23

El guerrero encarnado

Con Pwent como guía, Drizzt tenía la seguridad de que no tardaría en averiguar el destino de sus amigos, y que volvería a enfrentarse con su perversa hermana. El camorrista no había podido decirle gran cosa de Bruenor y los demás, excepto que, cuando los había dejado, libraban una dura batalla contra los drows.

La noticia fue un acicate para Drizzt. Las imágenes de Cattibrie, convertida en una prisionera víctima de las torturas de Vierna, asomaron en su mente. Imaginó al tozudo Bruenor escupiendo el rostro de Vierna, y a su hermana destrozándole la cara.

Había pocas cavernas en la zona. Dominaban los túneles largos y angostos, algunos naturales, otros trabajados en los lugares donde los goblins habían decidido que hacían falta refuerzos. Llegaron a un túnel con paredes de ladrillos, largo y recto, con una ligera subida y varios pasajes laterales. Drizzt no vio las siluetas de los elfos oscuros, pero, cuando se encendió la luz de Centella, no dudó del aviso de la cimitarra.

El hecho quedó confirmado un segundo después cuando un dardo surgió de las tinieblas y se clavó en el brazo de Regis. El halfling gimió; Drizzt lo sujetó y lo arrastró hasta la boca de un pasaje lateral que acababan de pasar. Cuando el vigilante regresó al túnel principal, Pwent ya se había lanzado al ataque, vociferando a todo pulmón, en medio de una lluvia de dardos pero sin preocuparse de sus efectos.

Drizzt corrió tras él, vio a Pwent pasar por delante del agujero oscuro de otro pasillo lateral, e intuyó que el enano se había metido en una trampa.

Al cabo de un momento perdió el rastro del camorrista, cuando un dardo hizo blanco en Drizzt. Miró el dardo clavado en el antebrazo y notó el ardor del elixir de Pwent que combatía el veneno. El vigilante pensó en dejarse caer donde estaba en un intento por hacer creer al enemigo que la pócima había hecho efecto y resultaba una presa fácil.

Pero no podía abandonar a Pwent y sencillamente estaba demasiado furioso como para demorar la batalla. Había llegado la hora de acabar con la amenaza.

Se acercó hasta el agujero oscuro del pasaje lateral con la cimitarra un poco apartada para evitar que la luz lo descubriera. Escuchó un rugido de rabia procedente del interior, seguido por una retahíla de insultos, y comprendió que las presuntas víctimas del enano habían escapado.

Drizzt oyó un leve movimiento a un lado, y supo que el camorrista había picado la curiosidad del emboscado. Inspiró con fuerza, contó mentalmente hasta tres, y saltó al otro lado de la esquina, con Centella en alto para iluminar el sector. El drow más cercano retrocedió, disparando un segundo dardo que rozó la piel de Drizzt a través de la junta de la armadura en el hombro. Sólo podía confiar en que el elixir del enano fuera lo bastante poderoso como para resistir otro impacto, y lo consoló saber que Pwent había aguantado sin dificultades el efecto de los dardos durante la carga a lo largo del túnel.

El vigilante hizo retroceder al ballestero que intentaba desenvainar la espada. Habría podido acabar con él en un momento de no haber sido por la intervención de un segundo drow armado con espada y puñal. Drizzt se encontraba en una pequeña caverna casi circular donde había otra salida a la derecha, que probablemente comunicaba con el túnel principal un poco más adelante. Drizzt casi no se fijó en las características físicas de la caverna y respondió mecánicamente a los primeros amagos de los rivales. Su mirada se volvió hacia el fondo del recinto, donde aguardaban Vierna y el mercenario Jarlaxle.

—Me has causado muchas dificultades, mi hermano perdido —gruñó Vierna—, pero la recompensa me las resarcirá ahora que has regresado a mí.

Distraído por sus palabras, Drizzt estuvo a punto de dejar que una espada atravesara sus defensas. La apartó de un golpe en el último momento y pasó a la ofensiva lanzando golpes entrecruzados y descendentes.

Los soldados drows sabían trabajar en equipo; repelieron sus golpes y atacaron uno después del otro de forma tal que Drizzt sólo podía defenderse.

—Me encanta verte pelear —añadió Vierna, con una sonrisa complaciente—. De todos modos, no puedo correr el riesgo de que te maten antes de hora. —Entonces comenzó a entonar una letanía, y Drizzt comprendió que el hechizo iría dirigido contra él, para controlar su mente. Apretó los dientes y aceleró el ritmo de la pelea al tiempo que pensaba en Catti-brie torturada, para crear una barrera de furia protectora.

Vierna lanzó el hechizo con un grito de gloria, y las ondas de energía cayeron sobre Drizzt, lo atacaron y dijeron a su mente y a su cuerpo que este se detuviera, que permaneciera inmóvil y se dejara capturar.

En el interior del vigilante renació una parte de él, un otro yo primitivo y salvaje que no afloraba desde los años pasados en las regiones desconocidas de la Antípoda Oscura. Volvió a ser el cazador, libre de emociones, libre de flaquezas mentales. Se olvidó del hechizo; sus cimitarras golpearon con fuerza contra las espadas de los rivales, y los obligaron a retroceder.

Vierna se quedó boquiabierta de asombro. Jarlaxle, a su lado, soltó un bufido de desprecio.

—Los poderes que te ha dado Lloth no me afectan —proclamó el vigilante—. ¡Niego a la reina araña!

—¡Serás sacrificado a la reina araña! —gritó Vierna, y por un momento pareció tener la ventaja de su parte cuando otro soldado drow entró en la caverna por el túnel a la derecha de Drizzt—. ¡Matadlo! —ordenó la sacerdotisa—. ¡Que el sacrificio se ejecute aquí y ahora! ¡No toleraré más blasfemias de este descastado!

Drizzt luchaba de maravilla y mantenía a los dos rivales a la defensiva. Aun así, si se sumaba al duelo el tercer soldado…

La amenaza no llegó a concretarse. En el túnel de la derecha sonó un rugido salvaje, y un instante después apareció Thibbledorf Pwent, con la cabeza gacha en otra de sus arremetidas. Pilló al soldado por sorpresa, y la bayoneta torcida desgarró la cadera del drow para acabar hundida en su vientre.

Las poderosas piernas de Pwent continuaron empujando hasta que se enredaron con las del adversario, y ambos cayeron al suelo delante mismo de Vierna.

El drow se sacudió indefenso mientras el camorrista lo aporreaba sin piedad.

Drizzt sabía que debía ir de inmediato en ayuda de su compañero, que no estaba en condiciones de repeler los ataques de Vierna y el mercenario. Descargó un golpe con Centella para desviar las espadas de los rivales, y avanzó en el acto, al tiempo que utilizaba la otra cimitarra contra el oponente más cercano, el que le había disparado el dardo y no llevaba una segunda arma.

El brazo del otro drow se interpuso como un rayo y la daga golpeó en la cimitarra con la fuerza suficiente para evitar la estocada mortal. De todos modos, Drizzt consiguió herir al rival en el rostro.

Vierna empuñó el látigo de cabezas de serpientes y, con el rostro desfigurado por la ira, azotó la espalda del camorrista. Las cabezas buscaron en la armadura del enano hasta encontrar los huecos que les permitieron llegar hasta la carne.

Pwent retiró la bayoneta, golpeó con el guantelete de clavos el rostro del drow moribundo, y entonces volvió su atención hacia el nuevo enemigo y el arma endemoniada.

¡Crac!

Una cabeza de serpiente lo mordió en el hombro. Otras dos le rozaron el cuello. Pwent levantó una mano mientras se volvía, pero recibió dos mordeduras en ella y el brazo se le entumeció de inmediato. Sintió que el elixir trataba de eliminar los efectos de las mordeduras, pero vaciló, casi a punto de perder el conocimiento.

¡Snap!

Vierna volvió a azotarlo, y las cinco cabezas mordieron la mano y el rostro del enano. Pwent la miró por un segundo, movió los labios como si fuera a maldecirla, para después caer al suelo y moverse como un pez fuera del agua, con todo el cuerpo entumecido, los nervios y los músculos incapaces de mantener la coordinación.

La sacerdotisa miró a su hermano con los ojos brillantes de odio.

—¡Ahora todos tus repugnantes amigos están muertos, mi hermano perdido! —gruñó Vierna, convencida de que decía la verdad. Avanzó un paso, con el látigo en alto, pero se detuvo al ver la furia que desfiguró de pronto el rostro de Drizzt.

«¡Todos tus repugnantes amigos están muertos!».

Las palabras convirtieron en fuego la sangre de Drizzt, transformaron su corazón en piedra.

«¡Todos tus repugnantes amigos están muertos!».

Cattibrie, Wulfgar y Bruenor, los seres más queridos de Drizzt Do’Urden, arrebatados por una venganza de la que no había podido escapar.

Apenas si veía los movimientos de los rivales, aunque sabía que las cimitarras interceptaban cada ataque a la perfección, sin dejar ninguna brecha a las espadas enemigas.

«¡Todos tus repugnantes amigos están muertos!».

Volvía a ser el cazador, el superviviente de las profundidades de la Antípoda Oscura. Estaba más allá del cazador; era el guerrero encarnado, luchando con un instinto perfecto.

Una espada atacó por la derecha. La cimitarra de Drizzt golpeó la hoja de plano y desvió la punta hacia el suelo. Antes de que el ágil drow pudiera reaccionar, Drizzt hizo girar la cimitarra alrededor de la espada y la levantó en un movimiento que obligó al drow a dar un paso atrás.

La cimitarra relampagueó en un golpe transversal que seccionó los tríceps por la parte de atrás del brazo del espadachín. El herido aulló de dolor pero no soltó el arma, aunque no le sirvió de nada cuando la cimitarra lo atacó de revés; se oyó el chirrido del acero al cortar la cota de malla, y la sangre manó del corte en el pecho del elfo oscuro.

Drizzt hizo girar la hoja en un abrir y cerrar de ojos, y la cimitarra inició una trayectoria en sentido contrario, bien alta. La hizo girar una vez más y atacó por cuarta vez, y la única razón por la que falló el blanco fue que la cabeza del rival ya volaba por los aires.

Mientras tanto, con la otra cimitarra contenía las estocadas del segundo oponente.

Vierna soltó una exclamación de sorpresa, y lo mismo hizo el soldado que se enfrentaba a Drizzt. El vigilante estaba a punto de acabar con él, cuando por el rabillo del ojo vio el movimiento del brazo de Jarlaxle, que atacaba por el hueco dejado por el rival caído.

Drizzt ejecutó una maniobra impulsada por la desesperación y la furia. La primera cimitarra sonó con un impacto metálico. A continuación, Centella desvió la segunda daga.

En un segundo, Drizzt desvió las cinco dagas guiado exclusivamente por el instinto.

Jarlaxle retrocedió y después comenzó a rodear a los oponentes sin dejar de reír, asombrado por la magnífica exhibición y el desarrollo de la batalla.

Sin embargo, los problemas de Drizzt no se habían acabado. Mientras clamaba por la ayuda de Lloth, Vierna se adelantó para ayudar al soldado, y su látigo de cabezas de serpientes era mucho más temible que cualquier espada.

Regis se hizo un ovillo cuando vio las siluetas oscuras que pasaban en silencio por delante de la entrada del pasaje lateral. El halfling se tranquilizó al ver que el grupo se alejaba, y tuvo el valor suficiente para arrastrarse hasta la entrada; utilizó la visión infrarroja para ver si había más drows.

El brillo de los ojos lo delató; un sexto soldado avanzaba detrás del primer grupo.

Regis retrocedió con un chillido de espanto. Cogió una piedra con su pequeña mano regordeta y la sostuvo en alto. ¡Un arma inútil ante un adversario tan poderoso!

El elfo oscuro miró al halfling y al interior del pasaje; después entró con mucha precaución. Una sonrisa apareció en su rostro cuando vio que el rival no era más que un halfling solitario.

—¿Estás herido? —preguntó el drow en la lengua común. A Regis le costó entender las palabras pronunciadas con un acento fuerte y poco habitual. Levantó la piedra en un gesto de amenaza mientras el drow se acercaba y, poniendo una rodilla en tierra para situarse al mismo nivel del halfling, blandía la espada en una mano y la daga en la otra. Soltó una carcajada—. ¿Me matarás con tu piedra? —dijo en tono de burla y abrió los brazos, ofreciendo el pecho a Regis—. Vamos, pégame, pequeño halfling. Hazme reír un poco antes de que te degüelle con la daga.

Regis, temblando como una hoja, movió la piedra como si hubiera decidido aceptar el ofrecimiento del rival. Pero fue la otra mano del halfling la que atacó armada con el puñal de Artemis Entreri.

Las gemas de la empuñadura del arma letal se iluminaron como si la daga tuviera vida propia cuando la hoja atravesó la cota de malla y se hundió hasta la cruz en el cuerpo del elfo oscuro.

Regis parpadeó sorprendido al ver la facilidad de la penetración de la daga. Era como si el adversario hubiese llevado una coraza de pergamino en lugar de cadena de acero. Estuvo a punto de soltar el arma al notar en la mano el paso de una súbita transmisión de energía. El drow intentó responder al ataque, y Regis no habría podido defenderse si el elfo oscuro hubiera podido mover alguna de sus armas.

Pero por alguna razón no podía. Mantuvo los ojos abiertos como platos al tiempo que su cuerpo era sacudido por violentos espasmos, y a Regis le pareció que algo le arrebataba la fuerza vital. Atónito, contempló la expresión de horror en el rostro del rival.

Otra descarga de energía vital recorrió el brazo del halfling; oyó cómo las armas del drow caían al suelo. Regis sólo podía pensar en los viejos relatos que le contaba su padre sobre las terribles criaturas nocturnas. Sintió lo que imaginaba que debía de sentir un vampiro cuando se alimentaba de la sangre de sus víctimas: un calor perverso que lo invadía.

¡Sus heridas cicatrizaban!

El drow se desplomó exánime. Regis permaneció sentado contemplando la daga mágica con una mirada ausente. Se estremeció varias veces al recordar con toda claridad cada una de las ocasiones en que había estado a punto de sentir en su carne el pinchazo del acero.

La pareja de drows avanzó en silencio pero muy deprisa a través de los túneles sinuosos que los llevarían hasta donde se encontraban Vierna y Jarlaxle. Estaban convencidos de haber dejado atrás al enano camorrista; no sabían que Pwent había tomado un atajo y llegado antes a Vierna.

Tampoco sabían que otro enano había entrado en los túneles, un enano de barba roja y con una mirada en los ojos llorosos que anunciaban la muerte de cualquier enemigo que le saliera al paso.

Los elfos oscuros pasaron la curva del pasadizo que les permitiría llegar hasta la caverna, paralelo al túnel principal, y se encontraron a bocajarro con un enano robusto que se les echaba encima.

Los primeros momentos del combate resultaron de una confusión total. Bruenor mantenía el escudo en alto al tiempo que lanzaba hachazos a diestro y siniestro.

—¡Matasteis a mi muchacho! —vociferó Bruenor, y, aunque ninguno de los rivales entendía la lengua común, captaron a la perfección el tono de rabia. Uno de los drows recuperó el equilibrio y lanzó una estocada por encima del escudo blasonado que alcanzó al enano en el hombro; la herida era lo bastante grave como para impedir el movimiento del brazo. Si Bruenor se dio cuenta de que lo había herido, no lo demostró—. ¡Mi muchacho! —gruñó, desviando la espada del otro drow con un poderoso golpe de hacha. El atacante reemplazó una espada con la otra, sin dejar de acosar al enano. Pero el rey ni pestañeó; sus pensamientos se centraban sólo en conseguir matar al rival.

Descargó un hachazo con una trayectoria horizontal y casi a ras del suelo. El drow esquivó la hoja con su salto, pero Bruenor detuvo el movimiento en seco y volvió hacia atrás. La maniobra fue tan rápida que el drow no tuvo tiempo de saltar otra vez. El hacha enganchó el tobillo del elfo; Bruenor tironeó con todas sus fuerzas y lo hizo caer.

El otro elfo oscuro atacó al enano en un intento de proteger al compañero caído. Su estocada alcanzó a Bruenor en el rostro y le arrancó un ojo. Una vez más, el rey no hizo caso al terrible dolor de la herida. Avanzó sin parar mientes para ponerse a tiro del rival.

—¡Mi muchacho! —gritó, descargando un hachazo feroz contra la espalda del drow caído que le partió la columna vertebral. Bruenor levantó el escudo justo a tiempo para detener el ataque del otro elfo oscuro. Sin equilibrio y casi ciego, el enano tironeó desesperado hasta conseguir liberar el hacha.

Las cabezas de serpientes parecían trabajar con independencia las unas de las otras. Atacaban a Drizzt desde diferentes ángulos, lo mordían y se enrollaban otra vez para volver a la carga. Animado por la ayuda de la sacerdotisa, el soldado drow acosó a Drizzt con la espada y el puñal, dispuesto a matarlo para gloria de la malvada reina araña.

Drizzt mantuvo la serenidad durante el asalto. Movía las cimitarras y los pies de forma coordinada para parar o esquivar, y para mantener a los oponentes, sobre todo a Vierna, apartados.

Sabía que la situación no era fácil y se complicó todavía más cuando vio que Jarlaxle comenzaba un rodeo aprovechando una brecha entre Vierna y el drow. Drizzt esperaba en cualquier momento otra descarga de puñales y no sabía cómo evitaría ser alcanzado, pues necesitaba dedicar toda su atención al látigo de Vierna.

Sus temores se multiplicaron al ver que el mercenario le apuntaba, no con una daga, sino con una varita mágica.

—Es una pena, Drizzt Do’Urden —dijo Jarlaxle—. Habría dado una fortuna por tener a un guerrero como tú a mi servicio. —El mercenario comenzó a recitar la letanía de un hechizo en lengua drow. Drizzt intentó apartarse, pero Vierna y el soldado redoblaron los ataques para mantenerlo en línea.

Hubo un destello, la descarga de un rayo, que comenzó un poco más allá de Vierna y el drow. Pero en aquel momento, cuando el mercenario pronunciaba las palabras finales, una silueta negra voló por detrás de Drizzt, rozó el hombro del vigilante y pasó por el espacio que había entre la sacerdotisa y su compañero.

Guenhwyvar voló a través de la fuerza mágica, absorbiendo la energía del rayo antes de que este se descargara, y fue a chocar contra el atónito mercenario, que cayó al suelo.

La descarga repentina y la súbita aparición de la pantera no distrajeron a Drizzt. Tampoco Vierna, tan llena de odio, tan obsesionada con matar a su hermano, desvió la atención de la batalla. En cambio, el otro drow entornó los ojos ante el destello y volvió la cabeza para mirar por encima del hombro sólo por un instante.

La fracción de segundo que tardó el soldado en volver a ocuparse del combate fue suficiente para que la punta de Centella le atravesara la armadura y el corazón.

El resplandor no había durado más que un instante, y no aportó mucha luz al pasillo principal más allá de la entrada de la caverna lateral, pero le permitió a Cattibrie, agazapada un poco más allá, ver el ataque de Guenhwyvar y el avance de una banda de elfos oscuros.

Disparó una flecha al aire y aprovechó la luz plateada para determinar la posición exacta de los drows. Con una expresión despiadada en el rostro, la muchacha siguió la estela luminosa y avanzó disparando una flecha tras otra contra el enemigo.

El deseo de vengar a Wulfgar dominaba todos sus pensamientos. No tenía miedo; ni siquiera pestañeó al escuchar los chasquidos de las ballestas. La alcanzaron dos dardos.

Disparó una flecha que atravesó el hombro de un drow y lo tumbó al suelo. Antes de que se disipara la luz de la estela, Cattibrie disparó una tercera.

La muchacha continuó la marcha. Sabía que los elfos oscuros podían ver cada uno de sus pasos, mientras que ella sólo podía distinguir las siluetas durante los segundos que tardaba en apagarse la estela de la flecha.

El instinto le indicó disparar hacia lo alto, y sonrió satisfecha cuando la flecha alcanzó en pleno rostro a un drow que levitaba, y le destrozó la cabeza. La fuerza del impacto hizo girar el cuerpo, que permaneció colgado e inmóvil a media altura.

Catti-brie no vio la estela de la flecha siguiente, y sólo entonces comprendió que estaba rodeada por un globo de oscuridad lanzado por los drows. «¡Qué estupidez! —pensó—. Ahora ellos tampoco pueden verme».

De todos modos, continuó el avance, salió del globo, disparó el arco y mató a otro de sus enemigos.

Un dardo la alcanzó en el rostro y se clavó en el hueso de la mandíbula. El dolor era terrible. La muchacha apretó los dientes para no gritar. Vio el brillo de los ojos de dos drows cada vez más cerca, y comprendió que cargaban con las espadas en alto. Levantó el arco y apuntó utilizando los ojos como referencia.

Otro globo de oscuridad cayó sobre ella.

Por un momento la invadió el terror, pero fue capaz de controlarlo. Sólo le quedaban unos instantes para librarse de una estocada mortal. Repasó mentalmente las últimas posiciones que había visto ocupar a los enemigos, para buscar el ángulo de tiro.

Disparó una flecha alta, oyó un leve roce adelante y a la izquierda y, volviéndose, disparó otra vez. Después disparó una tercera y una cuarta vez, sin utilizar ninguna guía excepto el instinto, confiada en que tal vez conseguiría herir a los elfos y retardar el avance. Se lanzó al suelo y disparó a un lado; hizo una mueca cuando la flecha desapareció en la oscuridad sin encontrar un blanco.

Siempre guiada por los instintos, Cattibrie giró sobre sí misma y disparó hacia el techo. Escuchó un golpe sordo seguido por otro mucho más fuerte cuando la flecha, después de atravesar el cuerpo del drow que levitaba, se estrelló contra el techo. Cayeron unos cuantos trozos de roca, y la muchacha se acurrucó con la cabeza protegida por los brazos.

Permaneció en la misma posición durante un buen rato, esperando que se desplomara el techo o que un elfo oscuro cayera sobre ella para descuartizarla.

El drow solitario que se enfrentaba a Bruenor sabía que no podía ganar, que no podía parar a este enemigo enfurecido, aunque su espada representaba una gran ventaja frente a la pesada hacha del rival. Apeló a su magia innata y rodeó el cuerpo del enano con una aureola azul de llamas inofensivas —el llamado fuego fatuo— que revelaba la silueta del contrincante con toda claridad.

Bruenor ni pestañeó.

Sin perder un segundo, el drow lanzó una estocada a fondo que obligó a retroceder al enano; después dio media vuelta y echó a correr con la intención de separarse lo suficiente como para lanzar un globo de oscuridad sobre Bruenor.

El rey sabía que no podía correr detrás del elfo oscuro. Sujetó el mango del hacha con las dos manos y la levantó por encima de la cabeza.

—¡Mi muchacho! —gritó el enano furioso, y arrojó el hacha con todas sus fuerzas. Era una jugada muy arriesgada, algo surgido de la desesperación de un padre que había perdido a su hijo. El hacha de Bruenor no volvería a su mano como lo había hecho Aegis-fang con Wulfgar. Si el hacha no daba en el blanco…

El arma alcanzó al drow en el momento en que rodeaba la esquina que daba al sinuoso pasadizo lateral. Se hundió en la cadera del elfo con tanta fuerza que lo arrojó contra la pared opuesta. El elfo oscuro intentó recuperarse y buscó la espada caída, sin dejar de retorcerse en el suelo.

Cuando su mano estaba a punto de tocar la empuñadura de la espada, la pesada bota del enano le aplastó los dedos de un taconazo.

Bruenor miró el hacha clavada en la herida y los borbotones de sangre que corrían por la hoja de acero.

—Estás muerto —le informó al drow con voz helada, y de un tirón arrancó el hacha de la herida.

El elfo oscuro escuchó las palabras, pero su mente ya no podía entenderlas. Sus pensamientos habían desaparecido junto con la sangre que se derramaba sobre el suelo.

Vierna no aminoró la furia del ataque al ver que su compañero había muerto, ni dio muestra alguna de preocupación ante el súbito cambio en el desarrollo del combate. A Drizzt se le revolvió el estómago ante el espectáculo que ofrecía su hermana, con las facciones desfiguradas por el odio que la reina araña alimentaba en sus fieles, una furia que estaba más allá de la razón y la conciencia.

Drizzt no permitió que esta ambivalencia perjudicara su esgrima, no ahora que Vierna había proclamado la muerte de sus amigos. Alcanzó varias veces las cabezas de serpientes, pero sus golpes parecían no tener la fuerza suficiente para acabar con ellas.

Una le clavó los colmillos en el brazo. El vigilante sintió el cosquilleo del entumecimiento y movió la otra cimitarra para cortar la cabeza del ofidio.

El movimiento dejó desprotegido el flanco opuesto, y una segunda cabeza lo mordió en el hombro. Una tercera buscó su cara.

El golpe de revés cercenó la cabeza de la serpiente más cercana y desvió a la otra.

Al látigo de Vierna sólo le quedaban tres cabezas, pero las mordeduras habían afectado considerablemente a Drizzt. Retrocedió hasta poder apoyarse en la pared junto a la entrada del pasadizo. Horrorizado vio que la cabeza de la serpiente continuaba enganchada en su hombro, con los colmillos hundidos en la carne.

Sólo entonces Drizzt advirtió los destellos plateados de Taulmaril, el arco de Cattibrie. Guenhwyvar estaba viva, Catti-brie combatía en el vestíbulo; y, en algún lugar distante del otro pasillo, el que corría por el lado derecha de la pequeña caverna, sonó la inconfundible voz de Bruenor Battlehammner, que rugía furioso: «¡Mi muchacho!».

—Dijiste que habían muerto —le señaló Drizzt a Vierna, apoyándose contra la pared.

—¡Y qué más da! —chilló Vierna, tan sorprendida como Drizzt por la revelación—. ¡Tú eres lo único importante! ¡Tú y la gloria que me reportará tu muerte! —Se lanzó con nuevos bríos sobre el hermano herido, con las tres cabezas de serpiente por delante.

Drizzt había recuperado las fuerzas, las había encontrado en la presencia de sus amigos, en el conocimiento de que ellos, también, se encontraban involucrados en esta batalla y necesitaban su victoria.

En lugar de defenderse, Drizzt dejó que las cabezas de serpiente se acercaran. Recibió un mordisco, seguido de otro, pero Centella hendió una de las cabezas por la mitad y el cuerpo descabezado del ofidio se retorció inútilmente en torno al mango del látigo.

Drizzt se apartó de la pared bruscamente, y Vierna retrocedió sorprendida. El drow movió las cimitarras con la velocidad del rayo, buscando siempre las cabezas de serpiente del látigo de Vierna, aunque más de una vez tuvo la ocasión de atravesar las defensas de su hermana y alcanzar su cuerpo.

Otra cabeza de serpiente cayó al suelo.

Vierna descargó un latigazo horizontal, pero una cimitarra le abrió una herida profunda en el antebrazo antes de que la única cabeza de serpiente pudiera llegar al blanco. El arma cayó al suelo, y la serpiente se convirtió en una cosa inanimada en cuanto el látigo escapó de la mano de la sacerdotisa.

Vierna lanzó un aullido mientras miraba a Drizzt, moviendo las manos vacías como si quisiera atrapar el aire entre los dedos.

Drizzt no se movió, no necesitaba hacerlo, porque la punta de Centella se encontraba a unos centímetros del indefenso pecho de su hermana.

La mano de Vierna se acercó a su cinturón, donde llevaba sujetas dos mazas talladas con intrincadas runas de telaraña. Drizzt conocía el poder de aquellas armas, y sabía por experiencia propia que Vierna era una experta en su uso.

—No lo intentes —le ordenó, indicando las armas.

—Ambos fuimos entrenados por Zaknafein —le recordó Vierna, y la mención del padre hirió a Drizzt—. ¿Tienes miedo de descubrir cuál de nosotros dos aprovechó mejor sus lecciones?

—Ambos fuimos engendrados por Zaknafein —replicó Drizzt, al tiempo que apartaba la mano de Vierna del cinturón con la iluminada hoja de Centella—. No lo deshonres más con tu comportamiento. Hay un camino mejor, hermana mía, una luz que no puedes conocer.

La risa de Vierna se mofó de él. ¿Acaso creía que podía reformar a una sacerdotisa de Lloth?

—¡No lo intentes! —gritó Drizzt cuando la mano de Vierna volvió a moverse hacia la maza.

Vierna cerró los dedos sobre la empuñadura. Centella se hundió en su pecho, le atravesó el corazón y la punta ensangrentada asomó por la espalda.

Drizzt se arrimó a su hermana y, abrazándola con fuerza, la sostuvo cuando las piernas le fallaron.

Se miraron el uno al otro, sin pestañear, mientras Vierna caía poco a poco al suelo. La rabia y la obsesión desaparecieron, reemplazadas por una expresión de serenidad casi desconocida en el rostro de un drow.

—Lo siento —dijo Drizzt, casi en un susurro.

Vierna sacudió la cabeza, rechazando cualquier disculpa. A Drizzt le pareció que la parte oculta de su hermana que pertenecía a la hija de Zaknafein Do’Urden aprobaba este final.

Entonces, los ojos de Vierna se cerraron para siempre.