Como le escuchó decir una vez a un gran saxofonista: el jazz en Nueva York es mejor porque la vida es más dura.
Es su rito mensual. Es una tradición con la fuerza espléndida de todas las tradiciones, con la inercia lunar de un celo. Barry pone la noche y la hora. Dan Rogers se limita a salirle al encuentro. El Smoke es el local preferido de su amigo, pero no porque esté en Harlem. Tampoco porque la mayor parte de la clientela sea negra. Sino porque está muy cerca del hotel Alvin, la residencia tradicional de los jazzistas de la ciudad, donde vivió Barry cuando salió de la cárcel, y los huéspedes solían bajar a tocar en zapatillas de estar por casa.
Últimamente no se han visto mucho porque Dan Rogers trata de evitar sospechas y preguntas incómodas que le obliguen a pasar por alto las recomendaciones de Ronald, y a contarle a su amigo en qué anda metido. Sobre todo, ahora que queda tan solo un día para la partida con Manfredi.
Barry habla con una mezcla de nostalgia y abatimiento de la etapa en que vivió en el Alvin. Le daba vergüenza volver a su casa y contarle a su madre que no tenía apenas dinero y echaba mucho en falta a su padre.
Una vez llevó a Dan Rogers a conocer el hotel: las paredes de papel desconchado de estampados imposibles. Un largo pasillo donde cohabitaban trompetas, saxos, pianos y baterías, que trataban en vano de espantar al fantasma de la heroína reptando siempre por las alfombras llenas de polvo, marcando el compás de un luto alegre al son del cual entraban y salían los traficantes, los agentes, las amantes, las prostitutas y demás parásitos naturales de este espécimen llamado jazzista.
También fue la noche en que Barry llevó a su nuevo amigo a conocer el Smoke. Desde que entró en la sala de paredes negras, desde que apercibió el brillo de los ojos de Barry, saludando al espectro de aquello que podía haber sido y no fue, decidió que volverían a menudo.
Esa tarde Barry ha llamado a casa de Dan Rogers: por fin, ha dicho, ¿es que duermes en la calle?, justo cuando este estaba escuchando a Duke Ellington, pero tirado en el sofá y sorprendido ante un nuevo comportamiento: estaba jugando con un gato. Y este, patas arriba, atrapaba su mano, dándole pequeños mordiscos presa de una gran excitación.
—Es noche de jazz, chico —ha escuchado que decía su voz de trombón, desde el norte negro de Manhattan.
Creo que no es necesario que te explique el escalofrío que me recorrió la espalda cuando Barry me llamó para proponerme el plan de esa noche. Abbott no podría entenderlo. Ni si quiera imaginarlo. Porque me había encerrado en casa y me había puesto a Duke Ellington para no llevarle la contraria a aquel mensaje en la luna trasera del Jaguar, que no aparecía en el capítulo de la novela ni por tanto en la trama, y por ese motivo le daba vueltas y vueltas como una goma de mascar a la que ya no encontrara ningún sabor.
Es cierto también que en aquel momento vivía en una paranoia constante: cada pequeño acontecimiento lo interpretaba como una señal. Cada casualidad como una llamada del destino. Iba a volverme loco.
Esa tarde, mientras hundía los dedos en el pelo plateado de Byron ante el absoluto deleite de este, llegué a preguntarme incluso si Laura, al tener en sus manos el escrito del resto de mi vida, no habría echado una miradita a las páginas siguientes y, de forma involuntaria, fuera ella quien me hubiera dejado aquel mensaje. Con esta excusa me hice, por desgracia, esos planteamientos que evitaba hacerme:
Por ejemplo, ¿por qué la veía a ella y no a otros? ¿Era una casualidad que se me apareciera por primera vez el día que conocí a Manfredi? Era cierto que había tenido sueños sobre el otro lado, y en ellos había visto a otras personas, pero nunca con tanta nitidez. Otros ojos. Atentos y en silencio. Algunos de ellos en bibliotecas. Otros en sus casas. La mayoría difusos, como si los viera a través de un cristal sucio de lluvia. Los veía exactamente como antes a Laura, pero comprobé que, si ponía todo mi empeño, podría entablar una conexión telepática mucho más definida. Y todo esto empezó a aterrorizarme. Porque me sentí observado. Porque se trataba de mi destino y de mi intimidad. Y por primera vez creció en mí una sospecha, me hice una pregunta que ahora te hago a ti:
¿Te gustaría recorrer una y otra vez tu vida?
Depende, me dirás, de lo que te guste tu vida. Pues no. La respuesta es incorrecta. Hasta la mejor de las vidas a partir de un punto te volvería loco. La aborrecerías. Terminarías aborreciéndote a ti mismo.
La eternidad es en sí una aberración.
Pues imagina ahora que encima tu vida fuera una mierda y tú otra. ¿Divertido, no?
Bueno, dejemos este espinoso tema aquí por el momento. El caso es que en esas estaba mientras me mordisqueaba un dedo mi despreocupado y bigotudo compañero de piso cuando llamó Barry para convocarme en el Smoke y ponerme, definitivamente, los pelos de punta:
—Es noche de jazz, chico —ha escuchado que decía su voz de trombón, desde el norte negro de Manhattan.
Cuando Dan Rogers entra al local está tan abarrotado que solo puede distinguir la digitación sorda de un contrabajo. Se acoda en el mostrador mientras espera a que el tema llegue a su fin para buscar a Barry. El trompetista deshace lentamente el último acorde y el público estalla en aplausos.
Ahora suben dos tipos al escenario: uno de ellos, un saxofonista negro y gordo, con bigote, dice que dedica su próxima canción a su hija Chan. En la barra, la camarera le sirve una cocacola. Un ex alcohólico, piensa Dan Rogers, porque le ha dejado un corcho de vino flotando en el refresco. El saxofonista repite orgulloso al publico que nunca le ha dedicado una canción a nadie, pero que quiere hacerlo por el quince cumpleaños de la niña. «Catorce», musita ella, con reproche y entredientes, sentada en la barra, muy cerca de mi posición, mientras el público se gira hacia la niña para dedicarle un aplauso. Cuando el hombre termina de tocar, retira la boquilla y sonríe a su hija. Sus grandes labios están reventados y la sangre corre a esconderse entre sus dientes.
¡Qué bonito es el amor paterno!
Cuando terminó y el saxo quedó colgando flácido después del éxtasis, subió al escenario una mujer vieja y espigada bajo un sombrerito de casquete que tocaba la batería con un cigarrillo largo prendido de la boca y cierto gesto de desidia incompatible con el jazz.
Busqué a Barry incorporándome sobre la barra. El público se arremolinaba fumando alrededor del escenario. Tendría que esperar al final de la jam session, pensé, así que centré mi atención en el humo que ascendía como el mismo espíritu de la música, hacia el techo, y sobre una de esas volutas se dibujó de nuevo Laura. Acababa de entrar en casa, dejando otra vez los zapatos en el recibidor, bebió también medio vaso de agua al pasar por la cocina, le echó el otro medio a la planta raquítica que tenía al lado del fregadero y luego caminó en calcetines con los pies flojos hasta el salón. Allí volvió a consultar el contestador que no guardaba mensajes, encendió su ordenador a duras penas y, pasados unos minutos, consultó su correo electrónico del que borró unos cuantos mensajes publicitarios hasta dejar la bandeja de entrada vacía. Luego llegó arrastrando los pies por el pasillo oscuro hasta el dormitorio… también vacío. Respiré con alivio. Encendió la luz. Era un habitáculo pequeño con las paredes forradas con el skyline en blanco y negro. Algunos lienzos inconclusos se agolpaban castigados contra la pared. No me importaba. La había visto retocar dos de ellos. Todos reproducían escenas de esa ciudad soñada que nunca había visto. La Nueva York que existía dentro de su cabeza. No había conseguido ver ninguna de sus obras terminadas.
Se dejó caer sobre la cama, sacó el libro del bolso y dibujó a lápiz sobre la última página las siguientes notas:
Wanda — Hunters Point = El grito de Munch
Silvio — 4 dados/Jaguar gris = 7 asesinatos.
¿Siete?, le dije como si pudiera oírme. ¿Por qué siete, Laura? Hasta ahora se habían cometido tres: El grito, El beso y La victoria, pero… Un momento, pensé. Claro… ¿lo que está tratando de decirme es que esos cuatro dados podrían estar destinados a los asesinatos restantes? Dios mío…
Por desgracia, Laura quedó enseguida absorta en la escena jazzera. Volvió a levantarse para poner un cede. Para mi sorpresa eligió Chan's song de Lester Young. Sí señor. Era toda una detallista aunque me habría gustado que siguiera con sus reflexiones, y para colmo de males, en mi mundo, algo reclamó también mi atención:
—Hola jugador —la voz de Bessie «ojo de gato» se le derrama por el cuello del abrigo como un licor caliente.
Al girarse se encuentra con esa mirada inquietante que hacía tiempo que no veía. El ojo humano de Bessie parece redondearse de alegría mientras que el ojo felino se contrae aún más, convirtiendo su pupila apenas en una raya que flota sobre el verde.
—Hola Bessie, estás… —recorre su piel oscura por todos los límites en que es visible: las costuras rematadas en raso negro del escote, las axilas perfectamente dibujadas, las pantorrillas que asoman brillantes bajo la falda entallada y concluye—… estás estupenda.
Bessie le hace un gesto al camarero y este le sirve una copa. Adelanta un muslo que asoma eterno por la raja de la falda, hasta rozar levemente la rodilla de él.
No, pensé. Ahora no, Abbott. Por qué ahora. Llevaba sin ver a Bessie muchos meses y era un regalo del cielo tenerla como amante, pero, hasta en las únicas cosas que podía agradecerle, Abbott, mi querido autor, tenía el don de la oportunidad. Aun así y para mi sorpresa, Laura siguió leyendo muy atenta y su gesto no me transmitió disgusto. Estaba harto de chicas malas. Cómo me deleitaban sus ojos despintados de esas horas de la noche. Me comunicaban siempre una melancolía dulce, la ilusión de que no se atrevería a salir de casa sin mi compañía por miedo a perderse. Que ya no sabría caminar si no era de mi mano. Me provocaba la necesidad de guiarla. Mira, por aquí. Ahora quédate ahí, un poco más… hasta que yo te diga… Pues bien, Bessie era su polo opuesto.
Bessie adelanta sus labios oscuros hasta la oreja de él y deja caer el visón albino que cubre su cuello.
—La verdad es que hoy hace mucho frío.
El, atento a los movimientos del felino, vigila sus manos recogidas sobre la cintura, como si temiera recibir un zarpazo.
—Una pena que ahora viva tan lejos de aquí —responde él, casi en tono de pregunta.
—Me ha parecido que buscabas a alguien entre el público.
—No busco a nadie.
—¿Y has venido solo?
—No buscaba a nadie.
Se produce un cauto silencio.
—Yo sí te he buscado a ti. Muchas veces.
—Si no fueras una señora te pediría que vinieras abajo conmigo.
—Podemos jugar a que no lo soy, por una noche.
¿Y qué iba a hacer yo? Bajamos las escaleras húmedas sin tocarnos. Podía sentir los pasos de pantera de Bessie tras los míos, basculando su cuerpo entero en cada escalón, clavando los tacones en el suelo de cemento. Cuando empujé la puerta del baño, sentí una absurda culpabilidad que me confundió, esto era demasiado, ¿es que no se lo había montado ella con el tal Roko delante de mis narices?, justo hasta que aquella fiera se lanzó sobre mí y para defenderme, tuve que empujarla dentro de una de las celdillas, remangarle el guante que era su falda hasta la cintura y, bajarle las medias. ¿Qué podía hacer yo? Pues hice todos los esfuerzos del mundo por concentrarme. Por no ver el rostro de Laura reflejado en todos los baldosines. Pero lo vi, claro que lo vi y aún no puedo creerme aquella imagen. Mientras pegaba mis labios a los de Bessie y la inmovilizaba contra la pared, Laura seguía leyendo tumbada de lado, ahora con el vaquero desabrochado y una de sus manos buscaba con ansiedad entre sus piernas la fantasía de estar juntos. Puse a Bessie cara a la pared y me pegué a ella por la espalda. Sudábamos a pesar de la humedad y el frío. Laura se puso boca abajo en la cama, con la almohada entre las piernas y siguió leyendo, con el libro atrapado entre sus dedos, mojando las páginas, tan cerca que podía impregnarme de su olor.
Tan excitado estaba por aquella nueva sensación de tenerla, que apenas me di cuenta cuando aquel hijo de puta entró. Lo hizo sigilosamente y cerró la puerta. Al encontrarse a su novia leyendo casi desnuda en la cama decidió rematar la faena. Y no pareció importarle que le dijera que no se encontraba muy bien. Mientras él se tumbaba sobre su espalda ella siguió leyendo. Compartiéndome con Bessie que jadeaba contra la pared, arqueando su lomo felino.
Cuando el capullo de Roko la dejó por fin tranquila quedó tumbada con la mejilla sobre el libro, el flequillo mojando la portada, y con una sonrisa nueva en los labios. Porque de alguna manera supo, estoy seguro, que quien la había besado era yo. Porque quien acababa de perderse entre sus muslos era yo.
Ella le observó mientras se vestía y se sentó en la cama.
—Tengo que darte una buena noticia —le dijo de pronto.
—¿No estarás preñada? —respondió aquel cabrón.
Pero la sonrisa no se movió de la boca de Laura ni un milímetro.
—No, que voy a dejar la cafetería.
El se dio la vuelta con una sonrisa extraña y se acercó a ella.
—¿Y se puede saber de qué coño vamos a vivir?
Ella pareció sorprendida. Como si no entendiera el idioma en que le hablaba.
—Seguro que tú encuentras pronto un trabajo y mientras tanto, pues… de mi pintura.
Entonces él soltó una carcajada fiera que terminó en tos.
—¿Me estás hablando en serio? ¿O es que estás puesta? —ella le observaba aún sonriente, pero él continuó levantando la voz—. ¿De tu pintura? ¿De tu pintura vamos a vivir? ¿Y esa gilipollez?
A ver si iba a ser una historia parecida a cuando le dio por seguir por su gira europea a Tom Cruise, después de Entrevista con el vampiro, dijo despreciativo, porque quería fundar un club de vampiros con su apoyo, a lo que ella argumentó que entonces era una post-adolescente siniestra y que ya estaba bien de sacar los trapos sucios, porque finalmente el club de vampiros se llamaba Cienciología. ¿A que no iba tan desencaminada para ser tan tonta?
Ella trató entonces de abrazarle, igual no era tan descabellado como él pensaba, ya había expuesto su obra en un par de bares, pero él se soltó, ¿y quién le había comprado los cuadros?, si uno se lo había quedado el bar para tapar un agujero de la pared y por las molestias, y el otro comprador era un borracho que se echó atrás cuando ella se negó a llevárselo personalmente a su casa. Eso la hizo llorar y a mí se me partió el alma y quise partirle la crisma a aquel hijo de puta. Ella entonces, temblorosa, encendió un lucky strike y le dijo que se iría, que iba a exponer fuera, que solo pedía un poco de apoyo para realizar su sueño, que fuera, fuera le darían esa oportunidad. Pero y tú, ¿desde cuándo fumas?, la interrumpió con desprecio.
Mientras esto ocurría, yo debí quedarme atónito con la mirada fija en los baldosines del baño, porque cuando volví en mí, Bessie ya se había colocado la falda y me clavaba su ojo contraído con indiferencia gatuna. Luego me sonrió antes de darme con la puerta en las narices.
Aquel desgraciado también lo hizo, pero, antes de cerrar la puerta, se limitó a pedirle a su novia que siguiera leyendo, que le sentaba muy bien. Y que si se iba se llevara todas aquellas porquerías de pinturas y dejara el alquiler pagado y la maleta hecha, no fuera a despertarlo por la mañana.
Se quedó sentada sobre la cama, con el cigarrillo temblando entre sus dedos. Luego se hizo un ovillo y encajó la cabeza entre las rodillas. Entonces descubrió bajo sus nalgas una mancha roja en la sábana. Pasó lentamente la mano entre sus piernas y la miró manchada de sangre con absoluta fascinación. Como si no la reconociera. Como si no fuera suya. Se levantó dando tumbos, dio la vuelta a uno de sus lienzos de Nueva York sin terminar, y estampó con violencia una huella roja sobre los edificios.
Yo me quedé sentado sobre la tapa del váter, exhausto también, encendí un cigarrillo casi a la par que el segundo de ella y tan confundido estaba que traté de apartarla de mi mente por unos instantes. Frente a la primera ilusión de estar juntos, sentí entonces, claramente, un miedo irracional a que siguiera avanzando por mi historia. A que creciera su fascinación por mí. A perderla. Así que, para relajarme, me dediqué a leer los grafiti que había en la puerta del baño. Leslie ama a Fred. Leslie ama a William. Susan y Leslie estuvieron aquí. Leslie: 1718-7658-909. Sonreí. Vaya con Leslie. Fue entonces cuando uno de ellos se destacó inmediatamente sobre los demás como si lo hubieran subrayado para mí. Decía en una letra de nuevo conocida: «Veo lo que tú ves. Confía. No vayas mañana a la partida».
Así comenzó mi relación con el hombre invisible.