Los Hamptons

Una vez Dan Rogers arranque el coche, en cada semáforo podrá aspirar el olor a las cocinas atareadas. Apenas hay nadie por las calles. Las hojas han tendido una alfombra a los más rezagados, los que aún corren con todo tipo de comestibles empaquetados al punto de encuentro del sueño americano. La señora Rogers, por ejemplo, ha preparado una comida entrañable en su casa de la playa. Un oasis de luz al que Dan Rogers acude muy de cuando en cuando a refugiarse por unas horas. Un ritual curativo: al llegar a la gran casa de estilo colonial, le saludará con un movimiento imperceptible de la mejilla para recibir un beso…

No pretendo interrumpir gratuitamente al autor, como habrás comprobado en el capítulo anterior he tratado de hacerlo lo menos posible, pero, si vamos a hablar de mi madre, creo que debo hacerlo yo directamente, ya que en esta historia merece un capítulo aparte. Además, es imprescindible que entiendas que, aquí, el día de Acción de Gracias es capaz de paralizarlo todo: una operación policial en la que te juegas la vida, la búsqueda de una mujer fantasma que se ha colado en tu cabeza… tu vida queda aplazada para soportar los mismos chistes del pavo de todos los años —un cartel en una pajarería frente a mi casa anunciaba este año «Pájaro de familia desaparecido» con una foto del plumífero al horno— y también aguanté el maldito tiempo bipolar de Nueva York en esas fechas. Al salir del portal, tuve que forcejear con una fuerza invisible para cerrar la puerta y de camino al coche, bajo un sol intermitente, el viento hacía marchar un ejército de nubes grises que parecían ir a lanzarse en batalla contra la tierra.

Existían solo cuatro ocasiones al año en las que visitaba los Hamptons, dos de ellas eran Acción de Gracias y Navidad, y siempre me asaltaba el mismo jovial misticismo al enfrentarme al viaje: según salía de Williamsburg, Ella Fitzgerald me acompañaba cantando From this moment on más o menos hasta alcanzar el primer gran cementerio saliendo de Brooklyn y, así, me aventuraba en mi ascenso transcendente por Long Island, de necrópolis en necrópolis hasta su extremo sur, Los Hamptons, ese imponente conjunto final de mausoleos donde la gente privilegiada como mi madre se enterraba viva en las estaciones cálidas con el fin, supongo, de irse acostumbrando a la fría soledad del mármol.

Y allí estaba ya, ante mis ojos, el primer camposanto. Justo en el margen del silencio que Ella marcó antes de comenzar Every time I say goodbye —cómo adoro esta sutil coincidencia—, apareció enmarcado en la ventanilla uno de mis perfiles preferidos de la skyline, la gran masa geométrica de la metrópolis y delante, paralela a ella, su irreverente y macabra maqueta. La otra ciudad de piedra en miniatura que recorre la orilla a este lado: el cementerio de Calvary, con sus lápidas alzándose orgullosas como pequeños rascacielos mucho más cercanos que esas desproporcionadas torres, morada transitoria de los hombres que, como yo, querían sentirse inmortales.

Aún afectado por mi siniestro encuentro con Ronald de la tarde anterior, tengo que confesarte que casi me divirtió pensar que, antes o después, los ocupantes de la Gran Manzana cruzaríamos aquel río Lethos a manos de tarados como los Hijos del Azar, para descansar en esa otra ciudad gemela con edificios a nuestra medida. Qué pequeños somos, pensé, atrapando entre los dedos la torre Trump que en perspectiva se convertía en una barra de chocolate negro. Luego seguí observando la curvatura excesiva de mi dedo gordo, una marca de familia que le debía a mi padre, como su incapacidad para tocar el piano. Sospecho que mi madre nunca nos perdonó aquello. Ni a uno ni a otro.

Esa mañana me había levantado con fiebre y desde niño, siempre que tengo fiebre, me dan ganas de ser mejor persona. Por lo tanto, y en mi empeño de luchar contra la recién nacida alianza entre mi código genético y el día de Acción de Gracias, decidí que no me vendría mal aparcarlo todo por unas horas y comer con mi madre quien ya se había ocupado de grabar uno de sus expresivos silencios en mi contestador.

En ese punto dejé la carretera entre Brooklyn y Queens para tomar la Long Island expressway y al ritmo de un jazz frenético fui dejando atrás el cementerio de Ziom, llegué hasta el de St. Johns, con sus limusinas negras como cancerberos mecánicos custodiando la gran explanada verde y sus mafiosos silentes, descansando en tumbas vecinas con sus víctimas y asesinos, acorté por el Interborough hasta llegar al de Evergreen, donde me abandoné por la gran recta de Cypress Hills, mi preferida. Kilómetros y kilómetros de carretera franqueada a derecha e izquierda por un paisaje verde y vertical entre lápidas. Siempre que paso por ella no puedo evitar una nostalgia extraña por sucumbir ante mi propia mortalidad y, ese día especialmente, me costó seguir dominando el volante. No era tan extraño. Pronto entendería por qué la proximidad de la muerte me producía y me produce tal imán.

La frente me ardía. Ah, la bondad, pensé. La bondad y la maldad parecían conceptos teóricos inservibles ante la demostración empírica de la piedra. Conducir entre aquellos camposantos me esclarecía de pronto la vista y la memoria. Por eso quizás escuché de nuevo la voz de Ronald. Los Hijos del Azar. El jodido trabajito que tenía para mí:

Podía negarme —me había advertido con su aliento a mahonesa, abanicándose con las fotos de los asesinatos que bien podrían haber aparecido en un catálogo gore del Metropolitan Museum—. Podía negarme, sí. Pero yo era el mejor, más bien el único que podía atraerlos.

Los Hijos del Azar… o más bien los hijos de la gran puta, creo que dije en alto, claro que había escuchado hablar de ellos. Últimamente sus asesinatos-homenaje a obras maestras del arte llenaban las páginas de los periódicos.

Sujeté el volante con ambas manos.

Ella cantaba Just do it y yo sonreí hacia adentro mientras pisaba el acelerador con la intención de asustar a una ardilla suicida que me esperaba chulesca en medio de la carretera y que no tuvo tiempo de huir. Achiné los ojos. Nunca he entendido por qué hacen esas cosas las ardillas. Sentí un pequeño obstáculo bajo las ruedas. Joder, grité, aunque en el fondo… se lo había buscado. No era una apuesta de tu tamaño. Me persigné ante los ángeles que me observaban pasar con su impávida sonrisa de piedra. No me respondieron.

Pero Dan Rogers siente que esa tarde estará a salvo. Contemplará en su madre, blanca, higiénica, todo lo que ha dejado atrás: su casa, su posición, su familia. Un mundo de posibilidades que una vez le parecieron demasiado asfixiantes. Por eso quizás la voz de Ronald acudirá como copiloto de sus recuerdos durante el viaje en coche: aquellos hijos de puta no eran solo asesinos, eran apostadores y ladrones. De momento parecían interesados en propietarios de obras de arte importantes que habían sido adquiridas en subasta recientemente. Eran sibaritas y nadie conocía su identidad ni sus propósitos. Quizás una hermandad de lazos intelectuales, puede que económicos. Lo que parecía claro era que se movían en los selectos círculos de las grandes subastas, porque conocían lo que algunas mansiones almacenaban dentro.

Su prioridad no era matar.

Todo formaba parte de un feroz y sofisticado juego. La crueldad del crimen la dejaban en manos del azar, pero el modus operandi parecía claro:

Detectaban al propietario de una obra de arte que acostumbrara a participar en grandes apuestas clandestinas. Este era citado en una partida privada de Black Jack donde enviaban a su emisario, un psicópata pelirrojo adicto a las cartas llamado Lucio Manfredi al que utilizaban como marioneta para que jugara en su nombre asegurándose de que, a partir de un punto, la víctima pusiera sobre el tapete la obra perseguida…

Y, claro, Ronald no había entendido mi sonrisa histérica cuando escuché el nombre del tal Manfredi, de ese espagueti en cuestión. Me explico: no estaba dispuesto a confesarle a mi jefe que le conocía porque le había ganado cien mil dólares unas noches atrás, destinados en su mayor parte a pagar mis deudas, porque eso le decidiría a apartarme del caso y sería tanto como confesarle que no había superado mi adicción, que no había dejado las apuestas ilegales y, en resumen, que me dedicaba a desplumar a criminales por deporte entre trabajito y trabajito para la poli. Por lo tanto, los Hijos del Azar y yo teníamos más cosas en común de las que Ronald podía llegar a imaginar: a Lucio Manfredi y que casi todos los errores de nuestra vida los entregábamos en manos de la suerte.

No son asesinos, Dan, son algo peor, me había advertido Ronald, sentado en aquel banco, aparentemente ocupado en seguir con los ojos un reguero de hormigas. Si el azar se inclinaba en contra de la víctima escogida y esta perdía la partida de Black Jack, debía entregar la obra reclamada a Manfredi en la forma y el plazo que escogieran los ganadores. Si el perdedor no respetaba sus normas a rajatabla, y la entrega no se efectuaba, los Hijos del Azar irían a por su botín y se lo cobrarían con intereses: escogerían meticulosamente la vida de la persona más valiosa para el perdedor. La que más le doliera perder. A veces la suya propia o la de un familiar, y su cuerpo formaría parte de la escena espeluznante de un crimen, inspirada siempre en una obra de arte universal de reconocido prestigio.

Una escena perfectamente iluminada.

Una estampa de cuidadas proporciones ejecutada por expertos artistas del horror. Hasta ahora, y según habían investigado, el crimen del jardín imitaba el cuadro El grito de Munch; el de la parejita, la escultura de El beso de Rodin, y la mujer sin cabeza, La victoria de Samotracia. Sus escasos supervivientes aseguraban que vestían de esmoquin con la cabeza totalmente cubierta por una máscara de goma que recordaba a unos bustos romanos a los que les hubieran nacido los ojos. De momento sus tendencias creativas parecían inclinarse por autores algo clasicones, según mi parecer, incluso obvios. Pero comprendo que sería mucho pedir que me hubieran asignado a un grupo de psicópatas que plagiaran a Rothko. En cualquier caso, no había forma de prever quién sería el siguiente homenajeado ni la próxima víctima.

Una bandada de pájaros que volaba hacia el sur se llevó la voz de Ronald de pronto muy lejos y me di cuenta de que había dejado atrás los cementerios. Puse rumbo hacia la costa. Ahora el paisaje volvía a estar vivo, aburrido, castigado por movimientos previsibles, salvo el de aquellos pájaros. Poco a poco los viñedos irrumpieron en el paisaje y se dibujaron las líneas rectas de las playas de la costa oeste: los locales de conciertos cerrados, las sobras de cristales del fin de semana, los embarcaderos blancos y vacíos por el cambio de estación. Long Beach, Lido Beach, John Beach… al pasar por Freeport paré como siempre para disfrutar unas ostras con cerveza. Un poco más allá, tomaba el sol una pareja de viejos heavys con sus Harleys que brillaban igual que dos moscas gordas y gigantes al lado del agua.

De pronto sentí que nada de aquello me pertenecía.

Dejé atrás Rockville, con su high school de ventanas inglesas blancas, sin rejas, sin alambradas electrificadas en el patio. Luego Baldwin, Merrick, Bay Shore… y así, Nassau entero fue alejándose de mi luna trasera, pueblo a pueblo. Toda una serie de burbujas de oxígeno cercanas a Manhattan donde poder respirar, con sus lagos artificiales, sus patos artificiales, sus palomas artificiales y sus niños artificiales. Me fijé en las calabazas que aún resistían en las puertas de algunas casas. En este país pueden durar hasta las Navidades. Desdentadas, medio podridas y con una sonrisa fija cada vez más macabra, me recordaban a algunos miembros del senado.

Así debí criarme yo, y así me criaron, supongo, en una época tan anegada de brumas que ahora apenas recuerdo. Mi padre murió cuando yo era demasiado niño como para entenderlo y mi madre decidió que viviríamos en Long Island, algo que sin duda favorecería a mi educación, aunque siempre mantuvo un apartamento en Manhattan para estar sola, es decir, lejos de su familia cuando lo necesitaba. Un lugar donde poder ser ella misma, supongo, y donde se hicieron famosas sus veladas con selectos intelectuales y artistas de la ciudad. Donde, dicho sea de paso, nunca tuvimos cabida ni mi padre ni yo. Ni uno ni otro hicimos nunca demasiadas preguntas. Era evidente que no teníamos su sensibilidad.

Mi madre tenía otros planes para mí. En Nassau debería haberme casado antes de los treinta, llevar un buen coche y limitarme a aquel micromundo. Conocería a buenos chicos que nunca habrían visitado Manhattan aunque estuviera a solo 40 kilómetros: ese mundo de perdición que nos anunciaban apocalípticas nuestras madres, cargado de sexo callejero y drogas, cuya sola posibilidad de existir nos hacía masturbarnos. Sin embargo, en las afueras no, en las afueras estábamos protegidos del azar, pero también del horror, pensé. Protegidos por la infranqueable y amenazadora cordillera de cementerios tras la cual descansaba la Ciudad Ficción. Donde todo era posible. Todo. Incluso la vida.

Arranqué el coche con tanta furia que hice corretear como liebres a dos adolescentes hasta el otro lado. Yo no los envidiaba a ellos, pero ellos tampoco me envidiarían a mí, pensé. Sobre todo si supieran lo que soy, a lo que me dedico. Sobre todo, si supieran lo que Ronald me había pedido:

Dan Rogers, bajo la identidad falsa de Hermann Oza, deberá adquirir en unos días una antigüedad japonesa en una importante subasta. Eso le colocará en el punto de mira de los asesinos. Luego tendrá que esperar a que los Hijos del Azar piquen el anzuelo. Supondrá ser convocado a una partida clandestina de Black Jack y volver a enfrentarse a Manfredi, su portavoz, pero con otra identidad. No será un problema, le asegura al comisario Dan Rogers, mientras enciende un cigarrillo que arde más de la cuenta y se congratula en silencio de que la noche que conoció al italiano y le dejó sin blanca, no había cometido la torpeza de presentarse con su verdadero nombre.

Ahora bien: ¿le dije Henry?, ¿o Hermann?, me pregunté mentalmente mientras Ronald y yo pensábamos en qué nombre le pegaba a mi nuevo personaje. Mi nueva tapadera. Me temo que sí había cometido la torpeza de olvidarme. Confiaba en que la memoria del espagueti fuera tan mala como la mía. Finalmente me decidí por Hermann para no liarme y Ronald propuso Oza, creo que porque era el apellido de soltera de su madre. Tendría que preguntarle a Barry, pensé, pero no. No, no, no… no podía, no podía involucrar a Barry, me lo habían advertido. Por algún motivo les parecía peligroso. Por algún motivo no le querían dentro. Podría colaborar con el grupo de confidentes habituales, pero no con Barry. Con Barry no. Chasqueé la lengua. Volví a acelerar. No me gustaba ocultárselo. Pero ¿y si algo salía mal?

El primer paso sería que Ronald tratara de localizar los mensajes de móvil a través de los cuales los Hijos del Azar permanecían siempre comunicados con Manfredi durante las partidas, con el fin de jugar a través de él sin desvelar su identidad. Incluso Ronald tenía sus dudas sobre si el mismo Manfredi conocía personalmente a sus jefes; eso sí, la envergadura de los crímenes en términos de «producción» hacía pensar que eran varias personas las que ejecutaban el asesinato. En algún momento de la velada, el italiano me pediría que pusiera la antigüedad japonesa sobre el tapete como apuesta. Y eso significaría que habría picado. Una primera victoria. Yo debería alargar la partida todo lo que pudiera para facilitar que Ronald y sus chicos localizaran el móvil desde el que se enviaban los mensajes… Finalmente harás un conteo de cartas, me había dicho Ronald, esa era mi especialidad, pero no para ganar la partida, chico, sino para perderla, especificó muy serio, y de ese modo convertirme en un cebo humano para los asesinos.

Me agarré al volante. Sentí un incontrolable hormigueo en la yema de los dedos que me era dramáticamente familiar. Comencé a mojar la camisa por la espalda y el asiento del coche. Nunca antes había hecho trampa para perder. Iba en contra de mi naturaleza. Pero por otro lado me excitaba. No podía evitarlo. El límite de la apuesta era el más alto que había jugado jamás. Me provocaba tanto como el sexo cuando pedía compañía al peligro. Lo que más me estimulaba era que todo dependía de mí. Lo que menos: que Ronald supo que no podía negarme. Es una ley: dale a un jugador una doble partida. Un juego de cartas dentro de un juego mayor. Y se lanzará como una araña a un mosquito. Por instinto.

No llevaría micrófonos. Era demasiado riesgo. La partida no podía amañarse: otro peligro innecesario dada mi fama como jugador, me piropeó Ronald como nunca antes había hecho. Una vez me adentrara en su mundo de suertes, estaría solo. Si ganaba, ellos se replegarían como obedientes ángeles exterminadores. Pero perder significaría que empezara la caza. Los chicos de Ronald me habrían preparado un apartamento en una zona lujosa de Manhattan a nombre de la identidad que habíamos decidido entre Ronald y yo, Hermann Oza. Allí llevarían con bombo y platillo la antigüedad del supuesto magnate. Cuando los criminales fueran a por ella como osos a la miel, serían apresados. Por precaución, a partir de ese momento tendrían que ocultarme fuera de la ciudad durante un tiempo. A saber cuánto.

Observé en el retrovisor mi rostro congestionado por la fiebre. Ah… desde luego no era la bondad sino el aburrimiento lo que me hacía conducir como un kamikaze por mi propia vida. Y Ronald era sin duda mi único antídoto contra el aburrimiento. A unos 30 kilómetros de allí, en la costa sur de Long Island a donde me dirigía —y donde mis padres terminaron comprándose una casa de recreo como cúspide de una carrera hacia el éxito social—, todos los chóferes se llamaban Fairchild y eran importados del Reino Unido de serie junto a los Rolls Royces, para que les sacaran brillo con devoción. Sí, los Hamptons, con sus funerarias con campo de golf, con sus casas de verano, con sus paredes forradas de literatura adquirida al peso.

¿Qué podía importarme ese mundo de praderas verdes cuando estaba a punto de embarcarme en la misión más oscura de mi vida?, ¿cuando vivía obsesionado por primera vez con la visión de una mujer que de momento solo existía en mi cabeza?

El cerebro me explotaba. Dudé si mi cuerpo soportaría una comida con mi madre. Además, ¿la verdadera compasión no empezaba por uno mismo? Entonces la BONDAD con mayúsculas podría terminar también en uno mismo, pensé. Y con esta verdad que me llenó de impaciencia, me encerré en el coche, di la vuelta y antes de haber conducido un kilómetro en dirección a Manhattan, derrapé y con las orejas gachas, puse rumbo al sur de nuevo.

Mira, hay algo de lo que pienso convencerte antes de que termines de leer este bendito libro. Yo soy bueno. BUENO con mayúsculas y sin discusión: tú aún no conoces a mi madre.

Y si la bondad empieza por uno mismo —seguí disertando mientras retomaba la ruta original y una claridad plúmbea se dibujaba al fondo—, la libertad también. De ahí mi problema con la mujeres. ¿Te das cuenta? Hemos caído siempre en la misma trampa. Huir de las mujeres libres. Esas que por instinto natural nos enamoran. Hay que fiarse del instinto. En serio. Siempre. Porque una mujer libre es la que te hará más libre. Sin embargo las otras, a las que nos aferramos de por vida porque no se conceden la libertad ni siquiera a sí mismas, esas tías son las que se pliegan en casa dentro de los cajones, las que se encarcelan en ellas, en sus hijos, las que no se dan libertad para follar a gusto, comer a gusto, para vivir con ganas, vaya, esas son las que nos hacen sentirnos seguros, como en la cárcel, porque en el fondo te encarcelan con ellas. Dentro de ellas.

¿No es evidente? Nadie que no conoce la libertad, que no se la concede a sí mismo, puede darle la libertad al otro. Bien, pues acabo de presentarte a mi madre. Ella era una de esas mujeres carceleras.

La evoqué como una antigüedad más dentro de aquella gran casa de madera blanca que amenazaba con fornicar con la carcoma o desmontarse en el próximo temporal, los bufidos con los que protestaba el mar cuando la escuchaba al piano en su salón privado, siempre destemplado, con el que aún tenía pesadillas macabras desde que me obligó a estudiar música, desde que me declaró incapaz para ello y no volví a traspasar aquella puerta. La recordé, decía, arañando los acordes del concierto número 2 de Chopin, rodeada de todas aquellas reliquias —fotografías, pinturas, recuerdos— que había colgado sobre él y que, según ella, habían dado sentido a su vida, a las que rezaba como si fueran dioses que se descolgaban de las paredes. Es cierto, siempre tuve pesadillas con aquel rincón de la casa. Quizá porque siempre supe que en aquel templo que mi madre había erigido a lo que más le importaba en la vida, sobre su altar negro y musical, nunca encontraría una foto mía. Nunca jamás tocó para mí. Solo tocaba para ellas.

Cuando llegué, y como ha comenzado a narrar Abbott en la página 43, la distinguida Evelyn Rogers estaba sentada en el jardín y preparó la mejilla para recibir un beso. Este era un gesto muy suyo: siempre pedir antes y luego, si acaso, dar. Y eso que se pasaba el día muy ocupada haciendo obras benéficas: mi padre siempre dijo que era una de esas republicanas liberales que se sienten culpables de serlo. Luego trató de despistarme con su semblante sereno e indiferente, pero, justo a tiempo para detener el embiste, comprobé cómo fruncía levemente el labio superior como si hubiera encontrado el primer reproche de la tarde, mientras miraba de reojo el césped.

—Madre, tienes que mandar que te quiten las hojas del jardín —la sobresalté—, o se enfadarán contigo los vecinos.

¿De quién crees que saqué mi habilidad para el juego?

Mi madre era una estupenda jugadora capaz de reconocer cuándo le habían dado la vuelta a una estrategia, así que se limitó a mirarme a los ojos. Yo, regodeándome en mi primera victoria, proseguí:

—Recuerda que el año pasado, el señor Picock te esparció las suyas en la puerta de casa para informarte cordialmente de que tus hojas empezaban a invadir su jardín. Fue bastante embarazoso.

Ambos nos miramos entonces como mira un ciervo a un cazador antes de recibir un tiro en la frente, intentando dilucidar cuál de los dos era en ese momento la presa. Quizás habíamos recordado que, como todos los años desde que cumplí los diez, la tarea de recoger las malditas hojas era responsabilidad mía. Pero yo ya no iba por allí. Y descuidar aquel jardín era descuidarla a ella.

Se levantó un poco de viento. Las puertas de una de las ventanas golpeaban como una sentencia el quicio de madera. Una hebra de pelo ceniza cruzó su rostro bello y limpio, su vejez sin maquillar. Ambos levantamos la vista.

—¿Pero qué necesidad tienes de mantener todo esto, madre? Si, al final, ¿quién viene aquí? La pobre Hanna ya no puede sola con las tareas de una casa tan grande. Y cada vez necesita más arreglos.

—Los haré cuando la cerremos este invierno.

—Llevas años diciendo lo mismo, madre… Y ya es invierno.

—No, es Acción de Gracias, Daniel. Y vienes a comer. Esa es tu única obligación para con esta casa. Venir el día de Acción de Gracias y abrir la boca solo para comer.

Y se levantó vértebra a vértebra de la silla colonial donde estaba encajada, para desaparecer como una ilusión tras un visillo de gasa blanco. Durante la comida habló de la nueva temporada en la Metropolitan Opera. Le parecía sofocante.

Hanna sirvió pato de Long Island —que es, por descontado, más fino que todos los demás—, luego vinieron las ostras negras sobre una cama de pimienta también negra y los langostinos a la crema. No abrió el vino español que llevé de regalo. Encontró en su bodega una opción más apropiada. Mi madre nos confesó, poco después de quedarse viuda, que cocinar pavo ese día siempre le había parecido una absurda vulgaridad.