En cuclillas y aún en pijama, comprobé las hojas muertas y lacias sobre mi mano. Aquella planta era el último hálito de vida que le quedaba a mi casa. Me la había regalado Barry asegurándome que era el ser vivo más resistente que conocía, después de mí, ya que llevaba años hacinada con él en el ascensor.
La zarandeé un poco como si tratara de reanimarla. Y eso que fue precisamente la terraza lo que me decidió a alquilar aquel apartamento, me reproché, pese a ser un segundo piso y un trampolín perfecto para los ladrones. Las terrazas no son muy comunes en Nueva York y en aquella, con su barandilla de hierro medio desprendido, en algún momento fantaseé con gilipolleces como llenarla de vegetación o comprarme un perro. Lo quisiera ver o no, aquellos anhelos eran genéticos y se los debía a mi madre. También mi incapacidad para estar solo. Y lo cierto era que lo estaba, pensé, mientras observaba morir al último vestigio de vida que había entrado en mi casa.
En el interior tosió con afonía la cafetera. Unos rayos helados se me pegaron al pelo húmedo. Me di dos vueltas a la bufanda. Sentí un escalofrío. Había dormido mal. Apenas tres horas entre pesadillas. Una de ellas era un clásico. Se repetía cada cierto tiempo y especialmente como resaca de un mal día: la casa de los Hamptons vacía, a oscuras. Yo caminaba por el pasillo húmedo y frío escuchando los embates del mar. Cuando llegaba al salón de música, en la oscuridad brillaba el piano de cola, negro, rodeado de las litografías de mi madre y algún que otro óleo original, y a duras penas distinguía algo líquido, casi del mismo color, que chorreaba de él como si hubiera empezado a derretirse. Entonces me acercaba para comprobar que era sangre. De su interior manaba sangre oscura, como si fuera un órgano moribundo. Esa fue la primera vez que me desperté sudando y, aunque no debí hacerlo, volví a dormirme para seguir soñando. En los siguientes me volqué en mi nueva obsesión: mi mente confusa, quizás para escapar de la ansiedad que me provocaba la llegada inminente de la partida, intentaba hilvanar la nueva información que tenía sobre la vida de Laura: un viaje, una exposición, Roko, su apoyo, establecerse y, por otro lado, la cafetería, los clientes, las prisas, su forma de sumergirse en mi vida por la que parecía fascinada. La forma en que paralizaba el tiempo, detenida en un párrafo con la mirada ausente, como si por momentos fuera capaz de ver más allá de la letra impresa, mientras daba pequeños mordiscos a una onza de chocolate negro que podía durarle una hora. Después, como parte de un ritual antiguo, se restregaba los ojos al volver a la realidad durante un buen rato, y terminaba pellizcándose ese pliegue de su abdomen, delicioso para mí, mientras resoplaba con disgusto. Pero, después del encuentro en el metro, la había perdido. Puede que hubiera dejado de leer. Puede que ya no le interesara tanto. Al fin y al cabo, no tenía tanto éxito con las mujeres como algunos pensaban. Más o menos el mismo que con las plantas. Tampoco había tenido suerte con los animales. Al principio adopté un par de petirrojos que llamé Laurel y Hardy por su considerable diferencia de peso y que nunca entendí que se colgaran boca abajo como los murciélagos. Una tarde al irme al gimnasio dejé la ventana entreabierta y cuando regresé, la jaula estaba en el suelo sobre una alfombra de plumas. Solo quedó una de las patitas ganchudas —creo que la de Hardy— agarrada con cabezonería a los barrotes como una grapa.
Pero una cosa era que no se me dieran bien los animales y otra muy distinta que se me suicidaran las plantas. Recogí el cepellón del suelo con disgusto, un terrón seco en el que ya trabajaban los gusanos, y observé de nuevo su cadáver verde oscuro. Había tierra en el suelo. Puede que la hubiera derribado el viento o que harta de esperar agua hubiera brincado fuera de su maceta. Barry no me había informado de los instintos suicidas de los cactus, pero es un hecho. Puedes comprobarlo tú mismo cuando quieras. Deja de regarlo y a partir de un punto empezará a plegarse sobre sí mismo. Llegado a ese extremo se arrojará fuera del tiesto. Igual que los peces se tiran fuera de las peceras. O dicho de otro modo: prueba a llevar una vida tan deprimente como para deprimir a un cactus y verás con tus propios ojos cómo se suicida. A nivel biológico es curioso. En serio, toda una experiencia.
No me extrañaba nada que se hubiera quitado de en medio. La noche anterior sentí que no podría esperar a que Los Hijos del Azar movieran ficha sin hacer nada y había estado enviando algunos mensajes al resto de, como nos llamaba Barry, Los Vengadores: el grupo de confidentes con los que tenía cierta amistad. Ya había visitado a Tony. Pero estaba seguro de que, por las características de los crímenes, tanto Wanda, Silvio o el Avispa podían arrojar algo de luz sobre el caso. Para mí eran los mejores, pero Ronald a menudo los infravaloraba. Por eso intuía que se tomarían más molestias por mi pescuezo que por el suyo.
Desde mi observatorio y con una jarra de café puro en la mano contemplé cómo abajo, en la calle, empezaban a desfilar los hombres de negro, los ortodoxos con sus enormes sombreros de piel que desde mi perspectiva me parecieron una dicharachera procesión de setas vivientes, digna del mismísimo Walt Disney. Por sus atuendos esmerados y el ajetreo llegué a la conclusión de que se trataba de una fiesta judía importante. Vivo en la 8th Street South con Bedford Avenue en un edificio de ladrillo bajo al que no le falta un detalle: tiene su grafiti en la fachada, sus escaleras de incendios, sus ventanas de guillotina con tanta mugre incrustada que hace que te ahorres las cortinas, pero su singularidad es ese mirador. Aunque tenga que acceder a él por una de las ventanas me permite fumar a cielo descubierto y, si asomo medio cuerpo por la esquina, al final de la calle vislumbro incluso mi propio fragmento de Manhattan tras el río.
Estoy voluntariamente lejos de ese otro Williamsburg que me gusta visitar solo cuando el cuerpo me pide ir a un parque temático. Últimamente me sorprendo paseando cada vez más desencantado por el barrio al comprobar algo que ya me había advertido Barry cuando me preguntó qué se me había perdido en ese nido de culturetas. Pero claro, según él, hasta Harlem acabaría siendo para ricos inversores. Quién sabe.
La mañana que me lancé a buscar piso, mis pasos —quizás conmovidos también por aquel vaticinio— fueron alejándose del bullicio que se concentraba en Bedford Avenue cerca del metro, lejos de sus futuras galerías de artistas residentes, de los futuros modernos de flequillo encerado haciendo footing detrás del carrito de su bebé, paseando perros flaquísimos con camiseta. Me alejé del futuro del barrio, vamos, del barrio que supe que sería en breve. ¿Y qué me atrajo de Williamsburg cuando aún era un puñado de casas viejas abandonadas y adustas fábricas? Su perspectiva de la skyline tras el río, tras sus magníficas alambradas; la sensación de vivir en un domingo eterno de paseantes, lectores compulsivos de periódicos, camareras por siempre felices y despeinadas y, sobre todo, la convicción de que hacían la mejor pizza del mundo.
Por eso, cuando pasé bajo el tren supe que había llegado a mi lugar. ¿Y por qué? Porque todas las ventanas empezaron a tener rejas y había niños jugando peligrosamente en la calle.
Y de pronto aquella casa roja.
Su terraza enclenque en la que beberme una lata de cerveza mientras esquivaba las colillas encendidas de los vecinos de arriba. Era perfecta.
Disfrutando de aquella repentina y pequeña perfección que, raro en mí, sentí en ese momento que se había instalado en mi vida, en pijama y rascándome la espalda contra el quicio de la ventana como un oso, velando a mi planta inmolada fue cuando los vi cruzar la calle. Al principio solo reconocí a Elias Weisberg, llevaba días buscándolo desde el balcón. Necesitaba hacerle algunas preguntas importantes. Iba caminando marcial hacia el quiosco donde todos los días compraba a su padre el Jewish Daily Forward. Según me contó una vez, este obligaba a toda la familia a leerlo a diario porque era uno de los pocos periódicos que mantenía un suplemento en yiddish.
Mi cuerpo se incorporó de pronto como si me hubieran hecho una transfusión de sangre. Caminando a un par de metros iba también su hermana Myriam, con el petróleo de su cabellera ardiendo bajo el sol invernal. Cuando les hice un gesto con la mano, Elias corrió a cogerse de su hermana y literalmente la arrastró bajo el balcón.
—Hola, ayudante —le grité, algo nervioso, lo admito, y decidido a hacer crepitar de nuevo aquella luz en los ojos del niño.
—¡Shalom, capitán! —dirigió una mirada orgullosa a su hermana—. Esta es mi hermana Myriam. Myriam, este es mi Capitán.
Ella se protegió los ojos con la mano y los rasgó tanto que parecía dormida. Una lástima su camisa blanca tan abotonada hasta el cuello, pensé, desde allí habría disfrutado de una vista de primera.
—Encantada, señor… «Capitán» —luego apretó los labios, confusa—. No sabía que tuviéramos un vecino militar.
Entonces y sin poder evitarlo me perdí en un mar de dubitaciones, si, no, la verdad es que, no es exactamente hasta que Elias me interrumpió:
—Capitán, estaba discutiendo con mi hermana que el otro día en el colegio nos hablaron de las siete maravillas del mundo y yo creo que la torre Chrysler tiene que ser una. Ella dice que es imposible y yo le he dicho que tú lo sabías todo.
Creo que me ruboricé. Va en serio. Volví a balbucear.
—Bueno, a mí me parece muy bonita. Si no lo es, debería serlo. Supongo.
Entonces, Elias brincó como un saltamontes mientras gritaba, ¿ves?, ¿ves, listilla? Y luego le aseguró a su hermana que yo era el dueño de «la pantera». En ese momento Myriam abrió mucho más los ojos y me felicitó ante mi ya desconcierto absoluto.
—Mi hermana adora los felinos, pero está especialmente enamorada del tuyo, Capitán —prosiguió Elias silabeando e-na-mo-ra-da.
—Es cierto —dijo ella, de pronto indescriptiblemente coqueta—, lo vi por primera vez la otra noche y Elias me dijo que le pertenecía. Nunca había visto un animal tan bello.
Ni yo… pensé, o incluso llegué a decir en un susurro. Luego pestañeé unas cuantas veces sin comprender a qué cojones se referían y porque los ojos se me habían quedado secos de no hacerlo. Después de unos segundos improvisé:
—Sí, tuve suerte de encontrarlo. Mis noches serían mucho más solitarias y tristes si no fuera por su compañía…
¿Pero qué hacía? No era momento de coqueteos, me dije, tenía que buscarme una buena excusa para volver a hablar a solas con Elias. Entonces, el niño, en el que nunca había detectado el menor asomo de proselitismo, nos interrumpió diciendo que, a pesar de que era un gran paso que a ambos nos gustaran los mininos, no podía casarme con su hermana porque yo era gentil. Y que tendría que hacerme judío, eso si su hermana me aceptaba. Y que se había informado y estaba seguro de que ser judío no sería en absoluto incompatible con mis tareas como Capitán América. Ya que su padre le había explicado que fueron los judíos americanos los responsables de descubrir la existencia de los superhéroes en Nueva York y, además, los autores de todos aquellos cómics.
Myriam, me pareció que apurada, le dio un tirón del brazo y yo sonreí como lo hace un adulto cuando trata de quitar importancia a la verdad de un niño.
Entonces lo sentí por primera vez.
Y vas a decirme que son imaginaciones mías, pero me vino el sabor a sangre de los celos en la boca de Laura. Allí estaba de nuevo, me dije, y me sentí resucitar. Por momentos dejé de ver a los dos hermanos, como si una transparencia se hubiera interpuesto entre nosotros y seguí su dedo largo y blanco desde la página 120 en la que estaba detenida hasta su boca. Se lamía la sangre de una uña mordisqueada con tanta afición que ahora se abría por un extremo. Estaba en la cafetería donde trabajaba, leía sentada sobre la tapa del váter. Fumaba. Nunca la había visto fumar antes. De hecho, por la postura eléctrica de sus dedos no parecía tener mucha experiencia. Entonces hizo algo que me pareció interesante. Sacó un rotulador negro del bolso y se dedicó tachar con dedicación el nombre de Myriam hasta que lo erradicó de aquella escena. Otra cosa que me llamó la atención: el paquete de lucky strike sobre el portarrollos.
Escuché de nuevo la voz de Myriam muy lejos, preguntándome si estaba bien. La respiración de Laura se agitó entonces y sobre sus cejas le hizo un dibujo el disgusto.
Vamos a ver, voy a explicarme antes de que sigas leyendo porque creo que ya empiezo a comprender cómo piensas: ahora estarás preguntándote por qué me comporto como un vulgar omnisciente o quizás que soy un capullo engreído, pero, por ponerte un ejemplo cercano, para mí está claro que cuando ha salido Myriam en escena a ti no te ha dado un ataque de celos. Lo has contemplado con naturalidad. Como un personaje secundario que no tiene por qué trascender mucho más en la historia. Pues a eso me refiero.
Supongo que, ante mi extraña obnubilación, Myriam decidió que había llegado el momento de marcharse, y solo reaccioné al escuchar la voz del niño gritándome desde lejos, ¡Dan! ¿Sabes cuáles son la siete maravillas del mundo?, y luego, después de una risa picara añadió que ya había apuntado en su cuaderno todos los nombres de los pandilleros del barrio, con sus apodos. Que cuando quisiera podíamos empezar a trabajar juntos en nuestra primera misión. Luego me guiñó un ojo y volvió a gritar:
—Yo creí que no fumaba. ¿Tú sabías que fumaba?
Y se alejó por la calle como una marioneta feliz vestida de enterrador, sin ser consciente de que hay ciertas afirmaciones que, gritadas en plena calle, siempre se tomaban en serio. Aunque fueras un niño vestido de domingo.
Dan Rogers los ve alejarse hasta que se convierten en dos manchones de tinta al final de la calle. Aparta a patadas la planta seca hasta una esquina. No puede permitirse perder el tiempo. Esa mañana tiene previsto visitar a otro de los confidentes para recabar más información sobre sus adversarios, ya que imagina que Ronald, a esas horas aún está engullendo donuts con sus chicos y contando chistes verdes, y no se equivoca. Después de todo, no es él quien está exponiendo su pescuezo.
Alza los ojos al cielo. Sobre su cabeza, una avioneta que viene del río cruza roncando con un cartel que pregunta: ¿Quieres que salvemos tu dinero? Bajo sus pies, un hombre pasa dando tumbos con lo que parece una máquina de escribir bajo el brazo. Lleva el sombrero hundido sobre la cabeza, un traje elegante que ha utilizado de pijama, los zapatos cambiados. Así es Nueva York, piensa Dan Rogers, mientras lo ve caminar de una casa de empeños a otra, como un gran zángano torpe polinizando flores. Todas están cerradas. Todas, incluso las de los irlandeses, al final de la calle. Probablemente se han puesto de acuerdo con los judíos para cerrar en Yon Kipur, a cambio de que ellos no trabajen en San Patricio, piensa. Y le sigue con la mirada durante un buen rato, cómo se agarra a los cierres, llorando, igual que un niño desconcertado al que no dejan entrar al colegio en un día de fiesta.
Por cierto, ahora que estamos en esta escena… ¿Te has preguntado ya por qué llamo a Nueva York la Ciudad Ficción? Bueno, después de este último fragmento puede parecerte hasta evidente. Tengo muchas teorías al respecto. Quizás porque todo el mundo ha llegado hasta aquí con una maleta cargada de expectativas. El sueño de cómo quería vivir. Bueno, ese podría ser un motivo. Pero mi definición va más allá. ¿Por qué Nueva York se parece tanto a las películas? La respuesta es sencilla. Pues porque es una puta película. Es la única ciudad de ficción que es innegablemente verdad.
Luego habría que preguntarse si es que ha sido retratada muy bien por el cine o si somos los neoyorquinos los que, a base de masticar celuloide, la hemos convertido en una película verdadera, la ciudad mitológica donde desearíamos vivir, el lugar de ficción que todos necesitamos que exista porque viene en el lote de nuestro imaginario genético. Es así: naces y una de las primeras cosas que piensas es, joder, algo me dice que Nueva York existe. Que es eterna. Una de esas esquirlas de eternidad necesarias para echar a andar tu existencia.
Es cierto, mi mundo es de mentira, pero tiene cosas extraordinarias. Muchas veces traté de describírselo a Laura porque, como ya habrás comprobado, Abbott es tan torpe que no tiene siquiera la capacidad necesaria para sacar partido a toda la extensión del mundo que ha creado sin saberlo. Un universo mucho más complejo de lo que puede llegar a transmitir con sus limitaciones literarias.
Yo, sin embargo, podría describirte el margen del East River por el que camino ahora, perseguido desde el agua por carpas metálicas y olores irracionales. Imagina un amanecer detenido en el horizonte durante días. Imagina un mar mudo y limpio, a pesar de ser surcado cada minuto por ferris y cargueros. En mi mundo, en el mundo de Abbott, hasta la basura tiene un toque de belleza cinematográfica, una vocación de cuento —¿recuerdas esa escena de Los encantos de la gran ciudad? ¿Las magníficas toneladas de basura en Park Avenue?—, bueno, es igual, pero a eso me refiero. Sin embargo en tu mundo hay más color. La vida está más rota. No es consecutiva. La mía sí.
Mi vida es una línea recta y finita. Consecutiva y finita porque el lenguaje también lo es.
En tu mundo, la basura es basura y los olores no aparecen anestesiados por la pluma ambientadora de un gilipollas metido a escritor. Un autor que ha dejado a medias un mundo en el que viven extraños monstruos criados en su cabeza, consecuencias de la mezcla del buen y mal cine ingerido a destajo, de la literatura de cuarta y el cómic. Monstruos maravillosos que nacieron de su basura imaginativa y que abandonó a su suerte sin atreverse a figurarlos del todo, a mirarlos de cerca. Y precisamente esa mañana me disponía a visitar a uno de ellos.
Se llamaba Wanda, pero solíamos apodarla la Señora del Arrabal. Vivía en Wards Island, un islote redondo que flotaba sobre un estrecho del East River en forma de Y griega llamado Hell's Gate como recordatorio del inmenso número de barcos que chocaron contra sus rocas en la época de las primeras migraciones. Solo se podía llegar atravesando un puente peatonal desde el Harlem Español.
Ese islote pelado había servido a lo largo de los años para almacenar los despojos que la Ciudad Ficción vomitaba: cementerios de sin-nombres, chatarra, asilos para pobres y penales.
Ahora todo su espacio lo ocupaba un inmenso basurero. El reino de Wanda. Y yo tenía la certeza de que de todos los confidentes ella era, sin duda, una pieza clave para saber algo más de los Hijos del Azar antes de que me convocaran para la famosa partida.
Subí las escaleras y comencé a caminar por el puente verde que me llevaría a la isla. Me gustaba aquella excursión a pie porque suponía media hora para aclararme las ideas, con el río bajo mis pies, reptando hacia el mar como una anaconda de gelatina. Con Manhattan a la espalda y un viento limpio y frío de frente que me enrojeció la cara, comencé mi camino. Al fondo, Wards Island parecía una galleta plana y mohosa sobre el agua.
No hace falta que te diga que Wanda era un tipo de confidente muy distinto a Tony Newman o a mí. Mientras que al primero se le captó a cambio de silencio, la Señora del Arrabal, como Barry, pertenecía a un entorno deprimido. En cambio no era la pasta su prioridad para trabajar con la poli sino salvar su vida. Me explicaré: imagino que ya sabes que la gentuza del hampa, aunque gentuza, no es necesariamente la peor. Lo que sí encontrarás en el hampa son supervivientes. Y no todo el mundo logra sobrevivir con dignidad. De hecho, la mayor parte de nosotros lo hacemos de forma indigna. Pero esa indignidad también es nuestra honra. Esto último no es mío, es de Glengarry Glen Ross, pero te aviso que Abbott lo pone en mis labios en la página 136. El es así, para qué iba a citarlo.
Cuando alcancé el final del puente, bajé las escaleras de hierro de dos en dos y crucé un descampado mustio donde se dibujaba a duras penas un camino de tierra, como una marca de agua. Al principio del mismo había un letrero de madera cosido con alambres. Indicaba «Escuela de Basureros» con la letra alegre de un niño. Aquello era nuevo y me hizo gracia. Recuerdo que en ese momento tuve la certeza de que al final de mis días no me quedaría más remedio que dejar mi orgullo a un lado y darle la razón a Barry en demasiadas cosas. De alguna manera era cierto que gran parte de los confidentes tenía superpoderes aunque no fueran ni la sombra de Los Vengadores. Y era cierto que hacían mucho por los demás bajo la pesada sombra que tendían sobre ellos sus vidas marginales. Sin embargo, a la luz de la Ciudad Ficción siempre se los catalogaría como unos excluidos de calamitosa existencia, sin utilidad aparente.
Barry, por ejemplo. Una vez fue al médico por unas molestias en el pecho y este acabó dándole una palmada en la espalda porque tenía una capacidad pulmonar diez veces superior a la media. Además de tener una memoria prodigiosa para las caras y las conversaciones. Esto lo convierte en un superhombre. Y ahora iremos punto por punto:
1. Si le añadimos su extraordinaria memoria musical, podría haber dado como resultado a uno de los mejores saxofonistas de la historia.
2. Esto habría sido posible si alguna vez se hubiera cruzado en el descansillo del hotel Alvin con Lester Young, ya que vivieron dos años puerta con puerta.
3. Si hubiera ido a la Universidad en lugar de dejarse las rodillas en una cancha sin canastas del Harlem Hispano, quizás lo habría descubierto un ojeador de los NY Knicks y se habría convertido en el Pat Ewing de nuestros días.
4. Ahora tendría su corpachón negro encajado en una limusina y firmaría autógrafos los domingos en los Macdonals.
En lugar de eso, y para rematar su apasionante vida, fue y se cruzó con Erlinda, quien le espachurró el corazón, y conmigo que me dedico a complicarle le vida, y ahora utiliza sus macropulmones para contar con una reserva extra de aire y no ahogarse en el ascensor donde trabaja como yoyó profesional, eso sí, pasando informes a la poli de cualquier viajero en busca y captura. Fin de la historia.
Vamos ahora al caso de Wanda. Ella es una mnemonista. Esto quiere decir que su memoria no tiene límites mensurables. Es capaz de memorizar tablas enteras, incluso listas de palabras sin sentido o hacer una relación completa de cómo han cambiado los precios en tres años con la subida de los impuestos incluida. Si hubiera ido a la Facultad de Matemáticas de Princeton podría haber utilizado su capacidad para las ciencias puras y haber sido un cerebro de la estadística o quizás elaborar intrincadas teorías matemáticas. En lugar de eso vive en el basurero de Wards, donde un día la encontraron tirada unos funcionarios que descargaban un camión de desechos industriales, alcoholizada por su incapacidad de olvidar. Su memoria prodigiosa y el tener presente el más exiguo detalle de su pasado la habían condenado a una infelicidad inquebrantable.
Wanda fue matrona y debió abrir los ojos al mundo a un diez por ciento de la población de Queens. Una vez me confesó que su recuerdo más oscuro era el llanto de un bebé mientras su madre se desangraba sin remedio sobre una mesa de operaciones. Un llanto rabioso que aún podía escuchar maldiciendo la vida a la que acababa de llegar con toda nitidez, con sus cadencias, sus pliegues y sus hipos, al tiempo que absorbía sediento las últimas gotas de aquella otra vida de la que aún colgaba como una tripa sanguinolenta. Estoy convencido de que Wanda sería capaz de reconocer los llantos de cada uno de los niños que ayudó a nacer huérfanos y descifrar lo que gritaron al mundo por primera vez. Su terror. Su culpa. Su desconsuelo. Su desesperación al rasgar la guarida líquida y querida de la placenta. Ya inservible. Ya muerta.
Cuando hace unos cuantos años Barry supo por un comentario de Ronald la existencia de Wanda, se empeñó en conocerla. Después de un breve encuentro en el mismo basurero donde la habían encontrado y de donde se negaba a salir, se le ocurrió encargarle catalogar todos los residuos que entraban en el arrabal y proporcionarle una caseta. Gracias a ello salió del alcohol, pero no del basurero. Desde entonces su inmensa memoria archiva todo lo que entra, sale o se quema en su jurisdicción. Cada vertido puede ser una prueba. Todo aquello de lo que nos deshacemos es un indicio. Barry siempre le toma el pelo y le dice que, en lugar de tener compartimentos estancos, tiene contenedores estancos. Pero lo que ahora Wanda tiene es una vida y considera lo que antes era su tara, un trabajo y una ciencia.
Podría seguir así con cada uno de mis compañeros: está Silvio, el hombre insomne, regentando un cementerio de coches robados en New Jersey; Tony, al que ya has conocido y su poder para hacer dinero, y el Avispa, un chino con un olfato sobrenatural para los venenos, aunque ya habrá tiempo de presentártelos debidamente. El caso es que ninguno de ellos ha sido lo que en potencia podría haber sido. Todos cuentan con una fuerza que los hace únicos y todos ellos cargan con un pasado aciago y oscuro.
El bueno de Barry… sonreí entonces recordando la conversación mientras veíamos Superman: el peor defecto puede ser nuestra mayor virtud, me había dicho sin pestañear. Sin embargo yo y mi tendencia pesimista tendemos a darle la vuelta al mismo razonamiento: el talento más sobresaliente desaprovechado puede convertirse, sin duda, en nuestro peor defecto.
Sin dejar de caminar sobre el descampado de Wards Island, a partir de un punto empezó a levantarse ante mis ojos la imponente montaña de desechos. La primera gran duna de un desierto de vida. Nunca ha dejado de sobrecogerme. Desde lejos parecía un volcán en erupción por la nube elíptica y blanca de gaviotas que rodeaba la cumbre tomada por un ejército de hormigas frenéticas que, llegué a la conclusión, eran los niños y los perros de Wanda. Al pasar la alambrada uno de ellos, el más espigado, brincó entre los escombros y acudió a saludarme con la alegría descomedida de un cachorro. Su olor ácido y fuerte me revolvió por unos momentos.
—Wanda está en la caseta, Dan —tenía tanta mugre que era imposible averiguar el color de su piel—. ¿Qué tenemos que buscar? ¿Algún muerto? ¿Hay algún muerto, Dan?
Su excitación adolescente parecía nublar su propio pasado, unos orígenes aún tan recientes.
Hablando de que en mi mundo hasta lo más patético tiene tintes entrañables, tengo que aclararte por qué ahora parece que nos hemos colado en un puto cuento de Charles Dickens:
Cuando Wanda consiguió salir de la bebida decidió buscar algo entre la basura que le sirviera para expresar su dolor. Durante días escarbó entre los desechos porque debía ser algo que nadie quisiera. Algo pesado. Algo tan inútil y tan pesado como su dolor. Tan imposible de cargar como su propia existencia, para llevarlo sobre los hombros durante mucho tiempo. De sol a sol. De un lado a otro hasta que cayera exhausta. Un día encontró un gran bloque de madera que parecía haber pertenecido a un muelle porque aún conservaba las distintas líneas verdes que había marcado el agua en cada crecida. Se lo sujetó a la espalda ayudándose de una bandolera quizás desprendida de la mochila de un montañero. Cuando lo cargó a su espalda sintió un gran alivio y anduvo así todo el día. Sudando. Los vecinos de Astoria donde creció y trabajó toda su vida, la vieron caminar despacio por los lugares que habían pertenecido a su biografía, arrastrando sus enormes pies hinchados por las aceras. Pero no consiguió caer desfallecida por el peso. Al contrario, se sintió más fuerte que nunca. Aún así, al volver al arrabal, los gritos de los bebés no cesaron.
Al día siguiente emprendió una nueva búsqueda. Escarbó y escarbó en busca de algo importante que nadie quisiera, un objeto que pesara más que su memoria, hasta que le pareció que algo roncaba entre la basura, dentro de una bolsa. Y cuando la agitó un poco escuchó un llanto débil que ya no venía del pasado.
Así encontró al primer bebé.
Como ella misma cuenta con orgullo, Wanda tiene veinticuatro hijos de similares edades, diez gatos reconocidos y cinco perros ilegítimos. Todos ellos han sido encontrados en el vertedero dentro de bolsas o cajas. Todos ellos han sido paridos por la basura y empujados a la vida por los fuertes brazos de Wanda. Y estos son solo los que encontró vivos, asegura cuando le preguntas cuántos son ya. La mayoría los encuentra muertos.
Ahora los niños de Wanda se afanaban catalogando los desperdicios, picoteando aquí y allá como las gaviotas. Podía verlos separando la chapa del plástico, lo orgánico de lo inorgánico, los cristales, para que su madre pudiera recabar toda la información que le requerían desde la policía, el departamento nacional de estadística o los ecologistas.
Cuando entré en la caseta de lata, la encontré de espaldas haciendo la comida en un camping gas donde espumaba una olla gigante. Siempre me pregunté por qué, ahora que ganaba bastante pasta, no se mudaba a un piso decente como le había ofrecido Ronald. Quizás porque no controlaría de primera mano su negocio o, muy probablemente y como sospechábamos la mayoría, porque a estas alturas y en el reino del hijo único, no podría mantener su gran familia en ningún otro lugar.
Cuando me sintió entrar, me saludó sin darse la vuelta:
—Hola, chico. ¿Qué te trae por el paraíso?
No podía entender cómo me había reconocido.
—¿Cómo me has reconocido?
—Por el olor —la Señora del Arrabal liberó una risa descacharrada—. Esa colonia es demasiado fuerte.
Tenía una risa ronca, pegadiza. Se secó las manos en su enorme trasero. Su piel negra destacaba sobre el mono amarillo de obra. Llevaba unas botas de agua y las largas rastas de pelo le caían por la espalda como lianas. Cuando se dio la vuelta descubrí en su frente una gran cicatriz que parecía fresca y que sentí ganas de acariciar.
—Por Dios, Wanda, ¿cómo te has hecho eso?
Entonces me describió el accidente. Según ella estaba ayudando a recolocar algunos escombros con los chicos. Su historia me pareció algo dubitativa, sensación que se reforzó cuando por casualidad alcé la vista y descubrí cómo parte del techo de su garita se estaba desarmando.
—Yo no voy a ser quien te obligue a mudarte, Wanda. Pero así no podrás seguir mucho más tiempo —según me escuchaba a mí mismo me di vergüenza—. Ya has hecho mucho por esos chicos. Hay asistentes sociales ahí fuera…
—¿Ahí fuera? —su voz colérica se disolvió en una sonrisa—. ¿Sabes lo que puede pasarles a esos chicos, a mis hijos, ahí fuera?
Hubo un momento de silencio. Suficiente para que yo variara el rumbo.
De pronto se me cruzó una idea escandalosa por la mente: quizás aquellos chicos, o como había recalcado ella, sus hijos, estaban más seguros entre la basura. Eran más libres entre la basura. Estarían más sanos entre la basura. Lo dicho, varié el rumbo:
—Wanda —le dije con la voz más tierna—. Estoy metido en un buen lío y necesito información.
Ella volvió de dos zancadas hasta la olla que había entrado en una epilepsia. Las gaviotas picoteaban con fuerza el tejado.
—¿Un lío tú? Qué raro. ¿Y quién lo lleva?
—Ronald. Ya sabes que mis líos siempre son culpa de Ronald. Así que sí, te pagará él.
Ella soltó los brazos. Se dio la vuelta. Sus ojos saltones se relajaron bajo los párpados.
—Lo único que quiero de ese gordo es que siga manteniendo alejados de mí a los asistentes sociales.
Y, dicho esto, resopló y se sentó a mi lado.
Le dibujé a grandes trazos la situación. Wanda me escuchaba en silencio, con la mirada perdida, registrando en su cabeza cada pormenor de la investigación. Los asesinatos, las víctimas, los escenarios del crimen hasta que me pidió que me detuviera. Fue al relatarle el asesinato del grito de Munch. Yo le describía la foto con todo detalle. Cómo los asesinos se habían entretenido incluso en pintar los árboles de alrededor para darles el aspecto de la pincelada gruesa del artista…
—¿Con qué pintura crees que lo hicieron? —me preguntó de pronto para mi sorpresa. No sabía que le interesara la técnica de los expresionistas.
—Bueno, Ronald opina que es una especie de espuma de colores, la misma que se utiliza para pintar camisetas. Una vez aplicada se hincha y desde lejos tiene la textura de una pincelada con mucha pintura. Imagino que algún tipo de spray industrial porque necesitaron grandes cantidades.
No quiso saber mucho más. Después de exclamar «los desechos son los hechos» —tenía todo un repertorio de sentencias como esta—, me agarró del brazo y me condujo al exterior casi a rastras. Caminé tras ella hasta que empezó a subir por uno de los montículos con gran agilidad. El olor fétido de la podredumbre allí acumulada casi pudo conmigo. Apenas controlaba ya las náuseas cuando comprobé en mis propios pies por qué Wanda llevaba siempre botas de agua. La seguí entre ropa vieja, frutas podridas y envases de todo tipo que crujían a nuestro paso hasta que llegamos a una esquina donde se agolpaban un par de sacos de obra. Entonces dio un fuerte silbido y tres de los niños acudieron a ayudarla. Arrastraron uno de los sacos hasta nosotros y lo abrieron. Dentro había decenas de botes de spray de una espuma llamada Voluminazer.
—Llegó a Wards Island en un camión que hace la ronda en Hunters Point, en Queens. Por la zona pensé que se trataría de un artista acomodado que se dedicó a pintar el loft entero con esta guarrería.
—Hombre, también puede ser que el artista acomodado haya puesto una fábrica de camisetas pintadas en la zona —hice un gesto de besarle la mano—. Eres la mejor, Wanda. En serio.
Ella se deshizo en una de sus turbulentas carcajadas. Los tres niños me sonrieron como ratones.
Cuando me despedí de Wanda eran ya las seis y estaba atardeciendo. Me dijo adiós como si ese día me hubiera descubierto a mí también llorando dentro de un contenedor: sujetó mi cabeza con ambas manos y me plantó un beso en el pelo, antes de bendecirme al tiempo que me mandaba al diablo. Estuve un rato contemplándolos en la distancia antes de caminar de nuevo hacia el puente porque Laura, ya en el metro de vuelta a casa, se había detenido en este último párrafo y lo leía hechizada una y otra vez, entre estación y estación. Tan absorta estaba que no escuchó al músico que le agradecía emocionado el que le hubiera soltado, sin mirarle si quiera, todas las monedas que llevaba en la cartera.
Me gustó que le gustara Wanda. Tras la alambrada, ambos nos recreamos en aquella imagen: verla jugar con sus veinticuatro chicos al final de su jornada de trabajo te reconciliaba con la belleza. Corrían al atardecer sobre aquella montaña centelleante de cristales, plásticos y metales que exudaba una especie de fuego fatuo, las emanaciones de los residuos que se confundían con las nubes deshilacliadas y el vuelo chillón de las gaviotas sobre el río. Los perros ladraban excitados. Toda la vida de aquella isla tuvo en origen otra vida —a Laura se le empañaron los ojos—. Vidas capaces de reciclarse como un tetrabrik. Capaces de vivir un instante de belleza entre la inmundicia.
Dan Rogers se congratula de haber decidido ir a ver a Wanda. Desde luego, si algo ha aprendido en el hampa es a sobrevivir. Aunque no todo el mundo logre sobrevivir con dignidad. De hecho, la mayor parte de ellos lo hacen de forma indigna, piensa. Pero esa indignidad también es su honra.
¡Palabra por palabra, David Mamet! ¿Te lo advertí o no te lo advertí?
Ese cargamento de sprays es la primera pista que conduce hacia los Hijos del Azar. Pero por dónde seguir buscando. Hunters Point es un barrio emergente y próspero destinado a albergar una nueva skyline llamada Long Island City. Una cadena de rascacielos en el margen del río donde se decía que habían invertido los grandes señores de Wall Street. Pisos de lujo cuyas vistas no tienen precios calculables. Puede que en algunas de sus paredes cuelguen cuadros que compitan en belleza con ese otro mural iluminado tras el río.
Le despierta de su ensoñación el traqueteo del tren sobre su cabeza. Está cansado. Cruza caminando bajo el puente en dirección a su calle. Huele a mahonesa y a especias, a plástico caliente…
¡Y a mierda! Por ahí siempre huele a mierda, joder con las metáforas. Qué tío más cursi. Pero, a lo que vamos, qué le voy a hacer, tengo la suerte de que sea mi barrio.
Mientras paseaba sentí una especie de mareo y al cerrar los ojos vi de nuevo a Laura. Luego pude concentrarme en ella con los ojos abiertos, mientras paseaba. Se dibujó vertical sobre el río, como si una larga lámina de agua se hubiera desprendido del cauce y sirviera de pantalla panorámica. Acababa de abrir después de varios intentos la puerta de su casa, un cuarto piso sin ascensor, algo avejentado. Dejó los zapatos en la entrada, se bebió medio vaso de agua al pasar por la cocina y le echó el otro medio a la planta raquítica que tenía al lado del fregadero —no entendía por qué leía esta bazofia, según ella tenía una vida preciosa—, luego caminó en calcetines con los pies flojos hasta el salón donde descolgó el teléfono para consultar el contestador. Una voz desapasionada le informó de que no tenía mensajes. Colgó con desgana. Encendió un ordenador de mesa anticuado que tardó unos cinco minutos en reiniciarse. Mientras, tamborileó nerviosa sobre la novela de la que sobresalía la tarjeta que le había dado la morena. La sujetó entre los dedos y después de estudiarla con detenimiento la rompió con rabia. Acto seguido tiró la novela al suelo de un manotazo. Oye, tú, le grité. Menudos modales. La recogió enfurecida como si me hubiera escuchado. Por fin, consiguió abrir su correo electrónico: dos agencias de empleo le comunicaban que no disponían de vacantes de su perfil, unas cuantas inmobiliarias, que no contaban con apartamentos para ese presupuesto, una empresa de compra de oro la tentaba a vender sus joyas al peso, lo que le hizo acariciar durante unos momentos la fina pulsera que siempre colgaba de su muñeca izquierda y gracias a cuyo grabado averigüé su nombre, y finalmente un tal Mauro la invitaba entre exclamaciones a su primera exposición… Sonrió de medio lado. Pero cuando se disponía a responder le dio a eliminar. Se recostó durante unos instantes sobre la silla en equilibro sujetando con fuerza al libro y me pareció una cría a punto de llorar agarrada a su peluche preferido. A continuación caminó por un pasillo estrecho y oscuro hasta el dormitorio para… un momento. ¿Y ese? ¿Qué hacía allí? ¿Quién era? ¿Su novio? No me jodas que ese capullo es tu novio, dije en alto como si me oyera.
Ella convirtió sus brazos en unas esposas y se colgó de su cuello. No. Aquello no me lo había dicho. No me lo habías dicho, Laura. Mientras yo subía las escaleras de mi casa y me encerraba allí, bramando como un ciervo en la berrea por un poco de jazz que me devolviera las ganas de vivir, ella seguía colgada de su cuello besando a aquel fantoche allí, en su cuarto. En ese cuarto, esa cama que, cada noche hasta entonces, solo compartía conmigo. Seguro que te gustaría que fuera como yo, rumié furioso, un tipo duro con algo que contar. Y, con el fracaso escrito en el rostro, abrí la ventana y salté a la terraza para tratar de olvidarme de quien era.
En ese momento fui consciente de que no había un viaje que yo pudiera hacer que nos acercara. No existía ningún medio de transporte que pudiera acercarnos, un milímetro siquiera.
Una colilla encendida cruzó el cielo negro y deshecho delante de mis ojos como una estrella fugaz y se precipitó en la esquina, donde se amontonaban los restos de mi planta muerta. Entonces lo descubrí. Me miraba. Un gato gris y largo, similar a una pantera que se hubiera caído en un cubo de ceniza. Observaba aristocrático la luna, con los ojos transparentes contagiados de la plata. Un relámpago iluminó la terraza y comenzó a llover. El bicho tenía personalidad, pensé, porque no se inmutó. Solo se limitó a mirar en dirección a mi mirada, como si también él pudiera ver a Laura, ya en la cama, medio desnuda, y a aquel cerdo bajándole las bragas. Ambos nos observamos de nuevo con flojera. Yo decidí brincar al interior por la ventana. El decidió seguirme después de tapar con dedicación el regalito que acababa de dejarme en la arena de mi cactus muerto. Mientras yo encendía un lucky strike, él estudió el salón con indiferencia, pareció aprobar la decoración y dio una vuelta laxa sobre sí mismo antes de tumbarse ronroneando encima del tomo de las obras completas de Lord Byron que tenía en el sofá. Una forma como cualquier otra de comunicarme su nombre.