Esta noche he soñado contigo.
Te deseo. No me importa decírtelo. Te deseo.
Como deseé a Laura y a algunos otros que como tú se me entregaron después, dóciles, displicentes, mientras seguían mi vida desde sus confortables y seguros sillones, desde la velocidad de los trenes, desde sus camas revueltas, desde los cafés ruidosos, desde el silencio aparatoso de las bibliotecas.
No puedo evitarlo. Sé que aún es pronto, pero ya siento que te deseo.
Estar dentro de ti. Participar de tu vida. Tragarme tu saliva. Sentir el pulso irregular de tus muñecas. Arrebatarte el aliento. Hacerlo mío. Con rabia. Con ansia. Con desprecio. Te deseo. Sí, te deseo.
Pero a Laura, te lo confieso, a Laura sigo soñándola, aunque su rostro después de estos años sea ya poco más que una mácula de vaho sobre un espejo.
¿Por qué fue ella especial? Pues quizás por su capacidad para borrar la frontera entre la realidad y la ficción.
Porque la intensidad con la que siguió mi vida nos conectó para siempre. Porque gracias a su credulidad vi el otro lado, aunque nunca imaginé a qué precio. Porque creyó tanto en mí que se decidió a buscarme. Porque fuimos almas gemelas. Porque, sin duda, fue la única persona a la que le he preocupado de verdad y, sobre todo, la única que llegó a amarme tal y como era. Laura viajó a Nueva York porque yo era la Nueva York con la que soñaba. Era como vivir dentro de mí por un tiempo. Pero la vida, mi querida Laura, no es una novela. Solo se parece. Y es esa distancia entre la realidad y la ficción la que nos vuelve locos.
Como habrás comprobado a veces Abbott fuerza mi historia. Me fuerza. Por eso ahora tengo miedo. Y siento vergüenza. Me avergüenza que hayas leído el capítulo anterior, por ejemplo. Imagino que es una cuestión de orgullo. Me avergüenza que me hayas visto dejarme perder. Pero no aquella partida, sino perder de esa forma los papeles. Sucumbir de nuevo ante la compulsividad de seguir apostando, poniéndome en riesgo para nada.
Esa misma noche, un par de horas después de la partida, recibí una llamada de Ronald. La esperaba tumbado en casa escuchando a Dexter Gordon, como siempre esperaba las malas noticias. «Trato o truco», pensé cuando vi aparecer su nombre en mi móvil, porque me dijera lo que me dijera, intuía que traería consecuencias: podría pedirme cuentas de por qué cojones había intentado ganar la partida y fastidiar toda la operación. Podría haberme echado en cara que lo había hecho porque seguía teniendo problemas con el juego —cosa que en parte era cierta— y que, por lo tanto, no podría serles de ayuda de ahora en adelante, me podría haber apartado de lo único que en toda mi vida me había hecho sentir útil. Sin embargo, su capacidad de sorprenderme para mal superó todas mis expectativas cuando me llamó con voz grave y paternal para darme la enhorabuena: todo había salido a pedir de boca. Me quedé unos instantes en silencio, yo que esperaba un hemos perdido la conexión, Dan, quizás un inhibidor de frecuencias, a saber, nadie había pensado en ese pequeño detalle. Así de cutre. Así de simple. En cuatro horas no hemos sido capaces de localizar la llamada. Los satélites eran una puta mierda, Dan, qué le iban a hacer…
Pero no, en lugar de eso me dio la enhorabuena. Como lo oyes.
Me dijo que estaban trabajando en la localización del propietario del móvil, y que de cara al final de la operación debía estar muy tranquilo. Lo tenían todo controlado. No correría ningún riesgo.
Le dejé terminar aquel triunfal discurso porque me quedé sin habla. Yo, el genio de la probabilidad matemática había sido incapaz de calcular, de todas las posibilidades de malas noticias, la más sencilla. Que todo el mundo me mentía. Por un lado, tengo que confesarte que a mi orgullo enfermizo y ludópata le relajaba que Ronald no se hubiera percatado de mi intento de marcha atrás, ni que me aventuré a ganar como un venado en celo sabiéndome colocado por la adrenalina y el vicio de jugar.
Mi honor estaba a salvo, pero mi pellejo no. Lo único que me motivaba de toda aquella locura era que podía aventurarme a jugar las cartas a mi manera sin dar cuentas a la poli. Ellos también me ocultaban los pormenores de la investigación, así que me sentía con licencia para hacer lo mismo. Si lograba saber quiénes eran los Hijos del Azar antes de que llegara el ultimátum, me aseguraría salvar mi pellejo y me convertiría en un héroe nacional. En un héroe de verdad… hay que joderse.
Pero también caí en la cuenta de que algo en mi plan para salvar el mundo empezaba a fallar gravemente: Ronald. ¿Por qué me mentía ahora? ¿Para tranquilizarme? ¿Porque era incapaz de admitir un error aunque ello supusiera arriesgar mi vida? ¿O fue Manfredi el que iba de farol con aquello del inhibidor? Si era verdad que había un distorsionador de llamadas, ¿cómo coño se había comunicado Manfredi con los Hijos del Azar durante la partida? Después de un sencillo cálculo de probabilidades, para mí solo había dos: que Manfredi hubiera dicho la verdad y Ronald mintiera, y que por lo tanto fuera imposible que hubieran localizado la llamada —eso querría decir que por alguna razón Ronald me mentía y que los Hijos del Azar habían estado tan cerca de Manfredi y de mí, quizás en aquel mismo sótano, como para conseguir enviarle los mensajes—. O que Manfredi hubiera ido de farol y Ronald dijera la verdad. En ese caso estaríamos más cerca de cogerles de lo que nunca habríamos pensado. Tuve de nuevo la sensación de pisar sobre un fango cada vez menos estable. Esto me provocó un intenso malestar.
Por otro lado estaba Laura, alguien que conocía ya todas mis miserias y quizás todas mis cartas. Ella había llegado hasta la Ciudad Ficción para terminar de leer su novela sobre el terreno y me disgustaba que estuviera en Nueva York justo para presenciar aquel despropósito. Como me preocupa que tú hayas llegado hasta aquí y que sigas leyendo si no me escuchas. Tengo mis motivos y, sobre todo, tengo derecho a reservarme ese derecho, ¿no crees? El derecho moral a dejar una página oculta de mi biografía. Una carta sin descubrir. A que nadie más, nunca, lea la página 418.
Déjame decirte una cosa: sé por qué te lo pido. Abbott no es de fiar. Y mucho menos de fiar es cómo cuenta las cosas. Le conozco bien porque me ha creado. Tiene la habilidad de inocular ideas muy extrañas en la gente. No le creas. No le admires. No te dejes arrastrar por su palabrería. Porque Abbott es un dios por casualidad.
¿No te lo has planteado alguna vez?: ¿Y si Dios no fuera consciente de serlo? Un dios irresponsable e inconsciente de lo que ha creado. Desentendido porque no sabe lo que ha creado.
Un dios tan tonto que no sabe que es Dios.
Que no sabe que estamos vivos.
Que no sabe que tiene el poder de la creación. Y el poder de los tontos, ya se sabe, siempre entraña el mayor peligro.
¿Mi discurso te incomoda? ¿Te parece una aberración?
No me eches la culpa. Yo solo soy un subproducto del hombre. No soy yo el responsable de que después de tantos milenios no hayáis tenido la capacidad de concebir un rostro amable de vuestro creador, de que exceda vuestra capacidad de imaginar. Lo único que sé es que a mí me pasa lo contrario. Mi imaginación excede con mucho la imagen del Dios que he visto.
Por lo tanto no censures con tanta ligereza mi antiteísmo. Porque —como le oí decir a un tipo en una fiesta que ahora sé que pertenece a una película— Dios es un lujo que no me puedo permitir.