Sabbat

Sabbat es igual a teléfono silencioso, a prohibido conducir, escribir, trabajar. No se puede ir de compras o escuchar música o charlar por teléfono. Tampoco puedes teclear el e-mail. Por eso cada viernes se filtraba desde la calle un silencio crepitante acentuado por las llamas de las velas que ardían en las ventanas y que eran lo único que me anunciaba la llegada del fin de semana. Justo lo que necesitaba en aquel momento. Parar. Una isla en la que refugiarme por unas horas. Tony seguía sin aparecer por su despacho ni me cogía el móvil. La última noticia que tenía suya era por mi madre. Al parecer, el día siguiente de la subasta se pasó finalmente por la casa de los Hamptons a llevarle el cuadro y quiso la casualidad que mi madre hubiera ido también a cerrar la casa para la temporada invernal y a dar instrucciones a unos obreros. Estuvieron tomando un café. Tony quería asegurarse de que Mitología de Nueva York llegaba sano y salvo hasta su nueva propietaria, era un encanto, me había dicho mi madre. Según ella estuvo poco tiempo. A partir de un punto, se mostró muy extraño y dijo tener mucha prisa.

Su silencio empezaba a inquietarme. El asesinato de la Venus del espejo ya estaba en los titulares de los periódicos desde primera hora de la mañana. Quizás él también necesitaba un paréntesis. Sin embargo yo, desde que me enteré de la noticia, reproducía una y otra vez aquella pesadilla. El piano, esta vez, tocando solo. Y cuando me acercaba a él y ponía mis manos sobre las teclas, empezaba a rezumar la sangre entre ellas, como si fuera una vieja boca a la que se le movieran los dientes.

La música es muy mala para la salud, pensé. Y que a un pobre niño le obliguen a sentarse durante horas frente a un instrumento cuando tiene menos oído que Van Gogh, eso, eso es una crueldad que acaba traumatizando a cualquiera.

Cuando me disponía a salir de casa, descubrí a Byron durmiendo encima de un sobre que alguien había deslizado por debajo de la puerta. Por un momento mi corazón se disparó ante todo tipo de posibles remitentes: faltaban cinco días para que se cumpliera el ultimátum. Si era un mensaje de los Hijos del Azar, supondría que me habían descubierto y solo Dios sabría qué ocurriría después. O quizás era una nueva pista del hombre invisible. ¿Y si era Laura, que por fin había encontrado la forma de penetrar en esa ficción que tanto deseaba? Sin embargo, cuando lo abrí, una letra gótica y ordenada, que luego supe pertenecía a la señora Weisberg, me invitaba como disculpa por sus formas del otro día a celebrar con ellos el sabbat. Estoy segura de que a Elias le hará especial ilusión, decía tras un deliberado punto y aparte.

No puedo negarte que una parte de mí se excitó pensando en que, por descabellado y cruel que pareciera, Elias podía ayudarme en el caso. También, y sé lo que estás pensando, me gustó la idea de ver a Myriam en la intimidad de su casa. Pero, me creas o no, lo que más me preocupó no fue nada de esto. Doblé la tarjeta y la guardé en el bolsillo de mi cazadora, y se me dibujó en la memoria la sonrisa chupada del niño. Sus ojos negros y luminosos. Cómo iba a comportarme ahora ante Elias. Después de conocer su enfermedad, estaba fuera de lugar alentar sus fantasías. No era un héroe, desde luego, y lo mejor para él sería no hablarle del caso, por mucho que pudiera ayudarme, y hacerle sentir por una vez que era normal y no distinto.

Levanté a Byron por el pescuezo hasta que estuvimos nariz con nariz. Mi pequeña pantera me observó paralizada con los ojos achinados.

—¿Y tú qué? Tampoco eres Catwoman pero, joder, te estoy cogiendo cariño.

Lo dejé sobre mi hombro hasta que toda su anatomía se adaptó a la mía clavándome levemente las uñas como un alpinista. Luego restregó su hocico suave contra mi barbilla y empezó a ronronear. Lo cierto es que también era mucho más cariñoso que Catwoman, supongo.

Cuando salí a la calle había un buen número de personas arremolinadas en torno a un gran árbol que crecía entre dos edificios. Al acercarme me llamó la atención una niña rubia que parecía una muñeca triste de porcelana colgada de la mano de su padre, visiblemente borracho.

—No puedes dejar que lo hagan, papá —tiraba de la mano adulta y floja como si fuera el lazo de una piñata a punto de explotar.

Él la observó desde su altura como si no la conociera, luego volvió a mirar al árbol igual que si brotara ante sus ojos, estornudó dos veces, y pareció salir de su letargo alcohólico de pronto. Soltó a la niña de la mano y subió tres peldaños de la escalera que tenía delante.

—No consentiré que talen este árbol —dijo con la lengua adormecida—. Porque es el único árbol que ha crecido solo en Brooklyn. Porque mi hija lo ha visto crecer. Y porque mi hija me lo ha pedido.

La niña se restregó el frío de su nariz y contempló enamorada a su héroe.

A ver quién se atrevía a decir ahora que no eran necesarios. En el mundo de los superhéroes todo era de una hermosa sencillez, me dije mientras bajaba por la calle. El bien y el mal jamás se pondrían en duda y el mal sufriría de forma ineluctable un castigo proporcionado. El vislumbre de un mundo perfecto donde todo funcionaba como se suponía que debía funcionar. Donde tu padre siempre sería un héroe porque era tu padre. ¿En qué mundo escogerías vivir si te dieran a elegir?

Bajé caminando hasta McCarren Park y compré un perrito caliente. De pronto entendí a Barry. También entendí a Elias. Eran dos seres tan generosos como inocentes, pensé mientras engullía media salchicha de un bocado, porque imaginarme a mí mismo como un superhéroe era más bien un chiste, exceptuando una sola característica en la que el Capitán América y yo, era verdad, éramos dos jodidas gotas de agua: ambos estábamos condenados a la soledad de no decir lo que éramos. Como los héroes clásicos están abocados a cumplir en soledad con su Fatum. Éramos, de alguna manera, los elegidos. Los elegidos al menos para que el «todopoderoso» desatara toda su mala leche en forma de grandes putadas.

Mesías, como había dicho la vieja de la iglesia de Barry, que no podían compartir el amor, ni su vida, ni sus deseos o preocupaciones con nadie. Condenados a caminar por el filo que separaba al superhéroe del antihéroe. Qué más daba Hércules que Superman, que Jesucristo u otro iluminado solitario: estábamos jodidos y solos desde la cuna a la tumba.

Una tupida alfombra de hojas cubría aún todo el suelo. Escarbé con el pie para comprobar la superficie que pisaba. Al menos yo había encontrado a mi amigo invisible, dije en alto por si acaso andaba cerca. O él me había encontrado a mí. Para guiarme en la oscuridad. Para darme una palmada incorpórea de esperanza de cuando en cuando. Para que conservara la cordura.

En ese momento vi pasar a Elias con su hermana atravesando el parque. Permanecí sentado sin dejarme ver, intentando adivinar uno a uno esos rasgos de su enfermedad que antes me eran invisibles. Una leve cojera provocada por su rodilla. El dedo atrofiado con el que gesticulaba de una forma tan suya. La forma con la que Myriam lo agarraba al bajar un bordillo.

Justo delante de mí, tras un seto, comprobé que dos cabezas seguían también el itinerario de los hermanos. Me acerqué. Era el jefecillo de la banda del SI y uno de sus súbditos, ataviados con sus chaquetillas de comunión se balanceaban seductores sobre un columpio. Cuando Elias soltó la mano de Myriam y corrió hacia los balancines pude detectar la alarma de su hermana. Entonces escuché cómo el acólito del italiano exclamaba a su superior: Mira, mira… un úngelo. Mientras el otro se impulsaba en el columpio, le miró despectivamente y después de dejarse caer con fuerza en el aire respondió: es verdad, che bello, flotó en el aire su acento italiano… un úngelo.

Ambos rieron. Myriam no lo hizo. Solo agarró al niño de la mano con firmeza y salieron del parque.

Ni siquiera en la ficción se podía vivir demasiado despegado de la realidad, reflexioné pensando de nuevo en Elias y la incapacidad de su cuerpo y su mente para advertirle de los peligros que lo rodeaban. No, no era seguro. También me preocupaba Laura. A saber por qué me veía ella como un héroe. Yo no tenía un atractivo sexual debido a mis hazañas. Abbott no me había descrito como alguien admirable, como a Tony: un hombre destinado a ser el malo que debía camuflar su bondad. Y a medida que ella avanzaba por mi historia sentía que estaba más cerca de la decepción y yo de la vergüenza, como me ocurre contigo ahora que sospecho que tu camino es imparable, que no vas a detenerte, que cada vez estás más cerca de la página 418.

Yo nunca he querido ser un Mesías como me anunció aquella vieja en la parroquia de Barry. Porque no hay un Mesías sin un Judas. Porque no hay un dios sin un demonio. Las dos caras de una misma moneda. El yin y el yang. Tampoco he querido ser un Fausto. Preferiría haber elegido mi camino por el mundo y, en mi caso, si Dios y el diablo no hubieran sido la misma persona, habría pactado con el segundo sin que me temblara el pulso.

Soy demasiado torpe para ser un héroe.

Soy demasiado inconformista para ser un héroe.

Y aunque esto te suene extraño: soy demasiado humano para serlo.

¿Y Laura? ¿Qué pretendió ser Laura? ¿Solo la descafeinada y paciente novia del héroe? Presa de un amor imposible. Dependiente, enamorada, conformista… Ahora sé que no. Sus aspiraciones iban mucho más allá. Desde la noche anterior en la que la dejé en el teatro, no había podido verla. Era como si se la hubiera tragado la tierra. Temí que hubiera dejado definitivamente de leer. Quizás ya se había ido. Lo cierto es que, en parte, me relajó el hecho de que desapareciera en aquel momento porque intuía que la escena siguiente no le iba a gustar.

Tres horas más tarde entré en casa de los Weisberg. Fui recibido en la puerta por el padre de familia, Eliel. Shalom, dijo su rostro blanco enmarcado entre negros tirabuzones, gracias por aceptar nuestra invitación, Capitán Rogers…

Esta noche la señora Weisberg es la encargada de encender las velas. Hoy tampoco podrá averiguar su nombre. Para Dan Rogers siempre ha sido y será en un futuro la señora Weisberg, una de esas mujeres a las que parece habérsele caído el nombre propio.

Eliel Weisberg es el encargado de bendecir a sus hijos con palabras antiguas. El sí tiene nombre. Se sientan ante una espléndida cena: la mesa adornada con flores y ancianos símbolos, el candelabro de Hanuka con cinco de sus ocho brazos encendidos, los panes en espiral, el pescado relleno, las tortas de patata, las bolitas de masa rellenas de mermelada y la copa de plata del abuelo Weisberg llena de vino hasta el borde.

Cantarán bellos himnos sabatinos para la ocasión. Elias le pasa a su capitán un libro de oraciones para que pueda cantar con ellos. El solo mueve los labios imitando el movimiento de la boca de Myriam, de la que no puede apartar los ojos en ninguna estrofa.

No, no fue exactamente así. Estaba desbordado por los acontecimientos. Preocupado por la ausencia de Tony. Preocupado por el futuro de Elias y por lo que pudiera saber. Le observaba cantar con su pequeña boca redonda y negra, y me parecía el protagonista de una postal navideña antigua. ¿Qué tipo de personaje cree que soy? ¿Qué horrores estará soportando su mente visionaria?

Yo también recuerdo aquella cena tan nítida como si hubiera sucedido la noche de ayer. La casa con los tapetes de ganchillo, las fotos en blanco y negro sobre un aparador anticuado, el tipo de decoración de cuando te has venido con lo puesto. La familia de Elias había salido pitando de la represión estalinista contra los yiddishparlantes, me contó Eliel. La persecución a las artes, la poesía y el teatro yiddish en la Unión Soviética acabó con uno de los últimos depósitos demográficos supervivientes al holocausto y desorientó a los judíos socialistas de todo el mundo que habían visto en aquel país un modelo a seguir y una esperanza.

Confieso que, ante la repentina ausencia de Laura, había intentado aprenderme esa tarde una corta lista de palabras en yiddish para hacer tambalearse la pureza de Myriam, pero estaba tan nervioso que, a la hora de la verdad, solo pude acordarme de lo esencial para la supervivencia: que nosh significaba comer.

Creo que aquella noche aprendí varias lecciones importantes y cada vez que me toca vivir esta escena es de las pocas del libro que disfruto al revisitarla. Porque hacía muchos años que no me sentía en familia. Porque supe que los había prejuzgado. Y aunque no me gustaran sus costumbres, sus gorros y su aspecto de luto prematuro y sempiterno entendí que estábamos más próximos de lo que nunca me atreveré a confesar en público.

Para empezar, el primer shock de la noche se produjo cuando Myriam y su madre salieron de la cocina. Ya sé que Myriam siempre me impactaba, pero no fue su belleza sencilla lo que me atravesó los ojos.

Myriam llevaba peluca.

Su pelo negro y pesado había desaparecido tras una melena castaña clara que ahora se ondulaba sobre sus mejillas como la de su madre. De pronto parecía más mayor. Más experta. Más fría. Un tiempo después, un rabino del Bronx que entró como confidente de Ronald me explicó que, cubriendo su pelo, aquella mujer estaba haciendo una declaración diáfana como sus nuevas mechas: no estoy disponible. Pueden verme, pero no estoy abierta al público. Ni siquiera mi pelo, la parte más obvia y visible de mí, es para tus ojos. Y aun cuando su peluca pareciera tan real como para confundirse con el pelo natural, ella sabría que nadie estaba viendo su verdadero cabello. Habría creado un espacio físico privado y solo ella decidiría a quién permitir el acceso. ¿Me privaría para siempre de la quemadura del petróleo de su pelo al sol?, pensé. Sí, estaba siendo un cursi, joder, muy cursi. Pero es que únicamente existía una explicación para aquel cambio: Myriam, la blanca, el dibujo a un solo trazo que cobraba vida en mi calle como una elegante viñeta, se había casado.

El señor Weisberg comenta lo horrendo del último crimen de los Hijos del Azar. Se pregunta cómo Dios puede permitir tales aberraciones. Luego le pregunta a Dan Rogers si se ha enterado. El confidente tarda unos segundos en contestar que sí, que lo ha leído en el desayuno. Todo el mundo habla de ello. Sin embargo, decide no hablar de su vinculación con el caso. Le cerraría las puertas en aquella casa y no podría conversar más con el niño. Y Dan Rogers ya está convencido de que puede ayudarle con el caso. Por otro lado Elias está concentrado en ser el anfitrión perfecto para su Capitán. Incluso le ha preparado el postre que sabe que más le gusta: un momento de intimidad con su hermana. No piensa darse por vencido. De hecho, ha invitado al Capitán aprovechando que el reciente marido de su hermana ha tenido que viajar a Israel por negocios. Lo tiene todo planeado: cuando su padre comience a cabecear en el sillón narcotizado por el vino y su madre se vaya a recoger los platos, él será el encargado de cuidar a su hermana en presencia del Capitán, en ese momento se irá al baño un buen rato, el suficiente para que el capitán utilice algún poder que le permita volver atrás en el tiempo o un superrayo enamorador para que Myriam, rendida ante la superfuerza, no le quede otro remedio que pedirle permiso a su padre para anular su matrimonio y casarse con él. Así vivirían siempre juntos y su lucha contra el mal sería más fácil.

Cuando terminan de cenar, el señor Weisberg se disculpa, debe sentarse un rato en el sofá porque tiene el estómago delicado y, si no lo cubre con una manta al comenzar la digestión, luego tiene unos cólicos de aupa. La señora Weisberg pide permiso para retirar los platos y Dan Rogers se queda en la mesa junto a los dos hermanos.

—Ya nunca te veo pasar cuando te vas a la mikve —dice Dan Rogers, pronunciando mikve con un estudiado acento.

De pronto Elias hace una mueca de dolor. Necesita ir al baño, dice, estoy bien pero tardaré un rato, continúa, con una risilla pudorosa que es amonestada por su hermana por si decide dar más detalles.

Dan Rogers y Myriam Weisberg se quedan entonces sentados, frente a frente. Los ojos de ella trepando por las paredes, nerviosos, él detenido en su carne translúcida.

—¿Ha cenado bien, Capitán?

—Sí, estaba todo delicioso. Tu madre es una excelente cocinera.

Se hace un silencio incómodo.

—¿No se ha sentido incómodo?

—No, de hecho de pronto tengo curiosidad por saber más sobre ti —corrige—, sobre tus costumbres.

Ella disimula una sonrisa de ilusión por ese exceso de confianza y luego se coloca, algo tensa, su nuevo flequillo. A Dan Rogers le interesa aquel gesto de desnudez.

—No querría incomodarte ahora yo a ti —le clava los ojos.

Ella le mantiene la mirada.

—Por favor…

El acepta el duelo. Sin dejar de mirarla ni un momento, busca en su bolsillo su paquete de lucky strike, saca un cigarrillo y, al comprobar el gesto de asco que se dibuja en el rostro de la chica, vuelve a guardarlo.

—Tengo interés en saber en qué consiste ir a la mikve —dice entonces, con una sonrisa segura.

Ella parece satisfecha.

—Bueno, una mujer ni siquiera tiene que ser consciente de las implicaciones —coge su copa de agua y la balancea como si sus ojos negros provocaran aquellas mareas—, pero lo cierto es que, quien ha estado acudiendo durante muchos años a la mikve, empieza a darse cuenta de que cada vez que vas, sales completamente cambiada.

Dan Rogers se limita a asentir sin comprender. Cambiada está, desde luego. Ella prosigue, ahora haciendo carambola con sus ojos.

—Una mujer casada va a la mikve una vez al mes. Si está prometida, empieza a hacerlo una semana antes de ir al matrimonio para limpiar cada centímetro de sí misma al extremo: se corta cada uña, se liman las durezas y su cabello es cuidadosamente desenredado. A lo largo de los años, una mujer va refinando sus métodos —sus labios pequeños y gruesos se relajan de pronto—, una pequeña esponja se convierte en una invalorable herramienta, descubres que un hilo de plástico resulta más cómodo que el hilo dental y empiezas a usar un cepillo de dientes para cepillar tus cejas o un jabón neutro en lugar de gel para el aseo final, ya que no te deja una película sobre la piel.

Dan Rogers la observaba absorto. De pronto ha dejado de ver su vestido negro, su blusa abotonada, los anchos puños en sus muñecas. Myriam prosigue como hipnotizada:

—Y entonces, después de todo ese trabajo y de comprobar que ninguno de los cabellos desprendidos han quedado sobre la piel, en ese momento y solamente entonces estás preparada para entrar completamente limpia y desnuda en la mikve —Myriam tira suavemente de la peluca sin dejar de mirarle—. Contienes la respiración y sumerges tu cuerpo poco a poco en el agua.

Dan Rogers traga saliva al ver de nuevo su pelo cayendo libre sobre sus hombros. Se lo imagina flotando en el agua como algas negras. Ella parece salir de su letargo y le mira ahora fijamente. Sonríe:

—Cuando por fin emerges para tomar aire eres una criatura recién nacida. Al final pronuncias tu rezo y, en tu corazón, murmuras tus plegarias personales antes de volver a ingresar en el agua.

Desde luego era pura mística, sí. Su cuerpo intocable desnudo, tan solo invadido por el agua. Sus pechos redondos y pequeños estremeciéndose por el tacto frío y extraño. Como ves, este largo pasaje lo escribió Abbott, oportuno como siempre, para ponérmela dura. Se llama crueldad gratuita. Ahora que, como siempre, no tenía ninguna esperanza. Como siempre, digo, un ver y no tocar. Un quiero y no puedo.

Bueno, para descargar tensiones, voy a contarte una anécdota ridícula que no aparece en el libro por escatológica, y es que este escritor es muy fino.

Tras aquella descarga de hormonas Elias salió del baño y yo me encerré detrás de él para ganar tiempo y para meditar durante unos segundos a solas lo que acaba de ocurrir: si aquella detallada descripción de Myriam limpiando su cuerpo poro a poro para prepararse para… en fin, ¿había sido deliberadamente sexual?, ¿o su sexualidad era tan arrolladura que pugnaba por salir como un caballo desbocado por su boca? Al entrar en el baño me di cuenta de que no habían tirado de la cadena. Cuando me dispuse a hacerlo estaba tan confundido que me entró la duda de si, al igual que estaba prohibido, por poner un ejemplo, pulsar el botón de los ascensores, no se podía accionar una cisterna durante el sabbat. A ti va a parecerte una estupidez, pero en aquel momento aquello me creó un conflicto existencial, además de intestinal. Porque prefería cualquier cosa, cualquier cosa, repito, antes de incomodar a una Myriam que podía estar a punto de caer en mis redes. Entonces escuché que alguien llamaba a la puerta. Era ella. Joder, qué mala suerte. ¿Tirar o no tirar de la cadena? Si lo hacía existía la posibilidad de que su padre me echara de la casa a patadas y, si no tiraba y no existía ningún motivo para no hacerlo, Myriam pensaría que era un cerdo. Ante la duda, opté por lo segundo y salí del baño triunfal, tratando de no darle importancia.

Nos cruzamos en la puerta. Ella me sonrió y entró cerrando con pestillo. A continuación se escuchó la cadena. Mierda, dije, creo que en alto y nunca mejor dicho. No podría volver a mirarla a los ojos. Hasta aquí mi anécdota ridícula y escatológica. Ya se me ha pasado el calentón.

Cuando el reloj de bronce del salón da las nueve y media, la señora Weisberg sale de la cocina y le da cuerda. Myriam ya se ha puesto la peluca y se despiden en la puerta ante la atenta mirada de Elias. Dan Rogers da las gracias. Da las gracias y asegura que le ha gustado vivir esa experiencia. Pero no puede levantar la vista más allá de sus labios. Por eso sabe que Myriam le sonríe. Y le sigue sonriendo mientras musita: ahora ya sabe de lo que se trata, Capitán. El sabbat es una isla en el tiempo.

Poco antes de que todo suceda, Dan Rogers le dirá a Elias que, después de estar en su casa, sigue sin envidiar su religión pero que siempre, a partir de ese día, envidiará su sabbat.

Esa noche caminé largo rato por la orilla del río. Caminé durante horas. Tanto que dejé Brooklyn para entrar en Queens absorto, es verdad, en la imagen de Myriam ingresando en el agua como una venus morena. ¿Por qué Abbott no me habría buscado una buena chica con la que compartir mi vida? Con una sola me conformaría si era como ella. Caminé absorto, decía antes, pero no solo recordando a Myriam sino la última frase que me dijo Elias cuando corrió a darme un beso de despedida, un gesto nada habitual en él. Me dijo. Ella no te conviene. Y yo en principio pensé que se refería a su hermana, hasta que añadió: tienes que intentar dejar de verla, Capitán, tengo muchas pesadillas, muchas, ella está en peligro. Y es por nuestra culpa.

Entonces pensé en Laura. La pensé, pero seguía sin poder verla. Tuve que apoyarme en la barandilla y concentrar mi mirada sobre el agua durante largos minutos. Nunca me había pasado antes. Incluso temí que pudiera haberse deshecho del libro. Un buen rato después por fin la encontré sobre el agua, tumbada en la cama de su hotel, con el libro tirado en el suelo sobre un periódico hecho un higo, una maleta a medio hacer sobre la otra cama y la expresión más desencajada que le había visto jamás. Qué susto me has dado, Laura, le dije. Por lo que más quieras, nunca vuelvas a desaparecer así. Nunca.

Ella sudaba. Tenía el pelo mojado. Sus zapatillas de deporte estaban tiradas como si hubiera llegado cansada de caminar todo el día. Había ropa mojada tendida en algunas sillas y radiadores. También había empezado a leer, pero ahora observaba el techo con dedicación como si fuera mucho más interesante que seguirme costa arriba.

Me dolió. ¿A qué venían esos morros? ¿No tenía ya suficientes problemas? ¿Qué había hecho, meterse en la ducha vestida? Parecía un gato mojado. ¿Ese era el peligro que corría según Elias? ¿El de que le diera una rabieta? Si hubiera localizado su hotel hubiera ido hasta ella, la habría tirado sobre la cama y le habría dejado las cositas claras. No podía creer que aquel disgusto fuera por la escena con Myriam, pero sí, tenía toda la pinta. Elias tenía razón, no era más que una ñoña. Y un tipo como yo no podía colgarse de una ñoña, joder. Ojalá pudiera dejar de verla, creo que dije en alto. Entonces, repentinamente y como si me hubiera escuchado, Laura saltó sobre el libro, lo abrió por el último capítulo que había leído y lo garabateó con su nombre en mayúsculas, LAURA, LAURA, LAURA, con tal saña que la página comenzó a romperse. Luego lo estrelló contra la pared y cayó sobre la moqueta abierto bocabajo. Pues muy bien, pensé. Primera bronca. Pero yo no tenía tiempo para tonterías.

Caminando enfurecido por el río, sin darme cuenta me encontré bajo un cartel que anunciaba Hunters Point. ¿Habría sido casualidad que mis pasos me guiaran hasta una de las posibles guaridas de los asesinos? Cuando estaba a punto de entrar al barrio, un village algo más bohemio que el de Manhattan, me llamó la atención la parte exterior, la que tocaba el agua, donde tras un cartel luminoso de Pepsi de principios de siglo, habían comenzado la construcción de un par de lujosos rascacielos. Caminé sobre el embarcadero recién barnizado hacia Manhattan como si estuviera a punto de caminar sobre las aguas. Nunca había visto aquel perfil de la isla desde Queens.

Apoyado de espaldas sobre el embarcadero alcé la vista piso a piso por uno de los gigantes de espejo de lo que estaba llamado a ser Long Island City. El único rascacielos que estaba terminado tenía una sola luz encendida y le daba el aspecto de un cíclope vigilante sobre el río.

Respiré el viento que traía el East River. Aquella sí tenía el aspecto de la guarida de un supervillano. Me giré hacia Manhattan, ahora bajo una capa transparente y fría como si descansara bajo el hielo. «Desde su guarida, el villano contemplará la guarida del héroe», repetí por dentro uno de los últimos mensajes del hombre invisible, porque aquel perfil de la ciudad me fue familiar de pronto, era la estampa de una Nueva York irreal, mitológica, su cara más inquietante, más fantástica. Un encuadre extravagante que solo había visto en un lugar, sobre un lienzo, el mismo que contenía el mensaje. Entonces, reconocí de nuevo la letra del hombre invisible sobre la barandilla. También él había llegado hasta allí y había quemado la madera, quizás con cigarrillo y una paciencia infinita hasta dejar grabado el siguiente mensaje: «Dan: ¿tienes 25 centavos para encontrarme?». Rasqué dentro de mi bolsillo y encontré una sola moneda. De 25. Con ella entre los dedos como la última ficha de un casino, la coloqué al trasluz, sobre los rascacielos, como si fuera a encajar en algún sitio. Caminé con ella a tientas, delante de mis ojos, hasta que tropecé con algo. Era uno de esos telescopios fijos para ver el paisaje. Sin variar la dirección, introduje la moneda por la ranura oxidada y con un ruido de pestillo la lente se abrió.

Ante mí y sobre el río apareció Roosevelt Island. La guarida del hombre invisible.