«Mira y calla. Que mi voz dispara…
Fire. Fire. Es mi son el que esperabas…»
La 176 vibra como una cuerda cuando pasa el coche despacio, con las ventanillas bajadas, sobrecargado por los corpachones de los tres latinos que lo ocupan parafraseando a los Orishas. Huele a carne frita y luce un sol desesperado por ser caribeño. Las tiendas sacan una a una sus intestinos a la calle: ropa de niños, bragas con encajes naranjas, toallas —todo a ritmo de salsa, de hip hop en español—, centros de llamadas, tarjetas baratas de larga distancia. A Dan Rogers le gusta visitar a Barry en su barrio porque cada comercio le habla de él: el restaurante Coco Grill, el Ramone's Fashion, la agencia de divorcios rápidos sin ir a la corte, la tienda de bombillas donde el año anterior compraron las luces de Navidad cuando Barry se empeñó en invitarlo a su casa si, a cambio, le ayudaba con la decoración. Al pasar por esta última intenta recordar el episodio de Barry que encierra entre sus paredes. Pronto recuerda que sostuvo con el dueño una acalorada discusión sobre el ejército. No pudo evitarlo. Su padre había sido militar. No era un héroe de guerra, no murió por la patria sino en la cama de un hospital de Houston, pero le había contado demasiadas cosas. Nunca quiso que su hijo se mezclara con el ejército. Aunque tampoco le habría gustado que se jugara su vida a las cartas.
Dan Rogers entra en la tienda. Está exactamente igual que el año anterior. Solo el tendero, un ecuatoriano de pelo fuerte y negro que hurga atareado entre las cajas sin desordenar nada, tiene ahora el pelo casi blanco. Al lado de la caja cuelga la foto de un joven soldado que se le parece. Con otras tantas fotos se ha fabricado un retablo con bombillas de colores que le da a la caja registradora el aspecto de un alegre santuario a la guerra. En unas aparece rodeado de niños árabes, en otras en el campamento junto a más soldados. En todas mira fijamente al objetivo. Y todas, ahora, están expuestas de cara al público y mostradas con orgullo. Dan Rogers se da la vuelta y decide salir con cuidado para no ser visto. El anciano continúa hurgando entre las cajitas. Este año no tiene sentido seguir discutiendo.
Cuando llega a la esquina del metro se detiene un par de minutos más para recrearse en uno de esos espectáculos raperos de primera. Siempre le han divertido las acrobacias y suspensiones que desembocan en ese ritmo cabreado. Continúa caminando hasta que distingue el cartel de la Guayaba Madura, un prostíbulo que ha frecuentado alguna vez con Barry y donde conoció a Mariposa: una magnífica prostituta con tabaquismo que le debía el apodo al hecho de que, después de tocarla, siempre dejaba en la piel de sus clientes el roce nacarado de la ceniza. Al lado, está el Restaurante El Malecón donde suele desayunar con Barry cuando este quiere darle un sermón y donde ha quedado esa mañana en un segundo intento de explicarle por qué está tan extraño últimamente.
Cuando empuja la puerta de aluminio le recibe Tita con una bandeja de pollo asado en las manos y una sonrisa ardientemente fría…
¡Esto ya no es un oxímoron, esto es una gilipollez! Jodida evolución de la novela negra intelectual… Me sonrió, me sonrió y punto. Porque, a pesar del plantón de la última vez, estaba loca por mí. Al grano:
Cómo tú por aquí, jugador, me dijo, y se dio la vuelta, creo que con un falso desaire, porque me regaló el detalle de sus nalgas más tersas y más respingonas bajo unas mallas de las que soy incapaz de recordar el color. Luego abrió el grifo con un tajante giro de muñeca. Seguí disfrutándola. Tita tenía un ritmo gaucho al fregar los platos y hacía chasquear las vajillas con precisión rumbera.
Me encanta Washington Heights. Porque siempre hay gente por la calle. Porque nunca cierra y la vida transcurre bajo una luminosidad de permanente verano. Además, al primer golpe de vista puede dar el pego en una tarjeta de visita: todo neoyorquino aspira a vivir en algún lugar que se llame Heights o Hills para poder dar su dirección con orgullo. Creo que por eso Barry decidió comprar una casa en Washington Heights para su mujer, Erlinda, quizás el único distrito deprimido que incumple esa regla. Aunque a ella, una latina fantasiosa y extraña en la ciudad, le sonara a campanillas celestiales. Loca de contenta, preparó las maletas ese mismo día y se presentó en su futura casa mientras su marido trabajaba. Se encontró con un piso bajo de suelo alicatado a medias donde las ratas jugaban a la comba con los cables de la luz. Según Barry me contó un día, más borracho que de costumbre, nunca llegó a deshacer del todo sus maletas. Unos meses después las cerró y desapareció sin decir adiós dejando el corazón de su marido temblando al son de las goteras.
Barry entró en el bar y la cocinera le salió al encuentro.
—Pero Celia… qué bien cuidas ese cuerpo que tienes…
Ella le apretó contra sus grandes pechos. Aquella portorriqueña había sido una gran ayuda cuando Barry trataba de cauterizar sus cicatrices bebiendo alcohol de noventa grados.
—No seas malo, Barry —le amonestó ahuecándose un poco los rizos teñidos—, ya sabes que tengo hombre.
—Si no digo que no, pero un día de estos echo el cierre y nos bailamos tú y yo un merengue.
—Uy, papito, ¿cerrar yo? —se puso en jarras—. Si ni siquiera cerramos por defunción cuando murió mamá Carlota, que la velamos en la cocina, ¿te acuerdas, Tita?, mientras Roberto freía hamburguesas.
Se escucharon algunas risas. Roberto, un cubano oscuro, más por la congestión que por su color natural, apareció en escena arrastrando una enorme caja de botellas vacías. Se detuvo para abrazar a Barry y luego se volvió hacia Celia:
—Bueno, mujer, mejor que cerrar por defunción es cerrar por calentón.
De nuevo risas, ahora también en la cocina. Barry se acercó a la mesa y me hizo una carantoña en el pelo.
—A ver, Celia, dinos qué tienes que con tanta charla se nos ha abierto el apetito.
Ella se acercó colocándose la delantera.
—Hay chicharros, hay pescados, rice pudding y esa tortilla de patatas que tanto te gustó el otro día pero sin champiñones.
Barry levantó sus ojancos negros y golosos, y pidió un poco de todo. Esperó a que le trajeran una cocacola sin hielo, eso sí, para dar paso al interrogatorio:
—¿Se puede saber qué mosca te ha picado? —aplastó sus antebrazos sobre la mesa y juntó las manos. Me recordó a mi padre cuando iba a hablarme de las notas—. No coges el teléfono, desapareces con una tía cuando hemos quedado, caminas como un sonámbulo por las calles… Lo único que justifico es lo de Bessie, yo también te habría dejado plantado por esa minina.
—Barry, tengo que contarte algo…
No tenía claro lo que iba a hacer. Podría comenzar con un Barry, ¿Ronald es de fiar? No, no se podía preguntar así a un amigo sobre otro amigo. O si no, Barry, ¿te has planteado alguna vez si eres real? Bebí de su cocacola. Le miré a los ojos.
—Barry… he conocido a alguien que no debería haber conocido. Y que me ha revelado ciertas cosas… esenciales para mí. Para nosotros.
Él arqueó las cejas hasta convertirlas en un par de arcos de medio punto sobre sus ojos.
—Entonces, es cierto, ¿eh? ¿Te nos has enamorado? —alzó tanto la voz que escuché cómo Tita cerraba el grifo del fregadero—. ¡Mi chico ya no es virgen! Tu corazón ya no es virgen, Dan, ¿me estás diciendo eso? Me lo dijo Elias, el otro día me lo encontré cuando fui a ver si te encontraba en tu casa, y no quise creerle. Iba con su hermana y me dijo que habías conocido a alguien.
Resoplé y miré alrededor algo apurado, un gesto que enterneció definitivamente a Barry, pero que era más cautela que vergüenza.
—Barry —le observé con lástima pensando que sería la última vez que Barry sería Barry, que quizás lo que tenía que decirle le volvería loco—. Escúchame, Barry, no estoy de broma, necesito que me escuches: a través de ella he sabido algo que nos afecta a los dos. A todos. Y de lo que es muy difícil que nos recuperemos.
—¿Que la sangre te llega por fin a los músculos más importantes? —Barry me dio un par de cachetes e incluso se levantó para abrazarme—. No te preocupes, tu secreto está a salvo conmigo.
No pude hacerlo.
No sabía darle disgustos a Barry. La vida ya le había dado suficientes. No recordaba haberlo visto tan contento desde que me enseñó aquella foto suya caminando con su mujer del brazo, una tarde en Central Park. Había conocido a Erlinda en el Empire State donde estuvo trabajando una temporada. ¿Cómo podía haberse enamorado una belleza así de un ascensorista?, me decía una y otra vez cuando, frente a la enésima cerveza, recordaba aquellos días luminosos. Pleno de asombro. Sobrecogido por su suerte. Me había relatado esa escena un centenar de veces: Ella estaba de turismo en Nueva York, le había contado, venía de Wisconsin donde llegó su padre desde Colombia como jornalero muchos años atrás para trabajar en una granja. El tipo de chica que soñaba con ser actriz. El tipo de chica que nada más llegar se sentía viviendo dentro de su primera película. Resumiendo: la víctima preferida de la Ciudad Ficción. Cuando se quedó solo con ella en el ascensor, Barry le hizo la promesa de llevarla lo más alto que hubiera llegado nunca. Y apretó el botón del 121. La hizo reír. Y aquella risa se agarró a los huesos de mi amigo como un cáncer. De hecho, aún no había podido extirpársela.
Barry fue ascensorista en el Empire State durante lo que él llamaba su año de felicidad: se sentía el tipo más privilegiado de la tierra. Ella iba a verle durante algunos de sus descansos y le llevaba un sandwich. Porque siempre lo podía encontrar leyendo sus cómics en el mirador del 102 en su media hora de descanso. Y por eso le echaron. Nadie se quejó nunca, pero alguien no debió de considerar justo que la persona que más tiempo tenía Manhattan a sus pies fuera un negro ascensorista, aunque fuera para comerse un sandwich de pepino.
De pronto dejé de ver a Barry y el Malecón, y al bajar los ojos sobre el mantel de cartón gris, se me enturbió la vista y tuve una visión del cielo de Manhattan. Después un plano cenital de los rascacielos. Desde arriba. Laura, sí, era Laura. Ahora eran sus manos sobre la hoja gris del libro, leyendo sobre las copas de los edificios. En su primera jornada en la ciudad había podido verla de cuando en cuando, recorriendo algunos de los lugares más emblemáticos de la novela y yo pude ver el verdadero Nueva York, desde el mirador de sus ojos: el Chrysler con sus reflejos azules y Wall Street donde me sorprendió comprobar que no existían las torres gemelas. Me pregunté de dónde se las habría sacado Abbott porque era demasiado atribuirle tanta imaginación. Aunque tengo que confesarte que siempre me parecieron algo inverosímiles en el conjunto.
Ahora Laura parecía estar en el Empire State. En el mismo piso 102, leyendo la anécdota de Barry. Sus ojos tiernos como los de un cordero. Una paloma se posó delante y compartió el paisaje. El libro, apoyado sobre el cristal, parecía flotar sobre el cielo de Manhattan mientras ella dibujaba a lápiz algunos trazos en el margen de aquella página. Pude ver que muchas hojas tenían marcas, además de las esquinas dobladas como si hubiera seleccionado algunos pasajes ya leídos por alguna razón. ¿Dónde se dirigiría después? Pensé que si pudiera ver con más claridad aquellas marcas sería más sencillo averiguar su itinerario.
Calculé mentalmente las estaciones de metro hasta allí. No me daría tiempo a llegar al Empire y compartir con ella ese momento. Además, me percaté de que Barry me estudiaba con guasa, encantado con mi obnubilación. Hasta Tita me observaba, atónita, después de dejar los platos sobre las mesa.
—Por mi tierra santa, Dan —dijo él con lágrimas de belleza en los ojos—. Es cierto, ¿verdad, hijo? Estás enamorado.
Cuando salí del Malecón me sentí culpable y aterrorizado. Culpable, porque no había sido capaz de hablarle a Barry de lo que me estaba pasando. Y ahora siento que hice bien. Porque entonces solo intuía a través de sueños y déjá-vus toda la trama que ahora conozco, ni sabía como sé ahora que habría condenado a Barry como lo estoy yo, para siempre. Porque todos los demás: Silvio, Bessie, Elias, mi madre, Wanda, Barry incluido, tienen el beneficio de olvidar cuando llegan a la página 441 de Mitología de Nueva York. Luego, la novela acaba y vuelven a empezar. A nacer. Completamente nuevos. Sin memoria. Sin pasado.
Pero yo no. Dan Rogers no olvida. No puede olvidar. Ese es mi superpoder y mi condena. Ser capaz de ver el otro lado. Ser conciente de mi verdadera naturaleza. Desde que conocí a Laura vivo en una ucronía. En una ciudad hecha de retales de ficción de todas las épocas. Una ciudad sin tiempo. Tan pronto me encuentro con un mañoso de los años 40, como con un pintor de los 60. Por menos de eso hay quien se vuelve loco.
Ningún otro personaje es consciente de cada vez que comienza y termina su vida. Ahora no solo soy consciente de cuál es la página que sigue, soy consciente, además, de cada lector que me olvida.
Ahora convivo con aquello que no tendré nunca.
Por si fuera poco, y como soy un masoquista, he entrenado esta capacidad insólita durante los últimos años.
Desde el momento en que me sentí, es verdad, enamorado por primera vez. Enamorado de un sueño, pensé aquel primer día en el South Cove. Mi crupier. Un sueño, tiene gracia, que resultó ser más real que yo mismo. Es curioso que Abbott nunca tuviera previsto que mi personaje estuviera dotado para el amor. Hasta ese punto se equivocó conmigo.
Caminé hacia el metro espoleado por un impulso desconocido hasta entonces que me empujaba a buscarla por la ciudad. A averiguar sus rutas. A ser yo, por primera vez, quien siguiera sus pasos y no al revés. A protegerla. Me dio tanto miedo que le pedí a Barry que me acompañara con la excusa de invitarle a unas cervezas. No quería que me dejara solo. Sin embargo él creyó que intentaba decirle que tenía una cita y me puso una excusa que sonó a excusa:
—Estoy cansado, hijo, y muy viejo para pasear a tu ritmo.
Yo le sonreí sin ganas, casi como una súplica.
—¡Pero si los negros no estáis viejos hasta que estáis a punto de palmarla!
Su corpachón me abrazó hasta hacerme desaparecer y luego le vi alejarse en dirección a su casa. Yo dejé que me tragara la tierra.
Tampoco había tenido cojones para contarle lo de Ronald. No sabía cómo preguntarle si era de fiar. Sabía que Barry le estaba muy agradecido por haberle dado la oportunidad de ser su confidente. No podía preguntarle sobre él, comprometer la discreción de Barry sin hablarle del caso, ni de la posibilidad de que estuviera mintiéndome. Mi posible peligro. Tanta vergüenza me dio el haber llegado tan lejos que me sentí en la obligación de empezar a manejar la investigación a mi manera. Vale, sí, también era la excusa que necesitaba. Pero si Ronald me ocultaba información, yo también lo haría.
Manfredi me había asegurado que sus socios se pondrían en contacto conmigo. Que nadie sufriría ningún daño si seguía las instrucciones que me darían durante las próximas dos semanas, punto por punto. Y yo prefería creerlo. Mientras tanto esperaría, refugiado del disparate que era mi vida, siguiendo a Laura por esa otra lámina del espacio tiempo. Siendo yo, por una vez, el lector de su historia neoyorquina.
Cuando pasé el control de billetes, un cartel me anunció que acababan de desinfectar de ratas el metro. Sonreí con una mueca. Pero si las ratas no pisaban los subterráneos. Viajaban por Manhattan en un Jaguar gris. Con la vista perdida en un afiche que anunciaba un centro médico presbiteriano, me concentré en visualizarla de nuevo: allí estaba, caminando por una calle, borracha de una luz que desembocaba en un negro absoluto. Tuve suerte porque conseguí leer a tiempo el cartel del metro de Wall Street. Bajaba por la calle, así que el fondo negro era sin duda Battery Park y después el agua. El silbido del expreso me hizo volver en sí, bajé las escaleras de dos en dos y las puertas se cerraron tras de mí con un pesado estruendo.
Era el único blanco del vagón. Un chico joven tanteaba un espiritual a cambio de unas monedas, un hombre con el traje a medida despotricaba mientras engullía una hamburguesa, no le habían puesto pepinillo y, según él, la había pedido claramente con pepinillo. ¿Nos parecía justo?
Decidí cerrar los ojos para no soltarle una fresca. En el cristal de la ventanilla vi cómo Laura cruzaba el parque con el libro bajo el brazo. Iba a ir a la oficina del consumidor, continuaba el tipo comiendo a dos carrillos, desde luego que sí. A él le daba igual que una persona fuera blanca, china o verde, pero que no hablara inglés le parecía algo imperdonable. Abrí los ojos. Le miré con hartazgo. El chupó sus dedos con deleite, uno a uno, qué asco de ciudad, librándose de cada molécula de ketchup que se escondía entre sus uñas. Se incorporó en el asiento. Me miró a los ojos:
—América es un país que da la bienvenida a todo el mundo, pero es necesario que te adaptes a sus normas —apretó el envoltorio en su puño derecho—. ¡Y yo necesito que esos desgraciados entiendan que quiero pepinillo en mi hamburguesa!
Ahí sí, recuerdo que pensé: acércate un milímetro más, capullo, sigue tocándome los cojones mientras intento pensar en mi chica y te pongo la cara mirando al Bronx. La escena me pareció tan inadmisible y a contratiempo que intenté reconocerla como parte de alguna película de artes marciales en el metro que Abbott hubiera plagiado. Pero no la encontré en mi cabeza.
Al llegar a la parada de la 103 Street, el vagón de pronto mutó de raza, como si lo hubieran desteñido. Un anuncio de la policía alertaba sobre dos tipos en busca y captura. No sé a cuento de qué vino a mi cabeza mi madre tocando el concierto número 2 de Chopin, quizás alguien estuviera tocando algo parecido en uno de los andenes. No vives en la realidad, Dan. ¿Pero qué cojones sabía ella de mí? Tuve tal crisis de angustia que incluso mi mente empezó a fabricarse argumentos para tranquilizarme: ¿acaso no era una ficción mi vida? Qué tenía que temer si nada de aquello era verdad. Mi vida era una mentira. Pero era mi mentira. Una pesadilla que podría acabar conmigo si no era capaz de despertar a tiempo.
Cuando salí del metro, el olor a mar me devolvió la esperanza de estar vivo. De camino me detuve un momento ante la alfombra de pájaros muertos acumulada a los pies del rascacielos: gaviotas, palomas y gorriones con las cabezas reventadas, los picos dislocados, atónitos, las alas partidas por el impacto contra aquella perfecta y sólida reproducción del cielo…
La torre Newman, un gigantesco lingote de plata en el que se reflejan ahora las aristas azules del Downtown. Cuando siente el crujir de esos minúsculos ángeles caídos bajo sus pies, traga saliva y, una vez traspasada la verja de Battery Park, frota las suelas contra la hierba fresca hasta que no queda en ellas ni rastro de sangre… Se coloca el maletín bajo el brazo y camina hasta los límites del agua, zarandeando la botella vacía con una energía infantil.
Caminé con el maletín que ahora podía sentir de nuevo bajo el brazo, hasta que mis pasos no sonaron a asfalto sino a madera hueca.
Antes de llegar al final del embarcadero, me detuve delante de un cartel del ayuntamiento:
RECUERDE: ALIMENTAR A LAS PALOMAS TAMBIÉN ALIMENTA A LAS RATAS.
Escarbé en mi bolsillo y encontré un puñado de cacahuetes que habían sobrevivido como yo a la partida.
Desde allí ya se intuía el árbol alto y cónico del South Cove, las mesas de ajedrez de piedra donde pude ver a Barry, esperándome, jugando contra sí mismo partidas imaginarias, la barandilla de hierro que describía una frontera curva con el mar desde donde veía a los ferris partir en dirección a la libertad que no tenían… Y, apoyada en ella, una silueta invasora, nueva en aquella escena, leyendo a la luz de los faroles azules del embarcadero.
Pocas horas después estaba borracho junto a Barry en un banco con la cabeza sobre mi botín, tratando de atrapar entre mi dedo índice y el pulgar los ferris cargados de bombillas que se perdían entre la bruma.
Cuando por fin me derrotaba el sueño abrí los ojos y la vi. Y ya no fue solo un parpadeo: ya no había camisa blanca, ni chaleco entallado, pero sí eran sus manos, lisas como las de una muñeca de cera, sus manos… que ahora repetían mi gesto, tratando de atrapar los barcos en miniatura que navegaban entre sus dedos, moviéndose con precisión de metrónomo. Tan blancas y exquisitas como un par de guantes. Leyendo una y otra vez la primera página del libro. Aquella hoja que ya nunca sería la misma porque ya conocía parte de mi futuro. Y el otro lado. Y a Laura. El pelo castaño y largo le caía como una catarata por la espalda. De unos cuarenta años y algunos menos de experiencia.
Había vuelto a visitar el lugar donde nos conocimos. Sentada a mi lado con las piernas cruzadas, vestida totalmente de negro y mordiéndose las uñas con ansiedad, ya no la imaginé descubriendo las cartas de una baraja sino pasando las hojas de ese libro que nos había unido para siempre y que descansaba sobre sus rodillas. Había dejado libre el banco donde se suponía que Barry y yo dormíamos nuestra borrachera. Respiraba como yo el viento que venía del mar. ¿Era el mismo viento? Se retiraba el agua que goteaba de sus ojos. Leía y releía los mismos pasajes. Aún tumbado sobre mi espalda alargué el brazo hasta casi rozar su mano. Mi amor, me sorprendí susurrándole, estoy aquí, mi amor. Ella levantó los ojos que se fugaron tras un gran velero que, recortado sobre el cielo naranja, empezaba a cruzar el río. ¿Por qué Abbott se había empeñado en reescribir la realidad cuando el mundo real era poseedor de tanta belleza?
Alargué los dedos en un último intento hasta que sentí el tacto frío del banco de madera. Y en ese preciso instante lo entendí todo. Yo solo existo para que ella sueñe, me dije, desesperado.
Y me moriré de ella.
Dios, a pesar de todo, no te imaginas cómo la echo de menos…
Escuché a Barry respirar trabajosamente a mi lado. Supe que estaba despierto porque sentí el peso de su mirada. Mi rostro empezó a descomponerse en llanto, como si nunca antes hubiera vivido aquella escena: no me mires, contesté a su silencio con la voz ruborizada, acabo de conocer a la mujer de mis sueños. ¿Esta noche?, creo que le oí decir. No, ahora mismo, balbuceé entre flemas. ¿No te acabo de decir que es la mujer de mis sueños?
Laura levantó la vista. El río había quedado desierto, pero algo atrapó su mirada sobre el agua. Se dejaba flotar, plácidamente, como si no tuviera prisa por llegar a ningún puerto. Una botella navegaba ante sus ojos, demasiado lejos como para alcanzarla. Demasiado cerca como para no ver que llevaba un mensaje dentro. Laura caminó como una sonámbula hasta los límites del agua con la vista fija en esa botella que cabalgaba sobre el negro como un pequeño barco que portara una bandera prohibida, se llevó los dedos temblorosos a los labios para detener un sollozo, pero luego empezó a llorar.
Y es que siempre supe que ella no podía vivir en aquel barrio, ni en aquel jodido segundo, ni siquiera en aquel año, ni en aquella mierda de ciudad. No miré a Barry, pero sí sentí el roce obeso de su sonrisa y, desde entonces, los dos nos referimos a ella como mi crupier.