Dan Rogers camina hacia el muelle con una botella de cerveza en una mano y una maleta con diez mil dólares en la otra. La torre Newman es el último coloso de espejos antes de llegar al río. Al pasar se detiene un instante ante la alfombra de pájaros muertos acumulada a los pies del rascacielos: gaviotas, palomas y gorriones con las cabezas reventadas, los picos dislocados, atónitos, las alas partidas por el impacto contra esa perfecta y sólida reproducción del cielo, un gigantesco lingote de plata en el que se reflejan ahora las aristas azules del Downtown. Cuando siente el crujir de esos minúsculos ángeles caídos bajo sus pies traga saliva y, una vez traspasada la verja de Battery Park, frota las suelas contra la hierba fresca hasta que no queda en ellas ni rastro de sangre.
El gesto lo lleva a recordar por unos instantes la última partida de esa noche: el mal perder del italiano, la presión metálica y pesada del cañón contra su sien, Manfredi a grito en cuello, el dedo en el gatillo, tienes la suerte de los tontos, porque si te tomáramos en serio tendríamos que matarte, le había rugido con su ojo de cristal fijo en el lugar donde si disparara entraría la bala. Quizás, piensa Dan Rogers mientras se adentra en la oscuridad del parque, quizás no le había hecho mucha gracia que lo desplumara de una forma tan humillante, o puede que fuera lo de oye, Lucio, ¿y no se te darán mejor las canicas?
Puede ser, respira hondo, puede ser, sonríe ahora mientras por los auriculares se cuela en su cabeza Smoke on the water de Deep Purple. El título de la canción le hace sonreír de medio lado, escupir el humo por la nariz y aspirar una gran bocanada de aire húmedo que parece poner en marcha de nuevo sus pulmones. Reconoce que debe controlar esa tendencia suya de provocar a quien ya no tiene nada, absolutamente nada que perder.
Desde luego, sí que ha sido una noche memorable, se dice Dan Rogers mientras apura el último trago de su cerveza. Esta vez le ha salido bien. Se coloca el maletín bajo el brazo y camina hasta los límites del agua, zarandeando la botella vacía con una energía infantil. Hasta que sus pasos dejan de sonar a asfalto y lo hacen a madera hueca. Hasta que las luces tenues y plateadas empiezan a esparcir una ceniza brillante sobre las pocas parejas que quedan en los bancos del embarcadero antiguo. Sobre ellos, los árboles se desprenden lentamente de sus grandes hojas doradas como si fuera un sueño. Uno bueno. Hasta cursi. Desde allí ya intuye el árbol alto y cónico del South Cove: un templete circular de celosías estranguladas por enredaderas, las mesas de ajedrez de piedra donde Barry le esperará jugando contra sí mismo partidas imaginarias, la barandilla de hierro que describe una frontera curva con el mar desde donde verá los ferris partir en dirección a la libertad que ya intuye que no tiene.
Antes de llegar al final del embarcadero, se detiene delante de un cartel del ayuntamiento:
RECUERDE: ALIMENTAR A LAS PALOMAS TAMBIÉN ALIMENTA A LAS RATAS.
Dan Rogers escarba en su bolsillo y deja en el suelo un puñado de cacahuetes que han sobrevivido, como él, a la partida.
Pues sí, ese soy yo. No es que vaya a negarlo. Allí estoy, caminando hacia el South Cove, mi rincón preferido de Manhattan, con la adrenalina de quien acaba de hacer lo que más le gusta en este mundo: jugar una buena partida y ganarla. Llegados a este punto, según como yo lo veo, tienes dos opciones: quedarte con la visión superficial de Abbott, el mediocre que ha escrito mi vida, o escuchar a quien realmente conoce esta historia, es decir, a mí. Tú decides qué parte leer. Aunque también es cierto que existe una tercera opción, y es leer las dos. Probablemente eso te dé una visión más completa. Más objetiva.
¿Y por qué hago esto? Bueno, mi pretensión no es otra que contarte cómo me embarqué sin saberlo en la misión más peligrosa de mi vida, cómo conocí a la mujer que cambiaría mi visión de la realidad para siempre, pero, sobre todo, por qué leer este libro sin mi colaboración te pondrá, sin duda, en peligro. Pero no quiero mediatizarte. Tú mismo. De cualquier forma y solo por si has conseguido escucharme, comenzaré ahora mi historia como creo que debe comenzarse. Es decir, como a mí me de la gana:
Yo vivo en el olimpo que soñaron los dioses. Yo vivo en el puerto que soñaron los fenicios. Vivo en la tierra prometida a los judíos. En el país de los niños perdidos. Vivo en la Ciudad Ficción, una isla cosida al mar por los filamentos de las fantasías de todos los hombres… Y contra todo pronóstico y a pesar de lo que Abbott ha empezado a contarte soy un nativo bastante anormal. Un tipo detallista. Generoso. Aunque sí, es verdad, un jugador. No llegará a especificarse, pero puede decirse que soy atractivo, de complexión atlética, ni alto ni bajo, de zancada segura y una sonrisa elíptica que lanzo a las mujeres con fanatismo de francotirador. Mi peculiar sentido del humor ya ha sido destacado, creo, pero no el hecho, sinceridad ante todo, de que cada vez que me encargan infiltrarme en una apuesta ilegal, acabo dejándome arrastrar por el canto de las sirenas y no solo me gasto el fondo que me dio la poli para la operación sino que, con suerte, solo pierdo el doble.
Aun así, no puedo negar que todo en esta vida me lo ha dado el Black Jack: la única apuesta que me permitió verle los colmillos a la muerte, la posibilidad de conservar mi apartamento ese mes de noviembre, conocer a Barry después de una tremenda paliza en su ascensor, la borrachera de la noche en que me enfrenté por primera vez con Lucio Manfredi, el italiano más peligroso de las apuestas neoyorquinas, la posibilidad de ser confidente de la poli y el pasaporte para cruzar las fronteras que nunca me atreví antes.
El placer de conocerla también me lo dio el Black Jack. Por eso, la primera vez que la vi fue también aquella noche, después de mi mejor partida y sumergido en una magnífica borrachera que compartí con Barry y que pagué yo. El primer día que no perdí hasta los zapatos. El primer día que le gané a un mafias, nada menos que diez mil dólares, joder. La primera vez que, sin saber por qué, no le dije a Barry a quién le había ganado la pasta. El se limitó a sermonearme un poco: oye, chico, recuerda que te enseñé a jugar mejor para que fueras de los buenos y ayudaras a coger a los malos… Pero esa noche no me preguntó más, nos bebimos toda la cerveza de la isla y terminé derribado en un banco del South Cove, con la cabeza sobre mi botín, tratando de atrapar entre mi dedo índice y el pulgar, como un auténtico imbécil, los ferris cargados de bombillas que se perdían en la bruma.
Entonces, cuando por fin acepté mi derrota y cerré los ojos, la vi. Y esta es la parte que no puede contarte Abbott porque la desconoce. Te aseguro que su sola imagen era tan real y tan bella, que me dio miedo.
Fue solo un parpadeo: camisa blanca, chaleco entallado, las uñas brillantes y perfectamente cortadas, las manos lisas de una muñeca de cera, sus manos… moviéndose con precisión de metrónomo. Frías. Tan blancas y exquisitas como un par de guantes. Jamás corregía un movimiento: atrapaba la carta a una velocidad de vértigo y quedaba apresada entre sus dedos, durante unos segundos, como si sujetara las alas de un mosquito. Luego descubría el cartón lanzando sus pupilas, creí, sobre el siguiente jugador. El pelo castaño y largo le caía como una catarata por la espalda. El blanco luminoso de su piel atrapaba sin embargo más colores de los que jamás había podido imaginar. De unos cuarenta años pero algunos menos de experiencia.
¿Quién era ella? ¿Solo un recuerdo? ¿Una alucinación provocada por el delirium tremens?
Abrí los ojos, incrédulo, y escuché a Barry respirar trabajosamente a mi lado. Supe que estaba despierto porque sentí el peso de su mirada y, sin entender por qué, mi rostro empezó a descomponerse por el llanto: no me mires, contesté a su silencio con la voz ruborizada, acabo de conocer a la mujer de mis sueños. ¿Esta noche?, creo que le oí decir. No, ahora mismo, balbuceé entre flemas. ¿No te acabo de decir que es la mujer de mis sueños?
Entonces, no sé qué me impulsó a arrancar un trozo de papel plata de mi cajetilla de tabaco y, como un crío que planea una trastada, escribí: «Te esperaré en South Cove», para después introducirlo en una botella de cerveza vacía a la que volví a enroscarle la tapa. Luego la lancé al agua con una extraña euforia mientras tarareaba a Sting: «hundred billion bottles, washed up on the shore», la vi alejarse, «seems I'm not alone in being alone», proseguí mientras cabalgaba sobre el negro como un pequeño barco que llevara una bandera prohibida, «hundred billion castaways looking for a home»…
Desde ese momento decidí que debía encontrarla. Algo dentro de mí me decía que descubrir quién era sería fundamental para encontrar aquello que llevaba buscando tantos años: a mí mismo.
Es la mujer de mis sueños, le repetí a Barry, casi molesto, y es que tuve enseguida la certeza de que ella no podía vivir en aquel barrio, ni en aquel jodido segundo, ni siquiera en aquel año, ni en aquella mierda de ciudad. No miré a Barry, pero sí sentí el roce obeso de su sonrisa y desde entonces los dos nos referimos a ella como mi crupier.