22

La carga de la brigada pesada

Doce enanos acorazados encabezaban la columna, con los escudos unidos para ofrecer una pared de acero a las armas enemigas. Los escudos tenían bisagras, cosa que permitía a los enanos de los extremos retroceder cada vez que el túnel se estrechaba, sin perder la protección.

El general Dagnabit y el escuadrón de caballería los seguían montados; cada jinete iba equipado con una pesada ballesta y dardos especiales con la punta hecha de metal plateado. Varios soldados con antorchas caminaban a la par de los animales, listos para entregar las teas a los jinetes. El resto de la tropa cerraba la retaguardia. Sus integrantes mostraban expresiones muy serias, en una actitud muy distinta de la que habían tenido cuando habían pasado la vez anterior por este camino para ir a luchar contra los goblins.

A los enanos no les hacía ninguna gracia tener que enfrentarse a los elfos oscuros y menos todavía saber que corría peligro la vida de su rey.

Llegaron al pasaje lateral, despejado una vez más pues los globos de oscuridad habían desaparecido hacía tiempo, y pasaron ante el esqueleto del ettin, intacto a pesar de los tumultos del encuentro anterior.

—Clérigos —susurró Dagnabit, y su discreta llamada fue transmitida a lo largo de las filas. En algún lugar entre la tropa de infantería, media docena de clérigos, vestidos con los mandiles de herrero, levantaron los martillos de mithril con los símbolos sagrados y apuntaron a los objetivos, dos a un lado, dos adelante, y dos arriba—. Bien —les dijo el general a los escuderos de la vanguardia—, ofrecedles algo a lo que valga la pena disparar.

Se abrió la pared de escudos, y una docena de enanos avanzaron para cruzar la ancha intersección.

No ocurrió nada.

—Maldita sea —masculló Dagnabit después de unos momentos, al comprender que los elfos oscuros habían cambiado de posición. En un minuto recuperaron la formación anterior, y la fuerza avanzó a marchas forzadas, mientras un pequeño grupo se desviaba por el pasaje lateral para controlar que el enemigo no los sorprendiera por la espalda.

Se escucharon murmullos de protesta entre las filas; los enanos estaban ansiosos por entrar en combate.

Al cabo de un rato, el gruñido de uno de los mastines de la jauría que los enanos llevaban entre los infantes fue la única advertencia.

Se oyó el chasquido de las ballestas de mano procedente desde algún lugar más adelante. La mayoría de los dardos golpearon contra la barrera de escudos, pero algunos, disparados desde mayor altura, alcanzaron a unos cuantos enanos de la segunda y tercera fila. Cayó uno de los portadores de antorchas, y las llamas espantaron a las monturas de los dos jinetes más cercanos. Sin embargo, los enanos y los jabalíes estaban bien entrenados, y el incidente no degeneró en un caos.

Los clérigos comenzaron a cantar las palabras mágicas de un hechizo; Dagnabit y los jinetes acercaron las puntas de los dardos a las llamas de las antorchas. La primera fila contó al unísono hasta diez, para después tenderse de espaldas, cubierta con los escudos.

Cargó la caballería, entre los chillidos de los jabalíes acorazados y los dardos con las puntas de magnesio encendidos con una luz cegadora. Los jinetes dejaron atrás la zona iluminada por las antorchas en un santiamén, pero los hechizos de los clérigos estallaron en el túnel por delante de ellos, y disiparon la oscuridad con las luces mágicas.

Dagnabit y los veinte jinetes aullaron de alegría al ver que los elfos oscuros echaban a correr, al parecer sorprendidos por la súbita ferocidad y rapidez del ataque enano. Los drows habían confiado en la velocidad para alejarse de los enanos, pero no habían contado con la presencia de los jabalíes.

El general vio que un elfo oscuro se volvía y extendía la mano como si fuera a lanzar algo. Dagnabit intuyó que la criatura intentaba crear un globo de oscuridad para anular los efectos de las luces mágicas.

Un dardo de magnesio que iluminó el vientre del drow al clavarse en sus entrañas acabó con el intento.

—¡Arenisca! —gritó un jinete al lado mismo de Dagnabit, la maldición más habitual entre los enanos. El general vio cómo el compañero se inclinaba hacia atrás para apuntar hacia arriba. Se sacudió, al recibir el impacto de un dardo drow, pero alcanzó a disparar la ballesta antes de caer dormido al suelo.

El dardo luminoso falló el blanco; aun así, para el drow oculto entre las estalactitas el resultado fue el mismo, porque el proyectil sirvió de trazadora para los infantes que venían detrás.

—¡Techo! —gritó uno de los enanos, y dos docenas de ballesteros hincaron rodilla en tierra. Vieron la sombra del enemigo y dispararon una andanada.

Otro grupo de enanos pasó junto a ellos mientras cargaban, acompañado por la jauría que ladraba enfurecida. El pelotón de Dagnabit continuó la persecución, sin preocuparse por dejar atrás la zona iluminada. El suelo de los túneles era bastante llano y los drow les llevaban poca ventaja.

Un clérigo se paró a ayudar a los ballesteros arrodillados. Le indicaron la dirección general de la presa, y él lanzó un hechizo de luz entre las estalactitas.

El drow muerto, con el torso destrozado por los dardos, colgaba inmóvil en el aire. Un segundo después desapareció el hechizo de levitación, y el cadáver cayó a plomo desde una altura de casi siete metros.

Los enanos ni siquiera se fijaron en él. La luz en el techo les había mostrado a los dos compañeros ocultos del muerto. Los elfos se apresuraron todo lo posible para lanzar globos de oscuridad, pero no les sirvió de nada, porque los ballesteros ya conocían su ubicación y no les hacía falta la luz.

Gemidos y un grito de agonía acompañaron la frenética explosión de chasquidos, mientras dos docenas de dardos zumbaban entre las estalactitas. Los dos drows cayeron al suelo, y uno de ellos intentó levantarse.

Los feroces enanos se le echaron encima y lo remataron con las culatas de las ballestas.

El túnel dio paso a muchos más cuando los jinetes, en el ardor de la persecución, llegaron a una zona de sinuosos pasadizos laterales. Dagnabit escogió la presa sin problemas, a pesar de lo intrincado del laberinto y la oscuridad. De hecho, las tinieblas lo ayudaron, porque el drow al que perseguía había sido alcanzado en un hombro y el magnesio encendido era como un faro para el enano.

Acortó las distancias rápidamente: vio que el drow se volvía hacia él, el hombro ahora rojo visto de frente. Dagnabit guardó la ballesta y, empuñando la maza, desvió la embestida del jabalí como si fuera a atacar por el flanco herido del elfo oscuro.

El drow cayó en la trampa; se puso de lado y levantó la espada, listo para rechazar el ataque.

En el último momento, Dagnabit agachó la cabeza y tiró de las riendas para cambiar una vez más de dirección. El drow se quedó atónito al comprender que había mordido el cebo. Intentó apartarse de un salto, pero fue alcanzado de lleno. Los colmillos del jabalí se hundieron sobre la rodilla, y el casco de hierro de Dagnabit se estrelló contra su estómago. Voló por los aires unos cinco metros y habría llegado más lejos de no haber sido porque la pared del túnel lo detuvo.

Hecho un ovillo contra la base de la pared, el drow casi inconsciente vio a Dagnabit desmontar del jabalí y levantar la maza.

La explosión en su cabeza fue tan brillante como la luz del magnesio en el hombro; después sobrevino la oscuridad.

Los sabuesos guiaron al grueso de la tropa por la izquierda de la caverna principal hacia una región de cuevas naturales conectadas entre sí. Los soldados continuaron el avance acompañados por los clérigos, mientras otros enanos, que no llevaban armas sino herramientas, comenzaron a trabajar detrás de ellos y en los pasajes laterales.

Llegaron a una intersección de cuatro caminos; los sabuesos tiraban desesperados de las correas para ir a la derecha y a la izquierda. No obstante, los enanos obligaron a los perros a seguir por el camino que tenían delante, y, tal como esperaban, más de una docena de elfos oscuros aparecieron a su espalda en el túnel central para atacarlos con los dardos soporíferos.

La tropa dio media vuelta, los clérigos iluminaron la zona con los hechizos, y los drow, superados en número cuatro a uno, optaron prudentemente por la retirada. No tenían motivos para pensar que encontrarían cortado el paso, con tantos túneles a su disposición. Sabían cuántos eran los enanos y no había suficientes para cerrar todas las salidas.

En cuanto corrieron unos metros por el primer túnel escogido comprendieron su error, porque se encontraron con una puerta de hierro acabada de construir, barrada por el otro lado. Los enanos no habían tenido tiempo para ajustarla a las medidas del pasillo, pero no había manera de colarse por los intersticios.

El siguiente túnel parecía más prometedor, y tenía que serlo por necesidad, porque la tropa enana precedida por los sabuesos les pisaba los talones. Al dar la vuelta en una esquina, los elfos oscuros se vieron delante de otra puerta, y escucharon los martillazos de los obreros que daban los toques finales.

Desesperados, los drows lanzaron globos de oscuridad al otro lado de la puerta, para demorar el trabajo. Buscaron las grietas más anchas entre el obstáculo y la pared y dispararon a ciegas las ballestas contra los obreros, con lo que aumentaron la confusión. Un drow consiguió pasar la mano al otro lado y encontrar la tranca.

Demasiado tarde. Los perros rodearon la esquina, y los enanos se les echaron encima.

La oscuridad descendió sobre el escenario de la batalla. Un clérigo, con los poderes casi agotados, consiguió contrarrestarla, pero otro drow volvió a oscurecerla. Los valientes enanos lucharon a ciegas, replicando a la habilidad de los drows con la furia.

Un enano sintió cómo la espada de un enemigo invisible se deslizaba entre las costillas para atravesarle un pulmón. Comprendió que la herida era mortal, sintió la sangre en el pulmón que le cortaba la respiración. Podría haber intentado retirarse, salir de la zona oscura lo bastante cerca de un clérigo para que le atendiera la herida con los hechizos curativos. Sin embargo, sabía que en aquel instante crítico su rival era vulnerable, que si se retiraba algún otro camarada podía ser la siguiente víctima. Se lanzó hacia adelante dejando que la espada del drow lo atravesara de lado a lado y descargó el martillo con todas sus fuerzas.

Se desplomó sobre el cadáver del drow y murió con una sonrisa de satisfacción en su barbado rostro.

Dos enanos, que avanzaban lado a lado, notaron que su presa se zambullía para pasar entre ellos, pero demasiado tarde como para evitar la colisión contra la puerta de hierro. Desorientados por el golpe, y al notar que algo se movía a su lado, descargaron los martillos el uno contra el otro.

Ambos cayeron y, mientras lo hacían, sintieron una corriente de aire cuando el drow volvió a pasar sobre ellos —esta vez ensartado por una lanza enana— para ir a estrellarse contra la puerta. El drow herido se desplomó sobre los dos enanos, que no perdieron un segundo en aprovechar el regalo. Comenzaron a descargar puñetazos y puntapiés contra el drow e incluso a darle mordiscos hasta acabar con él.

Más de un veintena de enanos murieron en manos de los drows, pero también los cadáveres de quince elfos oscuros quedaron tendidos en aquel pasillo, más de la mitad de la fuerza encargada de cerrar el paso a las nuevas secciones.

Un puñado de elfos oscuros consiguió mantener la ventaja suficiente sobre los jinetes como para llegar al recinto donde Drizzt y Entreri se habían batido para diversión de Vierna y sus secuaces. Al ver la puerta reventada y los cadáveres de varios compañeros, comprendieron que el grupo de Vierna había sufrido un fuerte ataque, pero de todos modos pensaron que estaban a un paso de salvarse cuando el primero de ellos se precipitó hacia la entrada del tobogán; se lanzó y se quedó pegado en la telaraña que cerraba el paso.

El drow se sacudió desesperado, con los dos brazos sujetos por la telaraña mágica. Sus compañeros, sin preocuparse por ayudarlo, miraron hacia la puerta, que era ahora la única vía disponible para la huida.

Se oyó el gruñir de los jabalíes, y una docena de jinetes enanos entraron en la caverna lanzando gritos de júbilo.

El general Dagnabit llegó al escenario del combate tan sólo cinco minutos más tarde y se encontró con cinco elfos oscuros, dos enanos, y tres jabalíes muertos en el suelo.

Satisfecho al ver que no había más enemigos, Dagnabit ordenó que inspeccionaran el lugar. Todos se apenaron cuando encontraron el cuerpo aplastado de Cobble debajo de la pared de hierro, pero también se renovaron las esperanzas de encontrar con vida a Bruenor y a los demás.

—¿Dónde estás, Bruenor? —preguntó el general en voz alta dirigiéndose a los pasillos vacíos—. ¿Dónde estás?

La voluntad, el rechazo a darse por vencidos, era la única fuerza que impulsaba a Cattibrie y Bruenor, agotados, heridos y apoyados el uno en el otro, mientras se internaban en las profundidades desconocidas de los túneles naturales. Bruenor mantenía la antorcha en la mano libre, y Catti-brie llevaba el arco preparado. Ninguno de los dos creía poder enfrentarse con éxito a los elfos oscuros, pero, en sus corazones, tampoco pensaban en la derrota.

—¿Dónde está la maldita pantera? —preguntó Bruenor—. ¿Qué habrá sido del camorrista?

La muchacha sacudió la cabeza, sin saber qué contestar. ¿Quién podía saber adónde había ido Pwent? Había abandonado la caverna en una de sus típicas cargas a ciegas y a estas horas era muy capaz de haber corrido hasta la garganta de Garumn. En cambio era más fácil averiguar el paradero de Guenhwyvar. Cattibrie metió la mano en su bolsa y recorrió con los dedos la intrincada talla de la estatuilla de ónice. Presintió que la pantera ya no estaba en los túneles, y confió en la intuición, convencida de que, si Guenhwyvar no hubiera dejado el plano material, ya se habría puesto en contacto con ellos.

Cattibrie se detuvo; Bruenor, después de unos pocos pasos, se volvió para mirarla con curiosidad y la imitó. La muchacha, con una rodilla en tierra, sostenía la figura con las dos manos, estudiándola con mucha atención, el arco a su lado.

—¿Se ha ido? —preguntó Bruenor.

Cattibrie encogió los hombros y colocó la estatuilla en el suelo. Después pronunció el nombre de Guenhwyvar en voz baja. Durante un bueno rato no ocurrió nada, pero, en el momento en que la muchacha se disponía a recoger el objeto, comenzó a formarse la niebla gris.

¡Guenhwyvar tenía un aspecto horrible! Apenas si podía mantenerse en pie debido al agotamiento, y le colgaba un trozo de piel en un hombro que dejaba ver la carne y los tendones.

—¡Oh, vete! —exclamó Catti-brie, horrorizada al verla. Recogió la estatuilla dispuesta a enviar al animal de regreso a su plano.

Guenhwyvar se movió mucho más deprisa de lo que hubieran podido esperar Bruenor y Cattibrie a la vista de su estado. Un zarpazo arrebató la estatuilla de las manos de la muchacha. La pantera aplastó las orejas y gruñó furiosa.

—Deja que se quede —dijo Bruenor. Catti-brie lo miró incrédula—. No está peor que nosotros —explicó el enano. Se acercó a la pantera y apoyó una mano sobre la cabeza del animal para tranquilizarla. Guenhwyvar volvió a levantar las orejas y dejó de gruñir—. Y no quiere rendirse. —Bruenor miró a su hija, después al túnel que tenía delante—. Aquí estamos los tres —añadió el rey—, molidos y listos para caernos al suelo, pero no hasta haber acabado con esos malditos drows.

Intuyendo una presencia cercana, Drizzt desenvainó a Centella y se concentró para evitar que se encendiera la luz azul del arma. Para su gran tranquilidad, la cimitarra respondió perfectamente. El vigilante apenas si recordaba al halfling que sostenía contra su cuerpo. Con todos los sentidos alertas buscó una pista de la presencia del enemigo. Atravesó un portal bajo y entró en una cueva sin ninguna característica particular, apenas poco más ancha que el túnel y con dos salidas, una lateral y la otra delante, de donde partía un pasadizo ascendente.

De pronto Drizzt empujó a Regis al suelo y retrocedió hasta la pared, con las armas y la mirada apuntadas a la salida lateral. Pero no fue un drow el que entró en la caverna, sino un enano, probablemente la criatura de aspecto más estrafalario que habían visto nunca los compañeros.

Pwent estaba sólo a unos tres pasos del vigilante, y su rugido de entusiasmo demostró que pensaba tener de su parte la ventaja de la sorpresa. Agachó la cabeza, apuntó la bayoneta del casco hacia el vientre de Drizzt y se lanzó a la carga. Regis chilló espantado.

Drizzt levantó las manos por encima de la cabeza, buscando las hendiduras en la pared con sus fuertes dedos. Todavía empuñaba las cimitarras, y no había mucho donde sujetarse, pero el ágil drow no necesitaba mucho. Mientras el camorrista lanzaba la embestida, Drizzt levantó las piernas bien separadas por encima del atacante.

Pwent se estrelló contra la pared; la bayoneta abrió un agujero de diez centímetros en la roca. Drizzt bajó las piernas, una a cada lado de la cabeza gacha del camorrista, y después descargó los pomos de las cimitarras sobre la desprotegida nuca del rival.

La bayoneta del enano, torcida hacia un lado, rozó la piedra con un chirrido mientras Pwent se desplomaba con un grito de dolor.

Drizzt se apartó de un salto, dejando que Centella se encendiera para iluminar la caverna con su luz azul.

—Un enano —comentó Regis, sorprendido.

Pwent soltó un gruñido y rodó sobre sí mismo; Drizzt alcanzó a ver un amuleto, tallado con la jarra espumante que era el símbolo del clan Battlehammer, sujeto a la cadena que llevaba alrededor del cuello.

El camorrista sacudió la cabeza y de pronto se levantó de un salto.

—¡Has ganado el primer asalto! —rugió Pwent, dispuesto a reanudar el combate.

—No somos enemigos —intentó explicarle el vigilante. Regis volvió a gritar cuando Pwent se acercó y lanzó sendos puñetazos con los guanteletes de clavos.

Drizzt esquivó los golpes sin problemas y tomó buena nota de los rebordes afilados en la armadura de su oponente.

Pwent volvió a lanzar un puñetazo al tiempo que se adelantaba para darle más potencia. Drizzt comprendió que era una trampa. Ya había descubierto la táctica de Pwent, y sabía que el golpe sólo tenía la intención de poner al temible enano en línea, para poder arrojarse sobre el rival. Movió una de las cimitarras para interceptar el golpe. Drizzt sorprendió al enano levantando la otra cimitarra por encima de la cabeza mientras se adelantaba (precisamente el movimiento contrario al que esperaba Pwent), para después bajar el arma en un amplio arco descendente a la vez que se hacía a un lado, y golpear la corva del enano.

El camorrista se olvidó por el momento de dar el salto y se agachó instintivamente para proteger la pierna vulnerable. Drizzt insistió, con la presión suficiente para mantener la rodilla del enano en movimiento. Pwent voló por el aire y cayó al suelo de espaldas.

—¡Basta! —le gritó Regis al tozudo enano al ver que intentaba levantarse—. ¡Basta! ¡No somos enemigos!

—Dice la verdad —añadió Drizzt.

Pwent consiguió poner una rodilla en tierra y miró a los compañeros.

—Vinimos aquí para cazar al halfling —replicó desconcertado—. A cazarlo y desollarlo vivo, y ahora me pides que confíe en él.

—Te equivocas de halfling —afirmó Drizzt, envainando las cimitarras. Una sonrisa inconsciente apareció en el rostro del enano mientras pensaba en la ventaja que acababa de darle el rival—. No somos enemigos —repitió Drizzt, con un resplandor de peligro en los ojos lila—, pero no tengo tiempo para continuar con tus juegos estúpidos.

Pwent se agazapó, los músculos tensos, dispuesto a saltar sobre el drow y destrozarlo. Una vez más resplandecieron los ojos del vigilante, y el enano se relajó, al comprender que el rival acababa de leerle los pensamientos.

—Ataca si quieres —le advirtió Drizzt—, aunque la próxima vez que caigas no volverás a levantarte.

Thibbledorf Pwent, que no se asustaba ante nada, consideró la advertencia y la tranquilidad del rival, y recordó lo que Cattibrie le había dicho de este drow, si es que efectivamente era el legendario Drizzt Do’Urden.

—Creo que somos amigos —respondió el enano, y se levantó poco a poco.