A esas horas, en los muelles del oeste de manhattan, el sol se derrama como si fuera aceite y la mujer descalza de melena rizada ha caminado por el paseo de madera hasta situarse en el centro de una circunferencia de cemento. De él brotan chorros de agua, rítmicamente, como si interpretaran alguna música. Algo oriental, supone Dan Rogers o quiere imaginarse, mientras agita un alka seltzer en un vaso de plástico para aliviarse la resaca y arranca con una uña el desconchado de la mesa de hierro desde donde la observa. Ella, ajena, camina bajo un sol de invierno con una larga bufanda, esquivando las erupciones de agua que, como pequeños y perturbados volcanes, la lanzan de nuevo hacia arriba. La gente pasea a sus perros, unos pocos pasean niños y al fondo, al otro lado del Hudson, la superficie arbolada de New Jersey aparece tímida tras el gris lunar de un portaaviones: un gran barco de guerra llamado El intrépido, decorado con banderines que palmean furiosos con el viento que ahora viene del mar, anclado al fondo del muelle desde sabe Dios qué gran guerra. El eco de las motoras y los aviones rebota en Manhattan como en una cueva. Los accesos al agua han sido cerrados por un precinto de la policía…
… detalle que, aunque solo fuera un aviso para los viandantes, como elemento decorativo siempre añadía cierto dramatismo a la ciudad. ¿Y qué? Qué nos importa todo este rollo, Abbott. La tía estaba buena sí, y ya está. ¿Qué quiere decir con esto? ¿Que estoy salido? ¿Que soy tan frívolo que no estaba barruntando día y noche el lío en el que andaba metido? Pues mira por dónde sí que estaba dándole a la cabeza. Precisamente me preguntaba por primera vez qué habría pensado Abbott para continuar la trama. Si no encontraba más pistas, se me ocurrió que podría intentar pensar como él, por un momento, para anticiparme a los acontecimientos. No dejaba de darle vueltas a la frase de aquella anciana loca de la parroquia de Barry: eres un mesías y Dios te ha bendecido, había dicho antes de plantarme un beso en la mejilla. Eres un mesías… repetí una y otra vez mientras escoltaba con los ojos los movimientos de la morena. ¿Tendría Abbott creencias religiosas? ¿Habría escrito una alegoría? Y si yo era el Mesías, Elias era un profeta, si no recuerdo mal, el de los mensajes apocalípticos. Sí, desde luego que aquello coincidía. ¿Y el resto? Wanda, Barry, Silvio, el hombre invisible, mis apóstoles. La duda estaba en si a Ronald le tocaba o no ser Judas. Manfredi podía ser Pilatos y claramente Bessie era la Magdalena, sonreí. ¿Y mi madre? Solté una carcajada.
No, eso supondría convertir a Abbott en Dios y que yo acabara clavado en una estaca como una aceituna. No, aquello no cuadraba de ninguna manera.
Me estiré groseramente, sentado frente aquella mesa de hierro del muelle oeste, y lo cierto es que esperaba a Ronald con un extraño relax. Quizás porque ya tenía todas las decisiones tomadas: no pensaba reprocharle su forma chapucera de hacer las cosas, ya que yo mismo había puesto en peligro mi pescuezo y la misión al ir a una subasta benéfica sin considerar la probabilidad matemática de encontrarme con mi progenitora, quien sin duda, cosas de la vida, había recibido también la invitación, y claro, era algo a lo que no podía resistirse su moral cristiana un día de Navidad. Para colmo de males, Tony y yo nos habíamos agarrado una borrachera como en nuestros tiempos universitarios. Le llamé al móvil y lo tenía apagado, y en el despacho me dijeron que no iría esa mañana por allí. No me extrañaba nada. Ya no éramos unos chavales.
Desde luego aquello no había sido nada responsable. Me había pasado de listo por intentar ir por libre. Todo aquello me avergonzaba demasiado. Todo aquello acabaría con mi relación con la policía si me descuidaba, una de las pocas cosas, y ya sé que te lo he dicho en otra ocasión, por las que me había sentido orgulloso, útil. Por no hablar del bochorno y el descrédito al que sometería a Barry, ya que fue quien me recomendó.
Al menos me había servido para recibir un nuevo mensaje del hombre invisible, pensé, y mi madre colgaría su nuevo y flamante objeto de adoración sobre ese maldito piano que siempre me acusó de no saber tocar, en lugar de un garabato de un pintor moribundo. Aún así, había decidido seguir cubriéndome las espaldas. A esas alturas ya estaba demasiado intrigado. Buscaría más pistas. Me acercaría a la guarida del monstruo poco a poco hasta verle la cara. Por lo tanto, tampoco podía contarle a Ronald lo que había ido averiguando por mi cuenta, las informaciones que había conseguido: el Jaguar con los cuatro dados de madera de boj en la guantera, de los que Laura me dio una buena explicación, los esprays que alguien lanzó a la basura en Hunters Point, y mucho menos los mensajes del hombre invisible. Lo estropearía todo si metía sus manazas. ¿Quién era yo para ellos en el fondo? Yo no era un poli. Yo no era uno de «los buenos» oficialmente, no era más que un kamikaze al que recurrir cuando nadie quería subirse en el avión.
Mientras me devanaba los sesos había estado arrancando nervioso el desconchado de la pintura de la mesa, pero hasta ese momento no reparé en ello. La superficie estaba arañada con anterioridad y sobre el óxido apareció un nuevo mensaje: «Confía solo en aquellos que contemplan el agua». Tengo que reconocerte que cada mensaje del hombre invisible me proporcionaba una punzada de alegría. Un derechazo a la soledad de mis revelaciones. Un sentimiento de fraternidad extraña. Miré al río e imaginé que él, de alguna forma, lo contemplaba conmigo.
Cinco minutos después de la hora acordada reconocí la silueta rechoncha de Ronald caminando fatigosa por el paseo. Venía con alguien. Era Serpico, un poli de la vieja guardia cuya integridad molestaba a casi todo el departamento. Yo mismo pude evidenciarlo cuando me lo presentaron, una de esas raras ocasiones en que me dejaron pisar la comisaría: Serpico empujó la puerta de aluminio, con su pelo tupido y negro despejándole la frente, los ojos directos y relajados, con las manos en los bolsillos de su chaqueta de segunda mano, y sus compañeros le saludaron con una mezcla de admiración y recelo. Entonces, recuerdo que Ronald se giró para observarlo hasta que entró en el baño y después de una mirada cómplice al resto me susurró: «Ya le dije a Serpico que ser así le traería problemas: nadie se fía de un poli que no coge el dinero».
Una gaviota pasó gritando sobre mi cabeza. Los dos hombres llegaron hasta mí. Ronald me ofreció su mano blanda y húmeda. Serpico me abrazó con dos palmadas. Como nadie hace en Nueva York. Como solo haría un italoamericano.
—Vaya tipo nos ha salido este Dan, ¿eh?
Los dos me miraban satisfechos. Si no conociera a Ronald diría que orgullosos. Serpico me dio otro cachete en el hombro:
—Vas camino de convertirte en un héroe en la comisaría, chico. Nadie le habría echado tantos cojones.
Y dale con los héroes. Como siempre, la palabra me provocó un sarpullido. No entendía a qué venía tanta cera a no ser que quisieran algo más de mí.
Entonces Ronald se fue a pedir café y nos dejó quizás deliberadamente solos.
—¿Y cómo te trata la vida, Dan? Hacía tiempo que no te veía.
—Bueno, últimamente estoy sentando la cabeza. Ronald ha decidido que me voy a dedicar al coleccionismo, ya sabes…
El policía soltó una carcajada grave y rotunda.
—La verdad es que en eso ya tienes experiencia. Siempre has coleccionado preciosidades.
Le pedí un cigarrillo. Me sonrió de nuevo. Me gustaba aquel tipo.
—¿Y tú? —le pregunté—. ¿Sigues tomándote tan en serio la placa? Como sigas así vas a terminar siendo un solitario.
—Qué va. Le venía contando a Ronald que me he cambiado por fin de casa y tengo una vecinita estupenda. El apartamento está en el Lower East y tiene un jardín interior que toca con el suyo. La primera tarde que la vi, hablamos de ópera y plantas de exterior a través del muro del jardín.
—¿De ópera? —le interrumpí—. ¿Tú?
El torció la boca.
—Sí, de ópera, de ópera… déjame hablar, y entonces, ella me corta y me dice, me gusta tu jardín, y yo voy y le respondo: no puedes amar mi jardín sin amar al hombre que cuida ese jardín. Ese es un proverbio japonés. No, me dice ella, eso te lo acabas de inventar.
—¿Y?
—Y era cierto que era falso. Por eso no me amó —hizo un silencio—. Pero a las cinco estábamos follando.
Tuve que frenar una carcajada para no ponerlo perdido de cerveza. No me gustaba, no, adoraba a aquel tipo. Entonces el policía, después de girarse y comprobar que Ronald seguía en la puerta del bar hablando por el móvil, alzó sus ojos sabios de santo romano y me puso una mano en el hombro que me pesó como un plomo.
—Yo nunca habría permitido que te metieras en esta mierda, hijo.
Y se giró hacia el agua, con la tranquilidad de quienes dicen lo que tienen que decir. De los que duermen tranquilos.
Ambos nos quedamos mirando hacia el Hudson y fue entonces cuando descubrí uno de los motivos de mi atracción por Serpico.
Me gustaba su forma de contemplar el agua. Eso era más que suficiente.
Creo que aún no te he hablado de ellos. De los contempladores del agua: verás, hubo un lector, poco después de Laura, que alternaba la lectura de Mitología de Nueva York con Moby Dyck y aquello me permitió echarle una ojeada a unos pocos capítulos del libro. En el texto, Melville dice que los neoyorquinos, a pesar de no ser marineros, son hombres de tierra que contemplan extasiados el agua.
Por eso hay una especie oriunda de esta ciudad entre los que me incluyo que he decidido llamar los contempladores del agua. Los verás tú mismo, por todas partes: al salir de las oficinas, algunos por la mañana, otros se tirarán allí todo el día, pero en algún momento, cuando los comercios cierren y a las cinco la gente salga de las oficinas de estampida, los reconocerás. Porque irán caminando como zombis imantados hacia su refugio. Bajarán por todas las calles hasta los ríos y allí permanecerán mucho tiempo, cautivos por su oleaje. En la frontera líquida que los aísla del mundo.
Un contemplador del agua sabe muchas cosas. Sabe distinguir por ejemplo que el East River huele a río y sin embargo el Hudson huele a mar. Sabe que no puede cruzar al otro lado. Y todos ellos saben, sospecho, lo mismo que yo.
He tenido —o, por pura soledad, he querido tener— esa sensación muchas veces: que todos ellos son personajes como yo, conscientes de serlo, que buscan la realidad en la otra orilla. Todos ellos han lanzado como yo, alguna vez, mensajes en una botella. El resto de la gente como Laura o tú, buscaríais el más allá mirando al cielo. Nosotros buscamos un más allá del mar. Le fin de la terre. El finisterre de la ficción. El Hudson. El mar. ¿Y después? Quizás nada.
Pues para mi sorpresa, a mi lado, esa mañana, Serpico miraba hacia el muelle como un auténtico contemplador del agua. Y parecía que le había llamado la atención, como a mí, un contemplador más: la anciana en silla de ruedas que teníamos delante y que no se había puesto la dentadura. Era como si se la hubieran dejado olvidada. Quizás su cuidadora se habría ido a por un café. Me pareció un muñeco de Halloween de caramelo: tenía el pelo corto, los labios cerrados sobre sí mismos dejando intuir tan solo una desgastada línea roja, como pintada a rotulador. Vestía una boina rosa y pantalones de terciopelo del mismo color que cubrían sus piernas inútiles y esqueléticas. Contemplaba el Hudson como nosotros. Con la mirada nadando contracorriente, apuesto a que igual que sus inquietudes, sus sueños. Maravillada por el sonido de los tablones contra la orilla. Anhelante como un náufrago que estudia cómo escapar de una isla a la que sabe que no pertenece.
Cuando volvió Ronald traía el gesto grave y el móvil en la mano.
—¿Te ha contado ya que se ha follado a su nueva vecina? —balbuceó, con los restos de una magdalena de chocolate en la boca, no supe por qué pero algo incómodo.
—¡Y lo mejor es que ha sido hablando de ópera y de jardinería! —exclamé para recuperar una de esas conversaciones de polis desayunando, pero no tuve suficiente paciencia—: Ronald, ¿qué pasa?
—Han vuelto a atacar.
Serpico levantó los ojos, siempre duros y somnolientos. A mí se me heló la sangre.
—¿Cuándo? —dije.
—De madrugada. La descubrieron unos barrenderos en un escaparate de Prince Street.
Serpico y yo nos miramos.
—¿En un escaparate del Soho?
Ronald asintió con la cabeza.
—Es una mujer. Ha aparecido desnuda y tumbada de espaldas con un espejo en la mano y un dado de madera dentro de la boca. Fue uno de los barrenderos el que, pensando que era un maniquí, se fijó en ella más de cerca. Como cada vez ponen cosas más raras en esas tiendas, no sospechó hasta que vio al perro.
—¿Un perro? —se sorprendió Serpico—. Eso es nuevo.
Algún órgano se me encogió por dentro. De pronto supe cómo terminaba aquel cuento macabro, pero Ronald… él lo contó por mí:
—A los pies del cadáver había un perro muerto. Uno muy grande, de lanas blancas, de esos que pelan como a arbustos. Al parecer es de la víctima. El cuadro sustraído vale unos dos millones de dólares y la víctima lo adquirió ayer mismo en una subasta de Navidad.
No sé por qué, pero no dije nada. A pesar de que sabía que muy probablemente, durante los interrogatorios, alguien hablaría de mi presencia y la de Tony, aunque llegamos muy tarde y muy borrachos. Aún así, de aquellos fragmentos de noche que ahora formaban un collage en mi memoria, sí recordé al ver las fotos del crimen aquellas sandalias, y el pie desnudo acariciando la lana de perro que dormía plácidamente bajo su dueña, Natasha Colé, sin sospechar que su nombre había sido seleccionado por Tony como posible miembro de los Hijos del Azar, sin sospechar tampoco que estaba destinada a convertirse en la réplica sangrienta de la Venus del espejo.
El resto del encuentro no tuvo mayor interés. Ronald volvió a decirme que seguían tras la pista del propietario del móvil que se utilizó durante la partida, y yo preferí creerle por la cuenta que me traía y porque me pareció que no estaba al tanto de mi presencia y la de Tony en la subasta del día anterior, ni temía que los Hijos del Azar hubieran descubierto su absurdo señuelo, Hermann Oza, el ridículo magnate que había perdido jugando al Black Jack una antigüedad japonesa. Serpico atendía a la conversación con sus ojos latinos clavados en los míos como una advertencia. Como si tratara de inyectarme en el cerebro otra información más, leerme la letra pequeña del contrato.
Luego intercambiamos información: Ronald me contó que tenían motivos para pensar que los Hijos del Azar eran muchos, pero liderados por una sola mente criminal que actuaba como ideóloga, una persona a la que quizás no conocían, dijo, ni siquiera Manfredi. Al parecer se trataba de un inteligente asesino que en ocasiones ejecutaba el crimen y en otras se ayudaba de sus perros obedientes enviando por medio de mensajes de móvil las instrucciones sobre a por quién ir y cómo. El grupo ejecutor actuaba pues como una especie de secta sanguinaria al servicio de su gurú. Pero ¿por qué? ¿Por dinero? ¿Compartían el botín con su «maestro»? ¿O lo hacían por amor al arte?
Vale, este chiste era fácil, muy fácil…
Por mi parte, yo les expliqué, como ya le había dicho a Ronald por teléfono, que los asesinos se pondrían en contacto conmigo para informarme de fecha, hora y lugar de la entrega. El apartamento alquilado en el Upper East a nombre de Hermann estaba siendo vigilado día y noche. Llegado el momento, yo solo tendría que quitarme del medio y dejarles llegar como una manada de ratones hambrientos hasta su codiciado trozo de queso.
—Deberías pasarte a dormir por allí de cuando en cuando, tiene un jacuzzi estupendo —añadió Ronald—. Y no tienes de qué preocuparte, mis chicos te harán de niñera.
—Vaya, qué alivio —dije, intentando ser deliberadamente irónico y sintiendo de nuevo aquel recelo. Serpico volvió a contemplar el río. Ya no pudo volver a mirarme a los ojos.
La plataforma de metal que llegaba hasta el agua golpeaba contra el muelle con un ruido seco. Escuché a Ronald cada vez más lejos: había encargado a Wanda buscar la cabeza que le faltaba a la víctima del asesinato de La victoria de Samotracia, aún no había aparecido en ningún vertedero de la ciudad y podría contener muestras de ADN… entonces vino como un latigazo a mi cabeza la voz de Elias en nuestro último encuentro: ¿me dejarás que te diga dónde está la cabeza perdida?… En la medida de lo posible, siguió diciendo Ronald, quería que la Señora del Arrabal dejara a sus niños al margen o podrían tener problemas con los servicios sociales. Ella le había mandado al infierno, dijo el poli, y yo no podía dejar de pensar en ese otro niño, Elias, que seguramente no consiguió evitar haber visto un crimen horrendo y aquella cabeza perdida, y quién sabe si a la mujer asesinada noches atrás, un crío al que yo no quería implicar más si no podía protegerle. Ni rastro tampoco de qué sustancia podía haber matado a los de El beso de Rodin, siguió Ronald, las dos hierbas que aparecían en los cuerpos no eran la misma y, más extraño aún, no eran mortales.
Nada de nada de nada, pensé.
Sonreí al Intrépido que flotaba sobre el río. Gigante e inmóvil, parecía querer enseñarme sus dientes de tiburón de lata. Sobre él, sus parásitos naturales: aeronaves negras como murciélagos posados sobre su lomo y, entonces, pude ver a un hombre negro y espigado que también contemplaba el agua desde la plataforma de popa. Lanzaba bolas con un palo de golf en dirección a New Jersey, describiendo una larga travesía en el aire hasta hacer hoyo en el agua. Más adelante descubrí que lo hacía todas las tardes a la misma hora. Sin importarle quién pudiera verlo. Como si fuera el último habitante de esta ciudad.
Cuando se despide de Ronald y Serpico, Dan Rogers camina por el muelle durante un buen rato. Le han ofrecido vigilancia continua y se ha negado. Sobre todo ahora que el ambiente volvía a oler a sangre, a ojos de toda la comisaría será un héroe, piensa. Un valiente. Sin embargo sabe que su historia es muy distinta. La de un desaprensivo. Un arrogante que ha creído controlar el azar sin tener en cuenta con quién está jugando. Un hombre que es capaz de no aceptar protección policial con tal de que no se descubra lo miserable que realmente es:
Un ludópata.
Un inconsciente, un enfermo dispuesto a todo cuando contempla el vuelo de los naipes sobre un tapete.
Gracias, Abbott, gracias… Encantador este Abbott, ¿no es cierto? Desde luego no deja lugar a la imaginación cuando decide cargar las tintas. Cómo no voy a tenerle cariño.
Dan Rogers continúa hasta el muelle 83 sin dejar de pensar en el pie desnudo de Natasha Colé acariciando a su perro. De camino, pasa el cuartel de la policía montada de la 76 y después se adentra en Hell's Kitchen, «la cocina del infierno». El barrio donde los irlandeses pegan tiros y beben cerveza hasta quedarse tumbados boca abajo en los muelles, con sus estómagos hinchados como tristes boyas escupidas por el río. Camina hasta que deja atrás las tabernas de cristales verdes con olor a pescado frito.
Y Laura que caminaba en ese momento apenas a unos pasos de mí también por la 76 con su libro en la mano, parecía tan impactada como yo por la noticia del nuevo asesinato. Solo que descubrí que el barrio que ella pisaba ya no se llamaba Hell's Kitchen sino Clinton. Olía a comida de todas las nacionalidades y a castañas asadas, y mirando a través de sus ojos, solo pude contar dos pubs irlandeses de dos plantas. Las antes deprimidas casas inglesas de la cocina del infierno se habían convertido en lofts para yuppies.
Le pregunté la hora a un irlandés mayor con la cara de Harvey Keitel dentro de ochenta años. Las doce y veinticinco, me dijo con la voz temblorosa y las vocales abiertas de par en par. Si no se llamaba Harvey tendría que llamarse Ryan, o algo parecido, pensé, porque tenía esa cara de borracho que solo te la da nacer con el gen del alcohol. Llevaba un sombrerito verde con una chaqueta de lana y de cuando en cuando se paraba en una esquina para abofetearse como si quisiera despertar del sueño de la vida o como si la vida hubiera conseguido hartarlo de sí mismo. Esta anécdota hizo que Laura soltara una carcajada cuando se detuvo para consultar el libro, luego aprovechó para dibujar uno de sus bocetos, creo que tratando de reconocer el paisaje descrito por Abbott sin conseguirlo. Incluso miró hacia los lados como si tuviera la esperanza de encontrar al personaje. Esa tarde vestía unos vaqueros más ceñidos de lo habitual. Estaba mucho más delgada y el pelo le caía suelto y lo revolvía el aire. Su piel era cada vez más clara y había perdido gran parte de sus colores. Se había mordido las uñas hasta hacerse sangre. A veces me parecía adivinar en su rostro lo confundida y decepcionada que parecía sentirse. No sabía muy bien si conmigo o con lo que se había encontrado.
¿Dónde demonios iría? De nuevo sentí un miedo irracional a que siguiera leyendo. Me sorprendí deseando que se acercara al muelle y tirara el libro al agua. Que me dejara ir en las negras corrientes del río. Que cortara el cordón umbilical que nos nutría de la vida del otro.
Entonces correteó un poco y la escuché preguntar la hora a un skater que esperaba para cruzar el semáforo. Para ella, las ocho de la tarde. Entonces le sonó el móvil.
Comprobó el número en la pantalla y como resultado dejó los ojos en blanco.
—¿Sí? —su voz sonaba algo más grave, con más años—. Hola… Sí, sí… pero no te escucho bien…
Un antiguo abatimiento ablandó su cuerpo, como si algo la hubiera cansado de golpe. Escuchó durante unos minutos sin interrumpir a quien fuera que le hablara, anclada como un poste en el paso de peatones, con la mirada perdida en los edificios, hasta que algo le hizo reaccionar:
—¿Realista? —dijo casi en un grito y repitió—. ¿Realista? ¿Me llamas para decirme eso? ¿Un disgusto de muerte? ¿A mis padres? Mis padres ya tienen bastante con mis hermanas y sus nietos. No, no, no… ahora déjame hablar a mí. ¿Qué quieres que te diga, Roko? ¿Que siendo realista sé que nunca podré comprarme un piso? ¿Que nunca lograré vender una sola de mis obras, ni tener a mi lado un hombre que me quiera como tú, que no me quieres? ¿Y eso no es vivir una mentira? ¿Quieres que reconozca lo poco especial que soy? ¿Que lo que a mí me pasa le pasa a todo el mundo? ¿Quieres que te diga eso y que vuelva? ¿Para qué? Dime, ¿para qué? Gracias, ya soy realista, ya sé que soy una mierda, enhorabuena, has amortizado tu llamada, ¿contento? —casi no podía reconocerla, hizo una pausa—. Tienes razón, ¿sabes?, en eso tienes razón. No tengo el suficiente mundo, ni puede que la suficiente inteligencia para salir adelante y menos tal y como están las cosas, pero tampoco me vas a sacar tú, ni mis padres, ni todas esas personas de vida ordenada a las que tanto admiras y que trabajan para que la gente como yo pueda ser así de inconsciente… pero solo te diré una cosa, tú no tienes ni idea de lo que estoy viviendo… ¿Quieres que sea realista y que me crea que eres lo que merezco?
No tengo ni idea de qué fue lo que recibió como respuesta, pero provocó que lanzara el móvil por encima de mi cabeza con tal fuerza que fue a estrellarse en la acera contraria. Yo me quedé tan estupefacto que antes de que pudiera darme cuenta la vi cruzar sin mirar entre monopatines, bicis que se deslizaban por su carril y un par de policías a caballo. Tan ofuscada estaba que se aventuró justo cuando un camión salía de uno de los hangares del muelle.
No pude reprimir un grito que sobresaltó a un paseante de perros y a sus ocho canes de diferentes tamaños que me ladraron todos a un tiempo. El camión tocó su claxon, potente como la sirena de un barco y ella dio un brinco hacia atrás.
Pensé que se me había parado el corazón. Me sentí impotente. Ni siquiera habría podido alertarla. Ni siquiera podría salvarla si algo la acechaba, me angustié. No puedes ir así por la vida, Laura, le susurré a un centímetro de aquella oreja, viva como una brasa. Tienes que pisar el mundo real, Laura. Cogió aire. Yo respiré con ella, como si con eso pudiera mandarle más oxígeno a los pulmones. La observé con ternura mientras una sonrisa de alivio afloraba en sus labios. Empezaba a entender por qué se drogaba con literatura negra y ficción neoyorquina. Mi Laura y su síndrome del caballero andante…
Cuando pasamos caminando por la comisaría de Ronald, en la 42 Street, volvió a detenerse y abrió el libro. Tenía uno de esos trozos de papel verde marcando un fragmento. Claro, pensé, sabía que era la de Ronald aunque no lo decía en el libro porque al lado había reconocido la Little Pie Company, el lugar donde los polis pasaban la mayor parte de su tiempo, según la descripción de Abbott, poniéndose de tarta hasta las cejas. Con dos trazos rápidos le hizo un breve retrato al edificio y siguió caminando. Tiene talento, me dije. Luego, al llegar al semáforo, se arrepintió y dio la vuelta. Para mi sorpresa, subió las escaleras de la comisaría. ¿Pero qué estaba haciendo? Yo también me había quedado en la puerta de la comisaría, aquella a la que no debía acercarme por cuestiones de seguridad, así que, antes de echarlo todo a perder, crucé la calle y me senté al lado del río. Fijé mi vista en el agua, que bajaba tranquila y soleada. Entonces, volví a verla. Caminaba por un pasillo alicatado, observando con los ojos excitados los carteles de busca y captura. Analizando los rostros de los agentes como si buscara a alguien. ¿A Ronald?, me pregunté. ¿A Serpico? ¿Pero acaso no sabe que no existen? Entonces uno de los polis, un rubio hinchado de anabolizantes que parecía estar estrenando la gorra, le cortó el paso.
—¿A dónde cree que va, señorita? —la miró de arriba abajo, con desprecio—. ¿Va a hacer una denuncia? ¿Habla inglés?
Ella le miró sin pestañear y cuando el agente señaló enérgicamente la salida, siguió su dedo con paso rápido. El policía se dio la vuelta, joder con los turistas, y se perdió por el pasillo.
Cuando salió no pude evitar seguirla o quizás era ella quien me seguía a mí. El caso es que tuve de nuevo la urgencia de cuidarla. De velar para que no le pasara nada. Tuve miedo de que se perdiera por una ciudad de la que apenas tenía —y ahora podía comprobarlo— referencias reales. Al llegar a la calle 46 me senté en un banco. Ella se sentó a mi lado y siguió leyendo, aún ruborizada:
Al llegar a la calle 46, Dan Rogers se sienta en un banco. Luego escarba en el interior de su bolsillo para buscar el tabaco. En lugar de eso extrae una servilleta de papel arrugado. «Hermann Oza» dice la letra infantil y pequeña de Ronald devolviéndole al instante en que el policía le dio ese papel. Antes de que se hubiera implicado en esta locura. Si pudiera rebobinar hasta el momento en el que metió ese papel arrugado en el bolsillo, piensa Dan Rogers, quizás lo haría. Pero no puede. Tiene que hablar con Tony. Mañana leerá en los periódicos la noticia del nuevo asesinato y necesita saber qué recuerda. También quiere pedirle que no se lo cuente a Ronald. El prestigio de ambos como confidentes quedaría en entredicho. Ronald pensaría que se lo están tomando, una vez más, como un juego. Cómo es posible que acudieran borrachos a aquella apuesta, y que se les hayan escapado tantas pistas. Hay demasiadas cosas que no entiende. ¿Estuvo Manfredi antes de que llegaran? ¿Por qué en este caso los Hijos del Azar no habían esperado ni 24 horas para cometer el crimen? ¿Estaría al descubierto? ¿Sabrían ya quién era en realidad Hermann Oza?
En ese momento sus cavilaciones son interrumpidas por un taxi con megafonía que se atraviesa en el centro de la calle formando un ruidoso atasco con los que vienen detrás. Unos judíos ortodoxos sacan sus sombreros por las ventanillas. ¡Hoy, en la 46, mañana en el Madison Square Garden!, grita el latino desaforado que conduce el taxi.
—Eh, tú, mueve el puñetero coche, ¿qué te crees que es esto? ¿La 5a Avenida? —grita otro, desde un camión amarillo.
Una desbandada de chicos con calentadores sale de un edificio antiguo y toman la calle, al ritmo de la canción que suena en el taxi. Cruzan desmedidos como una plaga de roedores llamados por la música, sin encontrar obstáculos en el que es su medio natural, el asfalto: ni los bancos, ni los coches, ni los cubos de basura. Dan Rogers se queda absorto en una joven bailarina que de un gran salto aterriza en puntas sobre un capó, como un rayo de carne y hueso hincado sobre la chatarra.
No podía soportar más a ese gilipollas, pero a Laura, sin embargo, parecían gustarle estas escenitas de Abbott. Se le notaba. Porque dejaba la punta de la lengua pillada entre los dientes. Le gustaban porque las reconocía. Porque, para ella, más que para ninguna otra persona que haya conocido, Nueva York era así, la Ciudad Ficción. Y ella, ahora me quedaba claro después de su acalorada conversación telefónica, no tenía ningún interés en vivir en la ciudad verdadera.
Cuando llegamos caminando a Broadway, yo iba fumando a dos manos, y ella con el libro bajo el brazo. Me sorprendí al comprobar que tomaba por una vez la iniciativa al entrar en un teatro que no aparecía como escenario en la novela. Era el Majestic. Su cartel luminoso anunciaba Chicago en grafías blancas y negras. Casi no pude seguirla cuando se perdió entre una multitud que entraba al espectáculo. Su Broadway estaba invadido de luces de neón y pantallas gigantes, era de noche y la hora en la que todos los teatros abrían sus bocas para cobijar a los humanos del frío. Sin embargo mi Broadway era en ese momento diurno y aburrido, el Majestic anunciaba una obra desconocida y la entrada estaba desierta. Sin tirar el cigarrillo, entré en la sala donde permanecían encendidas las luces de ensayo. Una vez en el patio de butacas me deslicé en una de las últimas filas tratando de no llamar la atención. Sobre el escenario había una cama con dosel y la diva, una mujer espigada con ojos acostumbrados a batirse en duelo, le discutía fieramente al autor una línea del texto. A su lado, una joven rubia trataba de no inmiscuirse sin conseguirlo. Volví a concentrarme en Laura y de pronto la vi sentada en el primer anfiteatro. Había dejado el libro en el suelo.
Ojalá no lo dejara olvidado, temí de pronto. ¿Y qué ocurriría si aquello pasaba?, me angustié. ¿Si alguna vez dejara de leer? Eso nunca me lo había planteado. Ahora que recuerdo, ahora que todo ha pasado, me doy cuenta de que había tantas cosas que desconocía sobre cómo funcionaban nuestras conexiones. Sobre los mecanismos que nos mantenían unidos. Cierto que no era necesario que estuviera leyendo para contactar con ella, pero también que, cuando dejaba de hacerlo durante muchas horas seguidas, cada vez la veía más borrosa, como una mala frecuencia televisiva.
De pronto, me sobresaltó un estruendo. En mi teatro, el autor, encendido de cólera, había tirado el libreto al suelo. Caminó por el pasillo del patio de butacas, enfurecido, sin reparar en mi presencia y, desde la puerta, se volvió con desdén hacia la diva:
—Ya es hora de que el piano se dé cuenta que no escribe el concierto.
Y tenía razón, pensé riendo, mientras contemplaba a la protagonista histérica pataleando sobre la cama amenazándole para que volviera. Aquella repentina sensatez me hizo gracia porque era también aplicable a mi caso, aunque más bien al contrario. Ya que Abbott, mi querido autor, era solo un vehículo triste y anticuado de mí mismo.
Decidí dejar a Laura cómo y dónde estaba: boquiabierta, siguiendo por el escenario a las actrices en ligueros marcando el ritmo con la agresividad de sus tacones, por primera vez conectada a su realidad como una bombilla.
Salí a la calle. La misma que minutos antes era soleada en mediodía, de pronto se había transformado en un Broadway nocturno, pero menos luminoso que el real, más antiguo, con marquesinas de bombillas gordas y letreros pintados. Mi Laura, mi amor, mi verdadero amor, susurré mientras me tragaba una sonrisa, mi pequeña estaba creciendo.
Por imposible que pueda parecerte, ella nunca detectó este tipo de cosas. El hecho de que en la Ciudad Ficción haya tantos gazapos de películas como socavones en el asfalto. Este Abbott… cualquier cosa con tal de no recurrir a su falta absoluta de imaginación. Cualquier cosa con tal de justificar su montón de páginas.
En fin, caminé por mi Broadway, como te decía, iluminado por potentes bombillas blancas. Caminé por mi Broadway misterioso y eterno, ahora en escala de grises, hasta un semáforo entre la 59 Street y la Séptima Avenida. Pero cuando por fin parpadeó la orden de «walk» no arrancaron los coches sobre el asfalto. En su lugar comenzó a desfilar ante mis ojos una fanfarria lenta de artistas que sangraba del teatro Venice: clowns bipolares, ilusionistas cosidos a lentejuelas, comefuegos cabizbajos, comediantes de pajarita deshecha, todos seguían a un féretro pequeño a hombros de dos retrasados gemelos. Caminaban con solemnidad presidiendo la comitiva. En el interior de la caja cargaban uno de esos muñecos grandes de ventrílocuo: con su rostro brillante de barniz, los labios rojos, la mandíbula móvil cerrada para siempre, los brazos cruzados sobre su chaquetilla a rayas, los ojos grandes y azules aún despiertos.
El desfile continuó calle abajo, entre los coches. Los observé caminar con la caja a cuestas como si aquel Broadway hubiera decidido irse, abnegadamente, a la tumba. Y poco a poco empezaron a deshacerse, igual que las polillas al contacto con la luz cegadora de las pantallas gigantes del otro lado, que volvían, sin saber por qué, a aparecer ante mis ojos.