevido a habitarlo ni okupas ni indigentes, por miedo a ser acosados, supongo, por las almas aún prendidas de sueros imaginarios, abiertas en canal sobre las mesas de operaciones en las que se les escurrió la vida, esperando pacientemente en las neveras de los sótanos para recibir ese último adiós que nunca llegó.
Una vez pasé los edificios abandonados llegué a una zona boscosa que limitaba con el agua. Al otro lado de los árboles se levantaba bajo el sol, muy cerca, la Ciudad Ficción, con sus antiguos rascacielos clavados en el río. Entonces me sonó el móvil. El nombre de Tony Newman quedó parpadeando en la pantalla. Por fin, me dije. Descolgué.
—¿Dan? —dijo esa otra voz de Tony, lóbrega y metálica.
—Tony, joder, dónde has estado metido. Tenemos que hablar. Ya habrás visto lo que ha pasado, joder, Tony, tenemos que…
—Dan —interrumpió él—, no tengo mucho tiempo. He estado muchas horas pensando en hacerte esta llamada. Sí, tenemos que hablar porque… —y ese silencio se me hizo eterno—, ya sé quién está detrás de los Hijos del Azar, Dan.
Una bofetada de aire se llevó mi aliento. Hubo un silencio al otro lado del móvil.
—¿Dan?
—Tony, qué es lo que sabes. Dónde has estado.
—Somos amigos, ¿verdad Dan?
—Pues claro, Tony. Qué quiere decir…
—¿Desde cuándo?
Dudé un momento.
—Y yo qué sé desde cuándo, Tony, no estoy para adivinanzas. Dime qué has descubierto. Podemos estar en peligro, Tony.
—¿Y confiarías en mí, me creerás te cuente lo que te cuente? ¿Me ayudarás? ¿Por la amistad que nos une?
No quise hacerlo, pero me quedé en silencio. Tuve frío.
—¿Me ayudarás? —repitió de nuevo su voz de Darth Vader.
—Sí, Tony, te ayudaré.
Hubo otro silencio, esta vez al otro lado del móvil.
—Entonces ven pasado mañana a mi despacho a eso de las doce de la noche y te ilustraré lo que tengo que contarte. Ven solo. No hables con Ronald. Es necesario que lo hablemos cara a cara, para que comprendas… Te mandaré un código en un mensaje escrito para que puedas introducirlo en los ascensores. Las de la limpieza ya se habrán ido a esa hora.
Luego colgó. Se me revolvió el estómago. ¿Qué había descubierto Tony? ¿Por qué su voz sonaba tan extraña, casi irreconocible?
Seguí caminando dando tumbos por la isla hasta la altura del Midtown, calculé. Sin embargo bateé mi mirada mucho más al sur, hacia el Soho, donde en esos momentos corría Laura bajo una inexplicable tormenta: a su alrededor todo el mundo caminaba tranquilamente como si no se hubieran inventado los paraguas, solo ella corría y corría haciendo estallar los charcos bajo sus pies mojados dentro de sus zapatos, casi descalzos por momentos.
Todos los taxistas bajaban sus ventanillas negándose a llevarla. Era el cambio de turno, todos conducían taxis alquilados, y ninguno de ellos quería arriesgarse a una multa. Se detuvo de pronto frente a un escaparate de la calle Spring Street y pegó sus manos mojadas al cristal, como un niño en una pastelería. Su reflejo le devolvió una mueca extraña que pareció no reconocer, porque tanteó su rostro como si fuera un ciego.
Caminé casi a tientas, más pendiente de la carrera de Laura que de mi búsqueda, hasta que apareció ante mí un camino de tierra paralelo al agua y a Manhattan que conducía entre árboles al final de la isla. Joder, Tony, joder joder joder joder. Qué tenía que contarme. Por qué me hacía esperar, pasar un calvario así hasta el día siguiente. Pronto me encontré frente a una alambrada con un cartel de NO PASAR. Pude traspasarla sin problemas por un agujero abierto, quizás, quién sabe si por mi amigo invisible. Entonces, a la izquierda del camino lo vi. Era imponente. Un enorme edificio antiguo, en ruinas, sin techo, con arcos apuntados a través de los cuales asomaban sus nuevos inquilinos: los árboles gigantes que habían crecido en su interior. Un cartel desprendido anunciaba el Small-pox Hospital, 1832. Luego supe que fue un lugar donde convivieron lunáticos, presos enfermos del penal vecino, sin-techos moribundos y enfermos de viruela y otras plagas que eran evacuados a toda prisa del enjambre de la ciudad. La hiedra se comía ahora el gigante gótico mientras yo me esforzaba por mantener la calma, ¿debía llamar a Ronald? Había algo que no me gustaba del tono de Newman. Luego, sin saber por qué, se cruzaron por mi mente las imágenes de los presos que levantaron esas piedras, las largas filas de jóvenes enfermeras hilando en sus ratos libres, en aquella interminable cuarentena que fueron sus vidas, mientras miraban la Ciudad Ficción, como yo lo hacía ahora, aparentemente a salvo de los ojos de Laura, y de todos los demás.
A esa altura de la isla tenía frente a mí el edificio de Naciones Unidas y la negra y espigada torre Trump, entre medias y más al centro, el Chrysler, y un poco más abajo, la aguja hipodérmica de la gran torre que ahora también contemplaba Laura, de noche, por fin a través de la luna trasera de un taxi: aunque sobre la niebla blanca sólo se distinguía como una estrella antes de morir, la luz roja, solitaria, el parpadeante y diminuto corazón del Empire State.
Podía sentirla angustiada, comprobando a cada segundo la hora de su vuelo y su reloj, con el periódico mojado y arrugado entre sus manos, no sé si llegaremos, señorita, le había advertido el conductor libanés con una sonrisa de pésame. En el Nueva York de Laura llovía sobre los rascacielos. Desde el puente brillaban las luces blancas, como gotas prendidas sobre los hilos de araña que sostenían los puentes ahora colgados del cielo. Ni ella ni yo habíamos visto nunca la Ciudad Ficción tan temiblemente bella. Y eso solo podía tener una explicación. Dejé que mis ojos se hundieran en el cielo negro y líquido y de pronto me encontré de nuevo observando las olas negras del East River, que bajaba revuelto, como si quisiera arrastrar Roosevelt Island río abajo.
Contemplé de nuevo las ruinas góticas, negras y selváticas, y tuve la sensación de que alguien me observaba desde el interior. «Desde su guarida, el villano contemplará la guarida del héroe», había escrito el hombre invisible tras el lienzo de Mitología de Nueva York: «Dan, ¿tienes veinticinco centavos para encontrarme?», decía su último mensaje frente a la isla, apuntando a aquel mismo lugar donde ahora me dirigía, dejando las ruinas atrás, desde las que estaba seguro que me observaba. ¿Sería este el fin? Quizás había caído en una trampa. Quizás era este el escenario previsto para mi propio asesinato.
Unas escaleras de madera roja aparecieron al final del camino de tierra. Conducían a una explanada de hierba en forma de triángulo isósceles. Las escaleras eran rojas para indicar que aquella esquina del mundo tenía dueño. Eran rojas para advertir que en el vértice de aquel triángulo en el que terminaba la isla en punta, se recortaba, solitaria sobre el río, una silla plegable, como de oficina, girada en dirección a Manhattan.
Caminé hasta ella. Claro que aquel lugar tenía dueño.
Sobre el asiento, el hombre invisible había dejado su último mensaje para mí, escrito en rotulador sobre el plástico: «He aquí tu trono, oh, príncipe de los contempladores del agua».
Desde entonces poseo este lugar. Esta esquina del mundo. Desde aquí soy más consciente de lo colgado que estoy de la nada. En este lugar me escondo para respirar. Desde él, el edificio Chrysler se recorta sobre el rojo a las 19:00 si es verano. A las 18:15 en primavera y a las 16:50 si es invierno. A mi espalda, el hospital en ruinas y el puente de Queensboro, y a mis pies el East River siempre rabioso. Desde aquel momento, cuando la soledad me anega la garganta, cuando tengo que arrepentirme, cuando no me queda más que la huida, vengo hasta aquí, y dejo que me rodeen los fantasmas de los locos, los tuberculosos, las jóvenes enfermeras, los presos que aún arrastran sus pesadas piedras, mientras al otro lado del río se levanta cada vez más orgullosa, invicta, eterna, la Ciudad Ficción. La que, en aquel momento, sentado por primera vez en mi trono contemplaba cómo, más seductora que nunca, con la belleza cruda de las asesinas, trataba de engullir a Laura, furibunda como una Erinia. Ella, mi amada, luchaba sin éxito por alejarse de mí y yo aun no sabía por qué. Podía verla huir por primera vez, intentar acercarse a la realidad que tanto rechazaba antes a bordo de un taxi que no se movía. Auscultaba la mirada del conductor, queriendo adivinar su pronóstico y este, si se la encontraba en el retrovisor, emitía un resoplido nada reconfortante. Luego movía la cabeza hacia los lados.
Desde entonces, he vivido esta escena millones de veces con muchos lectores. La ciudad produce, a partir de un punto, desde algún lugar probablemente oculto en el Midtown, una fuerza centrífuga, que tira de tu corazón hacia su centro geográfico. Para que no te vayas. Para que no te escapes.
No conozco a nadie que no haya estado a punto de perder un avión en Nueva York. Puede que tú mismo hayas vivido una de esas inmensas tormentas y atascos que se producen cuando la ciudad despierta su instinto arácnido y decide apresarte. Pero hazme caso: si lo intuyes alguna vez, si sientes que no necesitarías volver a casa, corre, corre y no mires por la luna de atrás, no es una broma. Por eso los atascos, por eso se escapan todos los días miles de aviones, por eso las tormentas inesperadas y los apagones. Si has estado alguna vez aquí, sabrás de lo que te hablo. Si los has vivido es que la Ciudad Ficción ha empezado a tejer su tela. Ten cuidado. No te dejes engatusar por su rostro lloroso desde el puente, porque, sin duda, la ciudad te cantará como una sirena luminosa echada sobre el río. Para que no puedas. Para que no seas capaz de abandonarla.
Por eso, si has cometido el error de dedicarle una última mirada nostálgica y sientes en ese momento que tu carne ha recibido el mordisco de su belleza gótica, no olvides nunca esto: la Ciudad Ficción nunca se enamora. Es una depredadora de personajes y los engulle compulsiva, sin piedad. Los necesita para crecer y alimentarse. No te confundas. No eres otra cosa que su comida.
Laura fue débil. Laura se giró para verla por última vez y comenzó a llorar ante el rostro brumoso de la bella tras el río. Abrazada al libro cerrado. Arrugando el periódico como si quisiera romperlo. Hasta que lo abrió. Y reconocí la misma expresión desencajada que tenía en el hotel, la noche anterior. Fue entonces cuando pude distinguir el titular que ella leía una y otra vez. «Una mujer aparece asesinada junto a su perro en el diván de un hotel». Me froté los ojos. No pude creer lo que estaba leyendo. Ella se echó a llorar en silencio y se tapó la boca con los dedos temblorosos, con ese gesto que era tan suyo. Tenía el libro también abierto con un círculo de bolígrafo que rodeaba la descripción del otro crimen, casi gemelo. Tiró el periódico en el asiento. Contuvo una náusea.
—Ha sido horrible —dijo entonces el taxista buscando sus ojos en el retrovisor—. Dicen que la han encontrado degollada desnuda junto a su perrito de lanas. Y que le habían colocado un espejo en la mano y un dado entre los labios…
Laura le devolvió una mirada perdida.
—A qué tipo de enfermos se les puede ocurrir una cosa así, no parece de verdad… —luego sonrió—, pero no se vaya con esta imagen, que esta es la ciudad de las maravillas.
Sentí un desvanecimiento, casi al mismo tiempo que ella quien por un momento parecía estar sin fuerzas, a punto de dejarse ir y de restarle importancia a la prisa que hasta entonces la angustiaba, mientras yo me detenía en el atardecer que se desangraba ante mis ojos, no sabiendo bien si estaba dormido o despierto, cuerdo o loco. Por primera vez entendí, o más bien creí entender, por qué huía.
¿Por qué broma macabra se estaban acercando a través de la muerte nuestros dos mundos? ¿Qué sentido podía tener aquello?
Yo nunca quise eso para ella. Yo siempre deseé que la realidad fuera menos despiadada. Por eso, me eché la mano al pecho y le deseé que llegara a tiempo para volar lejos, pero también que se quedara. Cuando escuché la voz del taxista reclamándole la propina, cerré los ojos, incapaz de encontrar fuerzas ya para seguirla en su huida, y volví a abrirlos en mi mundo de nuevo. Convenciéndome de que no me quedaría tan solo si Laura se iba, siempre que me acompañara el hombre invisible en mi locura, pero a la vez, aterrorizado y confuso, porque empezaba a reconocer el paisaje de Roosevelt como si ya hubiera sido mío en otro tiempo. Recuperando, con la vista puesta sobre el agua, recuerdos pasados y futuros que aún no había vivido: tuve la visión de Barry gritando dentro de su ascensor ante algo que le aterrorizaba, de Tony volando sobre los rascacielos de Manhattan, de una gran familia muerta formando una estampa horrible, vi a Elias de luto, con un gorrito negro pintándose los labios, escuché a mi madre tocando el piano que volvía a escupir borbotones de sangre y reconocí a Wanda, muy cambiada, encerrada en un piso lóbrego y desastrado.
¿Todas aquellas alucinaciones eran recuerdos o premoniciones?
¿Sería de verdad un elegido? ¿El elegido para conducir a mis semejantes a la tierra prometida? ¿A la realidad?, me dije mientras todas aquellas imágenes se dibujaban y desdibujaban sobre el río que las arrastraba lejos.
Por último y con horror, reconocí mis manos, mis manos temblorosas y frías escribiendo mensajes: con el dedo sobre la luna sucia de un Jaguar, en la puerta de un váter, sobre una mesa oxidada, en la parte de atrás de un lienzo, quemando con paciencia la madera barnizada de una barandilla y, finalmente, mi mano, mi propia mano, escribiendo con un rotulador negro, sobre el asiento de una silla de oficina, situada donde una vez se levantó un faro.
Me levanté, llorando como un niño y lancé un aullido blando que rebotó en los rascacielos. Entonces me arranqué la ropa y me eché al agua, como el pez con claustrofobia que se tira fuera de su pecera porque un día vislumbra un mundo más amplio tras la lupa del cristal. Nadé, nadé desesperado hasta que se me cansaron los brazos de luchar contracorriente. No me había alejado ni un metro de la isla.
Abatido, tiritando y desnudo sobre la tierra, comprobé por fin aquello que en mis sueños me llevó hasta el espanto: si yo era el hombre invisible, si yo mismo era quien había intentado protegerme, guiándome a mí mismo por mi propia historia por si alguna vez perdía la memoria, significaba que quería advertirme sobre algo y que siempre había estado completamente solo. Solo y preso. Que los muros de la Ciudad Ficción eran tan invisibles como infranqueables.