—El dinero no es verdad.
Tony Newman resplandece con su vaso en la mano como un hermoso insecto posado sobre el cristal que atrapa el vacío, el sur de Manhattan, el mundo. Dan Rogers está a punto de pedirle que le perdone por lo primero que se le ocurra, que ponga precio a su alma, que le abra las puertas del paraíso o del infierno, pero solo le pide más whisky con un movimiento inconcreto y él continúa, sonriente, derribando un mito tras otro, pausando su voz como una azafata:
—… aunque eso únicamente lo sabemos unos pocos, Dan. Allá abajo sí creen en esas cosas: en Dios y en el dinero.
Y se da la vuelta como siempre, haciendo zozobrar dos piedras de hielo sobre un Lagavulin del 62. Con la punta de sus zapatos italianos rozando las azoteas planas de Wall Street.
Bueno, bueno… más allá de que yo siempre bebo bourbon —soy un nuevo pobre—, si no lo conoces más que de vista, sí, así es Newman. Yo adoro a Tony, pero comprendería que esta semblanza te hubiera provocado una falsa impresión: un hombre invencible, titánico, su superioridad cínica asomándose al mundo desde su castillo de acero con la misma perspectiva de una rapaz o un dios o quizás de un hombre de mentira que, como yo, intuía caminar sobre el vacío. Pero más a allá de eso, yo había ido a verle porque tenía claro que Tony formaba parte del entorno tanto de los asesinos, como de las potenciales víctimas:
—¿Y dices que conocen a sus víctimas? —Tony Newman coge una de las fotos de los asesinatos alisándose las mangas y la observa con un gesto hipermétrope, como si temiera que fuera a salpicarle el traje.
Dan Rogers asiente con la cabeza y pasea por el despacho, haciendo crujir la tarima blanca. Puede adivinar el gesto de preocupación en los ojos de su amigo. Es muy característico: arruga la frente clara y lanza una mirada espía, rápida, inapreciable, una por parpadeo, capaz sin embargo de recabar toneladas de información por segundo. El mismo gesto de miedo travestido de calma que cuando hace unos años le pidió que visitara a un buen psiquiatra especializado en ludopatía. En aquella época Dan Rogers había empezado a tener ausencias, vanos de tiempo y espacio en los que no recordaba horas, noches enteras, tras el vuelo de los naipes. El caso es que Tony Newman le lanza una decena de sus aviones espía mientras ojea con prisa el resto de las fotos y entonces se compromete a pasarle una relación completa de los coleccionistas de arte que conoce; muchos se encuentran entre sus clientes, incluso aquellos que le consta que participan en importantes subastas clandestinas. El otro respira hondo y luego se miran a los ojos durante un buen rato mientras entran en calor y beben despacio.
Dan Rogers ha sentido esa tarde que comenzaba la cuenta atrás. Sobre todo después de la llamada de Ronald: han picado el primer anzuelo, le ha dicho por el móvil hará una media hora. Han picado el anzuelo, Dan, estuviste muy convincente en la subasta y mis informadores me aseguran que se han tragado que eres Hermann Oza, le ha piropeado de nuevo.
Eso quería decir que, en algún momento, probablemente esa misma semana recibiría una invitación con fecha y hora en un sobre lacrado en el domicilio ficticio que había alquilado la policía a nombre del Sr. Oza en el Upper East para una partida privada con Manfredi en Fanelli, un restaurante de Spring Street, cuyos sótanos habían servido desde tiempos inmemoriales para que la gente se jugara la vida a las cartas entre cucharadas de tiramisú. Ronald le ha enviado los informes con los que cuentan hasta el momento y, en los días que le quedan, Dan Rogers ha decidido recabar más información por su cuenta a través de otros confidentes. No le gusta perder una partida a propósito sin tener el placer de mirar al ganador a la cara.
Por eso, la noche anterior, mientras revisaba los archivos del caso se le había ocurrido comenzar visitando a Anthony Newman, un antiguo compañero de la universidad, millonario de cuna y máximo exponente de la mafia de cuello blanco de Wall Street. Newman se había hecho confidente de la policía por recomendación de Dan Rogers un par de años atrás con el fin de silenciar un feo asunto de su hermano: una serie de ventas de valores de bolsa ficticios…
Y todo hay que decirlo, una actividad tan cotidiana en el parquet neoyorquino —perdón por la interrupción—, tan cotidiana, decía, como tomarse un capuchino en un vaso de papel para esperar una limusina en uno de los bancos del hall del World Trade Center, hablando de cualquier inclemencia meteorológica con un mendigo descalzo y mugriento que se hubiera refugiado allí del frío y que acabaría rugiéndote que no le dejabas dormir. En suma, y no pretendo enrollarme ni defender a nadie, Tony tuvo que silenciar una travesura de su hermano frecuentemente castigada por la poli con dinero en metálico y alguna información jugosa de cuando en cuando.
Decidí comenzar con él en primer lugar porque era el más rico y por lo tanto el más cercano al entorno de las víctimas y, en segundo, porque siempre que nos veíamos me ponía un whisky en la mano y el mundo a los pies.
Te dejo continuar:
—¿Y cómo está tu madre? —pregunta el magnate, con una sonrisa tan amable como irónica, traspasando por primera vez la frontera de su mesa, algo que nunca hace, tomando asiento frente a la ventana, al lado de su amigo.
Suena el teléfono. Los dos hombres lo observan con fastidio. Tony alza la vista por encima del panel de cristal que le separa de su secretario. Después de un suave gesto de limpiaparabrisas con un solo dedo, vuelve el silencio.
Lo siento, pero es que no vas a entender mucho si no te explico antes que Anthony Newman y yo fuimos compañeros en Yale. El continuó sus estudios financieros y yo, es evidente que no. Aún hoy y también esa tarde tan cerca del cielo, el bueno de Tony se permitió recordarme que en su opinión yo habría sido Secretario de Estado para la economía si no hubiera decidido aplicar mi talento para las cifras en ganar a las cartas. Ese era siempre el momento en el que yo me permitía recordarle también que quizás era la única persona en el mundo que conocía el terrible secreto que podía terminar con el prestigio y la leyenda de su familia en el sur de la isla de un plumazo y que te confieso ahora aquí, entre nosotros: y es que Tony Newman tenía escrúpulos.
Llegados a ese punto él siempre desembocaba en una carcajada insolente y armoniosa que traspasaba los tabiques de acero y cristal, y su legión de brokers levantaba la vista con la misma cautela de unos perros de caza, dóciles, fieros, para volver a sumergirse en el azul líquido de sus pantallas. Después de comprobar que la oficina había vuelto a la calma, Tony recuperó su voz impostora de supervillano, tan oscura como sabia, y yo tuve la sensación de que iba a recitarme a Walt Whitman el mismísimo Darth Vader.
Un golpe seco me sobresaltó, creo que solo a mí en toda la planta. Frente a nosotros, una gaviota que habían escupido las nubes se estrelló contra la ventana y se despeñó ciento treinta pisos en picado tras dejar a la altura de nuestros ojos la marca roja de un lacre. Mi amigo volvió a beber con una sonrisa de aprobación.
Tony había invertido mucho tiempo en diseñar la torre Newman. En encontrar su ubicación, contigua a las Torres Gemelas. La había pensado para que fuera un monumento que honrara el apellido de su padre y aumentara, además, el mito de sus malas artes. El resultado fue un espigado rascacielos de espejo que a mí me recuerda a un cuadro de Magritte porque observarlo siempre proporcionaba unos segundos de surrealismo: una reproducción del cielo sobre otro cielo. Pero la intención de Tony no era puramente estética. Una de las particularidades de este edificio era que estaba fabricado de un espejo tan limpio que atrapaba el cielo hasta que sus contornos se hacían invisibles, por lo cual, de forma constante y hasta que caía la luz, los pájaros se estrellaban contra sus muros, convencidos de poder atravesarlo con su vuelo en dirección al norte.
Así que a los pies de la espejada torre Newman y sobre el limpio pavimento de Wall Street, siempre había decenas de pájaros reventados. Toda una declaración de intenciones y un estudiado primer impacto para los visitantes que se atrevían a flanquear su puerta giratoria.
Tony se incorporó en el asiento para contemplar de cerca la huella sanguinolenta sobre el cristal. Tras ese filtro, la ciudad entera parecía desangrarse. Arrugó la frente bajo su flequillo rubio y lacio. Me agarró con fuerza de la nuca. Me miró de cerca como si me buscara dentro de los ojos.
—¿Te compensa meterte en esto, Dan?
—Probablemente no. Como casi todo lo que he hecho en la vida.
Hubo un silencio. Creo que sonreí.
—Ya —me miró como un hermano mayor o un médico que te aconseja dejar de fumar sin éxito—. Bueno, haré todo lo que pueda por protegerte, Dan. Pero tengo que decirte que no sé muy bien a qué nos enfrentamos. Y no estoy acostumbrado a no saber.
A continuación me dio un sonoro beso en la mejilla y me revolvió el pelo. Luego me acompañó hasta la puerta desde donde, alzando de nuevo su otra voz metálica y oscura destinada siempre a sus empleados, me emplazó para una cena en su casa: que invitara al viejo Barry, ya hacía tiempo que no lo veía, y que se trajera una buena banda de jazz para que nos amenizara las copas. Eso, claro, si no me habían reducido para entonces a un cuadro de Picasso. Le sonreí con complicidad desde los ascensores que se abrieron con lentitud, como la compuerta de una nave espacial que me devolvería a la tierra.
Sentí un hueco en el estómago, los cuatro espejos del interior me devolvieron infinitas versiones de mí mismo que seguro se burlaban a mi espalda, y el contador digital se precipitó de diez en diez pisos. Entonces recordé el gesto de Barry un par de años atrás al entrar en aquel ascensor el día que le presenté a Tony. Desde entonces Newman júnior se convertiría en confidente y Barry bautizó aquel edificio como la torre Stark, el nombre de la torre de Los Vengadores —según él sería, sin duda, la sede de nuestra lucha—, y el pobre Tony se quedó para siempre con el sobrenombre de Iron Man. Cada nueva incorporación, era un peldaño más en el plan del buen Barry para salvar el mundo.
Cuando el contador se detuvo y se abrieron las puertas apareció ante mí la más terrenal de la visiones. Una ejecutiva joven, de mirada picara, bajo un tupé rubio bastante peculiar con un vaso de café en la mano y el portátil colgando del hombro, rigurosamente vestida de blanco y negro: pantalón de traje, blusa de seda abierta de forma imperceptible pero perfecta por el peso de la cartera. Una puerta entornada para mis ojos que quedaron por un instante adheridos a la telaraña cruda del sujetador, el pecho redondo y blanco atrapado dentro…
—¿He llegado a la tierra? —no pude evitar decir sin levantar la vista.
Ella se detuvo, zarandeó mi mirada con la suya, la arrastró fuera de su escote, arrugó los labios rojos y marcó de nuevo el vaso de cartón mientras nos cruzábamos.
—Sí, pero podía irse de nuevo al infierno —y las puertas se cerraron delante de su sonrisa efervescente.
Tendría que dar la razón a Barry una vez más, pensé mientras franqueaba la puerta giratoria, esquivaba a los pájaros reventados y ponía rumbo al metro. Tony tenía un superpoder: el de elegir a sus ejecutivas. Pero, como todos los superhéroes, tenía también un talón de Aquiles. El secreto mejor guardado de Anthony Newman era ser una buena persona. Quizás una de las mejores que conozco. Por eso era el confidente perfecto para la poli y había trabajado su coartada de forma exquisita.
Tony llevaba años contratando a actores desconocidos para que difundieran todo tipo de leyendas urbanas sobre su persona: durante un tiempo hubo uno que contaba que el despiadado dueño de la torre Newman mandó matar a sus padres en un accidente de coche por un ajuste de cuentas; otro aseguraba ser uno de sus ex ejecutivos al que le habían dado una paliza de muerte por revelar secretos de la empresa, y un día yo mismo coincidí con un tipo en una partida privada de abogados que relataba con deje de cuentacuentos esa historia ya clásica de la familia a la que arruinó Newman Júnior, un joven sin remordimientos, espetaba con congoja el actor, a pesar de que su anciano padre había sido el abogado de la familia. El hombre arruinado se supone que se había suicidado después de ir a verle, desde la misma azotea de la torre recién construida, como uno más de tantos ícaros del Downtown. Nada de esto era cierto. Y yo reconocí en seguida la mano de Tony en cada uno de aquellos guiones. Por no hablar de que, al supuesto hijo del padre despeñado, le reconocí un tiempo después sobre un escenario del off-Broadway en una obra de David Mamet. El bueno de Tony parecía haber previsto que el mundo de la bolsa no era especialmente aficionado al buen teatro, por lo tanto su leyenda ficticia estaría siempre a salvo.
Qué le iba a hacer él. Se llevaban los monstruos mediáticos.
Poco después fue él mismo el que decidió hablarme del tema. La mafia de cuello blanco tenía sus exigencias, me había explicado, y en ella estaba destinado a habitar por familia y herencia. No habría sobrevivido ni dos días si se hubiera corrido la voz de que era un tipo con principios. Así que mi querido amigo, al que siempre se le dio mejor la literatura que las finanzas, utilizaba el poder de su dinero para fabricarse un neopreno con el que poder nadar entre los tiburones y, bajo el cual, hacer justicia en la medida de lo posible.
Recuerdo que la mañana en que me lo confesó, me dijo: un secreto por otro. He estado a punto muchas veces de hablarle del otro lado: de Laura, de ti, del mundo real, de sus diferencias con el nuestro, porque Tony es algo así como una muñeca matrioska, un personaje que se ha creado otro personaje, por lo tanto camina en equilibrio sobre el hilo que separa lo real y lo ficticio. Quizás es el único que encajaría mi secreto. Puede que ya lo intuya. Aunque nunca aceptaría no ser el protagonista.
Cuando me disponía a cruzar en dirección al metro, los coches enloquecieron tocando sus claxon. Un taxista se había atravesado en la calle, el puesto de castañas asadas invadió la esquina de un humo denso y blanco, y entre el estruendo escuché su risa. Estaba preciosa. Sí, estaba seguro, se había reído, pensé. Entonces dejé de oír a los coches y la vi claramente, esta vez reflejada en el escaparate de un restaurante que había enfrente, como si fuera una pantalla de plasma. Se había lavado el pelo y le caía suelto sobre los hombros. Miraba hacia abajo y tenía el libro entre las manos. Si pudiera tocar esas manos, recuerdo que pensé. Me detuve en su forma de juguetear con la goma del pelo ahora que se había parado en el andén. Una amiga la había reconocido. Que te vas a caer, mujer, le dije. Mira que andar por el metro leyendo… Además, ese capítulo se lo podría saltar, era un coñazo. Mejor podía pensar en sus cosas, sí, anda, sé una buena chica, que me gusta tu cara cuando piensas.
Delante de mí, los coches seguían pitando y algunos conductores empezaban a insultarse, pero todo aquello podía esperar, su amiga seguía llamándola. Ella no la había visto aún. Oye, tú, que te está llamando, le grité tratando de hacerme oír desde el otro lado de la calle, lo que provocó un par de miradas confusas de los peatones que esperaban a que se disolviera el embotellamiento.
—Hola Laura —le dijo la mujer morena, que tampoco estaba mal.
—Patricia —respondió ella con un asombro rejuvenecido, ah, con el libro sobre sus rodillas redondas, que iban desde el morado hasta el melocotón por el cambio de temperatura, todavía prendida del momento en el que yo aguardaba impávido para cruzar la calle.
Entonces ambas se enredaron en una conversación saturada de nombres y apellidos sobre la lejana época, dijeron, de la universidad. Aquellas dos cacareaban adelgazando tanto las palabras que casi se les veía el hueso. Algo parecido a cuando Barry, borracho de ginebra, juntaba unas palabras con otras para recordar a Erlinda, como si aún hablara con ella.
—Entonces, se puede decir que has conseguido todo lo que soñabas —le dijo la morena con un cierto tono de escepticismo.
—Bueno —Laura se tomó unos segundos—, la verdad es que sí. Mis cuadros se venden, Roko me apoya mucho y quiere que nos establezcamos definitivamente.
¿Roko?, dije en alto. ¿Y quién coño era Roko?
La otra abrió los ojos con admiración.
—Pero claro, como viajamos tanto… —Laura estudiaba las reacciones de su amiga y prosiguió—, igual aceptaré cuando tenga claro dónde vamos a vivir. Ahora que voy a exponer más fuera, quiero decir, a nivel internacional… no sé, no sé…
Unos minutos después, la morena le había dado su tarjeta de un, al parecer, importante despacho de abogados y le había enseñado una foto de sus dos niños durante unas vacaciones en Bali. Luego se despidieron y le deseó a Laura buen viaje. ¿Se iba de viaje? Esa parte me la había perdido.
Ella siguió con una mirada desconocida, dolorosa, el taconeo de la morena por el andén. Entonces volvió a abrir el libro, se pilló un mechón de pelo rebelde detrás de la oreja y se le escapó una risa escueta, de nuevo juvenil, al comprobar que yo me había quedado embobado en medio de la calle mientras conductores y peatones me gritaban que me apartara. Luego dirigió una mirada de disculpa a un pasajero que tenía enfrente. Y siguió leyendo.
Caminé desconcertado y sin rumbo hasta un callejón sin salida. Era tan estrecho que me pareció que había anochecido de pronto. Estaba sin aliento y no podía dejar de darle vueltas a aquella nueva información sobre mi amiga invisible. Al fondo podía ver unos cubos de basura, unas alambradas que condenaban la calle y unos rateros que, apoyados en la pared de ladrillo, se repartían unas carteras. Sobre el callejón cruzaba un puente de hierro y bajo el puente pude ver el letrero palidecido de un hotel abandonado. Caminé hacia la salida del callejón ante la mirada golosa de los ladrones y, cuando ya empezaba a ver de nuevo la luz, me tropecé con un par de rosas frescas que alguien había dejado cruzadas sobre el pavimento. Laura también detuvo su lectura en aquel punto y seguido, sin comprender. Ahora sé que aquellas flores abandonadas nos hablaron a ambos, por primera vez, de amor y de tragedia.
Cuando salí a Pearl Street comprobé que las luces que había visto al final de la calle eran las del Monarch Theatre y que, efectivamente y contra todo pronóstico, se había hecho de noche: Gotham exhibía su rostro más gótico a pesar de que eran las cinco de la tarde. He tardado mucho en dar explicación y orden a todos estos déjá-vus que me obsesionaron durante tanto tiempo y este fue uno de los se me grabó en la memoria: me imaginé saliendo de ese teatro a un matrimonio con un niño. El con sombrero de ala corta, ella con un pañuelo atado a la cabeza. Quizás tomaron la ruta equivocada. Puede que caminaran hasta el cruce con Phillips escoltados por las prostitutas y se adentraran como yo en el callejón. Después de los años quizás, solo quizás, alguien dejaba cada semana dos rosas rojas cruzadas sobre el pavimento. Lo demás, supongo, ya es historia.
Me ha dado vergüenza reconocerte que permanecí en el callejón un buen rato. Inclinado delante de aquellas dos rosas la invoqué, Laura, le dije, ¿cómo puedo llegar hasta ti?, dime… Y, a ella, aunque no lo leyera, se le empañaron los ojos y acarició con su dedo índice mi nombre en letra impresa, como si me sintiera apresado en aquel interminable punto y aparte.