Elias Weisberg, el niño oráculo

Nunca llora cuando el practicante llega a su casa. No se queja cuando los niños le hunden los puños en el estómago. El balonazo que el día que cumplió los cinco le fracturó la nariz le hizo reír un buen rato. A sus siete años, Elias Weisberg solo lloró la noche en que escuchó a su madre confesarle a su padre que, a través de su nacimiento, Dios los había castigado.

Los de su pandilla le llaman el niño superhéroe y ha sido el mismo Elias quien se ha encargado de aumentar esa leyenda. No es de cosecha propia. Se lo ha dicho Barry, el amigo negro del Capitán América. Para él, que siempre se sintió diferente, averiguar que el Capitán era su vecino ha sido el acontecimiento más trascendente de su corta vida. Desde entonces solo sueña con convertirse en su ayudante y para ello se entrena a conciencia todos los días: sube y baja de dos en dos los escalones de su casa en un tiempo cada vez más corto. Lleva una lista pormenorizada de los apodos de las bandas del barrio en la parte trasera de su cuaderno de matemáticas. Dedica una hora todas las tardes a lanzar piedras al agua desde el minúsculo Grand Ferry Park: una explanada yerma, decorada con evacuaciones de perro y profilácticos reventados donde, al otro lado del río, Manhattan asoma como una cordillera flotante tras las fábricas. Desde allí mismo, sueña, algún día agujereará la corona de cristal de la torre Chrysler. Desde allí mismo, Elias Weisberg consiguió una tarde que el Capitán se fijara en él por primera vez. Fue el día que logró que una piedra rebotara nada menos que cuatro veces en el agua y despertara al monstruo.

A Dan Rogers tampoco se le olvidará nunca ese momento: había descubierto aquel lugar poco después de mudarse a Williamsburg. Entonces el barrio era solo un reducto industrial más, despoblado de vida, donde los fantasmas encendían sus fogatas al anochecer y aún se podía mear en el río. Solo un par de escultores trasnochados se atrevieron a ocupar una de las naves, llenándolas de garabatos de hierro fundido, tablones podridos por el agua, deshechos de otras vidas del barrio.

Le pareció el universo perfecto en el que establecerse. Dejó la Facultad de Matemáticas y, después de ejercitar noche tras noche su extraordinaria capacidad de cálculo en varias apuestas clandestinas, un golpe de suerte en una partida de yuppies le permitió invertir en un apartamento de una casa de dos plantas en el emergente barrio judío de Brooklyn. Dos importantes razones le decidieron: en primer lugar que en pocos pasos podía contemplar el agua sin barandillas y, en segundo, poder regalarse el pequeño placer de anunciarle a su madre, con calma, degustando su malestar como un buen café negro, que tenía a judíos ortodoxos como vecinos.

La tarde en que conoció a Elias estaba en Grand Ferry Park. Su esquina de tierra preferida después del South Cove. Fumaba despacio sentado en un banco medio hundido en la arena, cerca de la orilla, protegido por las alambradas que mordía el óxido. Delante de él, una gran piedra en la que alguien había escrito en letras mayúsculas «Warrior» contrastaba con la figura enclenque de un niño de unos siete años que tiraba guijarros al agua. Supuso que era judío por la pequeña kipá negra que le cubría la coronilla, y que era ortodoxo cuando el niño se levantó del suelo, sacudió sus vaqueros y se los bajó dejando al descubierto los impecables pantalones negros de traje que llevaba debajo. Luego miró a un lado y a otro, metió los vaqueros escrupulosamente doblados en su mochila y continuó con lo que estaba haciendo.

Le contempló durante un buen rato. Alzaba el bracito afilado como un mondadientes buscando un ángulo de noventa grados con la aguja del Empire State, luego giraba la muñeca como si fuera un mecano y después de una sacudida rápida, la piedra rasgaba de un tajo la piel del río, patinando sobre él igual que si fuera una superficie sólida, compacta, una y otra vez, hasta que se hundía tras una gárgara de rana. Podía recordarlo como si fuera hoy. Su sombra canija recortándose sobre el East River. La mano alzada hacia el cielo. El vuelo de las piedras. Cada vez más cerca de los rascacielos. Cada vez más lejana su zambullida. Cada vez más concéntricas las circunferencias sobre el agua. Hasta que uno de los aerolitos provocó un clong metálico e inesperado que despertó a ambos de su trance. El lomo del río empezó a arquearse como un vertebrado, el agua escapó con rapidez por ambos lados de lo que le pareció el cuerpo de un gran cetáceo de lata, hasta que salió a la superficie la cubierta grisácea de un submarino alemán: quedó flotando durante unos segundos como una criatura prehistórica, desplegó su periscopio con un quejido mohoso, pareció comprobar que Manhattan seguía en su sitio y volvió a sumergirse, silencioso, con otra gárgara sorda, imitando una de esas piedras que desaparecieron para siempre en las negras y batidas profundidades del río.

Elias permaneció inmóvil frente al agua, consciente por primera vez del horizonte de edificios. Y volvió a tirar otra piedra, ahora con un objetivo.

Qué te puedo decir. Aparte de que estas cosas pasan. Así es mi mundo y, de momento, no sirve que le des más vueltas. No hay muchas posibilidades: si lo vi, lo vimos los dos; si lo soñé, también lo soñamos ambos. Pero esta es tan solo una anécdota y desde luego no es la causa de que Elias tenga una importancia crucial en la historia. Si no, Abbott no te habría hablado de él con el detenimiento con el que acaba de hacerlo y yo no te subrayaría lo que sin duda él ha decidido pasarte por alto:

El viernes después de Acción de Gracias estaba sentado al atardecer en los escalones de entrada a mi casa fumando un cigarrillo, entretenido aún por un sueño, esta vez sí, del que no acababa de despertarme: en él, me asomaba a la calle. Era también viernes porque ardían las velas del sabbat en las ventanas. El frío y la niebla habían invadido el barrio como si nos hubiera visitado un invierno impaciente y, de pronto, aquel ruido aterrador, como una bofetada de aire sin aire, me hizo mirar hacia arriba. Salí a la escalera de incendios y lo vi. El cielo tenía un color crudo y parecía hecho de papel. Se arrugaba deprisa como si una mano invisible estuviera tirando de él desde el otro lado. En un segundo fui testigo de cómo desaparecía el día, se arrancaba de cuajo la calle, el agua del río se desprendía de su cauce como una gelatina y no quedó nada más que la representación plana de mis huellas sobre la nada. Solo unos ojos color miel que, quizás desde el cielo, sabe Dios desde dónde, espiaban los míos. Obsesivos. Anhelantes. Después, poco a poco, el asfalto se dibujó de nuevo sin niebla. Los volúmenes saltaron del plano otra vez y volví a verme a mí mismo, aún observado por aquella mirada sin dueño que por un momento creí conocer. Me desperté sudando. La luz turbia de la niebla penetraba entre las cortinas igual que en mi sueño, pero una caricia incorpórea recorría aún la habitación, como si alguien repasara con los dedos los contornos de los muebles, mi cama, cada escalón hasta la calle, las aceras. No sabiendo aún si estaba dormido o despierto, me pegué a la ventana. Las velas ardían en las casas y una pátina blanca extendía sobre el barrio el último sol de la tarde.

Con el fin de despejarme del todo, bajé a la calle y me derrumbé como un sorprendido muñeco de trapo en un escalón que ardía bajo un sol moribundo. No era la primera vez que tenía esos sueños extraños. Y era normal que se intensificaran en un momento de tanta tensión como el que estaba viviendo. Ronald acababa de enviarme con un mensajero las llaves del apartamento donde se supone que vivía Hermann Oza y donde procuraría ir lo menos posible, así que tenía la sensación de que los acontecimientos podían empezar a precipitarse como fichas de un dominó, de un momento a otro. Pero, lo que más me preocupaba de mis pesadillas era que empezaban a convertirse en alucinaciones. Desde todas ellas me sentía observado. Siempre ojos vigilantes. Siempre la ciudad desapareciendo. Olvidándose de sí misma.

Pero aquella vez era distinto. No se iban. Me miraban. Por eso seguí fumando para añadir más niebla a la niebla. Para librarme de aquellos ojos testigos. Si cerraba los párpados aún podía verlos con toda nitidez: la contracción gradual de las pupilas, el baile líquido de la retina, el extraño ámbar del iris. El color. En ese momento escuché la voz:

Shalom, Capitán.

Abrí los ojos sobresaltado y le escupí una bocanada de humo con tos. Elias apareció delante de mí, ahora tosiendo también, con una sonrisa confiada y un balón bajo el brazo.

—¿Tu madre nunca te ha dicho que no hables con extraños?

—Capitán, no disimules conmigo. Tengo mis informadores —entonces se rascó la pierna delgadísima con la punta del zapato—. No tienes nada que temer. Soy tu aliado.

Di otra calada profunda. Abrí un ojo todo lo que pude con el sol de frente. No se me dan bien los niños.

—Bien, bien…

Continué fumando con los ojos cerrados, pero pude sentir cómo Elias se sentaba a mi lado, su electricidad, su fascinación.

—¿Tú no celebras el sabbat? —escuché en la oscuridad su voz asertiva.

—No.

—¿Y por qué?

—Porque también ganduleo el resto de la semana.

Hubo un silencio de incredulidad.

—¿Es porque el Capitán América nunca descansa?

—Sí, por eso.

—Pues deberías venir a mi casa un sabbat aunque seas gentil, para descansar de tu lucha contra el mal.

Ahora sí, abrí los dos ojos y apareció su cara menuda y sonriente.

—Oye, ¿no tienes nada que hacer en casa? Rezar un rato, ayudar a tu madre, ensayar cancióncillas de esas…

—A mi hermana Myriam le gustaría.

Decididamente aquel mocoso era listo, muy listo. Debajo de su flequillo ondulado, sus carrillos se hinchaban de pronto en una sonrisa negociadora.

Me había cruzado con Myriam Weisberg en ocasiones cuando llevaba a Elias al colegio. De unos veinte años. Esbelta, piel blanca, huesos largos, el pelo pesado y negrísimo como los ojos, dos canicas brillantes que endurecían las líneas de sus rasgos como si la hubieran dibujado a lápiz de un solo trazo. Para pedírsela a Santa Claus por Navidad, vaya.

—¿Así que a tu hermana Myriam le gustaría? —repetí paladeando cada sílaba. Sabía muy bien lo estrictos que podían ser los ortodoxos con sus mujeres, aunque midieran poco más de un metro.

—El otro día me dijo que os encontrasteis cuando se iba a la mikve —bajó los ojos con una estudiada inocencia—, y también dijo que era una pena que no coincidierais más…

Escarbé mentalmente en mis recientes y escasos conocimientos culturales del barrio. Mikve: baños en los que las judías purificaban su cuerpo y su alma cada cierto tiempo para… no sé. Me dio la tos. Aquel renacuajo era un jugador experto. Me alegré de que aún no le hubiera cambiado la voz y de no conocerlo al otro lado de un tapete. No sabía qué querría de mí, pero mi instinto decidió a priori que el trato me parecería justo.

Este quizás sea un buen momento para contarte la primera de mis siempre útiles teorías sobre la Ciudad Ficción: en Nueva York se da la paradoja de que los niños son adultos y los adultos nos comportamos como niños en un regreso o reinvención de esa infancia que nunca tuvimos. Con lo cual, el adulto neoyorquino resultante, o sea yo, por lo general hace bastantes idioteces para su edad y, en cambio, el niño neoyorquino tiene que lidiar muy pronto con un mundo de violencia, muerte, sexo y territorialidad para el que, en teoría, no está preparado. No estoy justificándome. Es un hecho.

—¿Y qué días va Myriam a la mikve, eh, guapo? —tiré, por lo tanto, del hilo que me tendía el niño-adulto.

Elias se levantó. Botó despreocupadamente el balón un par de veces e inclinó la cabeza hacia un lado como un cachorro.

—Quiero ser tu ayudante.

—Muy bien. ¿Y en qué crees que podrías ayudarme?

—Tengo superpoderes.

—¿Ah si?

El niño miró a su espalda. Acercó su cabeza a la mía. Convirtió su voz en un susurro:

—Nada puede hacerme daño. Y veo cosas que solo tú ves.

La conversación empezaba a divertirme pero, insisto, no se me daban bien los niños. Así que de un manotazo le arrebaté el balón, lo encesté en el primer piso de la escalera de incendios y, cuando cayó de nuevo rebotando enloquecidamente contra el suelo, se lo devolví.

—Bueno, ya hablaremos otro día, ¿de acuerdo?

Me di la vuelta, sacudí la ceniza del pantalón y empecé a subir las escaleras. Elias se quedó a mi espalda con sus pantalones cortos perfectamente planchados. Su camisa de rayas. Su gorrito a juego. Pero su voz me alcanzó de nuevo con un tono que dejó de ser infantil de pronto.

—La otra te parece más guapa, ¿verdad? Tú también ves a la chica del chaleco.

Cuando me di la vuelta aquel pequeño había dejado de ser pequeño. Aún sujetaba el balón pero de pronto pareció un atlante que sujetaba el mundo. Su vocecilla chillona se me ofrecía ahora serena como la de un profeta. Me acerqué a él. Aguantó la mirada. Subió un escalón.

—A mí también me gusta más que los anteriores. Y me gusta cómo nos mira —entonces dejó el mentón suspendido en el aire y sentenció—. Hoy aún no se ha ido.

Le escuché sin respiración. El prosiguió:

—Pero tengo miedo por ella y por ti. El mal anda cerca. Más de lo que piensas. El mal volverá a atacar. Pero juntos podremos luchar contra él —entonces, se acercó y me susurró al oído—. Encuentra a la chica del chaleco y te encontrarás a ti mismo.

Escuchamos a la señora Weisberg con su reconocible acento yiddish llamándolo para que la ayudara a subir la compra. Los pájaros y los perros habían hecho un voto de silencio. Los coches caminaban mudos por las calles. Cuando el niño se acercó corriendo, su madre le hizo un gesto para que parara y me saludó con cierta desconfianza heredada. Yo permanecí hincado en las escaleras como un poste de luz sin luz. Con la voz de Elias convertida en una espada caliente que me cruzaba el pecho. ¿Sabía aquel renacuajo algo del caso al que me enfrentaba? ¿Soñaba también con la chica del chaleco? ¿O era capaz de leer mi mente como uno de sus cómics? «Aún está aquí», repetí en alto a los pájaros invisibles, a los fantasmas de los basureros, a los habitantes del río, a los asesinos y a los tarados. Y con tan solo entornar los párpados la encontré de nuevo. Esta vez como una proyección sobre una lámina de aire, a mi crupier y ahora sabía que aquellos, los que acababa de soñar en mil tonos de ocre, eran también sus ojos, y yo supe que estaba más sobrio que nunca y ella más nítida de lo que jamás pude imaginar, barajando lentamente las cartas de mi destino: con su chaleco negro como la había descrito el niño, sus uñas transparentes. Sus ojos cada vez más nítidos y siempre atentos, escoltando mi figura inmóvil sobre la piedra gris. Aquella tarde de viernes y niebla.