La partida

Leer a los griegos solo me ha llevado a jugar.

Quiero decir, a jugar al Black Jack. A la adicción, incluso.

Mientras jugaba, no tenía una madre frívola y desapegada. Mientras jugaba, no echaba de menos a mi padre, no tenía problemas. No me sentía solo. No tenía nada de nada porque lo perdía casi todo. Únicamente sujetaba el azar entre mis manos. Una línea de argumento impredecible por primera vez. Pero aquella tarde sería distinta. No solo sujetaría el azar sino mi propia vida. Aunque, ¿acaso todo aquello no estaba ya previsto? ¿No habría ya escrito un capítulo siguiente que revelaba cada futura jugada, cada apuesta, el ganador? ¿Qué suerte habría escrito Abbott para mí?

La tarde llegaba a su fin y los edificios iban absorbiendo las últimas fracciones de luz como gigantes de esponja. La Ciudad Ficción tenía el color de un fondo submarino y sus habitantes se deslizaban por él como criaturas ciegas y extrañas que nunca llegarían a ver el sol.

No había hecho otra cosa que vagabundear toda la mañana como si buscara algo. Quizás mi buena suerte. Luego me vi con Ronald en uno de los muelles del oeste, cerca de la comisaría. No llevaría micrófonos, dijo, no, porque era un suicidio. Yo le sonreí encendiendo un lucky strike con otro, solemne, como si fuera el relevo de una pequeña llama olímpica. ¿Y acaso no era un suicidio estar solo allí dentro?

Cuando Ronald no decía nada, es que no tenía nada que decir, así que nos despedimos con un apretón de manos algo más intenso, nada parecido a la mano laxa y sudada con la que solía cerrar un trato. Mi identidad ficticia, Hermann Oza, se suponía que era un empresario de automoción y coleccionista de arte. Así lo había filtrado el equipo de Ronald por todos los ambientes de las víctimas, hasta conseguir que los Hijos del Azar picaran el anzuelo y me convocaran a la partida, interesados por la pieza que unos días atrás había hecho el paripé de adquirir en una subasta: una antigüedad japonesa de nombre impronunciable. Ronald me escribió mi nueva identidad en una servilleta. La arrugué en mi bolsillo. El coche de sus chicos estaría en la calle Wooster, perpendicular a la calle de Fanelli, me aseguró, como si acabara de darme el comodín del público en un concurso televisivo. Tratarían de intervenir la procedencia de los mensajes con los que los Hijos del Azar solían estar en comunicación con Manfredi durante toda la partida. La hora prevista para el encuentro era las seis de la tarde.

Había decidido dejar aparcado el Jaguar debajo del supuesto apartamento de Hermann Oza, así que me adentré caminando en el Village en dirección al Soho. Las calles se fueron estrechando en torno a mí como si quisieran protegerme. Al pasar por Washington Square me senté en uno de los bancos de hierro con el mismo retortijón en el estómago de cuando hacía tiempo para presentarme a un examen.

No sé por qué recordé entonces el momento en que me convertí en contador de cartas. Para ser más precisos, Abbott decidió convertirme en contador de cartas. Toda una jugada. Estoy seguro de que lo tramó con la sola intención de convencerme de un hecho: el azar no existía o al menos se podía controlar con reglas matemáticas. En suma, para joderme la vida. Porque ahora que yo conocía mi condición de irreal, que había visto el otro lado, los naipes, su vuelo libre sobre la moqueta habría sido el único anclaje para mi razón. Lo único que me mantendría cuerdo. Convertirme en un experto en aplicar la ciencia al azar no fue más que una ocurrencia de Abbott cargada de una gratuita crueldad: yo soy quien maneja los hilos, pero te haré creer firmemente que eres libre.

Dos patinadores asiáticos describieron un círculo alrededor de mi banco y dejaron sobre mis piernas una octavilla de un restaurante japonés. Para serte sincero, me apetecía mil veces más unos maki que una provolone, pensé, pero, qué le íbamos a hacer. Ya había aceptado una excitante cita a ciegas para esa tarde. Me levanté, sacudí el bajo de mis pantalones antes de seguir mi rumbo trazado de antemano y al tomar la West Broadway tuve el absurdo deseo de que el asfalto se replegara para dejar al descubierto un camino de baldosas amarillas. ¿Qué ruta era la correcta? ¿Debía hacer caso al mensaje del hombre invisible?

Me sentía incómodo. Como si caminara sobre algo pegajoso que podía convertirse en arenas movedizas. No voy a decir que tenía miedo, pero todo se enrarecía por momentos, el hecho mismo de que no había conseguido ver nítidamente a Laura en todo el día aunque sí percibía su presencia. Vivamente. Excitada pero inmóvil como un maniquí. Leyendo. Quién sabe, quizás afectada aún por nuestra experiencia del día anterior. Ahora, después del tiempo, creo que comencé a amarla en el mismo momento en que empecé a preocuparme por ella. Por mi parte y por aquel entonces, prefería no pensarlo demasiado porque sentía un aguijonazo de ilusión que temía se convirtiera en una droga. En un veneno. Y porque esa tarde necesitaba que toda la sangre me llegara a la cabeza.

Qué ironía que la primera vez que viera a Laura pensara que era una crupier, me sorprendí. La diosa del azar que repartía con desenvoltura las cartas de mi vida, le revelé entonces a Barry. En realidad, no iba tan desencaminado. La chica del chaleco, como la llamó Elias. Tenía que conseguir hablar con aquel jodido mocoso visionario. Quizás podría haberme arrojado luz sobre qué ocurriría en la partida, quizás podría haber visto… ¿Pero me estaba escuchando a mí mismo?, me dije. Mujeres fantasma, realidades paralelas, mocosos iluminados… necesitaba una visión racional de la vida si quería salir ileso. Empezaba a tener la desagradable sensación de que demasiada gente conocía mi destino.

De pronto, la ciudad bostezó un aire frío. Respiré todo lo profundo que me permitieron mis pulmones y volví a las andadas: ¿Y si ella, por alguna suerte de milagro, rompiera el hilo del destino y convirtiera mi historia en una partida de cartas real? ¿Si estaba destinada a hacerlo y por ese motivo aparecía ahora en mi vida con esa nitidez? Si ambos tuviéramos por un momento la baraja en la mano. Si había aparecido en mi vida tenía que ser por algún motivo. Tendría que tener algún papel en mi historia.

Le di una patada a un expendedor de periódicos. ¿Y quién demonios me escribía aquellos mensajes? ¿Alguien que trataba de alertarme? ¿Alguien que quería asustarme y dejarme fuera de juego? Traté de concentrar mi mente en mi realidad y esta, inverosímil o no, justa o injusta, era la que ese día me tocaba vivir. ¡Pues era injusta!, me indigné mientras cruzaba entre una procesión de vehículos atascados, ¡y mucho!, porque una de las normas inquebrantables del Black Jack era que cada jugador pudiera pedir carta solo si la quería y plantarse cuando lo considerara oportuno. Esto es así en cualquier partida. Sin embargo yo no podría dejar de pedir cartas compulsivamente mientras mi crupier me las siguiera repartiendo, mientras Abbott tirara de los hilos de su marioneta, seguiría adelante.

Casi sin darme cuenta me descubrí a mí mismo en la puerta del restaurante, antes de la hora, observando el letrero rojo y oxidado de Fanelli colgado de una esquina. Unas hiedras daban cierta vida a la entrada vetusta de hierro negro y a las ventanas con visillos crudos que impedían ver el interior.

Me resigné a lanzarme a la piscina sin pensar en lo helada que estaría el agua y abrí la puerta. El interior era una larga barra con un ejército de varias filas de botellas tras las que un complejo artesonado de madera cubría toda la pared. En el fondo de espejo se reflejaba el rostro de un camarero delgado que ojeaba el New York Times con extraordinaria lentitud, de espaldas a la puerta. Las mesas, apenas cuatro, cubiertas con manteles de cuadros, estaban vacías. Me senté en una banqueta y esperé a que el camarero reparara en mi presencia. No lo hizo. No parecía esperar a nadie. No parecía, tampoco, el escenario para una partida clandestina. Sin embargo tuve la extraña sensación de haber estado allí antes. Pero no como otras veces. No en aquellas circunstancias. Quizás alguna noche que borró el excesivo alcohol en sangre.

Durante interminables minutos me entretuve contando los casetones que formaba el techo de hierro repujado. Había exactamente 96. Y los conté varias veces como si aquella cifra me diera calambre. El resultado fue el mismo. No sé por qué, pero tuve frío. Mucho frío.

A la media hora se abrió la puerta y aparecieron cuatro tipos trajeados. Los observé a través del espejo. Hablaban italiano, pero ninguno de ellos lucía la estrafalaria pajarita de Lucio Manfredi, ni su pelo rojo, ni su ojo de cristal de muñeco de feria. Me pregunté si vendrían también a la partida, pero como todo buen jugador decidí esperar y observar, antes de pedir más cartas.

Tres de ellos, el espagueti más joven, el farfulla de la pajarita y un ravioli relleno con traje gris ocuparon la mesa del fondo y el cuarto, lo más parecido a un gnoqui con queso, calvo, redondo y brillante, se sentó a un par de metros sin quitarse el abrigo.

Entonces volvió a abrirse la puerta y entró un tipo alto de cejas rubias y pobladas, y una sonrisa frígida clavada en los labios, con otro chico más joven, de similares características, detrás. Comenzaron los tradicionales cacheos: el gnoqui a los recién llegados y el acompañante del irlandés, a aquellos dignos representantes humanos de la pasta fresca. Todos pidieron unos espaguetis Alfredo. Los italianos con vino, sus invitados con cerveza.

Ravioli relleno borró su sonrisa de inicio, lo que más me molesta, les explicó, no es tanto que alguien no pague, sino la falta de madurez y de educación. El irlandés mayor asintió gravemente con la cabeza, estaba de acuerdo, tosió nervioso, y metería en cintura a su sobrino. De pronto, Espagueti soltó el tenedor sobre el plato que sonó como la campana de un ring, y es que el chico no mostraba respeto por ellos, el italiano se repeinaba en cada punto y seguido, ningún respeto, repitió.

—Lo que trato de decirte es que te hemos citado hoy por amistad —prosiguió, recogiendo el cubierto—, para darte la oportunidad de que te encargues tú mismo del chico. Para hacértelo menos doloroso.

Farfulla, emitió una risilla mientras enrollaba enloquecidamente la pasta en el tenedor como si fuera a taladrar el plato y Gnoqui con queso pareció derretirse de placer en su silla vigía. El irlandés, cada vez más tenso, anunció que tenía que llamar a su mujer un segundo, pero Farfalla le puso una mano en el hombro. No me insultes, le oí decir, ¿vas a levantarte de mi mesa solo porque tu mujer esté pariendo?

En ese momento sentí los ojos gordinflones y sedientos de problemas de Gnoqui en el espejo. Miré por la ventana para mostrarle que estaba interesado en otra película. De casualidad pude ver que se aproximaba un grupo de hombres con paso decidido por la calle Greene en dirección al restaurante. Me pareció intuir el cañón de un arma bajo el abrigo del que iba en cabeza. En el interior, el rubio seguía insistiendo en la llamada, poniendo a Farfulla cada vez más nervioso. Justo cuando el grupo estaba a punto de alcanzar la puerta, el irlandés más joven se levantó como un resorte y salió del restaurante. Después de cruzar un par de palabras con el grupo que podrían haber sido dos bofetadas, estos dieron media vuelta y se dispersaron por varias calles, a tiempo para que Gnoqui no los viera al abrir la puerta.

Estos irlandeses siempre hacían cosas muy interesantes, pensé. Como decía un buen amigo que dejó su alma en un callejón de Hell's Kitchen: solo sabemos beber cerveza y pegar tiros. Después, nos vamos a dormir.

Desde luego, no sería la mesa que escogería para jugar, pensé, absurdamente distraído de mis propias y preocupantes circunstancias. Las que me habían llevado hasta allí. Eso fue algo que me enseñó Barry: no todas las mesas son iguales ni son apropiadas para un jugador. Tomar la decisión correcta implica que antes merodees entre ellas con la cautela de un cazador. Un detalle a tener en cuenta a la hora de decantarse por una era el límite de apuestas que se regían en ella. El límite solía estar señalizado en la parte alta del tapete con un código cromático: rojo, verde y negro. Siempre me hizo gracia comprobar cómo las que tenían límites inferiores estaban más concurridas. Pero el límite de la mesa de los italianos no lo habría marcado ningún color. Quizás la pistola que sin duda Gnoqui guardaba bajo el abrigo.

Cuando el camarero se acercó para preguntarme si me llamaba Hermann Oza, me llevó unos segundos reconocerme. Me estaban esperando abajo, sentenció con el periódico enrollado bajo el brazo. Lo primero que hice al bajar las escaleras y empujar la puerta negra que hallé entre los dos baños, antes incluso de reencontrarme con la sonrisa esquizo y pecosa de Manfredi, fue buscar el límite de mi mesa. Pero no había colores. Solo un móvil que señalizaba, claramente, el peligroso nivel de nuestras apuestas.

Por una vez la mesa me había escogido a mí, no yo a ella:

Un solo mazo de cartas sobre el tapete rojo. El crupier elegido por la casa, Lucio Manfredi, barajando la suerte despacio, sin prisa, mientras da la bienvenida a sus invitados de esa noche…

Dicen que la grandeza de un hombre se mide por sus enemigos. En ese caso yo era grande —pensé, con la vista clavada en aquel minúsculo aparato que resplandecía sobre la mesa como un trozo de hielo—, muy grande.

Antes de continuar, y como a cualquier jugador novato, creo que es oportuno que te dé una breve explicación sobre en qué consiste el Black Jack. Para resumírtelo, supone simplemente aproximarse lo más posible a los veintiún puntos sin pasarse, antes de que lo haga el crupier. Esto se puede lograr sumando cartas, o sacando un Black Jack, solo posible mediante una figura —que valen 10 puntos— y un as. Después, todo está en manos del arrojo o cautela del jugador para apostar, plantarse, pedir más cartas o doblar su apuesta a la casa. Porque, a diferencia de otros juegos de naipes, el crupier no es un simple repartidor. Esto lo tienes que tener claro. Juegas contra él. Y él está puesto por el casino. Por muy amable que te parezca, no es un igual y no tendrá piedad de ti. En este caso, algo me decía que Manfredi, mucho menos que otros.

Además, el Black Jack es un juego de toma de decisiones. Lo verdaderamente importante es saber cuándo seguir pidiendo carta y cuándo plantarse. Más o menos como en la vida. La mía, desde luego, se había convertido en una dramática metáfora de este juego: Laura, tú mismo, cualquier lector, sois el crupier, los encargados de repartirme la suerte y contra los que juego; yo, el jugador tramposo, el contador de cartas que trata de anticiparse, de llegar a la cuenta del veintiuno antes de que lo haga el crupier. Y Abbott es, por supuesto, la puta banca. Ya estamos listos para volver a la partida:

Había otros dos jugadores alrededor de la mesa de los que no recuerdo el rostro. Sí, sin embargo, que uno de ellos llevaba un anillo de casado en un dedo al que le faltaba una falange y que el otro eructaba suavemente cada cierto tiempo como si fuera un tic nervioso. Al del medio dedo le conocía. Había sido dos meses atrás, en la partida con Manfredi, aquella en la que le catalogué de psicópata definitivamente y me gané diez mil dólares y el título de su peor enemigo. El tipo aquel parecía un abogado de alto standing con ganas de perder en una apuesta lo que ganaba de puta en los juzgados. Un ludópata más irrecuperable que yo, te lo aseguro, porque cuando aquella noche el italiano le propuso perder un trozo del dedo anular por cada mano de cartas perdida, aceptó con el ardor en los ojos de un enfermo. Por su culpa tuvimos que soportar sus gritos durante toda aquella noche cuando le fueron sesgando el dedo, rodaja a rodaja, con un cortapuros.

Pero no soy quién para criticar su demencia. Después de tan grotesco espectáculo, uno y otro habíamos sido capaces de sentarnos de nuevo frente a aquel degenerado, así que no teníamos excusa. Todo lo que podía ocupar mi mente en ese instante era un único objetivo, una prioridad: sumar veintiuno antes que él, empezar la partida ganando para que Ronald tuviera tiempo de localizar los mensajes, y luego tratar por todos los medios de perder para colocarme como cebo. La primera parte sería más difícil que la segunda, porque Manfredi jugaría fuerte, revolviéndose el pelo áspero y rojo como si la cabeza se le hubiera prendido fuego, observándome con su ojo de cristal sediento de venganza por la humillación a la que le había sometido un par de meses atrás. Recuerdo que por aquel entonces me pareció un ludópata sin estilo, un adicto a las tragaperras. Acerté en cuanto a su estado mental. Pero no podía imaginarme quiénes eran sus amigos.

Le observé, te lo admito, con una mezcla de admiración y desprecio: su chaqueta blanca de lino destacaba sobre el fondo en penumbra. La pajarita de rayas estrangulándole el cuello. Sus mejillas blancas y rubias, tersas como las de un muñeco de goma. Esforzándose en oficiar de anfitrión con conversaciones intrascendentes mientras barajaba las cartas con experiencia y una tranquilidad simulada, como un niño perverso que se acercara bisbiseando a un gato antes de lanzarle un saco encima.

Las primeras apuestas. Dan Rogers nunca ha visto tanto dinero convertido en fichas. Por fin, el crupier comienza a repartir la suerte boca arriba, empezando por el jugador más lejano a su izquierda. Los naipes descubriendo sus rostros en un ritual de seducción, hasta que cada participante recibe la primera mano sobre el tapete.

Tres jugadores alrededor de la mesa además de Manfredi, el crupier, que, terminando de repartirse, reserva dos cartas para sí, una de ellas boca abajo y la otra la vuelca descubierta sobre el tapete rojo como si yaciera sobre un charco de sangre:

El rey de tréboles.

Luego, el zumbido de un primer mensaje que llega a su móvil. Dan Rogers mira con cautela hacia arriba preguntándose si habrá cámaras instaladas. Si estarán siendo vigilados por sus predadores. Tres vibraciones sin sonido y el italiano, después de comunicar, también por mensaje, su primera carta al casino macabro al que sirve de títere, tiende el teléfono encendido sobre la mesa como un naipe más que nadie se atreverá a descubrir.

—Tenía muchas ganas de que volviera a sentarse conmigo a la mesa —escupe su voz delgada y rota, con el mismo siseo de una serpiente, los dedos inquietantemente relajados revoloteando a ras de los naipes.

Los otros dos los observan como si fueran las carabinas de una cita de amantes.

—Sí, yo también tengo gratos recuerdos de nuestro último encuentro —contesta Dan Rogers, entornando la sonrisa, olvidando por momentos a quién representa el italiano, los monstruos que aguardan sus noticias al otro lado de la línea.

Ese comentario provoca una sombra en el ojo ciego del crupier, otra en el hombre del anillo, y que el tercero se revuelva un poco en la silla.

—De momento solo jugaremos con dinero —informa el crupier a los jugadores sin mirarlos—. No hace falta que les comente que, como siempre, yo no tomaré decisiones sobre las apuestas. Las tomará el casino —y sonríe. Y señala el móvil abierto.

Aquel «de momento» me devolvió a la realidad, sacudiéndome como una corriente eléctrica. Se me adormecieron los dedos. Observé mis cartas.

Un 7 y un 9.

Respiré hondo. Sumaban 16. No estaba mal para empezar. Metí la mano en el bolsillo del pantalón. Sentí el tacto frío de unas monedas que empecé a toquetear nervioso. Pero Manfredi tenía un rey de tréboles descubierto sobre el tapete. El observaba fijamente mis cartas como si intentara devaluarlas. Consultó algo mandando otro mensaje de móvil. Pedí otra carta. Recibió un mensaje. Lo leyó con una media sonrisa y me observó con interés, la baraja en la mano, su único ojo vivo encendiéndose de pronto como una linterna.

—Cuando nos conocimos, no me dio la impresión de que fuera usted un amante del arte —el italiano me escaneaba mientras sostenía mi carta entre los dedos.

—Soy un hombre sencillo. No me gusta llamar la atención —insistí en pedir la carta.

Un 4.

Manfredi levantó la vista, me pareció que con excitación. O quizás temió que pudiera repetirse la humillación que, estaba claro, le había costado olvidar. Con los labios muy pegados, volvió a mandar otro mensaje. Observé mis cartas con el corazón taquicárdico. Veinte. Sumaban veinte. Visualicé un 1 en la baraja. Sería demasiado. El zumbido de un mensaje que regresó de vuelta me hizo despertar. Manfredi me auscultó con los ojos hasta que dije:

—Me planto.

Entonces observó su carta oculta, hambriento, deslumbrado, como si desvistiera a una mujer cuya belleza le hiciera daño.

Y tuve de pronto la certeza de que Manfredi estaba cerca de conseguir los 21 puntos. Joder, era demasiado pronto. A Ronald no le habría dado tiempo ni a terminarse el sandwich.

Si él ganaba, ganaría la primera mano de dios sabe cuántas y la partida podría precipitarse rápidamente. Y, aparte de que me jodiera, eso no debía pasar.

Traté de concentrarme. Volví a rascar el fondo de mi bolsillo. Era el momento de dar salida a mis estudios matemáticos, a mi época de contador de cartas, a los estériles esfuerzos de mi madre porque terminara en Yale. Ten en cuenta, me dije mentalmente intentando tranquilizarme mientras analizaba la sonrisa macabra de Manfredi, que en un juego de un solo mazo, hay dieciséis figuras que junto a un as podrían darle a la casa un Black Jack. Yo solo podía ver el solitario rey de tréboles del crupier, pero considerando que los ases en una baraja no eran más que cuatro, de las cincuenta y una que quedaban aún en la baraja, llegué a la conclusión de que existía una posibilidad entre tres de que saliera un as. Las matemáticas jugaban a mi favor.

El rostro de Manfredi tembló un poco. Luego le volvió la sonrisa. Deslizó el cartón con sus uñas largas y brillantes. Levantó la carta oculta como si levantara un cadáver.

Un 7.

Mi cuenta daba 20.

El tipo del medio dedo se había pasado con 25.

Su compañero eructó sus pérdidas por cobarde y por haberse plantado con 16.

—Gana el señor Oza —dijo despacio y yo saboreé cada letra mientras disfrutaba de la avalancha de fichas de colores que anunciaba mi primera victoria sobre la mesa.

Manfredi me dirigió una de sus impostadas sonrisas de muñeco diabólico y cogió el móvil. Mandó un mensaje. Se me adormecieron las yemas de los dedos y la escena quedó borrosa, como si ya perteneciera a una de mis pesadillas. Conocía esa sensación. Me la causaba el triunfo y observar cómo el italiano empezaba a encogerse en la silla y hacerse tan pequeño, que me provocó el instinto de aplastarlo con un puño, como a una mosca.

Después de un hagan sus apuestas, Manfredi repartió de nuevo la suerte entre los mortales. El hombre del medio dedo se cambió el anillo de mano, quizás una superstición o puede que se preparara para la amputación de un nuevo apéndice. Su compañero eructó larga y pausadamente como si se le escapara la vida. En el fondo creo que ambos sospechaban que en aquel juego daban igual. Eran títeres puestos por el casino para torturarlos. Su presencia no era importante. Sus vidas ni siquiera valían lo suficiente como para ponerlas en juego.

Así pasamos varias horas. Imposible saber cuántas. Hay momentos de la partida que han quedado en mi memoria tras un velo que soy incapaz de retirar. Sí recuerdo que me esforcé en que Manfredi y yo fuéramos alternándonos en las victorias y los otros dos se limitaron a aumentar sus pérdidas. De cuando en cuando, el italiano me sonsacaba sobre mi hipotética colección de arte y yo, a la espera de que en cualquier momento me hablara de la escultura japonesa en cuestión que la policía había filtrado como cebo, trataba de mantener la calma y concentrarme en el juego, intentaba no pensar en que los Hijos del Azar estarían en ese momento decidiendo minuciosamente qué cuadro le pegaba a mi futuro cadáver si perdía, qué tipo de escabechina harían con mi cuerpo, con qué instrumentos jugarían conmigo hasta hacerme enloquecer de terror. Durante aquellas horas de calma tensa pensé mucho en Barry. En la falta que me hacía tenerlo sentado a mi lado en ese momento. En el disgusto que se llevaría si supiera que había aceptado una cosa semejante. A ratos incluso escuchaba su voz de trombón pegada a la oreja: un buen jugador nunca pierde el control, me había dicho en más de una ocasión, nunca acepta una mesa que le venga grande.

También pensé en Ronald y en sus chicos. Ojalá hubieran localizado ya el número desde el que los Hijos del Azar mandaban los mensajes. Ojalá todo aquello sirviera de verdad para algo, aparte de para jugarme la vida. También pensé en Laura. En cómo estaría viviendo ella aquel despropósito. Qué sentiría hacia mí. Elias no se había equivocado. Encontrarla a ella había supuesto ser consciente de quién era yo, de mi naturaleza artificial, de que vivía un destino inamovible y escrito, pero aún era un enigma qué nos unía y por qué había aparecido en mi vida. Desde hacía algunas horas la captaba solo como una intermitencia, encajada en la misma butaca gris, leyendo sin apenas moverse. Durmiendo a ratos. Luego volvía a leer. Como si nada le preocupara más en la vida. Como si no tuviera más dedicación que ser mi copiloto, caminando a unos pasos de mí por mi disparatada existencia.

Fue después de unas cuantas horas de tremenda tensión y juego sin interés, cuando la partida dio un viraje definitivo. Porque aquella era la mano irreversible. Quien ganara, ganaría el juego y quién sabe qué sucedería después. Los dos palurdos se habían quedado sin blanca y ni siquiera puedo recordar en qué momento se —o los— levantaron de la mesa de juego.

—Bueno, Hermann —dijo Manfredi con chulería napolitana—, sus compañeros parece que no han tenido una buena noche… No es su caso. Está claro que es usted un gran adversario. Por eso, ahora que solo quedamos nosotros dos, me gustaría preguntarle si quiere que empecemos a jugar fuerte. Contra mí y con nuestras reglas.

Ese plural encogió cada músculo de mi cuerpo. Su imperturbable rostro pecoso temblaba un poco, como si estuviera a punto de relamerse o como si tuviera algo en la boca.

No sé cómo pude, pero asentí.

Cogió el móvil. Esta vez se levantó y permaneció un largo rato pensando cuál sería el contenido del mensaje. Cuando terminó, sin soltar el teléfono, acarició el tapete pensativo:

—Hermann —me dijo levantando el aparato en el aire—, el casino me pide que le transmita que se siente honrado de jugar contra usted. Y como valora su valentía me propone ofrecerle un trato muy especial.

El juego acababa de comenzar. Ahora sí. Sentí la sangre endurecerse dentro en mis venas. El continuó, relamiéndose de forma cada vez más repulsiva, acariciando sin parar el tapete.

—Mis socios son de gustos refinados y apreciarían mucho, más que el dinero que ya alcanza una cantidad considerable, si pusiera sobre el tapete cierta obra de arte que, según les consta, acaba de adquirir —habían mordido el segundo anzuelo, ahora solo hacía falta empezar a recoger el sedal—. Las normas son las siguientes: jugaremos a una sola mano. Si gana, nosotros estamos dispuestos a pagarle tres veces el valor de su obra, pero si pierde, deberá entregarla…

—El trato me parece justo —me apresuré, pero él me interrumpió.

—No había terminado, señor… Oza.

Aquellos puntos suspensivos me pararon el corazón por unos segundos. Empecé a sudar. El me miró con curiosidad.

—¿Sabe, señor Oza? A mis socios les resulta usted un tipo muy interesante…

A medida que Manfredi hablaba, yo me sentí como si me estuviera arrancando a mordiscos la ropa. El italiano continuó apoyándose sobre el tapete.

—… además de ser un jugador muy capaz, pero lo que admiran más en usted es… —volvió a parárseme el pulso— su buen ojo para detectar una obra de arte.

—Bueno, me viene de familia —mierda, empezaba a hablar como si yo fuera yo.

De pronto, me sentí exhausto. Estaba tan mareado que incluso temí que me hubieran puesto en la bebida alguna droga. Pero reconocía aquellos síntomas. La ansiedad que me provocaba el juego. Por qué dejaba que Ronald me metiera en estos fregados. Miré a los ojos al italiano. Metí la mano derecha en el bolsillo del pantalón y entonces algo pareció contrariar a Manfredi.

—Señor Oza, ¿tendría la amabilidad de sacar de su bolsillo lo que sea que tenga?

Tragué saliva. Ahora ya no me apetecía tanto ponerle nervioso, era solo un tic, le dije, y puse sobre el tapete las llaves, el móvil y unas cuantas monedas sueltas que solía llevar para el parking. El italiano sonrió complacido. Quizás pensó que llevaba un arma. O que el móvil estaba encendido.

—El móvil está… —traté de aclarar, pero me interrumpió.

—El móvil no me preocupa, señor Oza. Arriba, en el café hay inhibidores de frecuencias que podrían desorientar a un portaviones —y entonces, por fin, el pez mordió—: Señor Oza, ponga su escultura sobre la mesa. Imagino que ya sabe a cuál me refiero. Piense que, si gana, ganará tres veces su valor en dólares, y nos olvidaremos para siempre de este asunto. Qué me dice.

De nuevo, desafiando mi instinto de supervivencia, mi cabeza se inclinó hacia delante. Entonces vi que Manfredi sujetaba en sus manos una pequeña caja en forma de dado. La abrió y extrajo algo brillante de su interior.

—Hermann, le hago entrega de esta ficha dorada que a partir de ahora representará a su escultura sobre el tapete —y dejó con todo protocolo, delante de mis ojos, aquella moneda con la que me jugaría la vida a cara o cruz.

Soy incapaz de recordar con detalle lo que ocurrió a continuación. Sé que empecé a sentir aquel detestable hormigueo en la yema de los dedos que solo podía aliviar el contacto con el juego. Mierda, pensé en los inhibidores. Desde el principio había estado solo en aquella ratonera. Entonces en mi mente se activó una maquinaria conocida. Porque aquel reto encendió en mí una hoguera oscura que creí olvidada. La certeza de ganar. De vencer. De no dejarme humillar. De temer seguir en contacto con aquellos monstruos. ¿Y si aquel fantoche me había descubierto? Bueno, ¿y qué? Ahora estábamos frente a frente. Solos. Y Ronald no podía escucharnos. Ya había perdido mi coche en una ocasión. Estaba acostumbrado a las apuestas altas. Pero no se repetiría. Podía intentar un conteo de cartas para ganar la partida. ¿Quién lo sabría? A Ronald le diría que lo había intentado, pero Manfredi no tenía la suerte de su parte. Esta vez ya no era solo el triunfo por el triunfo, esta vez ganaría el monto más importante que jamás había ganado: mi vida. Todo tiene un límite, Dan, me dije. A la mierda Ronald y los suyos. Yo ya había cumplido. Si no habían sido capaces de localizar la llamada en todo este tiempo por culpa de los inhibidores, que lo hubieran pensado antes. Desde luego eran más inútiles de lo que ya parecían.

Comencé a sudar. A sentir la ansiedad de pedir más cartas a medida que valoraba por primera vez el riesgo de la pérdida, aquella tendencia suicida a la que me precipitaba el juego: la desbandada de los naipes sobre la mesa. El móvil de Manfredi relumbraba como si atrapara un genio empalmado dentro. El magma frío de la maldad. Si lograba un Black Jack, me daría el gusto de humillar una vez más a Manfredi aunque Ronald no volviera a encargarme una misión. En cambio, si lo lograba la casa, tendría que continuar con aquella farsa y los Hijos del Azar irían a recoger lo que era suyo a una casa en la que todo era mentira, en la que nada estaría en peligro, salvo mi persona.

Manfredi repartió las cartas con más prisa de lo habitual. Solos. Frente a frente. Mis sentidos multiplicaron activando todas sus alarmas. Escuché el aleteo de las cartas al barajarlas. El cimbrear de la bombilla que alumbraba la mesa. Un hombre a cada extremo. En el centro, una bestia atrapada en un teléfono, espoleada por la posibilidad de una nueva presa. Aguardando el disparo que marcara su salida. Vino a mi memoria el mensaje del hombre invisible. «No vayas a la partida», decían sus trazos limpios sobre la pintura blanca de la puerta. Pero estaba escrito. Y Laura pasó página. Delante de mí, mi destino tomaba la forma de un 9.

Un 9 para Dan Rogers.

Y un as para Manfredi.

Una jota de nuevo para Rogers.

Y una segunda carta boca abajo para el crupier.

En ese momento pasaron ante mí cada una de las fotos que me mostró Ronald en Central Park. Mis cartas sumaban 19. La suerte tenía que estar de mi lado. Solo necesitaba pedir una más, pero suponía un riesgo brutal. Tendría que ser un dos. Era un puntaje alto, lo más sensato es plantarse, Dan, me dijo la razón, mientras mis tripas me gritaban, solo una más, solo una y destrozaría para siempre la arrogancia de aquel monstruo. Pero las posibilidades de pasarme eran demasiadas…

Dan Rogers pide una más. Aguanta la respiración.

El crupier separa una carta de la baraja y la descubre, ceremoniosamente, frente al jugador.

El 2 de corazones.

Lo había conseguido. Veintiuno. El pecho se me disparó en una arritmia que simpatizaba con mi buena suerte. Pero aún quedaba la última carta de mi oponente que continuaba con su único ojo vivo clavado como una flecha en aquella carta.

Manfredi empuña el móvil, se relame las comisuras como una hiena que ya hubiera olido un cadáver y descubre su carta oculta sobre la mesa. Y el filo del último naipe, el que yace boca abajo delante del crupier, el que decidirá la vida de Dan Rogers, brilla afilado en la oscuridad.

La dama de picas.

—Black Jack —revela arrogante la voz ya menos rota y aguda de Manfredi—. Señor Oza, ha sido usted un estupendo jugador, pero así es el azar. Le daremos instrucciones para recoger nuestras ganancias antes de dos semanas. Le recomiendo encarecidamente respetar las normas, no poner obstáculo alguno.

El teléfono deja de brillar como un trozo de kriptonita.

Cuando subí a la planta de arriba no quedaba nadie en el bar. Solo el camarero que seguía ojeando el periódico en un extremo de la barra. Me miró con los ojos fríos e impasibles del dueño de una funeraria y me dio las buenas noches.

Salí de Faneili y ya era de noche. Fui incapaz de calcular qué hora, ni la envergadura de mis pérdidas. Me apoyé en la columna de hierro negro de la entrada, incapaz de reconstruir el total de la tarde, que ahora se había transformado, como siempre que jugaba, en un puzle de piezas borrosas que aún tenía algunos huecos. Deseé que todo aquello fuera uno de mis malos sueños. En lugar de eso, la invocación de un sueño llamó a otro.

Allí estaba. Frente a mí. Observaba con desconcierto la entrada del restaurante. Tenía una maleta con el tirador roto colgando de una mano y la novela bajo el brazo. Por primera vez vi Nueva York a través de sus ojos. En su lado de la calle las luces del Soho parecían más brillantes. Más puras. El edificio de enfrente por donde desaparecieron los francotiradores irlandeses tenía un cartel que anunciaba Prada sobre unos escaparates grandes y luminosos. Los colores parecían de neón. Laura estaba allí y no era un sueño. Laura había viajado hasta mí y contemplaba absorta el lugar donde acababa de hipotecar mi vida, que a sus ojos estaba abierto, y de él se escapaba el tintineo de las copas, las risas de los oficinistas, la música alegre de un grupo local.

Con un asomo de vergüenza, crucé la calle hacia el lugar desde donde ella observaba y traspasé aquel espejismo hasta que me alejé lo suficiente como para poder verla de espaldas. Poco a poco se difuminó triste y abstracta, como los crespones de vapor que se escapaban de las alcantarillas.