Barry, el guardián de Harlem

Barry es ascensorista en el metro de la calle 176 y el confidente del comisario Ronald en la zona de Washington Heights. Como todas las mañanas a las cinco en punto, baja las escaleras del subterráneo donde trabaja, esta vez con el recuerdo de la resaca de la noche anterior aún palpitando en sus ojos encarnados. También fumaron de más, piensa, con el sabor de los magníficos cigarros que trajo Dan Rogers.

A Barry le gustan los puros habanos de hoja bien negra y dice que quiere morir como un neoyorquino, es decir, que le dejen morir, si es posible en una esquina. Que los viajeros de su ascensor entren y salgan esquivando su cadáver tumefacto por la falta de riego. Que los deportistas de Central Park pasen de largo durante cuatro o cinco horas despotricando del alcalde, mientras chorrea la última saliva desde su cara estampada boca abajo en un banco. Que solo llamen a la policía para que lo recojan cuando el hedor empiece a ser intolerable y molesto. Barry es un romántico y quiere para sí un final inundado de poesía del horror a la altura de estas perversas calles.

Pero esa mañana, la resaca no es lo único que le mantiene la mirada perdida. Necesita confiar. Confiar en que Dan Rogers no ha vuelto a las andadas. Quiere de verdad a ese chico. Por eso debe creerle cuando le asegura que solo está utilizando su habilidad para las cartas como le ha enseñado. Para un buen fin. Hace unos minutos que Ronald le ha dejado un mensaje desde la comisaría: va a llamar a Dan Rogers para su primer caso en solitario. No puedo contarte más, Barry, le ha dicho el comisario con un extraño secretismo, pero es hora de que nos demuestres que confías en él lo suficiente como para que le dejes volar solo.

Tengo que confesarte que en su momento me habría ahorrado muchos quebraderos de cabeza y de conciencia haber sabido que Ronald habló con Barry aquella mañana. Pero eso ahora no tiene importancia. Hay que decir a favor de Abbott que esta no es una mala descripción de Barry, aunque la verdadera anécdota, si me lo permites, es cómo nos hicimos amigos.

Le conocí hace dos años cuando yo aún vivía en el Harlem Español y mantuvimos una conversación sobre jazz en tres tiempos, entre el piso 0 y -3, durante tres días distintos. Su enorme cuerpo negro estaba encajado en una esquina del ascensor tras una especie de pupitre que se había esforzado en hacer habitable: un ventilador de juguete que apuntaba hacia la sudorosa cabezota de titán, un cactus pálido que demostraba su capacidad para sobrevivir en cualquier parte y un equipo de música del cuaternario que escupía, testarudo, el saxo de Dexter Gordon. Tenía apoyado el codo sobre el mostrador con una de las mangas de la camisa del uniforme remangada, dejando entrever el brazo que parecía el tronco de un árbol viejo sobre el que hubieran acuchillado mensajes de amor los pandilleros del barrio.

Cuando entré, se abanicaba con un ejemplar arrugado de Los Vengadores, congestionado, pero sin perder la sonrisa. Me llamó la atención su forma de abordar a los viajeros, destemplados a esas horas, con un buenos días amigos, abróchense los cinturones, y que antes de hundir su dedazo color cacao en el botón ya había conseguido robar alguna sonrisa pesada. ¡Vamos, hijos! Decidle buenos días al viejo Barry y sabré que no estáis muertos. Para mi sorpresa, cuando alcanzamos el primer piso escuché un tímido pero disciplinado buenos días, de un coro extravagante de funcionarios, oficinistas, estudiantes y una monja que seguían envasados en el ascensor. Barry abrió las puertas jaleando al grupo, ¡a la arena, gladiadores, Nueva York os espera!, mientras algunos de ellos, los más orgullosos, disimulaban una sonrisa.

Me quedé solo para continuar hasta el piso 0. Sentía cómo él me observaba con una mezcla de guasa y compasión difícil de soportar en silencio. Así que cuando mi estómago intuyó la parada le miré directo a los ojos, algo impensable en esta ciudad si no quieres follar o batirte en duelo, y sentencié:

—La verdadera música de Dexter Gordon está en el silencio. En su último aliento dentro del saxo.

Sus ojos me observaron oscuros, casi inválidos por los derrames, preñados por la experiencia.

—Dexter Gordon era un alcohólico —contestó, creo que con orgullo.

Al día siguiente cuando entré en el ascensor, Barry estaba sentado en el mismo lugar, lanzando su voz de trombón a los viajeros mientras el ventilador removía a duras penas el aire sofocante de su cubículo, solo respirable gracias a que flotaba también el limpio quejido de Billie Holiday.

Cuando apretó el botón de la planta 0 y me miró, supe que me recordaba. Y para no decepcionarle demasiado me acerqué a la puerta y afirmé que Billie Holiday había sido la voz más apasionada del jazz, a lo que él respondió con una sonrisa:

—Billie era una drogadicta neurótica.

La tercera y última entrega de esta charla fue la que nos unió para siempre. Y no por el hecho de que nos pusiéramos de acuerdo sobre nuestros gustos musicales, sino porque cuando Barry entró tarareando a Louis Armstrong a las seis de la mañana para comenzar su turno, yo ya estaba allí, esperándole como la secuela cutre de una mala noche, en el suelo, recostado contra la pared igual que un fardo de huesos y con la cara reventada a golpes. Uno de tantos episodios nocturnos que luego recordaba en blanco y que se repetían siempre que cenaba juego y alcohol. Cuando se me acercó su enorme cuerpo uniformado, me cubrí instintivamente la cabeza con las manos, pero al reconocerle escupí en el suelo un coágulo de sangre y articulé como pude:

—La garganta de Armstrong era el más perfecto instrumento del jazz.

El resopló mientras me ayudaba a sentarme en su silla y me tendía una botella de agua que bebí de un trago.

—Armstrong era un puto negro.

Y no hubo más que hablar esa mañana porque de un plumazo se me había revelado aquel hombre, un gigante fabricado con remiendos de jazz: compartía con Dexter su mala vida, con Billie su corazón herido y con Armstrong que era el negro más negro de Nueva York.

Ese día lo pasé entero a bordo de su caja de cerillas subiendo y bajando de seis a seis hasta que terminó su turno. Desde entonces, ya hace años, invierto así los lunes: viajando del suelo al subsuelo en esa nave que pilota Barry, hasta que empiezan a repetirse los rostros de aquellos que vimos marcharse al trabajo a primera hora de la mañana.

Durante las primeras horas que compartimos comprendí todo lo que era mi futuro amigo: tenía la capacidad de mantener decenas de conversaciones con distintos viajeros que duraban apenas unos segundos y recordaba, incluso, el punto exacto en el que las habían dejado cada uno de los días. También me asombró su forma de transformar lo chusco en fascinante, en una experiencia diaria por la que habría merecido la pena levantarse: ese lapso de tiempo, ese breve armisticio que firmábamos con la ciudad para pertenecer solo a Barry.

Por eso conocía a millones de personas y anécdotas inimaginables sin haber salido ya no de Nueva York, sino de aquel ascensor. A día de hoy es la persona más cosmopolita que conozco y su ascensor es una caja de resonancia del mundo. Sin embargo Abbott se permitirá el lujo de describírtelo como un negro paleto al que solo le gusta fumar puros. Por ese motivo, y más allá de la apuesta personal que tenemos entre tú y yo, me he propuesto ofrecerte mi visión de él. Yo que le conozco mejor que nadie. Que soy consciente de que es mucho más grande que yo, más grande que Nueva York y mil veces más grande que esta historia.

Aquella noche, mi nuevo amigo me llevó a tomar unas cervezas por el barrio. Caminamos protegidos por las sombras de panal que las alambradas dibujaban sobre las aceras, mientras me trazaba un plano de su pasado: en aquella esquina de allí había muerto su padre monstruosamente joven al intentar sofocar una reyerta callejera, en esa parroquia de allá había ayudado a su madre en las misas, en esas canchas su paso por la ginebra, y de ahí a los robos en esa tienda de ultramarinos al otro lado de la calle. Hasta que el pastor al que ayudaba con las limosnas se propuso apadrinarlo y dejó en sus manos el jazz negro, los libros que ahora se apilaban bajo su cama y el puesto de ascensorista que a día de hoy considera su salvavidas.

El padre de Barry era un héroe. O así le recordaban en el barrio. Se le apodó el Guardián de Harlem e incluso llegaban a invocarlo en algunas misas como si fuera un ángel. Quizás por eso Barry se obsesionó con los cómics en cuanto cayeron en sus manos. Y cree en ellos firmemente. Según él son la mitología de Nueva York. Pero una mitología basada sin duda en héroes reales y anónimos. Por eso se pasa el día asignando apodos de superhéroes a todo el mundo.

Hubo un cómic que dio un giro a su vida: leyendo uno de los primeros números de Los Vengadores cuando aún era un niño, descubrió la existencia de un héroe negro llamado Halcón, el Guardián de Harlem. Decidió que, sin duda alguna, debía de estar inspirado en su padre. Así que absorbió el título y decidió buscar un segundo empleo en el que poder ejecutar su vocación, ahora heredada. Por eso, cuando me conoció y supo que me apellidaba Rogers, llegó inmediatamente a la conclusión de que, por la coincidencia con el apellido real de su segundo héroe favorito, Steve Rogers, yo debía ser bautizado también como el Capitán América.

Eso, o que ya intuía mi problema con el juego, fue probablemente lo que le decidió a hacer por mí lo que aquel pastor hizo en su día por él: tratar de regalarle a mi vida un nuevo sentido y presentarme a su contacto en la policía. El comisario Ronald. Un tipo fofo, con las manos frías y húmedas como peces y ojos de perro bueno con el que colaboro, desde hace unos años y gracias a Barry, como confidente. Aquella primera noche, mientras sus labios se pegaban a la botella igual que un tentáculo, Barry me contó cómo había llegado a ser un soplón y cómo aquello le había permitido hacer algo por la memoria de su padre. Yo le escuchaba con el rostro paralizado por la hinchazón, con cierta reserva, deslumbrado por el agotamiento y las luces verde botella del pub. Y llegué a confesarle lo que no confesaba ante nadie: que no éramos iguales, que yo no provenía de su mundo, en realidad yo no era como él. Digamos que yo me lo había buscado. Digamos que me importaba un carajo la injusticia. Entonces, y después de una sonrisa que me pareció fraternal, me contestó:

—Lo sé, puedo ver que eres un niño rico que no tiene nada más.

Un chaval que no podía evitar meterse en líos porque no tenía nada más, repitió mientras me recorrían de arriba abajo sus ojos de escáner: ¿era drogadicto?, ¿atracaba bancos?, ¿o me divertía jugar con la mafia? ¿Debía pasta a los espaguetis? Nada de eso le impresionaba, no, y cuando estaba a punto de confesarle mi ludopatía, insistió:

—No sé cuál es exactamente tu problema, pero lo que está claro es que eres un tarado como yo, hijo, eso salta a la vista. Ahora, déjame decirte una cosa: el peor defecto, aquel que amenaza con jodernos la vida, bien dirigido puede convertirse en nuestra mayor virtud.

Así terminó la noche. Bueno, en realidad no terminó así, el broche de oro lo pusieron dos portorriqueñas que entraron en el pub a última hora, ocultando su edad bajo un maquillaje inexperto y el alcohol excesivo, que rogaron al camarero unas copas entre saltitos y que subiera la música si quería un poco de espectáculo. Una de ellas parecía la hermanita mayor de la otra, porque la más niña pavoneaba su cuerpecillo a medio hacer imitando todos los movimientos de la más alta. Sacudía sus caderas sin hueso como una lagartija, alzaba los brazos raquíticos sujetando su pelo oscuro, hasta que la mayor clavó una rodilla en la banqueta y gateó hasta la barra con torpeza. Desde allí se adivinaba su ropa interior de algodón, las rodillas redondas, los muslos rectos. Poco a poco, los clientes del bar fueron acercándose con la cautela de una manada de lobos viejos. Barry me miró comprensivo y luego, girándose hacia las chicas con una mezcla de lástima y apetito, le escuché murmurar:

—Por qué no envejecerá el deseo.

—Nos vemos en el Carnegie Dell en la séptima avenida con la 55 —dicho esto Ronald cuelga, aunque Dan Rogers aún permanece unos segundos escuchando el pitido intermitente de la conexión.

Se mete un chicle en la boca, blasfema en alto y trata de encajar el auricular en la cabina tres veces hasta que se da por vencido y lo deja colgando como la oreja desprendida de un robot.

Hace un mediodía soleado que dibuja el Midtown en líneas limpias y precisas. Cuando entra en el local le recibe un bofetón de olor a carne frita y salsa de yogurt, y apenas puede intuir entre el humo de la cocina a Ronald, al fondo, de espaldas, con su sombrero de cuadros, la camisa azul marcada con dos circunferencias simétricas bajo las axilas y la cartuchera cruzándole la espalda fofa. Tratar de entender sus gustos gastronómicos le resulta aún más difícil que comprender su absurda costumbre de citarlo tan lejos de la comisaría, según él, «por discreción».

Dan Rogers dibuja mentalmente un camino entre las mesas: cerca de la puerta, una veintena de oficinistas solitarios tragan con prisa mientras se aprenden de memoria las paredes, y al fondo cacarea una gran mesa de representantes de artistas de cuarta, de los que se alimentan de las migajas de Broadway en los garitos de los alrededores. Cuando Dan Rogers consigue llegar hasta el policía ya está allí una camarera culona llamada Pamela que se abanica el sudor con su libreta dejando los ojos en blanco.

Ronald le tiende la mano con el dedo meñique untado en mahonesa mientras trata de doblegar un enorme bocadillo con la otra.

—¿Qué estás comiendo?…

—Un Danny Rose. Tráele uno, Pamela. Y más servilletas.

Luego se seca la frente con un pañuelo de tela. Lame sus dedos uno a uno como un gato gordo y fatigado. Da un azote triste al aire detrás de la camarera que ya se aleja con las caderas flojas.

—Me siento mal por encargarte esto, Dan —confiesa de pronto, atragantándose con el último bocado.

—Pues entonces podrías haberme llevado al Tavern on the Green y no a este tugurio.

El otro intenta una sonrisa. Se acoda sobre la mesa. Suda más aún. Dan comprueba que por una vez lo dice en serio y se enciende un lucky strike.

—Se lo daría a Barry. Es muy buen jugador pero la gente a la que nos queremos acercar estará más a gusto contigo.

—Déjame pensar —Dan Rogers descarna su sonrisa y escupe el humo que le queda en la boca—. El Ku-klux klan organiza partidas de Black Jack, pero una nueva y perversa modalidad que han llamado «White Jack», por razones obvias…

—El Ku-klux klan no —le interrumpe Ronald, sin ganas para ironías—, pero los Hijos del Azar, sí.

A Dan Rogers se le descompone la sonrisa, Ronald bebe el resto de su cerveza de un trago y en la mesa de atrás se hace un silencio de funeral en los contertulios que solo romperá Pamela cuando regrese con un plato de patatas fritas que parecen enterrar un bocadillo.

—Un Danny Rose, ¿falta algo?

Ellos niegan con la cabeza y justo al tiempo estalla en carcajadas la mesa de antes: ¡un Danny Rose!, ¿habéis escuchado?, han pedido un Danny Rose, se felicitan unos a otros, mientras el más enclenque, uno que fuma sin parar cigarrillos ajenos asegura que ese es, sin duda, el mayor honor al que puede aspirar cualquiera de ellos en Broadway, que bauticen con tu nombre a un bocadillo. Entonces, los dos hombres se miran a los ojos, piden un café para llevar y se levantan. El plato queda intacto sobre la mesa.

Durante unos minutos caminan en silencio. Los Hijos del Azar, medita Dan Rogers, quién no había oído hablar de ellos en esos días. Sus asesinatos aparecían cada vez más cerca de la primera plana de los periódicos y la gente relataba sus crímenes como si fueran episodios de un serial macabro de televisión.

Bajan por Broadway arrastrados por un torrente de cabezas que se dirige al sur. Atraviesan Times Square que siempre parece estar celebrando el final de una gran guerra. Dejan atrás las tiendas de cachivaches electrónicos y el último de los carteles de los teatros que anuncia sobre una marquesina de bombillas Happy Endings. Ambos quedan detenidos ante el cartel por unos momentos hasta que Ronald le echa el brazo por los hombros como lo haría un padre en su primera conversación sobre sexo con su hijo, un confesor que va a aplicar una penitencia, pero no un amigo:

—Vamos a un lugar tranquilo. No quiero que te metas en este lío sin saber bien a quién te enfrentas —saca el pañuelo, se seca la frente—. Y, por cierto, ni una palabra de esto a Barry. Entiendo que querría protegerte y eso podría ser muy peligroso para todos. Esta vez es un asunto solo contigo.

Deciden subir de nuevo por la 5a Avenida hasta que algunas hojas empiezan a suicidarse bajo sus pies. Puede sentir el caminar despatarrado de Ronald a su izquierda y de cuando en cuando le mira sin abandonar el perfil. Su sonrisa de oso se esconde ahora tras un hocico hundido, igual que un perro que fuera a mearse dentro de casa. Ronald le ha proporcionado muchos trabajos desde que Barry los presentó y nunca le ha visto buscar de esa forma las palabras. Sin embargo, cuando se queda definitivamente sin habla es al pasar delante de Tiffany's. El comisario gira sin disimulo la cabeza varias veces para mirar a una chica esbelta y pequeña con moño alto que pellizca un croissant mientras estudia el escaparate. O quizás se deleita en su reflejo vestido de diamantes.

Entran a Central Park por la puerta frente al hotel Plaza. A esas horas el sol empieza a esconderse tras los edificios. A Dan Rogers le gusta ver el parque atrapado en sus gafas. El cielo y los rascacielos negros. Los patos volando desde el lago y sobre su cabeza imitando una coreografía clásica. Un acordeonista parece adaptar una banda sonora a cada paseante. Un joven negro con un chubasquero amarillo sigue con la cabeza un ritmo imaginario. Al cabo de un rato se sientan en un banco y Ronald saca del bolsillo interior de su cazadora un puñado de fotos.

—Esta es toda la colección que nos han dejado hasta ahora. Que la disfrutes —y prende su cigarrillo.

La primera foto muestra a una mujer con la cabeza rasurada. La boca redonda en un horror desencajado. Las cuencas vacías. Dentro de una de ellas han incrustado un dado. Esta clavada literalmente en medio de un puente de madera como si su cadáver aún huyera despavorido.

—El escenario del crimen es el jardín de la víctima. La empalaron con una de las sombrillas de su piscina —dice Ronald mientras busca algo perdido entre los árboles y el infinito.

Dan Rogers desliza la segunda foto sobre la primera. El papel parece arrugado por muchas manos. Esta ni siquiera le parece una foto tomada del natural. Es una pareja desnuda y blanca sentada sobre una silla. Ella sobre las rodillas de él. El la envuelve en un abrazo de carne. Ella tiene un dado de madera entre los labios. Si no hubiera sido por el tono marmóreo de sus cuerpos, parecería que se habían dormido en el transcurrir de un beso.

Dan Rogers necesita cerrar los ojos y respirar. Abandonar unos sentidos en favor de otros. Se lleva la mano cerca del corazón. Tantea unos segundos. Saca un cigarrillo y lo enciende. Un violín y una guitarra tocan el Canon de Pachelbel que sin previo aviso se fundirá con los primeros acordes de un tema de Sting. De pronto huele a salchichas cocidas y a magnolias. Escucha a Ronald hablar por el móvil.

Abre los ojos doloridos y saca fuerzas para descubrir con prisa la última estampa: la instantánea está tomada desde el pie de una gran escalera blanca. Arriba, igual que si fuera a remontar el vuelo y sostenido dios sabe cómo, el cuerpo de una mujer sin cabeza. Blanco. Vaporoso. Lleva un camisón de gasa que se desprende desde sus brazos alzados como las alas de un gran ángel. Ronald se sienta de nuevo a la izquierda de su confidente.

—¿Siempre son tan creativos? —dice Dan Rogers, reprimiendo una arcada.

—Últimamente, sí.

Como comprenderás, aquel adverbio, aquel pasado que contenía una previsión de futuro me provocó el primer escalofrío de la estación. Me subí el cuello de la chaqueta, blasfemé hacia dentro, le devolví las fotos y, antes de que Ronald se entregara a los detalles de mi nueva colaboración, intenté concentrar mis sentidos en todo aquello que seguía poderosamente vivo: las ardillas trabajando a cámara rápida entre las hojas, los cascos de los caballos contra el camino asfaltado, la afinación sinfónica de la ciudad detenida por la presa de árboles invictos que aún lograba contener la catarata de ruidos y, en el centro de aquel remolino, esta vez su voz, la de la mujer que me obsesionaba y se colaba en mis sueños desde hacía días. Una voz que me pareció delirada y de la que no tardaría en comprender su procedencia: ella de nuevo y más nítida, casi transparente, como el viento que venía del río.

¿Lo harás?, me pareció que preguntaba, ¿lo harás?

Luego sus ojos atentos a los míos, expectantes, preguntándome si quería más cartas.