Dan Rogers pone rumbo al 220 Este de la calle 42. Una vez allí y en su espera, continúa dando grandes zancadas como un animal enloquecido alrededor de la enorme bola del mundo encajada en el hall. Luego sale y mira hacia arriba. A los pies del edificio del Daily Planet todo suele parecerle pequeño. Incluso insignificante. Pero ni siquiera caminar entre los colosos le ha ayudado esa tarde a transformar su inquietud en algo de su tamaño. Ha decidido contarle a Barry que va a participar en el caso de los Hijos del Azar. Desde que le conoce, nunca ha hecho nada sin pedirle consejo. Consulta los relojes que le informan de la hora en los diferentes hemisferios, recuerda la hora a la que empezaba la película y se pregunta por qué ese negro vive en un tiempo personal y rebelde, imposible de aislar en una ley física.
Desliza los ojos por la piedra estriada del edificio: la puerta giratoria dorada, el relieve del frontón con sus alegorías a la prensa libre, los listones de cemento que alzan hasta el cielo de Manhattan a la más poderosa fábrica de noticias de la ciudad, y se pregunta también qué ocurriría si el gigante rotativo decidiera un día convertir en noticia todo lo que en ese segundo supusiera un acontecimiento importante para los vecinos de Nueva York. Fragmentos de vida fundamentales para sus protagonistas y que la prensa elevaría a actos reseñables. Entonces los titulares serían del tipo:
El estudiante Frederic Wilgestein se come un sandwich de pastrami en un banco de la iglesia episcopaliana del Greenwich.
Un anciano chino de noventa y seis años consiguió caminar ayer toda la calle Mulbery sin que se le cayera la ceniza del cigarrillo.
El confidente Dan Rogers decide irse al cine para olvidar que en unos días se jugará la vida contra una cuadrilla de psicópatas aficionados al arte.
Sonríe mientras enciende un lucky strike. Luego lanza una flecha de humo pretencioso que intenta llegar hasta el piso noventa. Apoyado en la pared, se impone detenerse en cada uno de los rostros desconocidos que pasan de largo. Todos ellos, él incluido son, gracias a Dios y hasta la fecha, vidas anónimas intrascendentes para el resto de la humanidad. Fútiles, invisibles a la gran maquinaria que fabrica las leyendas de Nueva York y por lo tanto invisibles al mundo. En este lugar, ni la mayor de sus preocupaciones suele parecerle lo suficientemente significante. Sin embargo hoy no ha funcionado. No para de darle vueltas a quién será la siguiente víctima. Cómo descubrir qué es lo que despierta en esos asesinos un instinto tan brutal.
Respira hondo. Recuerda las fotos: El grito de Munch, La victoria de Samotracia, El beso de Rodin… ¿qué tenían en común? Todas eran obras de distintas épocas y pertenecían a diferentes museos de distintas ciudades y países. Alza la vista hacia el rascacielos y luego vuelve a detenerse en los paseantes. Quizás sea esa la intención secreta de los Hijos del Azar: regalarles a los hombres anónimos la posibilidad de formar parte de una obra trascendente. Quién sabe de qué patrones filosóficos está hecha la mente de un monstruo. Quién sabe, piensa Dan Rogers mientras el cigarrillo se consume olvidado entre sus dedos. Sí, quién sabe. Desde luego hay algo en todo ese asunto que de cuando en cuando enciende un piloto rojo en su subconsciente y una especie de deja-vú le conduce a territorios oscuros que tiene la bizarra sensación de estar revisitando. Quizás influye la crudeza, lo siniestro de sus contrincantes. Es difícil de explicar. Pero al racionalizarlo se recuerda a sí mismo que ya se ha enfrentado a Manfredi una vez y que Ronald le ha asegurado que no correrá peligro. Aun así, no puede evitar preguntarse si de verdad la policía le ha escogido por ser un excelente jugador o si acaso se han percatado ya de su adicción a la adrenalina, de su tendencia a caminar por el filo de la tragedia. Se pregunta si aquella no será más que la primera de una serie de operaciones suicidas a las que le asignarán. Llamad a Dan Rogers, que a él no le importa su vida, imagina que se habrán dicho de un poli a otro tomando café y donuts después de la primera reunión de la mañana. Llamadlo a él, porque nadie está lo suficientemente zumbado como para arriesgarse tanto.
En ese momento, la sombra corpulenta de Barry provoca un eclipse sobre el enorme globo terráqueo de cerámica. Dan Rogers le observa a contraluz.
—Se ha parado —viene aún vestido con el uniforme del metro y su voz suena colérica—. Esa caja de chatarra se me ha parado otra vez. Con esta ya es la tercera en un mes y no me habría cabreado tanto si no fuera porque me he quedado media hora encerrado con una veintena de mormones y su pastor que, para que la espera les fuera provechosa, han decidido, no te lo vas a creer, hijo, ensayar un concierto de villancicos —alza ahora sus manazas enfurecido—. ¡Esos jodidos mormones, Dan! ¡Cantaban como perros! Media hora de reloj escuchando cancioncillas sobre la nieve y la paz mundial a destiempo. ¡Qué tortura!
Dan Rogers le dirige una mirada comprensiva y echa a andar. Cuando se trata de dar una excusa, Barry sí que es una fábrica inagotable de anécdotas. Son disfrutables aunque no siempre objetivas. Ni siquiera necesariamente reales.
Caminan hacia el cine. Hay tiempo de sobra para llegar, refunfuña Barry, pero no para cenar un triste kebab, le rebate el otro. Esas son más o menos las primeras frases que intercambian cada vez que invita a Barry a ver una película de superhéroes. En este caso le toca otra vez el turno a Superman, la primera parte.
Ya en la cola, y observando el cartel con cierto desprecio, Dan Rogers se pregunta en alto la razón de que tanta gente acuda a rendir tributo a ese metrosexual con mallas y slip rojo, y sobre todo, cómo puñetas pueden tragarse que alguien con esa pinta sea capaz de realizar un acto heroico. Pero claro, sigue, ahora en alto, ¡a saber qué demonios es para toda esta gente el heroísmo!
—Un intento de frenar el mal con cierto estilo: eso es el heroísmo —sentencia Barry como solo él puede, ya en la sala y mientras hunde su manaza negra en un pozo blanco de palomitas.
—¿Y para eso hace falta llevar una capa y un tupé engominado? No me jodas…
—Claro que no, hijo. El heroísmo está al alcance de cualquiera.
Dan Rogers se queda pensativo durante unos segundos, concentrado en la rotunda mandíbula de Barry, quien no ha dejado de masticar.
—No lo creo —concluye.
El otro se arrellana en la butaca, coge otro puñado de palomitas y menea la cabeza.
—No entiendes nada, chico. Batman, Vision, Iron Man, Hulk, Spiderman, son nuestros mitos. Los mitos de Nueva York.
—O sea, un cuento chino.
—Mitos, no cuentos, chico, así que un respeto. Y te diré más: tienen una base real. Muchos puede que fueran alguna vez personas como tú o yo o Wanda, Tony, Silvio… —esta afirmación y tratar de imaginarse a algunos de sus compañeros con máscaras y capas hace a Dan Rogers sonreír con cierto sarcasmo a lo que Barry añade—: Son los vehículos de nuestras más profundas creencias. Son nuestra esperanza para creer en un mundo justo. Y son necesarios para inculcar a la gente valores…
—… absolutos. Un mundo en cuatricromía de valores absolutos —continúa el otro—. En la vida real no hay solo blancos y negros, Barry. No es tan fácil distinguir entre el bien y el mal. ¿Una base verídica? No me jodas, tío, ni ellos, ni la justicia que practican están a nuestro alcance.
En medio de su discurso, Dan Rogers no es consciente de que ya vuelan hacia el infinito los títulos de crédito y que Barry ha remontado con ellos desde su butaca, asombrado como un niño. Pasados unos segundos remata:
—Mira, Dan, yo solo sé que en cuanto entraste en escena todo empezó a girar a tu alrededor. Tú no lo ves, pero no puedes evitarlo —susurra sin dejar de mirar a la pantalla—, y aunque tengo que confesarte que aún no he descubierto cuál es tu superfuerza, sé que eres el protagonista de esta historia y algún día tú también harás algo excepcional por el mundo. Y yo lo veré. Y te guste o no te guste otros lo escribirán. Y no te quedará otra que darme la razón, Capitán.
Y con este vaticinio, Barry se disuelve en la nada. Solo sus ojos quedan flotando en lo oscuro, como dos astros viejos y encarnados que se resisten a apagarse.
Bueno, desde luego, ya imaginarás por qué en aquel momento pensé que Barry se equivocaba. Yo no sabía de qué serían capaces el resto de los soplones de Ronald: Tony o Wanda, Silvio, que había mencionado y de los que ya te hablaré a su debido tiempo. Tampoco sabía por qué hacían lo que hacían, pero para mí eran tan solo un atajo de personajes defectuosos cuya marginalidad les había hecho caer —por azar o por causas desde luego no demasiado heroicas— en la comisaría.
Más concretamente, en mi caso era fácil adivinar por qué yo nunca haría algo heroico; en primer lugar, y más allá de que no vistiera coloristas ropajes de licra, ni portara escudos forjados a mano como el de Aquiles o el de Capitán América, yo jugaba con criminales a los naipes, no por un excepcional sentido de la justicia, sino por sacarle alguna rentabilidad a mis vicios. En segundo, yo no me dejaba utilizar por la poli por altruismo, sino por pasta. Y en tercero, yo me metía en líos para follarme cada noche a esa ciudad brutal que me atrapaba y de la que no era responsable. Yo no era Rosa Parks ni Giordano Bruno, ni Juana de Arco. Tampoco era Jesucristo ni Batman. Joder, es que ni siquiera tenía el flequillo de Luke Skywalker.
Miré a Barry en la oscuridad. Su corpachón se inflaba lento y constante como el fuelle de un acordeón. No soportaba que me admirara. Y para quedarme con la última palabra le di un codazo:
—Si alguna vez hago algo heroico será en contra de mi voluntad, ¿estamos?
Y refunfuñé lo suficientemente alto como para que la madre de un niño rubio que había detrás me bufara igual que un lagarto. Sin embargo Barry no me escuchó, porque se encontraba ya persiguiendo por la redacción a la pesada de Lois Lañe. Ella sí que era una heroína, pensé, porque que una tía tan repelente y fea se ligara al musculitos volante de la película, esa, esa sí que era una epopeya difícil de superar.
En este punto creo necesario añadir al diálogo anterior que, aunque no lo hice, en dos ocasiones estuve a punto de hablarle a Barry del caso en el que andaba metido. También iba a contarle que ahora tenía sueños lúcidos con la mujer del chaleco e incluso iba a hablarle de mi extraña conversación con Elias. No me lo podía quitar de la cabeza: sus ojos de oráculo introduciéndose en mis sueños. «Puedo ver cosas que solo tú ves», su voz enclenque describiendo a mi crupier, «hoy aún no se ha ido», me había dicho soportando sobre su pequeño cuerpo una poderosa verdad, una insoportable certeza que a partir de ese momento nos uniría para siempre. La certeza de que esa mujer existía en algún lugar y de que pronto averiguaría su identidad: «encuentra a la chica del chaleco y te encontrarás a ti mismo». El caso es que tuve la tentación de contarle a Barry que mi dicharachero vecinito judío tenía superpoderes. El poder de compartir mis pensamientos, por lo pronto.
Supongo que lo que me hizo replegar velas fue volver a ver la expresión de Barry durante aquella peli: el labio inferior desplomado por su propio peso. Los fotogramas deslizándose sobre sus pupilas. Desde luego si había alguien en todo Nueva York al que podría haber confesado una inquietud tan risible, era a aquel negrazo, pero también pensé en el impacto emocional que habría tenido sobre su cerebro que yo, Daniel Rogers II, baluarte del escepticismo, reconociera ante él, Barry a secas, que en Nueva York convivíamos con los llamados seres «maravillosos». Ni hablar. Nuestros roles no eran esos. A veces me costaba aceptar que un hombre tan categóricamente realista en casi todos los aspectos de su vida, se transformara en un crío impresionable cuando se sumergía en el universo del cómic. Además, por qué no hacer por una vez aquello que me mandaban. Era una feliz novedad. Mi madre siempre me lo había reprochado: es mucho más fácil, Daniel, cuesta menos esfuerzo porque no tienes que pensar. Si el médico ha dicho toma esto, lo tomas. Si no, no. Si tu profesor te ha dicho haz este ejercicio, hazlo. Si tu maestro de pintura te dice dibuja una casa, no pintes un arbolito. Si Ronald te dice no se lo digas a Barry, pues para qué.
En este dilema me encontraba cuando ocurrió. Y soy consciente de lo delirante que va a parecerte todo lo que voy a relatar a continuación, y de que es algo que Abbott nunca habría podido contarte porque lo desconoce. Sí, fue algo absolutamente delirante lo que me arrastró de nuevo a la «realidad», siempre entre comillas: sobre la pantalla donde hacía solo unos segundos Superman aterrizaba en el ático aquel por el que Lois Lañe sería definitivamente odiosa —y que, por cierto, un sueldo de reportera no habría pagado jamás—, pues justo después de esa escena, y sin lógica alguna, se coló de pronto una secuencia que parecía pertenecer a otra película, como si alguien hubiera cambiado de canal. Me giré hacia Barry, que para mi perplejidad no mostraba ninguna extrañeza. Tampoco el resto de los espectadores. La escena comenzaba en el interior de la cocina de un bar desde donde espiábamos la barra. Incluso se adivinaban los rostros de algunos clientes. Luego, con bastante movimiento, la imagen se enfocaba dentro de un bolso. Unas manos de mujer, parecía, hurgaban en él con prisa hasta encontrar un libro. Luego enfocaba sobre el título: Mitología de Nueva York. Volví a mirar a Barry intentando encontrar en su rostro un atisbo de mi propia confusión. Pero, cuando intenté hablarle, me detuvo con un gesto de la barbilla.
Y de nuevo en la pantalla donde aquellas manos habían abierto el libro, de cuando en cuando la imagen recogía fugazmente fragmentos de aquella otra película, esa cafetería, la plancha de la cocina tostando pan, planos parciales de algún camarero atareado, hasta que fue cerrándose cada vez más sobre el texto que seguía veloz el dedo de aquella mano. Sobre la pantalla pude leer ahora claramente la letra impresa en aquel libro abierto por la página 80:
El calor es sofocante. También el hecho de que han visto la saga de Superman completa casi seis veces. Barry tiene los ojos detenidos en la pantalla y de cuando en cuando su mano grande y negra desaparece entre las palomitas…
Y comencé a sudar.
Y si ahora mismo no entiendes nada, imagina cómo me quedé yo. Bueno, ha llegado el momento de intentar explicarte qué es lo que siente una persona que cree haber perdido el juicio. Porque eso fue lo que sentí. Que me había vuelto loco. Aquello ya no era un sueño, no podía serlo. Era una alucinación en toda regla. Un sueño es un videojuego natural al que nos deja jugar nuestro cerebro para vivir todo tipo de experiencias absurdas con un muñequito que solo es un referente de nosotros mismos. Pero, más allá de eso, y lo más importante para mí en ese momento, era que aquel que estaba sentado en la butaca era de verdad Yo, y Yo no estaba dormido.
Aún recuerdo que al leer aquellas líneas del párrafo que aparecía en la pantalla del cine, me argumenté que era sin duda el cansancio el que estaba mezclando mis cavilaciones sobre Elias, la conversación con Barry y la película, dentro de la misma coctelera. Pero lo cierto era que en la pantalla seguía el libro abierto hablando de Barry y de la escena que estaba viviendo, y sobre él las manos de uñas cuidadas entre el murmullo denso de un bar, y yo comencé a respirar cada vez más angustiado, contraído y sujeto a la butaca como si viajara a bordo de una atracción de feria, observando los cogotes inmóviles de los espectadores que ignoraban el acecho de mi locura: esas manos de la pantalla, pasando las páginas lentamente… Entonces, cuando ya estaba a punto de zarandear a Barry y preguntarle a voz en grito de qué iba todo aquello, si era una maldita broma de cámara oculta o una novatada del departamento de policía, la secuencia del bar dio paso de nuevo al gafotas de Clark Kent, corriendo con la chaqueta abierta por las calles de Nueva York, en busca de una cabina.
Me dejé resbalar en el asiento con el jersey empapado. Me faltaba el aire. Le susurré a Barry que había recibido una llamada de Ronald y que terminara él de ver la película.
Cuando salí a la calle tuve la sensación de regresar de un viaje muy largo. De uno angustioso con demasiadas curvas. Uno que en seguida supe que no quería hacer. La brillante luz del Midtown me hirió los ojos y me dispuse a caminar, sin saber a dónde, con la ansiedad de atrapar cada instantánea de realidad a mi paso.
Caminé y caminé, machacando con los talones el asfalto hasta llegar a la 5a Avenida, donde había una gran multitud congregada. Pregunté a un policía. Es el día del veterano de guerra, me dijo, creo que con cierto reproche, ignorando el estado en el que me encontraba. Quizás por mi inopia tan falta de patriotismo. ¿Pero qué te pasa?, le faltó decirme, si no eres beligerante, no eres americano. O quizás aquel gesto de asco lo provocaba la escena que teníamos delante. Justo la bofetada de realidad que andaba buscando para escapar de mi pesadilla:
Allí estaban. Nuestros héroes. Desfilaban por la gran avenida en hummers del ejército tan desvencijados como ellos. Con sus antiguos uniformes de los marines apolillados, antes a medida, y que los miembros amputados ya no rellenaban. Todos los observaban en silencio: los ejecutivos impecables con sus miradas de maniquí de Brooks Brothers. Las empleadas de las boutiques con sus risillas fuleras. Los mirones como yo, entristecidos por esa ternura cruel a la que solemos llamar vergüenza. Y por mucho que cantaron sus consignas y tocaron alegres las bocinas saludando a la multitud, no consiguieron de nosotros más que un aplauso laxo. Pensé que eso era lo único a lo que podía aspirar en esta ciudad cualquiera que se dejara la vida por su vocación heroica. Entonces vino a mi cabeza Barry, qué me había pasado dentro del cine, me pregunté de nuevo, mientras mi pulso cabalgaba aún a trompicones y recordaba como una realidad tan vivida la escena del bar, las manos extrañamente conocidas, y aplaudía sin ganas a aquella comitiva de payasos con disfraz de soldado. A ellos, a los que se habían equivocado de siglo y de mundo si alguna vez soñaron con ser héroes, los que un día desearon morir con honor, sufrir por el reconocimiento, volver a casa entre confetis, desfilaban ahora ante una Nueva York que había olvidado incluirlos en su mitología. Ellos, los que dejaron a sus mujeres solas y preñadas, los que soñaron con ser héroes, caminaban ahora tan confusos como yo bajo las miradas de todos los verdaderos mitos: Batman, Spiderman, Hulk, con sus fuertes anatomías para siempre jóvenes, sus antifaces favorecedores, su sentido romántico de la justicia y de la guerra, con sus miradas de papel espiándoles compasivas desde las marquesinas de los cines y los musicales. Desfilaban por fin lejos de la guerra, de vuelta a un hogar que alimentaba monstruos mediáticos como los Hijos del Azar, cada vez más admirados desde la primera plana de los periódicos, y a los que nunca podrían hacer frente con sus valores, sus medallas y consignas.
En la moderna Itaca, es este otro islote pelado de una ingratitud que el pobre Homero no se atrevió siquiera a imaginar, tampoco esa procesión de patéticos Ulises eran reconocidos por sus habitantes. No eran más que mendigos. Mendigos en su propio palacio que desfilaban entre los rascacielos ante la náusea de la Ciudad Ficción, deslumbrada por la luz de sus superhéroes en cuatricomía y sus villanos sofisticados y sangrientos.
Barry nunca iría a ver una película como esta, pensé mientras me asaltaban de nuevo las imágenes de mi delirio, sin sospechar aún que en unos minutos todo mi mundo se haría añicos para siempre. ¿Qué sentido podía tener aquello? Apreté los ojos y traté de concentrarme todo lo que pude en el desfile, como si inconscientemente tratara de retrasar lo inevitable. La cabeza me daba vueltas y la música empezó a resultarme insoportable: ahora pasaban ante mí más y más bandas atronadoras de los diferentes destacamentos de la academia militar de West Point, y más y más majorets quinceañeras en minifalda, detrás iba un grupo de veteranos de Corea en miniatura, viejos, consumidos, portando el gran e indispensable cartel: GOD BLESS AMERICA, de las manos de los abuelos colgaban algunos niños orientales, nacidos en «libertad», siempre entre comillas. Ese sí que era un buen arranque para una historia y no el mío: tener los ojos rasgados, vivir en Nueva York y que tu abuelo abandonara su país para luchar junto a sus invasores. Los hay con suerte.
Por eso yo no podía ser un héroe. La trama de mi vida era demasiado chusca, mi existencia nada inverosímil. Y sin embargo aquellas visiones mías que tenían una textura cada vez más parecida a la realidad contribuían a que me costara pisar suelo.
Se me revolvió el estómago como si llevara unas gafas con demasiadas dioptrías. ¿Por qué no lograba librarme de aquella inquietud? Mi madre ya lo vaticinó cuando era niño: me costaba no vivir dentro de una película. Retuve una náusea. Héroes de guerra… sonreí con una mueca ante su vieja euforia, sus débiles alaridos de batalla, y me pregunté cómo miraríamos a aquellos hombres si en lugar de los soldados de Vietnam o de la guerra del Golfo, estuvieran desfilando los de la guerra de Troya. Entonces las guerras eran dignas; por lo tanto ser un héroe se resumía en la siguiente elección: morir con honor o sin él. Traer una honda y respetable herida. Un corazón desangrado. Ahora, el héroe estaba condenado a morir despierto y convertido en un paria, en un mundo que lo aborrecía. Desde luego ellos, los que se fueron soñando con convertirse en leyendas, no habían sido tratados como mitos. Vietnam fue y será leído como un puto cuento chino, me dije, por mucho que Barry se empeñe.
Cuando el último grupo de majorets pasó lanzando al aire sus bastones por fin pude reanudar mi desfile particular ya más tranquilo, avenida arriba, donde los policías se afanaban en retirar las vallas de seguridad y la multitud se iba dispersando empujada por otro ejército, pero de barrenderos. Aquella estampa de grosera realidad había tenido el efecto de un café con sal para una resaca. Respiré hondo. Mi estómago había vuelto a su sitio. También mi pulso.
Caminé por el centro de la calle libre de coches. Los rascacielos se cerraban sobre mí como un bosque de cemento. De pronto la vida me pareció más sencilla. Concentré la vista en el movimiento de mis zapatos sobre el asfalto lleno de socavones. Un paso. Otro paso. Un paso más. Jugueteé con los dibujos blancos de los cruces de peatones, con las líneas rectas del carril bus, con los dibujos en equis de los cruces, hasta que pisé una palabra. Y luego otra. Y sobre la siguiente ya me detuve.
En el centro de la gran avenida me encontré de pie sobre mi propio nombre.
Sí, era mi nombre. Mi diminutivo: «Dan». Y si daba otro paso aterrizaría sobre un presente de indicativo «camina» y, después, en trazos negros se dibujaba una frase infinita que se perdía en el horizonte: «desde el desfile de los veteranos, con el recuerdo aún de aquellos hombres con los que nunca podrá identificarse, Dan Rogers corre avenida arriba»… y entonces corrí, corrí desesperado sobre aquellas palabras que en ese momento comprobé que invadían el asfalto hasta el parque, donde por fin pude dejarlas atrás. Bajé de una zancada las escaleras y mis pies se sintieron a salvo sobre la tierra. Cuando alcancé el lago, me arrodillé. Hundí las dos manos en el agua verde. Me refresqué la cara. Analicé aterrorizado mi alrededor.
La escena me devolvía de nuevo una hermosa normalidad: dos patos flotaban con ojos críticos sobre su reflejo. Los edificios seguían atrapando el eco lejano del desfile. El barro me mojaba los pantalones bajo las rodillas. La hierba crecía dentro del agua como una alfombra de alfileres verdes clavados sobre un espejo. Una nevada de hojas crudas caía lenta y constante en todas partes. Respiré y, ante el temor de estar perdiendo la razón, me dije que ya había pasado. Que me tomaría unas vacaciones. Que encauzaría mi vida. Pero, al bajar la vista sobre el agua de nuevo, la encontré. Y en ese momento supe que ya nunca podría huir de su presencia.
Mi crupier, sí, era ella. Era su rostro vigilante sobre el agua, su pelo lacio y castaño confundido sobre el reflejo ocre de los árboles. Con su camisa blanca y su chaleco. Los mismos ojos absortos de los que me habló Elias aquella tarde de sabbat, el mismo gesto que parecía preguntarse si aceptaría el caso cuando quedé con Ronald. La misma mujer que se me apareció la noche de borrachera con Barry en el South Cove obsesionándome para siempre… y las mismas manos que había visto en el cine hacía una hora, pero que ahora parecían despegar, una a una, las cartas de mi baraja: desde la esquina, posando los dedos sobre la siguiente, en el lugar exacto donde iban a caer sus ojos. Sus ojos… fijos desde el agua, como si me mirara muy atenta, como si quisiera leer las intenciones del siguiente jugador.
Por primera vez, tan real como yo mismo. Más real que yo mismo.
Entonces alzó una mirada que ardió sobre el agua y, después del relumbrar de una sonrisa, una carpa rompió el espejismo.
Soy incapaz de recordar cuánto tiempo estuve allí, inmóvil, ni cómo llegué hasta el muelle. Solo sé que, unas horas después, mientras caminaba insomne por la orilla del río, volví a verla por un espacio mayor de tiempo con tan solo cerrar los ojos y, a pesar del terror, lo aterrorizado que estaba ante la seguridad de haber enloquecido sin remedio, no pude evitar deleitarme con cada una de las tonalidades de su piel. Sin embargo, las mañanas siguientes me desperté rezando por haber perdido la cabeza porque la otra posibilidad, la que mi razón empezaba a explicarme, era de una trascendencia insoportable. Deseé con toda mi alma que lo imposible siguiera siendo imposible, y que mi realidad no se quebrara como un cristal. Desesperado, decidí concentrarme en pequeños retos cotidianos: cociné en casa, pinté la baranda de hierro de la terraza pero, en breve, empecé a verla con los ojos abiertos, como si con ellos excavara un túnel sobre el aire siempre que quería, y me sorprendí pasando largos fragmentos de tiempo recreándome en su forma de descubrir las cartas: lentamente, como si las leyera. En unos días aprendí a despegarme de mis calles y empecé a ver más allá de las cosas.
Fue entonces cuando desperté para siempre del sueño que hasta entonces había sido mi vida, y no hubo vuelta atrás.
Esta es la historia que quiero contarte.
Esta es la historia que tiene importancia.
No quise evitarlo. No tuve otra opción. Empecé a acostumbrarme a su gesto concentrado y en breve supe que su chaleco no era de crupier sino de camarera, que sus manos no descubrían naipes sino que pasaba las hojas de un libro. Supe que no repartía la suerte sino que asistía a la mía. Que era, como tú ahora, la lectora silenciosa de mi mundo y de mi historia.