24

El largo camino de regreso al hogar

Bien hecho.

Las palabras sorprendieron a Drizzt, le hicieron comprender que, si bien Vierna había muerto, la batalla todavía no había acabado. Se apartó del cadáver de la sacerdotisa con las cimitarras en posición defensiva.

Bajó las armas cuando vio a Jarlaxle sentado contra la pared opuesta, con una pierna retorcida hacia un lado.

—La pantera —explicó el mercenario, utilizando la lengua común con gran fluidez, como si hubiera pasado toda su vida en la superficie—. Por un momento me vi muerto. La pantera me tenía entre sus garras. —Jarlaxle encogió los hombros—. Quizá la descarga del rayo hirió a la bestia.

La mención del rayo recordó a Drizzt la existencia de la varita mágica, le recordó que el drow todavía era muy peligroso. Se agazapó, atento al menor movimiento del rival, y comenzó a rodearlo con las armas preparadas. Jarlaxle hizo una mueca de dolor y levantó una mano vacía para tranquilizar las sospechas del vigilante.

—He guardado la varita —le aseguró a Drizzt—. No la utilizaría en el caso de que tú estuvieras tan indefenso como me encuentro ahora.

—Intentaste matarme —replicó Drizzt con frialdad. Una vez más el mercenario encogió los hombros y mostró su sonrisa.

—Vierna me habría matado si hubiera ganado la batalla y yo no hubiese acudido en su ayuda —repuso Jarlaxle, sin perder la calma—. Además, aunque eres un guerrero de primera, pensaba que ella podía ganar.

Drizzt encontró muy lógico el razonamiento, y sabía muy bien que el pragmatismo era un rasgo común entre los elfos oscuros.

—De todos modos, Lloth te recompensaría si me mataras —comentó el vigilante.

—Yo no trabajo para la reina araña —contestó Jarlaxle—. Soy un oportunista.

—¿Es una amenaza?

El mercenario soltó una carcajada que interrumpió al sentir el dolor en la pierna rota.

Bruenor entró en la caverna por el pasaje lateral como una tromba. Echó una mirada a Drizzt y después concentró su atención en Jarlaxle, todavía furioso.

—¡Alto! —le ordenó Drizzt al ver que el enano se dirigía hacia el mercenario herido.

Bruenor se detuvo bruscamente y miró con frialdad a Drizzt, una mirada que parecía más terrible por el destrozado rostro del enano, con el ojo derecho reventado y un reguero de sangre que corría desde la frente hasta el pómulo izquierdo.

—No necesitamos prisioneros —gruñó Bruenor.

Drizzt pensó en el tono cargado de odio de Bruenor y en el hecho de que no había visto a Wulfgar en ningún momento.

—¿Dónde están los demás? —inquirió.

—Yo estoy aquí —contestó Catti-brie, entrando en la caverna por el túnel principal, detrás de Drizzt.

El drow se volvió para mirarla; el rostro sucio y la severa expresión hablaban por sí mismos.

—¿Wulf…? —comenzó a preguntar, pero Catti-brie sacudió la cabeza con aire solemne, como si no pudiese soportar que pronunciaran el nombre de su prometido. La muchacha se acercó al vigilante, y él hizo una mueca al ver el pequeño dardo clavado en la mandíbula.

Drizzt acarició suavemente el rostro de la muchacha; después sujetó el dardo y lo arrancó. De inmediato, apoyó una mano en el hombro de Cattibrie para ayudarla a sostenerse cuando la invadió una ola de náusea y dolor.

—Espero no haber hecho daño a la pantera —interrumpió Jarlaxle—. ¡Una bestia magnífica!

Drizzt se volvió con un brillo de furia en los ojos lila.

—Pretende engañarte —aseguró Bruenor, empuñando ansioso el hacha manchada de sangre—. Te pide misericordia sin suplicar.

El vigilante no estaba tan seguro. Conocía los horrores de Menzoberranzan, los extremos a los que podían llegar algunos drows en su afán por sobrevivir. Su propio padre, Zaknafein, el ser más querido de Drizzt, había sido un criminal, había servido como asesino de la matrona Malicia sólo por el deseo de salvar la vida. ¿Podía darse el caso de que el mercenario poseyera el mismo pragmatismo?

Drizzt quería creer que era verdad. Con la desaparición de Vierna ya no le quedaba más familia, ningún vínculo con su linaje, y deseaba pensar que no estaba solo en el mundo.

—Mata a ese perro, o nos lo llevaremos con nosotros —gruñó Bruenor, agotada su paciencia.

—¿Cuál será tu decisión, Drizzt Do’Urden? —preguntó Jarlaxle, imperturbable.

Drizzt volvió a pensar en Jarlaxle. Llegó a la conclusión de que no se parecía mucho a Zaknafein, porque recordaba la ira de su padre cuando había corrido el rumor de que Drizzt había matado a los elfos de la superficie. Había una diferencia indiscutible entre Zaknafein y Jarlaxle. Zaknafein sólo había matado a aquellos que a su juicio merecían morir, a los servidores de Lloth y otras criaturas malvadas. Él no habría acompañado a Vierna en una cacería como esta.

La rabia súbita que sintió Drizzt casi lo obligó a lanzarse sobre el mercenario. Sin embargo, consiguió dominar sus impulsos. Recordó una vez más el peso de Menzoberranzan, la perversidad que lo invadía todo y hacía agachar la espalda a los pocos elfos oscuros que no se comportaban como los demás. Zaknafein le había confesado a Drizzt que en numerosas ocasiones había estado a punto de ceder a los deseos de Lloth, y el vigilante recordó que también él había dudado de sí mismo durante los años de soledad pasados en las profundidades de la Antípoda Oscura.

¿Quién era él para dictar sentencia en este caso? Las cimitarras volvieron a sus fundas.

—¡Mató a mi muchacho! —rugió Bruenor que, al parecer, había entendido las intenciones de Drizzt.

El vigilante sacudió la cabeza con aire decidido.

—La misericordia es una cosa curiosa, Drizzt Do’Urden —comentó Jarlaxle—. ¿Fuerza o debilidad?

—Fuerza —respondió Drizzt en el acto.

—Puede salvar tu alma —dijo Jarlaxle—, o condenar tu cuerpo. —Tocó el ala del sombrero como un saludo, y entonces se movió de repente y sacó la mano oculta debajo de la capa. Algo pequeño explotó delante del mercenario; en una fracción de segundo, una densa nube de humo ocultaba aquella parte de la caverna.

—¡Maldito sea! —gruñó Catti-brie. Disparó una flecha que atravesó la cortina de humo y se estrelló contra la pared opuesta. Bruenor echó a correr lanzando hachazos a diestro y siniestro, pero no había nada contra que golpear. El mercenario había desaparecido.

Cuando Bruenor salió del humo, Drizzt y Cattibrie contemplaban a Thibbledorf Pwent, tendido en el suelo.

—¿Está muerto? —preguntó el rey.

Drizzt se inclinó sobre el camorrista para examinarlo, y entonces recordó que había recibido los azotes del látigo de Vierna.

—No —contestó—. Los látigos de serpiente no matan; sólo paralizan. —El fino oído del elfo captó las palabras cuando Bruenor masculló: «Mala suerte».

Sólo tardaron unos momentos en despertar al camorrista. Pwent se levantó de un salto para volver a caer en el acto. Se puso de pie con más cuidado y mostró un comportamiento humilde hasta que Drizzt cometió el error de agradecerle la ayuda prestada.

En el túnel principal, encontraron a los cinco drows muertos; uno de ellos todavía flotaba cerca del techo en el lugar donde había estado el globo de oscuridad. La explicación de Cattibrie sobre la dirección por donde había llegado la pequeña banda provocó un escalofrío en el vigilante.

—Regis —susurró Drizzt y echó a correr hacia el pasaje lateral donde había dejado al halfling. Allí encontró a Regis, aterrorizado, junto al cadáver del drow, empuñando con fuerza la daga enjoyada—. Ven, amigo mío —le dijo el vigilante, con todo cariño—. Ha llegado la hora de regresar a casa.

Los cinco compañeros se ayudaron mutuamente mientras avanzaban poco a poco y en silencio a través de los túneles. Drizzt echó una ojeada al grupo: Bruenor, con un ojo menos; Pwent, todavía con dificultades para coordinar los músculos, y él con el pie dolorido. Acabada la excitación de la batalla, ahora tenía conciencia de la herida. Sin embargo, no eran los problemas físicos los que alarmaban al vigilante. El impacto de la pérdida de Wulfgar parecía haber acabado con todos ellos.

¿Sería capaz Cattibrie de recuperar su furia, de no hacer caso del castigo emocional sufrido y luchar con todo el corazón? ¿Podría Bruenor, con heridas tan graves que Drizzt incluso dudaba que pudiese regresar a Mithril Hall con vida, enfrentarse a una nueva batalla?

Drizzt no podía estar seguro, y su suspiro de alivio fue sincero cuando el general Dagnabit, al frente de la caballería enana, apareció en un recodo del túnel.

Bruenor se desmayó al ver a los suyos, y los enanos no perdieron ni un minuto en cargar a su rey y a Regis en los jabalíes y llevárselos a toda prisa fuera de la región. Pwent fue con ellos montado en otro jabalí. En cambio, Drizzt y Cattibrie no siguieron la ruta directa de regreso a Mithril Hall. En compañía de los tres jinetes que habían cedido sus monturas, entre ellos el general Dagnabit, la pareja se dirigió hacia la cueva donde había muerto Wulfgar.

Drizzt comprendió que nada se podía hacer por su amigo en cuanto vio la magnitud del desprendimiento. El bárbaro se había ido para siempre.

Cattibrie le relató los detalles de la batalla, pero se interrumpió durante un buen rato hasta que recuperó la voz para narrar el heroico final de su prometido. Por fin, miró a la montaña de escombros, dijo «adiós» en un susurro y salió de la caverna con los tres enanos.

El vigilante permaneció a solas con la mirada puesta en el túmulo mortuorio. Le costaba trabajo creer que el poderoso Wulfgar estuviera enterrado debajo de las toneladas de piedras. Le parecía irreal, imposible.

Pero era real.

Y él no podía hacer nada.

Drizzt se sintió dominado por la culpa; su comportamiento había motivado la persecución de Vierna, y una de sus consecuencias había sido la muerte de Wulfgar. Pero comprendió que hacerse responsable de esta desgracia carecía de toda lógica, y desechó rápidamente cualquier pensamiento al respecto.

Ahora había llegado el momento de decir adiós a su fiel compañero, a su querido amigo. Quería estar con Wulfgar, estar junto al joven bárbaro y consolarlo, guiarlo, compartir un guiño pícaro con el muchacho y enfrentarse juntos a los misterios que les pudiera deparar la muerte.

—Adiós, amigo mío —susurró Drizzt, con la voz quebrada—. Este es un viaje que tendrás que hacer solo.

El regreso a Mithril Hall no fue un momento de celebración para los amigos, heridos y agotados. No podían cantar victoria sobre lo que había ocurrido en los túneles inferiores. Cada uno de los cuatro. —Drizzt, Bruenor, Catti-brie y Regis—, tenía una perspectiva diferente respecto a la pérdida de Wulfgar, porque la relación del bárbaro con cada uno de ellos había sido muy diferente: un hijo para Bruenor, el hombre amado para Catti-brie, un camarada para Drizzt y un protector para Regis.

Las heridas de Bruenor eran muy graves. Había perdido un ojo y llevaría una cicatriz morada desde la frente hasta la mandíbula durante el resto de sus días. Pero el dolor físico era el menos importante de los problemas del rey.

Muchas veces durante los días siguientes el enano recordaba de pronto que debía arreglar algún detalle con el clérigo que oficiaría la boda, y había que repetirle que Cobble ya no estaba para ayudarlo, y que aquella primavera no habría boda en Mithril Hall.

Drizzt podía ver el intenso pesar marcado en las facciones del enano. Por primera vez en los muchos años de amistad con Bruenor, el vigilante lo vio viejo y cansado. El elfo apenas si podía soportar verlo tan deprimido, pero sufría todavía más cuando se encontraba con Cattibrie.

Había sido joven y vital, llena de vida, convencida de que era inmortal. Ahora aquella percepción del mundo había sido destrozada.

Los amigos casi no se trataban mientras el paso de las horas se hacía interminable. Drizzt, Bruenor y Cattibrie sólo se veían de cuando en cuando, y ninguno de ellos vio a Regis.

Ninguno de ellos sabía que el halfling había abandonado Mithril Hall por la salida oeste, en dirección al Valle de los Custodios.

Regis avanzó poco a poco por el espolón rocoso, a unos veinte metros de altura por encima del fondo irregular en el extremo sur de un valle largo y angosto. Llegó hasta una figura colgada en el vacío por los restos de una capa destrozada. El halfling se sentó sobre la prenda, bien arrimado a la piedra desnuda. Para su gran asombro, el hombre se sacudió.

—¿Estás vivo? —susurró el halfling, complacido. Entreri, con el cuerpo destrozado, llevaba colgado allí más de un día—. ¿Todavía estás vivo? —Siempre precavido, sobre todo cuando se trataba de Artemis Entreri, Regis cogió la daga enjoyada y colocó la hoja debajo de la tela de forma de poder cortarla en el acto si el asesino intentaba alguna jugarreta. Entreri consiguió mover la cabeza hacia un lado y gemir, aunque no le quedaban fuerzas para pronunciar palabras—. Tienes algo que me pertenece —le dijo Regis.

El asesino se volvió un poco más, en un esfuerzo para ver quién le hablaba, y Regis hizo una mueca y se apartó un poco ante el desagradable espectáculo del rostro golpeado. El hueso de maxilar estaba hecho astillas, la piel había desaparecido de aquel lado de la cara y era obvio que el asesino no veía por el ojo vuelto hacia Regis. Por su parte, el halfling estaba seguro de que el hombre, con todos los huesos rotos, atormentado por el dolor de las múltiples heridas, ni siquiera se daba cuenta de que no podía ver.

—El pendiente de rubí —dijo Regis un poco más alto, al ver la piedra colgada de la cadena alrededor del cuello de Entreri.

El asesino pareció entender las palabras porque movió una mano hacia la joya aunque no llegó a tocarla; ya no le quedaban fuerzas.

Regis sacudió la cabeza y cogió su bastón. Sin apartar la daga de la capa, se asomó por el espolón y tocó a Entreri.

El asesino no respondió.

El halfling volvió a pincharlo, mucho más fuerte, y después varias veces más hasta que se convenció de que el asesino se encontraba indefenso. Con una sonrisa, Regis pasó la punta del bastón por debajo de la cadena y la levantó suavemente para hacerla pasar por encima de la cabeza.

—¿Qué te parece? —le preguntó Regis mientras guardaba el rubí. Se asomó una vez más y descargó un bastonazo contra la cabeza del asesino—. ¿Qué se siente al estar indefenso, sometido a los caprichos de otra persona? ¿Cuántas veces has tenido a otro en la misma posición en que te encuentras ahora? —Regis lo golpeó otra vez—. ¿Un centenar?

Regis se disponía a repetir el golpe cuando advirtió otra cosa de valor colgada de una cuerda al cinturón del asesino. Recuperar aquel objeto sería mucho más difícil, pero después de todo Regis era un ladrón, y se tenía (en secreto) por muy bueno. Enganchó la soga de seda al espolón y se descolgó, con un pie apoyado en la espalda de Entreri.

La máscara era suya.

Dispuesto a sacar el máximo provecho, el halfling revisó los bolsillos del asesino; encontró una bolsa pequeña y una gema de gran valor.

Entreri gimió e intentó darse la vuelta. Asustado por el movimiento, Regis se encaramó en el espolón en un abrir y cerrar de ojos, con la daga bien firme contra el trozo de tela de la capa.

—Podría ser bondadoso —comentó el halfling, con la mirada puesta en los buitres que volaban en círculos, los carroñeros que le habían mostrado el camino hasta Entreri—. Podría ir en busca de Bruenor y Drizzt para que te recogieran. Quizá sepas algo que pueda ser de valor.

Los recuerdos de las muchas torturas a las que lo había sometido Entreri volvieron a la mente de Regis cuando se fijó en su propia mano. Le faltaban dos dedos que le había cortado el asesino con la misma daga que ahora estaba en su poder. «¡Qué ironía!», pensó el halfling.

—No —decidió—. Hoy no me siento bondadoso. —Volvió a mirar hacia el cielo—. Creo que te dejaré aquí para que te devoren los buitres. —Entreri no reaccionó. Regis sacudió la cabeza. Podía ser malo aunque nunca tanto como Artemis Entreri—. Las alas mágicas te salvaron cuando Drizzt te dejó caer, pero ahora ya no existen.

Regis movió la daga, cortó el trozo de tela y dejó que el peso del asesino hiciera el resto.

Entreri todavía colgaba del espolón cuando Regis comenzó el descenso, pero la capa había comenzado a desgarrarse.

Artemis Entreri se había quedado sin trucos.