La importancia de errar. Errar por las calles para hallar aquello que se esconde bajo el asfalto, aquello que está, a su vez, en continuo movimiento. Errar para hallar el hallazgo.
La noche en que Laura me fue infiel, mientras le rascaba el lomo a mi nuevo y peludo compañero de piso, recibí un mensaje en el móvil de Ronald. Un elegante sobre negro lacrado en rojo había llegado al apartamento ficticio de Hermann Oza en el Upper East convocándolo para una elitista partida privada de Black Jack en tres días. De momento solo debía contestar a un número de móvil con un tajante acepto en un mensaje escrito. Ronald ya se había tomado la libertad de hacerlo por mí. Imagino que para evitar que me lo pensara mejor. El número de teléfono, por supuesto, había sido rastreado. Pertenecía a Manfredi.
La cuenta atrás había comenzado. La importancia de errar… A eso mismo consagré los dos últimos días de espera hasta la partida con Manfredi.
No sabía por dónde seguir. Tampoco sabía por qué era incapaz de apartar el recuerdo de Laura abriendo su boca para alojar esa lengua que probablemente sabía a tabaco y a cerveza. No me gusta que bebas, le había dicho ella cuando terminó, mientras rastreaba el suelo buscando sus bragas de algodón blanco con la goma un poco suelta, sin puntillas, sin encajes. Y a mí no me gusta que engordes, respondió él, travistiendo el desprecio de humor, de confianza. Me desconcertaba tanto ese recuerdo y contrastaba tanto con la vida que ella misma le había descrito a su amiga, que en ocasiones podía sentir hasta el olor agrio de la saliva de aquel macarra sobre la piel de ella, el color de las marcas que imprimía en sus mejillas su pésimo afeitado. Por qué no paraba de ver a aquella mujer, por qué a ella y no a otros, qué le unía a mí, era algo que entonces no podía entender, pero que sin embargo ya me daba miedo.
Caminé por la ciudad intentando concentrarme en mis problemas más inmediatos. Con respecto al caso de Ronald, no tenía más que una pista: dos bolsas de botes de pintura que alguien arrojó a la basura en Hunters Point, la orilla de Queens más cercana a Manhattan, después de convertir a una de sus víctimas en un pincho moruno con el palo de una sombrilla, arrancarle los ojos y colorear la escena del crimen con la prolijidad de un niño de parvulario. Y, como era mi única pista, me dediqué a enviar el dossier del caso al resto de los confidentes de los que me podía fiar, para que rastrearan cualquier pista que pareciera útil.
A los dos días sonó el teléfono. El mensaje era de Silvio. Puede que esto te interese, jugador, dijo. Me gustó el tono. Y la idea. Además, necesitaba cambiar de coche. Por eso mi siguiente parada fue New Jersey.
Es fácil reconocerlos desde el puente. Incluso desde el tren. Los cementerios de coches, custodiados por un tipo o dos ganduleando en una silla de plástico en la que pueden balancearse durante horas.
La mayoría están en la zona italiana de New Jersey y son regentados por gotties. Y la mayor parte de ese parque móvil de lujo ha estado involucrado en asuntos turbios. En su interior se perpetraron asesinatos que a veces siguen resintiendo la tapicería de piel de antílope. Otros son responsables de sacar a inocentes de la carretera. Algunos han sido comprados con los impuestos de basuras del crimen organizado a pobre gente de un barrio hispano o negro.
Violaciones en los asientos de atrás, putas de lujo pinchándose heroína con la luz de cambio, cadáveres boquiabiertos en los maleteros…
¡Sí señor!, me gustaban los coches con historia.
El cementerio en cuestión lo regentaba mi colega Silvio, uno de los chivatos más recientes y simpáticos de Ronald. Me resultaba divertido visitarlo aun cuando no sacaba nada en claro. Vaciar una botella de grapa por el gaznate sentado en una tumbona de plástico blanco en pleno invierno mientras observábamos pasar los trenes. Caminar entre las bestias dormidas más bellas del mundo:
Bentleys, Rolls, Maseratis, Chryslers, a cuyos dueños les retiraron la custodia porque cumplían largas condenas.
Todos ellos pasaban al cuidado de Silvio y él se encargaba de introducirlos en su eficaz tren de lavado. Las huellas de los secretos más inconfesables eran disueltas meticulosamente y después eran subastados por un módico precio. Finalmente, Silvio ingresaba parte de las ganancias en la cuenta de la familia del preso. Claro que, dependiendo de quién pagara mejor, también ponía en las manos de la poli cualquier dato relevante que se le requiriera.
Por supuesto, Silvio también contaba con una supertara beneficiosa para la humanidad: llevaba treinta años sin dormir. Hay un caso entre diez millones. Y durante todas aquellas noches en vela se iba cerca del Holland Tunnel a contar coches. Una vez le pregunté por qué. Contar ovejas es un coñazo, me argumentó con su desparpajo latino. Sentado sobre sus talones se dedicaba a identificar los coches uno por uno durante horas. Con el tiempo logró reconocer hasta su año de fabricación con solo mirarlos. Más tarde los clasificó y elaboró complicadas estadísticas: cuántos de alta gama iban hacia Jersey a primera hora, cuántos volvían, cuántos de cada color y de más de diez años, etcétera. Creo que un día lo llamó síndrome de Asperger. El caso es que ahora es capaz de captar los detalles más inapreciables de la biografía de un vehículo.
Cuando llegué, estaba pensativo, levantando un pincel empapado en pintura blanca, como si fuera a comenzar su gran obra sobre la luna de un Mercedes deportivo al que, con entrega de artista, dibujó en números grandes y redondos su precio de salida. Le observé de espaldas. Silvio es moreno de piel, pero no es negro como Barry, aunque es más oscuro que yo, que tampoco soy rubio —en esta ciudad, las personas también nos clasificamos por colores básicos, o más bien por la escala de grises— y es, además, lo que aquí llamamos un gotti de manual: repeinado hacia atrás con gomina, camiseta de Armani dos tallas más pequeña de lo deseable, de esos que conducen un deportivo con pegatinas de Viva Italia y sientan como copiloto a una italian princess con jersey de angora. Resumiendo: uno de esos italoamericanos con pose de mafioso en crisis, que viven en Jersey City y van al psicoanalista.
Al entrar, me crucé con Hal, uno de los empleados de Silvio. Un negrazo enorme y tan maqueado que podría haber sido el chofer de Elton John. Parecía estar en plena negociación con un chaval de su barrio. Silvio tenía un vendedor por gueto, nativos de cada jerga y protocolo específico de comportamiento. En este caso, los clientes parecían de una de las zonas calientes de Brooklyn, probablemente Bushwick o Brownsville, por lo que les escuché decir, y la cosa fue más o menos así:
—Hola chocholoco —dijo el cliente, lanzando una mano al aire.
—Qué te trae, negrata —respondió Hal aupando la barbilla.
—Pues nada que mi puerca quiere un buga nuevo y le he dicho que si te la chupo igual nos haces un buen precio.
Chocaron los puños. Se miraron a los ojos unos segundos. Hal sonrió al tipo y añadió:
—Oye tú, puta, que me gustaría más que me la chupara ella.
Entonces rieron mostrándose las amígdalas.
—Pues solo me la chupa a mí, negrito, así que hazme un precio, que somos colegas.
—Bueno, negro. ¿Cuánto tienes?
—Unos cuatrocientos, hermano.
—Porque es para ti y para tu golfa porque si no, te doy una patada en el culo que te cruzo el río.
—Vale, negrazo —sonrió complacido—. Gracias.
—No hay de qué, puta. Entonces, ¿hecho?
Y sellaron el acuerdo dándose el brazo cuando yo ya estaba seguro de que iban a volarse los sesos.
Silvio seguía la maniobra de su compañero aún con el pincel en la mano.
—Hola, Silvio.
El italiano se dio la vuelta retorciéndose como una fregona. Dejó el pincel apoyado en la lata con delicadeza, se me abrazó como un alicate impregnándome para siempre su perfumado sudor a Dolce & Gabbana.
—Hombre, jugador. ¿Dónde andabas metido?
—Pregúntame mejor en qué ando metido —le respondí.
El me señaló con un gesto la mesa de jardín que tenía en un extremo, resguardada de la lluvia por una sombrilla de cocacola.
—Eso ya lo sé. Vaya marrón, la mamma…
El estruendo rítmico y metálico del tren sobrevoló nuestras cabezas. Los clientes de Hal encendieron la música de un Maserati con las puertas abiertas.
Aquí es oportuna, si me lo permites, otra de mis teorías sobre la Ciudad Ficción: he llegado a la conclusión de que los negros son los encargados de la banda sonora de la ciudad. O bien la van cantando ellos mismos o la llevan en el coche a toda pastilla. En serio, estoy convencido de que es una de sus funciones, crear ambientes distintos en las calles. Este había elegido, para el cementerio de Silvio en New Jersey, una con un toque desactualizado, algo ñoño y decadente como su pelo peinado con gomina, como su colonia: Kylie Minogue cantando I should be so lucky en su peor época. No es broma.
Silvio y yo nos sentamos. Las sillas de plástico estaban sucias y rayadas, casi negras, los brazos maltratados con marcas de cigarrillos de largas horas de espera. Sacó la grapa y dos vasos de cristal coloreado de una nevera portátil. Me tendió uno de ellos.
—Hoy no tengo mucho tiempo, Silvio. Tú dirás.
Achinó los ojos.
—Encontré algo a lo que antes de recibir tu dossier no di importancia —dijo redondeando las vocales, estrellando las tes contras sus dientes blancos, abriendo los brazos como el cristo milagroso de un retablo.
—Bien Silvio, estoy impaciente, pero además vengo a pedirte un préstamo. Quiero impresionar a unos tipos ricos con los que jugaré en breve.
Silvio hizo un silencio. Lamió el dulce del borde del vaso.
—¿En qué te quieres convertir?
—En un tipo con un Andy Warhol encima del váter, por ejemplo.
Él volvió la vista hacia mi coche. Un todoterreno antiguo, lleno de polvo con un par de golpes en el morro y un restregón de pintura de taller que no coincidía con el tono de fábrica. Entonces cogió su vaso y se levantó.
—Ouh babbo, ¿y por qué no hace esto uno de los chicos de Ronald? Nosotros solo somos ruiseñores, Dan. No nos pagan tanto como para hacer teatro. Ah, la mamma…
Y caminó entre sus criaturas, acariciándoles el lomo al pasar, como si fuera una manada de equinos mientras le despotricaba a todo el santoral napolitano. Cuando llegamos hasta un vehículo oculto bajo una sábana, se detuvo.
—¡Ecco! Te presentaré antes el tipo de coche que por lo visto les gusta a tus futuros compañeros de juego.
Y lo descubrió como un ilusionista a su ayudante. Frente a nosotros resplandeció un rotundo Jaguar gris. Con su morro de tiburón y encajado sobre él, de perfil, lo que me pareció una oportuna réplica plateada de Byron, quien por cierto ya empezaba a tomarse confianzas y la noche anterior había tenido la osadía de dormir bloqueándome las piernas.
—Y ahora te enseñaré los secretos que encontré en la tripa de este cachalote.
El napolitano abrió la puerta del copiloto y extrajo un pequeño saco de terciopelo negro de la guantera. Lo derramó sobre mis manos.
—Son idénticos a los que aparecen en las fotos, Dan. Antes de que me las mandaras, ya me había llamado la atención que fueran tantos, puesto que, para jugar, solo se necesitan dos.
Sobre mis manos cayeron cuatro dados de madera. Una muy especial, el boj, según había investigado Silvio, y muy apreciada por su leyenda de buena suerte.
—Sí, podrían ser suyos —dije en un susurro mientras contemplaba hipnotizado el baile de números en mi poder intentando controlar de nuevo ese insensato hormigueo en los dedos, y recordaba aquellos dados entre los labios de los cadáveres, encajados en las cuencas vacías.
La sangre corrió a trompicones por mis venas y en ese momento también pude sentir el pulso, la respiración entrecortada de Laura, que acababa de abrir el libro y seguía de nuevo y con ansia el curso de mis investigaciones. Estaba esperando al final de una larga fila de personas con varios impresos en la mano. Al fondo podía distinguirse un mostrador bajo un cartel que indicaba «Recogidas Aquí». Últimamente la sentía excitarse cada vez más con los Hijos del Azar. Incluso había empezado a doblar la esquina inferior de las páginas donde se los mencionaba. ¿Estaría recopilando sus propias pruebas? Pensé que quizás, quien sabe, podría ayudarme, aunque por encima de eso recuerdo que me molestó que les prestara tanta atención.
Unos segundos después, Silvio me abrió la puerta del coche y me propuso que me sentara en el interior para que fuera familiarizándome con mi nuevo yo mientras iba a por las llaves de un ejemplar de similares características pero en negro. No debía preocuparme, me dijo. No pensaba subastarlo de inmediato. Además, sabía que siempre me habían gustado los Jaguar.
Le vi alejarse moviendo su culo redondo y orgulloso embutido en el vaquero. Me quedé sumido en un extraño silencio, como si me hubieran envasado al vacío. El coche olía a cuero. A saber qué historia podría contarme si pudiera. Examiné con cuidado los remates del volante. La palanca de cambios forrada en piel roja, los suaves asientos de cuero blanco rematados en negro, hasta que algo llamó mi atención. Y me extrañó porque el vehículo había estado tapado. La luna de atrás estaba opaca, llena de polvo antiguo, como si la sábana no hubiera logrado cubrir toda la envergadura de la máquina. Al girarme comprobé que había un mensaje escrito en el polvo. Puede que la típica gamberrada o un mensaje de amor, sin embargo era extraño porque parecía estar escrito al revés. Lo observé entonces en el retrovisor y ante mis ojos apareció la siguiente pregunta: «¿Recuerdas?: hoy es noche de jazz».
Sin saber por qué leí y releí con cierta angustia la frase, con la absurda certeza de que alguien me la había dedicado. Algo en aquella letra me resultaba dramáticamente familiar. Me quedé embobado, decía antes, mirando por el retrovisor hasta que Silvio golpeó con las llaves en el cristal y me sacó de mi trance. Me confirmó que el coche ya traía ese mensaje, pero no le había dado importancia. Lo único que habían lavado, por desgracia meticulosamente, era el interior, antes de considerar el coche una prueba. Alguien lo había entregado dejándolo en la puerta de su negocio con un sobre con dinero en el parabrisas, así que se limitaron a hacer lo que hacían siempre, esperando a que alguien lo reclamara.
—Bueno, jugador, todo tuyo. Te avisaré si doy con algo más —me apretó el hombro y me dio las llaves del cochazo negro—, y dale una patada en el culo a Ronald cuando lo veas. Últimamente no me llama para nada.
Cuando me disponía a salir del parking con la réplica negra del coche de los asesinos, pude ver a Silvio charlando rodeado de un grupejo de adolescentes que no me dieron buena espina. Iban vestidos con chaquetillas que les quedaban cortas, como si hubieran aprovechado el traje de comunión unos años después y acosaban a Silvio hablando en italiano todos a un tiempo. Entonces reconocí a uno de los mocosos. Uno alto con tupé que parecía manejar el cotarro. Se hacían llamar la Banda del SI, por South Italians, y eran nietos de antiguos mafiosos arruinados, educados por sus abuelos en el antiguo temor que sus familias ejercían sobre los vecinos. Ahora que su feudo había caído en manos de los chinos, los más jóvenes se afanaban por recuperarlo a través del vandalismo y el crimen callejero. Cuando pasé junto a ellos paré el coche y abrieron el círculo en formación de ataque.
—¿Todo bien, Silvio?
El respiró hondo con la mirada grave y alzó los brazos.
—¡No tenéis edad para conducir!
—Traemos la pasta.
—Me da igual que traigáis el dinero, no tenéis edad ni mundo para conducir uno de estos.
El espigado del tupé dio un sospechoso paso al frente y yo también, pero con el coche, frenando a un milímetro de sus rodillas. Sus acólitos hicieron un ademán de golpear el capó, que fue detenido con un gesto enérgico de la mano del jefe.
—Anda, pero mira quién es —chilló entonces, apoyándose en la ventanilla como una puta, derramando sus cadenas con crucifijos sobre la chapa que sonaron a algo roto, a un milímetro de mi nariz—. Si es el amigo del pequeño judío. Del pequeño chivato…
Y, después de decir esto, me acarició la mejilla con el dorso de la mano mientras susurraba en italiano che bello. Entonces lanzó un beso al aire y se dio la vuelta con una pirueta. El resto lo siguieron riéndose. Aquella risa los transformó de pronto. Ellos no pertenecían a una banda por gusto. Ellos no pertenecían a una banda porque fuera más cool. A ellos no les quedaba otro remedio, porque, de esa forma, detrás de su futuro cadáver habría treinta tíos dispuestos a partirse la cabeza por su colega.
La banda. Qué gran invento, pensé: los Salvatruchas contra los Bloods. Los jóvenes chinos contra los jóvenes negros, los Latin Kings contra los Skins… Hay que tratar de que nuestros hijos no se metan en las bandas, diría el alcalde poco después al salir del funeral de un crío muerto en una supuesta reyerta, y no se daba cuenta de que ese mensaje le costaría la vida al chico que le hiciera caso, porque un día lo hincharían a hostias y necesitaría tener a alguien detrás, a su grupo, para sacar la cara por él. Por poco que conozcas esta ciudad sabes que en la calle no puedes ir de independiente. No, Mr. Alcalde, porque te juegas la vida. Di mejor, que hay que tratar de que nuestros hijos no vivan en barrios chungos.
Los seguí con el coche hasta la carretera con una extraña desazón. Como si algo dentro de mí me arrastrara a escoltarlos, a conocer sus movimientos. Hasta entonces no hacía caso a mi instinto, pero no podía dejar de pensar que si la novela de Abbott había sido descatalogada, quizás, hace tiempo, mucho antes de que cayera en manos de Laura, seguramente yo había transitado ya por mi historia. Quizás debía hacer caso a esas corazonadas. Pero ¿cómo identificarlas?
Les observé desaparecer carretera arriba. Solo parecían una panda de niños alegres que caminaban hacia el autobús.