La Navidad y la señora Rogers

No es lo mismo una ciudad que suma que una ciudad que integra. Esto me lo dijo una vez mi padre. Y lo que más me gusta de Nueva York es su esencia, el ser una adición de identidades humildes, quizás incapaces de convivir en sus lugares de origen: irlandeses mercaderes, jornaleros italianos, holandeses mineros, judíos comerciantes… En mi mundo, China puede ser vecina de Italia, la Rusia judía comparte frontera con Egipto, y Puerto Rico y Polonia se las entienden con Irlanda por el territorio. Micro naciones que se instalaron aquí con la sola obsesión de imitar sus culturas en semilibertad, como un safari humano que recreara sus costumbres y olores. Supongo que para que todo contribuya a su reproducción. Culturas que no se mezclarían ni a tiros, pero que en ocasiones convivían como quizás nunca convivirán países vecinos. Por eso imagino que a mí me iba de cráneo con Myriam. Llevarnos, nos llevábamos bien, pero yo era el agua y ella, desde luego, el aceite.

Es verdad que a través de los que me habéis leído he vislumbrado otros lugares, otros países y he podido comprobar que estos limitan con otras fronteras. Sin embargo las ciudades son iguales, hábitats artificiales, parques de atracciones creados por el hombre para contener la vida de un puñado de millones de seres humanos. Por eso, más que ningún otro lugar, en ellas se da de forma natural el esperpento, el surrealismo y cualquier otra manifestación que ponga un pie en la fantasía. Por eso mismo, porque Nueva York es la menos real de todas, hay tantas Nueva Yorks como personas la han vivido. Su existencia no es física, ni siquiera probable, ni mucho menos constatable de forma empírica. Por lo tanto no te esfuerces, como Laura, en buscarla. En reconocerla. Sería frustrante. Su existencia es solo posible mediante la puesta en común de experiencias y sensaciones subjetivas. Por eso Nueva York, como otras repúblicas independientes de la ficción, pertenece al mundo, como el Vaticano, como Disneylandia. Tengo que reconocerlo. Esta cita es de Abbott, pero me gusta. La escribió en estado de gracia, supongo.

Nueva York fue, es y será uno de los grandes centros de peregrinación del planeta: Santiago, Roma, Jerusalem… Come, the New Jerusalem, canturreo de pronto, como la Meca, como cada uno de esos polos del mundo donde los seres humanos acudieron embobados buscando a Dios. La única diferencia es que a Nueva York se peregrinó en busca de todos los Dioses.

Y esa fue mi definición de la ciudad aquella mañana de Navidad: Nueva York es un olimpo multicultural donde puedes encontrarte a Buda sentado con Cristo en un Starbucks.

La reflexión vino provocada por el hecho de que, un año más, en mi barrio no era Navidad. Nadie reseñable había nacido en aquellas fechas o al menos no era digno de celebrarse. Eso, desde luego, no era una novedad. La novedad era que, contra todo pronóstico, aquel año lo echaba de menos.

Era el día en que se encendían todas las luces, en que la primera dama mostraba con una sonrisa esquizoide su árbol de Navidad desde la Casa Blanca mientras su marido adoptaba sesudas poses en el despacho oval, y yo emprendía el último vía crucis del año por la isla larga hasta los Hamptons atravesando calles con tejados navideños tomados por Santa Claus descolgándose como una plaga de arañas rojas y barbudas, era el día en que se iniciaba la competición por ver quién había contratado más vatios en su casa, era el día en que te perseguía una desbandada de apestosos villancicos en clave de guitarra eléctrica, hip hop e incluso trance.

No hace falta que te diga que me preparaba psicológicamente para un nuevo viaje a los Hamptons, cosa que me hastiaba más que de costumbre sobre todo porque, apelando a la generosidad de Tony Newman, este se las había apañado para colar a mi alter ego, el señor Oza, en una exposición benéfica con subasta de obras de arte esa misma noche, donde seguro acudirían posibles sospechosos de pertenecer a los Hijos del Azar y, por supuesto, posibles futuras víctimas.

Me sorprendí a mí mismo con la mirada bobalicona y perdida en el cristal de la ventana, intentando alcanzar aquel horizonte de bombillas doradas al otro lado del río, echando de menos, lo admito ahora en privado, aquel bosque de muérdagos, lazos plateados, árboles con frutas luminosas, campanas permanentemente excitadas del Ejército de Salvación, renos blancos derribados por el viento, maniquíes parlantes y cantantes en el presidio trasparente de los escaparates y lagos que se helaban de la noche a la mañana para hacer los deleites de patinadores insultantemente patosos. Después de esta descripción te estarás preguntando qué cojones era exactamente lo que echaba de menos de la Navidad.

Pues que no la tenía. Eso era todo.

Y encender la radio, descolgar el teléfono o enchufar la tele era un constante recordatorio de lo mustia y lúgubre que estaba mi calle ese día.

El fastidioso pitido del contestador anunció varios y entrañables mensajes: el primero era de Ronald, fatigado como siempre, para desearme unas felices fiestas y recordarme que había una reunión urgente con sus chicos para poner en común informaciones y que debería pasarme por mi supuesto apartamento más a menudo si no quería levantar sospechas. Antes de colgar añadió que, como incentivo, en el apartamento me esperaba una botella de Moét Chandón bien fría y luego se escuchó el estruendo acuoso de una cisterna. No tenían mucho más, pensé con desgana, si no, evidentemente, no sería necesario. Por lo tanto cobraba fuerza la opción de Ronald miente. El segundo era de Tony —que, desde que se había declarado panteísta, como creía en todos los dioses, el muy cabrón se acogía a todas las fiestas—, para invitarnos en unos días a Barry y a mí a una copa en su casa y decirme que ya tenía los nombres de los coleccionistas de arte más antojadizos y jugadores de la ciudad que acudían esa noche a la subasta benéfica del Soho. El tercero era del propio Barry para comunicarme lo mismo que Tony y para recordarme que además tenía una cita con él en la misa de Navidad de su parroquia. El cuarto era de mi madre. Hoy es Navidad, Daniel. Solo te llamo para confirmar que lo sabes, había dicho con su aspereza suave habitual, que sin embargo adquirió matices amargos, para terminar en mi paladar con un regusto dulce, como un vino que llevara muchos años encerrado, fermentando casi en exceso, y aún así no pudiera ocultar lo que fue en su origen. Vaya rollo que te he metido.

En fin, que hasta Byron me dio su particular mensaje navideño cuando hizo rodar de forma enloquecida una bombilla fundida por toda la casa. Seguro que habría sido más feliz teniendo la oportunidad de echarle la zarpa a las bolas metalizadas y frágiles de un árbol de Navidad.

Así que, en un rapto de ternura hacia mi gato que me pareció inadmisible, o más bien, escogiéndolo como excusa, me fui al mercadillo de Williamsburg y compré un pino artificial a unos chinos que me prometieron que llevaba los adornos ya colgados y que se abría como un absurdo paraguas. En esas estaba, arrastrándolo como podía desde el asiento trasero de mi Jaguar prestado con la esperanza de que nadie me reconociera cuando escuché su voz aguda a mi espalda:

—Felicidades.

Me volví hacia Elias que me observaba con guasa ante mi desconcierto. Repitió:

—Felicidades, Capitán —me dio dos palmadas con cierto colegueo—. ¿Y esa cara? ¿Es que no ha nacido ya tu Dios?

Sus párpados cayeron a medias, me pareció que imitando el gesto irónico de su padre.

—¿Y el tuyo?, ¿cuándo nace, guapo?

El niño sonrió con la boca muy abierta como si hubiera tramado una gran travesura que no le cupiera dentro y sacó de su bolsillo lo que parecía un mechero de cocina.

—Había venido a traerte un regalo.

Desde su casa se escuchó lejana la llamada vigilante de la señora Weisberg. Elias miró hacia atrás y pareció impacientarse, así que alargué la mano con la intención de aceptar el mechero, probablemente robado de la cocina de su casa, con un ilusionado argumento del tipo qué bien, ¡un mechero de cocina!, muchas gracias, lo utilizaría para quemar los bordes de las pizzas… cuando él lo apartó bruscamente de mí. Entonces me dirigió una sonrisa intraducible, lo encendió y con absoluta parsimonia situó la gran llama bajo la palma de su otra mano.

Sé que a estas alturas debiera haber asumido con naturalidad todo tipo de imponderables. Sé que mi primer impulso debiera haber sido arrojarme sobre él para impedir que se quemara, pero lo cierto es que me detuvo su rostro. Sonriente. Crédulo. Orgulloso. Elias parecía un ángel atrapando el fuego entre sus dedos. Paseaba la llama por su antebrazo remangado mientras decía, ¿ves Capitán?, ¿ves cómo es verdad lo que decía tu amigo negro?, y la llama acariciaba su piel blanca y niña, ¿ves Capitán cómo nada me hace daño?, ¿me dejarás ahora atrapar contigo a los supervillanos?, ¿me dejarás decirte dónde se encuentra la cabeza perdida? ¿Quieres saber cuáles son las siete maravillas del mundo, Capitán? ¿Quieres saberlo?

Yo le observaba inmóvil, como si mi cuerpo estuviera atrapado en hielo, ¿sabía su mente de niño a qué horrores nos enfrentábamos o reescribía todo aquel horror en su cabeza como un juego? Fue en ese instante cuando los gritos me sacaron de mi trance y se abalanzaron sobre nosotros como un tornado. La señora Weisberg zarandeaba al niño y me gritaba a mí. Me gritaba sin parar, enfurecida como una cobra. Traté de calmarla, de explicarle que el niño no estaba en peligro ni nada parecido, que nada podía hacerle daño, que yo tampoco lo creía hasta entonces, pero además, cómo explicárselo, le parecería una locura, pero Elias tenía otros poderes. El poder de ver el otro lado. Yo lo sabía, no podía revelarle por qué, señora Weisberg, pero lo había comprobado.

—Eso es una blasfemia —me dijo entonces, dando un paso delante de su hijo que se mordía el labio inferior tras ella—. ¿Cómo va a desafiar un niño el poder de Dios?

Y agarró a Elias de la mano poniendo rumbo hacia su casa.

—Usted no lo entiende —le defendí—, me ha dicho cosas que no es posible que…

Entonces ella se dio la vuelta, le ordenó al niño que fuera caminando hacia casa y cuando se hubo alejado un poco, con un rencor de siglos me susurró entre lágrimas:

—Va a decirme que Elias no llora cuando le pegan una paliza como otros niños, ¿no es cierto? Que cuando alguien le pisa no se da cuenta, ¿es eso? Me va a descubrir que tiene una resistencia sobrehumana al fuego, que usted mismo lo ha presenciado, ¿verdad? —quedó en silencio por unos segundos—. Pues ahora le contaré yo más: Elias nunca se ha quejado de un dolor de estómago, ni de una caída, ni de una muela, ni siquiera cuando le salieron los dientes, nada. Y todo el mundo nos felicitaba, y por ese motivo también, mi marido y yo no le llevamos mucho al médico. Nos considerábamos afortunados porque Dios le había bendecido —se abotonó nerviosa los puños del vestido, le temblaron los párpados—. Pero, hace poco, cuando lo levanté para ir al colegio, noté que las piernas no lo sostenían y lo llevamos al hospital. Elias tenía veintiuna fracturas no curadas en todo su cuerpo y dos hernias de disco. Hemos conseguido reducirlas a siete sin operaciones. No, no es un superhéroe, señor… ¿Rogers?, Elias es un pobre enfermo cuyo cuerpo no le alerta del peligro. Sufre de una grave enfermedad que le inhibe el dolor. Y eso no es una sentencia de muerte, señor Rogers, pero sí una cadena perpetua, una maldición para él y para su familia. Así que, por favor, no aliente más sus fantasías. Que ya tenemos bastante.

No supe qué decir, así que no dije nada. Si había llegado a creer por un instante que Elias era un pequeño superhéroe significaba que la Ciudad Ficción había empezado a trastornarme. Pronto acabaría comportándome como Barry o como la misma Laura. El antes nítido dibujo de la realidad era, en mi mente, cada vez más borroso.

Ella se alejó deslizándose veloz por la calle como un fantasma dolorido, mientras Elias nos observaba sonriente desde la verja de su casa. Me dijo adiós con la mano antes de que su madre le examinara el brazo, le arrastrara dentro de casa y cerrara la puerta.

Dan Rogers es invitado a decir su nombre y por qué está allí. Es costumbre cada vez que asiste un extraño, cosa que no termina de entender: ha acompañado a Barry los últimos tres años. A pesar de ser la única iglesia que es capaz de pisar, Dan Rogers no puede evitar fascinarse con toda esa parafernalia: una de las asistentes, Kora, se le acerca y le entrega un abanico de cartón blanco desde el que le sonríe un primerísimo plano del pastor por un lado y el anuncio de una empresa de cremaciones por la otra. Kora es la encargada de repartir los abanicos y de bordar preciosas claves de sol con hilos morados en las mangas afaroladas de las cantantes.

Ellas, las cantantes, hacen ahora su aparición: un coro de ancianas que camina en fila india por el pasillo central, cantando desacompasadamente. Deben de tener mil años cada una, piensa Dan Rogers, cuando se van sentando con dificultad en las primeras filas.

Los benefactores, el pastor Johnson y su hija, ocupan ahora y como todas las navidades los tronos de madera tras el altar.

Y comienza a pasar el cesto del dinero de mano en mano: al principio para el tejado de la iglesia, media hora después para la asociación de ancianos y así, hasta cinco veces más. Dan Rogers siempre ha sospechado que aprovechan la llegada de un visitante para desvalijarlo entre rezo y rezo. Se gira hacia atrás. Le devuelven la mirada tres filas de fieles desdentados de gesto gozoso.

Transcurrida media hora comienza el sermón del reverendo invitado, interrumpido esporádicamente con un ok, amen, yeees y aleluyas varios.

Barry apunta con un pequeño lápiz algunas frases en el programa del día mientras los fieles empiezan a entonar «God be with you». El reverendo titular escucha el sermón con sus ojos apaciguados por la fe y una sonrisa cerrada en los labios…

… rota de cuando en cuando, hay que ser justos, por las estridencias sonoras del preludio del organista octogenario que parecía haber tocado en un grupo de rock del pleistoceno.

En un momento de debilidad, tengo que reconocerte que a punto estuve de encomendarme a Dios, ya que la parte más delicada de la operación Hijos del Azar estaba cerca. En algo más de una semana se pondrían en contacto con Hermann Oza para informar del lugar de la entrega. Y esa sería la última carta de la baraja por jugar. Pero rezarle a Dios, pedirle ayuda, era tanto como rezarle a Abbott. Y no podía caer tan bajo. Aceptaría mi destino o intentaría cambiarlo. Pero nunca jamás le pediría clemencia. Por otro lado me divirtió pensar que lo que Abbott no podía ni imaginarse era que, tras el altar donde se acumulaba el humo de las velas, yo le rezaba a mi Laura. A sus largas y tupidas pestañas, a los gruesos trazos de lápiz negro con los que ahora perfilaba sus párpados, a sus labios secos entornados en ese gesto de asombro y decepción que era tan suyo. En otra iglesia de Harlem con el libro abierto sobre los muslos, ella contemplaba un espectáculo muy distinto: un coro de cuarenta jóvenes uniformados balanceándose rítmicamente en el altar con una coreografía que parecía recién salida de «A chorus line»; un reverendo idéntico a Denzel Washington amenazando con tener un orgasmo mientras posaba para las enloquecidas turistas de los primeros bancos; éxtasis, trances heredados de las películas sobre vudú, cámaras de vídeo.

Cerró el libro de canciones y abrió de nuevo la novela. Extrajo de su bolso de piel amarilla su lápiz y comenzó a dibujar un boceto sobre el margen de la página 223: las líneas geométricas de los bancos, los rostros de los cantantes de góspel. De pronto, la vieja que había a mi lado se levantó de un brinco y señaló el altar con su dedo tembloroso. Llevaba un abrigo rojo, un pañuelo del mismo color con grandes lunares blancos y un perfume duro como sus arrugas. Balbuceaba algo incomprensible y señalaba con obcecación donde yo veía a Laura, como si también pudiera verla.

El público pateaba al ritmo del discurso del pastor coreando un «that's all right», un hombre que había delante de mí se balanceaba con asentimiento de parabrisas, otros golpeaban los bancos con las manos como en un parlamento. Barry, a mi lado, se limitaba a asentir con los ojos escarnecidos por la fiebre.

—Todo está escrito, aaaamen —gritó con convencimiento la vieja, sobresaltándome, mientras seguía señalando a algún punto detrás del altar.

Realizó entonces una especie de saludo con una de sus manos mientras botaba por el pasillo, no supe bien si fue un intento de hola, Dios, estoy aquí, o de verdad saludaba a Laura. Para ella, quién sabe, un ángel o una virgen blanca y aparecida. Vigilé a la vieja desconcertado. Ahora reía. Y después lloró. Y para terminar volvió a sentarse a mi lado y me hocicó efusivamente babeándome de rojo carmín una mejilla. Dios te ha bendecido, me dijo con lágrimas en los ojos. Eres un mesías y Dios te ha bendecido. Luego agravó el gesto y añadió: pero todo el que bendice, maldice.

Cuando abandonamos la iglesia debía tener una mirada tan desquiciada que Barry pensó que por fin sus plegarias habían sido escuchadas y me había convertido. Caminamos un rato por la avenida Malcom X donde aún recuerdo el curioso canon que producían los sermones fugados de las iglesias. En la entrada a Central Park que da a Lenox Avenue, unos niños daban vueltas sobre sí mismos hasta marearse. Ese será su primer estupefaciente, dijo Barry sonriendo. Finalmente nos sentamos en un banco frente a una cancha de baloncesto de Langston Hughes, un edificio proyecto del renacimiento de Harlem, donde alguien había robado todas las canastas y los chicos jugaban a una curiosa modalidad de baloncesto virtual. Corrían botando el balón con violencia. Llegaban hasta la canasta y golpeaban el rectángulo de madera. Luego decidían sobre la marcha si la pelota habría marcado o por el contrario había rebotado contra el aro.

—¿Ves por qué es más inteligente tener fe? —me dijo señalándome a los chicos que se movían ahora como un banco de peces negros tras un anzuelo.

Aquella fue una de las últimas veces que Barry tuvo conmigo un asomo de propaganda religiosa y la última vez que estuve a punto de ahorrarle el discurso. Solía calentarme asegurándome que tenía que existir un paraíso al menos para los neoyorquinos. Era lo justo. Porque habíamos sido obligados a vivir en el infierno. Y yo no podía dinamitar todas sus esperanzas confesándole, sí, Barry, hay una vida eterna, pero es este infierno eterno que conoces y nada más que este. Y sí hay otro lado, pero, aunque alguna vez seas capaz de verlo, siempre estará fuera de tu alcance.

Y no le reces a un Dios que no merece que lo llames padre, Barry.

No le reces a un Dios que no te quiere, Barry. Porque este es nuestro drama: somos hijos inmortales de un Dios mortal.

En lugar de eso seguí junto a él el juego de aquellos chicos, más en silencio que nunca, hasta que dijo por fin:

—Míralos, Dan. Una iglesia es como esta cancha —siguió con los ojos a uno de ellos, como si se viera en un espejo antiguo—. ¿Ves lo que digo? A estos chicos les sirve para estar sanos mentalmente. La cancha. Los chicos corrigen sus vidas sobre la cancha: el uno se ve más guapo, el otro es más alto, aquel de allí más poderoso, otro parece más listo y el capitán es un líder. Ahí dentro no agujerean sus venas. Ahí dentro su vida tiene sentido. Son deportistas y ganadores. Ahí dentro tienen la opción de ganar. Dentro de la cancha cada uno cumple el rol que ahí fuera no tienen. Tienen licencia para imaginarse mejores, para creer en un mundo mejor.

—¿Pero qué pasará cuando salgan, Barry? ¿Te lo has planteado?

—No pasará nada —respondió con la mirada fija en ninguna parte—. No pasará nada si siguen viniendo de vez en cuando para recordar cómo se sienten con el balón por una vez en sus manos.

A las seis en punto emprendí el viaje hacia los Hamptons. Aunque la excusa era la cena de Navidad, esa tarde sentí un inexplicable arrebato de nostalgia y la necesidad de estar en casa. Durante todo el trayecto dejé de ver el paisaje y pasaron por el cristal de la luna delantera una serie de imágenes que pertenecían a mi ahora absurda película: el fuego lamiendo la piel de Elias, Barry anotando el sermón en el programa de rezos, los ojos de Laura. Ronald pasando las fotos de los asesinatos como una baraja sangrienta, mi madre tocando el piano, los labios de Laura. Byron ronroneando frente al cristal helado de la ventana, la señora Weisberg llorando a solas mientras preparaba la cena y el olor dulzón de Laura, siempre Laura observando aquel disparate que era mi existencia, mientras caminaba sola desde hacía ya dos días por Manhattan en Navidad buscando algo reconocible en la ciudad desconocida que pisaba, una Nueva York mucho más cambiante y seductora, a mi juicio, que la que Abbott había descrito y en la que nos había parido sin contemplaciones. Sin embargo, ella descubría el mundo real con cierto desasosiego, como un amante de la pintura que al ver su cuadro preferido al natural se le antojara mucho más pequeño y deslucido que como lo había adorado en la distancia.

Cuando llegué a la casa de la playa estaba a oscuras y olía intensamente a algas. Un viento revuelto flagelaba las palmeras y el mar había vomitado tal cantidad de conchas y cadáveres de peces que formaban largas barricadas en la arena. En las ventanas no se veía luz, pero el cubo de basura aún estaba lleno de bolsas. Entonces sentí que Laura se estremecía. No llegué a verla, pero su repentina alerta me contagió una angustia que no había llegado a sentir aún. Tuve pavor. Porque hasta ese momento no quise tomarme en serio lo que me estaba pasando. Incluso creo que a ratos ella me había servido para olvidarlo. ¿Cómo podía haber sido tan capullo?, me indigné, dándome cabezazos contra el volante. ¿Cómo había podido exponerme a un juego tan peligroso? Creo que, desde que conocí el otro lado, me había acostumbrado a verme desde fuera, con la distancia de una película. Como siempre había hecho cuando algo no me gustaba, según mi madre. Como si mi vida fuera un juego y no me estuviera ocurriendo a mí. Igual que una pesadilla en la que intuyes que estas soñando y te tranquilizas argumentándote que estás a salvo porque todo es mentira.

Bajé del coche y abrí la verja del jardín. Apagué los faros pero, no sé por qué, lo dejé abierto y decidí entrar a pie por el camino de piedras marinas que mi madre había mandado cimentar, describiendo una senda serpenteante hasta la entrada de madera blanca. Hannah tampoco salió a recibirme. Estaba claro que se habrían trasladado ya al apartamento de Manhattan o quizás mi madre le habría dado el día libre como otras navidades, pensé. ¿Pero dónde puñetas estaba ella?

Era Navidad. Me había llamado. El pulso se me desbocó. Un ultimátum significaba tiempo, me dije, quedaba ahora algo más de una semana y ya lo tenía todo bajo control. Ellos no conocían mi verdadera identidad y yo, es decir Hermann Oza, esperaba instrucciones de los Hijos del Azar en ocho días. Si querían su mierda de figurilla china, la tendrían sin obstáculo alguno.

Excavé con las uñas en los bolsillos de mi abrigo buscando las llaves, ojalá hubiera cogido las malditas llaves. Por fin reconocí al tacto el llavero con una bola de golf. Cuando la incrusté en la cerradura de la puerta de atrás, vinieron a mi cabeza todas y cada una de las veces que lo había hecho en mi vida, la mayoría muy cocido o cocido del todo en la época universitaria, cuando Tony Newman y yo nos escapábamos a la casa de la playa sin permiso de mis padres con el coche cargado de chicas buenas de los suburbios. Deseosos de bañarnos desnudos en una playa privada, de cortar la costa en motora mientras tragábamos un champán que no sabíamos valorar. Deseosos, al fin y al cabo. Una vida que nunca aprecié, de hecho. Siempre pensando que el amor llegaría. Qué había tiempo y se podía dejar pasar, porque llegaría. Los estudios podían esperar. La familia, los amigos… Más tarde, siempre para más tarde.

Antes de cerrar la puerta introduje el código de la alarma que paró el zumbido de la conexión. Caminé por la casa a tientas con la sola compañía del corazón galopante de Laura. La encontré aún más fría que cuando estaba deshabitada: el olor a tela húmeda como si le hubieran crecido algas a los muebles, Laura siguiéndome en la oscuridad, igual que aquellas chicas de los suburbios a las que arrancaba su virginidad de cuajo, destemplado, incapaz de frenar sus tiritonas. Sí, igual que si me hubiera escapado con ella. Supongo que, como yo, reconocía en aquella escena la textura de mis pesadillas infantiles con aquella casa, allí aprendí a temer a la oscuridad y a odiar la música y el arte, y por eso esperaba que Abbott no pudiera ser tan cruel. Quería, deseaba con todas mis fuerzas que no fuera capaz de llegar tan lejos como para tenderme una trampa en mi propia casa. Hasta ese mismo momento mi egoísmo natural me había impedido temer por mi madre. Y sin embargo ella era una víctima perfecta. Pero calma, calmacalmacalma… me dije, mientras avanzaba en la oscuridad, los Hijos del Azar no sabían nada de mí. No podían saber nada.

Cuando abrí las puertas del salón tenía los dedos acorchados como si no me pertenecieran. Al fondo solo se distinguía el piano que brillaba en la oscuridad como un charco de petróleo. Entonces, angustiado por la atmósfera de pesadilla que empezaba a cobrar aquella imagen, recé para que me hubieran preparado una fiesta sorpresa. Imploré a Abbott, ahora sí, que no me la jugara. No me la juegues, Abbott, yo estoy siguiendo todas las normas. Me armé de valor.

Encendí la luz.

El salón estaba vacío. La banqueta del piano recogida bajo el teclado.

En ese momento llegó un mensaje a mi móvil con tal estruendo que estuve a punto de sufrir una angina de pecho. Era mi madre. Cambio de planes. Decía que me había dejado varias llamadas en el contestador. Como siempre llegas tarde, espero que no te hayas dado el viaje, cariño. Por primera vez en muchos años, prefería cenar en la ciudad.

Cerré el teléfono y me tembló una sonrisa en los labios. Así me daría tiempo a ir a la exposición. Después de treinta y cinco años, mi madre había conseguido dos hitos de un plumazo: que me apeteciera verla más que a ninguna otra persona de este mundo y que me interesara por el arte.

La sala es blanca y destemplada. Como las manos del pintor y su forma de sujetar el largo cigarrillo de boquilla. Como el temblor de sus jóvenes manos. La señora Rogers le escucha con la barbilla gacha indicando respeto y los ojos alzados con escepticismo. Ha escogido para la ocasión una blusa de raso color perla a juego con los zapatos que de cuando en cuando le permiten mimetizarse con las paredes satinadas de la galería. Cuando Dan Rogers la ve, no puede creerse que sea ella. Eso puede complicar mucho las cosas. Se acerca a su madre por la espalda hasta que le roza levemente el brazo como si temiera romperla. Ambos se sorprenden de encontrarse en ese lugar. Algunos ojos los escoltan con admiración. Incluso podrían pasar por una más de las extravagantes y atractivas parejas que han acudido a la subasta. Ella inclina la mejilla para recibir un beso mientras continúa escuchando al artista.

—Como verá, Evelyn, esta es mi obra más cara porque pertenece a mi última etapa…

Ella alza un poco más los ojos, un gesto que su hijo conoce muy bien, y finalmente también, aunque imperceptiblemente, la barbilla. El tipo ha metido la pata, piensa Dan Rogers, mientras espera la ofensiva de su progenitora. El pintor caza al vuelo el brazo esquelético de Warhol, y le da un sorbito al vino que el otro lleva entre las manos. Warhol se ahueca la melena canosa con cierto disgusto. La señora Rogers sonríe de nuevo. Dice:

—Y dime, Basquiat, ¿en qué crees tú que has cambiado tanto para que tus últimas obras se hayan revalorizado de esta forma?

El artista se echa a reír. Y ríe desengrasando su risa como si se le hubiera oxidado la felicidad por el camino. Parte de los asistentes que le rondan quedan en silencio. Y dice:

—Bueno, señora Rogers —levanta la voz—, mi amigo Warhol aquí presente me dijo una vez que me consideraba un visionario. Puede que sea eso lo que engrandece mi obra.

Su mentor recupera entonces la copa y contempla con tristeza al artista, como si fuera uno de sus cuadros. Uno que ya no le gusta:

—Tu amigo Warhol también te dijo una vez que cuando subieras por la escalera del éxito tuvieras cuidado de no cargarte los peldaños.

Y se aleja después, caminando como una codorniz desairada ante la sonrisa lenta y vieja de su joven amigo quien le sigue con ojos apáticos.

—Como ve, querida Evelyn, yo he debido de cargarme todos y cada uno de los peldaños.

Y dicho esto se pierde zozobrando en una marea de brazos que le felicitan, ojos que le adoran, manos que le ofrecen amistad y admiración.

Sin ninguna duda, si había algo que mi madre tenía era el don de la oportunidad. Imagínate mi cara cuando entré en la galería a la que Tony, con mucha cautela, me había proporcionado la entrada, y después de presentarme como Hermann Oza a todo el que me encontraba y de soltar un ridículo discurso sobre la obra de Basquiat, al mismo Basquiat, al final de la sala vi venir a mi madre con la sonrisa más complacida que le recuerdo, a cogérseme del brazo. Luego me enteré de que no había sido cosa de Tony. Una invitación sin remitente había llegado a los Hamptons a nombre de Evelyn Rogers, cosa nada extraña si tenemos en cuenta que mi madre era invitada a casi todas las grandes subastas de la ciudad.

Desde el momento en que me saludó traté de apartarla de la gente y me comporté como si fuera el joven acompañante de una elegante viuda, sabiendo que cualquier paso en falso en aquel entorno podría sentenciarme a muerte. Afortunadamente mi madre era mujer de pocas palabras y el arte conseguía ensimismarla hasta puntos insospechados, de modo que aproveché sus ausencias para observar los comportamientos de todos los personajes que entraban a la galería. También la observé a ella. Tan limpia. Tan blanca. Estaba atrapada por un lienzo que ya sujetaba el atril de la subasta, sin moverse, como un alfil que busca su camino fácil y directo por el tablero hacia su presa. La observé incrustada sobre un fondo de pintura gruesa, como si también ella formara parte de aquel cuadro.

Hasta que yo también me vi atrapado por él.

Hasta que, sin saber por qué, tuve que acercarme para contemplar aquello que con tanta intensidad la había atraído. Aquella fue la primera vez que vi ese cuadro. Era un paisaje urbano llamado Mitología de Nueva York. Un título que se dibujó en mi mente como algo conocido. Un título que era el mismo que el del libro que Laura llevaba entre sus manos. El que contenía mi vida y mi historia. ¿Qué significado podía darle a aquello? Pero también entendí de pronto por qué mi madre lo adoraba. Aquel paisaje no era el perfil de Manhattan tras el río que nosotros conocíamos. Era inverosímil. Era la skyline que había visto a través de los ojos de Laura.

Para mí, la Ciudad Ficción era plateada de día. Un castillo gótico fotografiado en colores planos bajo un cielo borroso, unas veces llameante, otras lóbrego. Y de noche se convertía en Gotham, con sus contornos negros recortados sobre la luna, las luces blancas agujereando los rascacielos, las brumas flotando sobre el río y las calles, como espectros estilizados.

Sin embargo, aquel cuadro, Mitología de Nueva York, parecía haber querido captar las distintas luces de la ciudad real a lo largo del día. Empezando por la izquierda donde me sobrecogió una mancha geométrica de color índigo con tanta pintura que parecía un bajorrelieve. Luego, al aproximarse al puente, esa mancha iba transformándose en un turquesa, luego verde río, glauco, verde bronce, que acababa degradándose hasta un ocre que atardecía en el centro del cuadro. En el extremo derecho, parecía que una capa de chocolate caliente se hubiera derramado sobre los edificios, plomizos y brillantes. Aquel cuadro recogía tonalidades que solo había visto en el mundo de Laura. No podía ser otra cosa. Era una ventana a ese otro lado. Un solo punto de realidad en nuestro sencillo mundo. Definitivamente, pensé, estaba perdiendo la razón.

No sé por qué lo hice, quizás fue una intuición, pero lo rodeé como si fuera una mujer hermosa. Hasta que estuve frente a los bastidores de madera que dejaba ver el atril. Tuve un escalofrío. En el reverso del lienzo pude intuir una frase escrita en rojo. Quizás una dedicatoria del autor:

«Desde su guarida, el villano contemplará la guarida del héroe» decía, con una letra para mí ya familiar.

La señora Rogers se ha quedado atrapada frente a un lienzo, pensativa, durante unos minutos. Dan Rogers ha rodeado el cuadro y leído el título «Mitología de Nueva York» de un autor para él desconocido, intentando comprender qué es lo que encuentra tan fascinante.

—Madre, ¿de verdad crees que se van a revalorizar tanto estas obras? —le tiende una copa.

Ella sonríe aún con la vista presa en los nudos blandos del óleo y se coge del brazo de su hijo:

—Sí, Daniel, este cuadro no lo sé, aún es pronto para saberlo, pero la obra de Basquiat sí, claro que subirá y mucho —asiente despacio con una sonrisa sin fuerza, como un champán con el que no se ha brindado—. Han venido a la subasta para llevarse todas las obras que puedan. Todo el mundo sabe que está a punto de morir.

Dan Rogers aprieta la mano de su madre contra el brazo y la siente suspirar. Se alegra de sentirla de nuevo. De tenerla cerca. Ella siempre ha sabido apreciar la belleza. Aunque el verdadero cuadro que parece conmoverla ahora es la juventud truncada de ese artista que ha bebido su vida de un trago corto, rápido, inocente.

Mientras ella sigue absorta en esa pintura, Dan Rogers estudiará los rostros de todos y cada uno de los asistentes a la subasta que se acerquen a saludarla. Cualquiera de ellos podría ser uno de los asesinos o una posible víctima. Cualquiera de ellos podía haberlos relacionado, y eso daría al traste con el anzuelo de Hermann Oza. Entre los asistentes se encuentran muchos de los nombres que Tony Newman ha escrito en su lista: Kurt Wellington, el hombre largo y rubio vestido con una túnica. Natasha Colé, la mujer de pelo rosa acompañada del caniche gigante. Maxwell Brut, el hombre con traje de pana naranja y pelo egipcio. Cualquiera puede encajar en el disfraz de un psicópata o de una víctima. Y lo sabe. Sabe que eso es lo más terrorífico.

A las nueve dará comienzo la subasta con el último cuadro de Basquiat. La señora Rogers decidirá no pujar a última hora, cuando observe que el precio de salida lo ha puesto el propio Warhol, quien, con un imperceptible brillo en los ojos, terminará adquiriendo la última obra de su amigo. Pero la estrella de la noche, la que generará una lucha encarnizada será, para sorpresa de todos, la obra homónima de un autor desconocido: L. Burnes, llamada Mitología de Nueva York. Nadie podrá apartar los ojos de él en toda la noche, pero Evelyn Rogers es una pujadora experta. Ha decidido regalárselo por Navidad a su hijo, aunque este terminará rogándole que encuentre para él un lugar en su casa, donde estará más seguro. Solo comprenderá hasta qué punto su madre se ha enamorado cuando le anuncie que estará perfecto sobre su piano de cola.

Tony Newman se sorprende al entrar en la sala de subastas y encontrarse a Dan Rogers en compañía de su madre.

—Creí entender que este era un caso en el que querías permanecer encubierto —le dice el magnate con severidad.

—¿Y entonces cómo se te ocurre enviarle una invitación también a ella? —le contesta Dan Rogers, igualmente ofuscado.

Ambos se observan con una tensión contenida y luego miran a su alrededor. Imposible saber si están siendo observados. Si no han sido ni uno ni otro… ¿es una simple casualidad? Tony Newman da un beso en la mejilla a la señora Rogers y esta le ruega que los acompañe a cenar si iba a hacerlo solo. Luego los tres abandonan la sala y el cuadro adquirido pasa a ser embalado con el resto de las piezas que serán almacenadas en una caja fuerte hasta que más tarde Tony se ofrezca para transportarlo él mismo hasta la casa de los Hamptons. Sería una pena desaprovechar un solo día sin disfrutarlo, dice el magnate, algo con lo que Evelyn Rogers no puede estar más de acuerdo.

El chofer de Tony los conduce a un muelle de la zona oeste, hasta el Water Club, un restaurante flotante no demasiado ostentoso al que Tony solía acudir con amigos solo para saborear su lobster bisque.

La señora Rogers está muy animada después de su nueva adquisición. Durante la cena hablan de arte o eso piensa ella. Para Dan Rogers y Tony Newman, la conversación entrelineas trata de sangre.

Cuando terminan, el chofer de Tony Newman acompaña a la señora Rogers hasta su apartamento del Upper East, a tan solo unas calles del apartamento de la identidad ficticia de su hijo, Hermann Oza. Es demasiado tarde para conducir hasta Long Island y el magnate se ha prestado a llevar el cuadro él mismo a la mañana siguiente. Tony le pregunta a Dan Rogers si está de humor para una partida. Según sus informaciones se está jugando en la trastienda de la sala de subastas, en ese mismo momento. Algunos de los compradores se jugarían sus adquisiciones allí, una segunda oportunidad para los que no eran tan buenos en las pujas como en las apuestas y el escenario perfecto para la actividad de los Hijos del Azar. Antes de llegar, beben mucho en el bar del restaurante. Beben tanto, que ni uno ni otro recordará al día siguiente mucho más que el camarero comprensivo con pajarita que les servía el whisky, los dos tipos duros que cacareaban junto a dos rubias gemelas. Las lentejuelas del vestido de una de ellas. La moqueta verde sobre la que se cayó Dan Rogers al salir ante las estrepitosas risas de su amigo. Y más tarde, la sala blanca de la galería y la coca extendida en perfectas hileras sobre la mesa. Una mano de cartas que sujetaban diez dedos de uñas color berenjena. Un caniche gigante dormido junto a unos pies que se habían descalzado unas sandalias. Una melena del color del algodón de azúcar.