Los vientos de la montaña
Drizzt se dobló poco a poco y consiguió acercar la mano a la bota destrozada para detener la hemorragia. Por lo menos, la herida era limpia y, después de unos pocos intentos, descubrió que todavía podía usar el pie, que soportaría el peso aunque con dolores.
—¡Regis! —llamó. La silueta oscura de la cabeza del halfling asomó por el borde del acantilado.
—¿Drizzt? —contestó Regis vacilante—. Pensaba…, pensaba que…
—Estoy bien —lo tranquilizó Drizzt—. Entreri ha caído. —El elfo no podía ver las angelicales facciones de Regis desde esta distancia, pero podía imaginar muy bien la alegría que la noticia había deparado a su pobre amigo. Entreri había perseguido a Regis durante muchos años, lo había capturado en dos ocasiones, y ninguna había sido una experiencia placentera para el halfling. Regis temía a Artemis Entreri más que a cualquier otra cosa en el mundo, y ahora, al parecer, se había acabado su tormento.
—¡Allá está Centella! —gritó Regis entusiasmado, señalando por encima del borde a un punto en las profundidades—. Resplandece en el fondo, a tu derecha.
Drizzt miró en la dirección indicada, pero no podía ver el fondo porque la pendiente se lo impedía. Se movió hacia un lado, y, tal como afirmaba Regis, la cimitarra mágica apareció a la vista; el brillo azul resplandecía contra la piedra oscura del suelo del valle. Drizzt reflexionó en lo que veía. ¿Por qué la cimitarra resplandecía con tanta fuerza si no la empuñaba? Siempre había creído que el fuego del arma era un reflejo de sí mismo, una reacción mágica en sintonía con los fuegos interiores.
Hizo una mueca al pensar que quizás Artemis Entreri se había hecho con la cimitarra. Drizzt imaginó al asesino mirándolo con una sonrisa de burla, con la cimitarra en la mano como cebo.
El elfo rechazó la idea en el acto. Había visto la caída a plomo del asesino, sin ninguna posibilidad de poder sujetarse a la pared. En el mejor de los casos, el asesino había rodado por la pendiente después de una caída libre de diez o quince metros. Aun cuando no hubiera muerto, desde luego no estaría en condiciones para mantenerse de pie en el fondo del valle.
Entonces, ¿qué debía hacer? Pensó que debía trepar hasta la cornisa sin más demoras, reunirse con Regis e ir en busca de los amigos. Podía volver a este lugar sin muchas dificultades desde el Valle de los Custodios cuando acabara con esta aventura, y, con un poco de suerte, recuperaría la cimitarra si no se la había llevado algún goblin o un troll de la montaña.
Al pensar que quizá se encontraría otra vez con los esbirros de Vierna, Drizzt comprendió que necesitaba tener a Centella. Volvió a mirar hacia abajo, y la cimitarra lo llamó; percibió la llamada en su mente y no estuvo muy seguro de si era pura imaginación o si Centella tenía algunas habilidades que él no entendía muy bien. Admitió para sus adentros que había otro motivo para bajar: necesitaba saciar la curiosidad sobré el destino de Entreri. Drizzt descansaría más tranquilo si encontraba el cadáver destrozado del asesino en el fondo del acantilado.
—Voy a buscar la cimitarra —le avisó a Regis—. No tardaré mucho. Grita si hay algún problema. —Escuchó un leve gemido procedente de la cornisa, pero Regis sólo le deseó suerte sin discutir la decisión.
Drizzt envainó la otra cimitarra y buscó el camino con mucho cuidado, sujetándose con firmeza en cada apoyo para evitar en la medida de lo posible no descargar peso en el pie herido. Después de bajar unos quince metros, llegó a una parte de la ladera muy empinada aunque libre de rocas sueltas. No había dónde sujetarse, pero Drizzt ya no necesitaba asideros. Se tendió en la pendiente y comenzó a resbalar lentamente.
Advirtió el peligro por el rabillo del ojo: un ser del tamaño de un hombre y alas de murciélago que volaba en zigzag llevado por el viento de las montañas. Drizzt se preparó cuando lo vio venir en su dirección y distinguió el resplandor verde azulado de la espada.
¡Entreri!
El asesino soltó una carcajada provocadora mientras pasaba a su lado y lo hería levemente en el hombro. La capa de Entreri se había transformado en las alas de un murciélago.
Ahora Drizzt comprendió el verdadero motivo por el que el taimado asesino había preferido combatir en la cornisa.
El asesino realizó una segunda pasada rasante; golpeó al drow con el plano de la espada y descargó un puntapié contra la espalda del rival.
Drizzt rodó con los golpes; después comenzó a deslizarse peligrosamente a medida que las piedras sueltas se movían debajo de su cuerpo. Desenvainó la cimitarra y consiguió parar la siguiente embestida.
—¿Tienes una capa como la mía? —se mofó Entreri, con una vuelta brusca a unos pocos metros de distancia para después flotar casi inmóvil en el aire—. Pobrecito drow, sin una red para salvarlo. —Sonó otra risotada, y el asesino atacó otra vez, aunque desde una distancia respetable, consciente de que tenía todas las ventajas a su favor y que no debía dejarse llevar por la ansiedad.
La espada, con el impulso añadido del rápido vuelo del asesino, golpeó con fuerza contra la cimitarra de Drizzt, y, aunque el vigilante consiguió mantener el arma del rival apartada del cuerpo, resultó evidente que Entreri había ganado el asalto.
Drizzt resbalaba una vez más. Se volvió de cara a la piedra, deslizó un brazo por debajo del pecho y aprovechó el peso del cuerpo para hundir los dedos como garfios en las piedras sueltas, con el fin de aminorar la velocidad del descenso. En aquel momento terrible, Drizzt se encontró desprotegido, demasiado ocupado en sostenerse como para tener tiempo de defenderse del asesino.
Un par de ataques más como aquel lo enviarían a la muerte.
—¡Ni siquiera sabes de cuántos trucos dispongo! —gritó el asesino en son de victoria mientras se lanzaba sobre la presa.
Drizzt rodó sobre sí mismo para enfrentarse a Entreri, que volaba en picado hacia él; de pronto, el vigilante levantó la mano libre empuñando algo que el asesino no esperaba.
—¡Ni tú conoces los míos! —replicó Drizzt. Apuntó con cuidado para superar los movimientos evasivos de Entreri y disparó la ballesta, el arma que le había quitado al drow muerto al pie del tobogán.
Entreri descargó un manotazo contra el costado del cuello y arrancó el dardo sólo un segundo después de haber recibido el impacto.
—¡No! —gritó al sentir el ardor del veneno—. ¡Maldito seas! ¡Maldito seas, Drizzt Do’Urden!
Se dirigió hacia la pared, consciente de que volar dormido no era prudente, pero el veneno, que ya circulaba por una arteria mayor, le nubló la visión.
Rebotó contra la piedra a unos seis metros a la derecha de Drizzt; la luz de la espada desapareció en el acto cuando la soltó.
El drow escuchó un gemido y otra maldición interrumpida por un profundo bostezo.
Las alas de murciélago continuaron en movimiento y el asesino se mantuvo en el aire, aunque no conseguía enfocar la atención para controlar el vuelo. Las corrientes de aire lo arrastraron de aquí para allá; chocó contra la pared una vez, después otra y otra.
Se oyó el ruido de un hueso al quebrarse; el brazo izquierdo del asesino colgó inmóvil debajo del cuerpo, aún en posición horizontal. Después aflojó las piernas, agotadas las fuerzas por el veneno.
—Maldito seas —masculló Entreri con voz pastosa, casi dormido del todo. La capa se hinchó con el viento, y Entreri voló en dirección al valle. La oscuridad lo engulló en silencio, como la muerte.
A partir de aquel punto, el descenso no presentó mayores dificultades ni peligros para el ágil drow. El trayecto se convirtió en un alivio al ofrecerle la oportunidad de abandonar las defensas y dejarle tiempo para reflexionar en la enormidad de lo ocurrido. La lucha contra Entreri no había durado muchos meses, pero había sido en todo momento intensa y brutal. El asesino había sido su antítesis, la imagen del alma de Drizzt en el espejo oscuro, la encarnación de los grandes temores que el drow había tenido sobre su propio futuro.
Ahora se había acabado. Drizzt había roto el espejo. ¿Había conseguido probar algo?, se preguntó. Quizá no, pero al menos había librado al mundo de un hombre peligroso y despiadado.
Encontró a Centella sin problemas. La hoja de la cimitarra brilló con fuerza cuando la recogió; después la luz interior se apagó, y en el acero se reflejó el resplandor de las estrellas. Drizzt guardó el arma en la vaina con aire reverente. Pensó buscar la espada perdida del asesino pero desistió porque no podía perder más tiempo. Regis y, probablemente, sus otros amigos lo necesitaban.
Se reunió con el halfling al cabo de unos minutos, lo arrimó a su cuerpo y caminó hacia la entrada del túnel.
—¿Y Entreri? —preguntó Regis, como si no pudiera creer que el asesino había desaparecido para siempre.
—Se lo ha llevado el viento de la montaña —respondió Drizzt muy tranquilo y sin ningún tono de superioridad—. Se lo ha llevado el viento.
Drizzt no podía saber lo acertada que había sido su críptica respuesta. Drogado y casi inconsciente, Artemis Entreri se dejó llevar por las corrientes ascendentes del gran valle. Su mente no podía concentrarse en los mensajes telepáticos necesarios para dirigir la capa animada, y, sin su guía, las alas mágicas continuaron su aleteo.
Notó el roce del aire con el aumento de velocidad aunque sin darse cuenta del todo de que volaba.
Entreri sacudió violentamente la cabeza en un intento por librarse de los efectos somníferos del veneno. En el fondo de su mente sabía que debía despertarse del todo, que necesitaba recuperar el control y reducir la velocidad.
Pero le agradaba sentir el roce del aire en las mejillas; el sonido del viento en los oídos le daba una sensación de libertad, de romper los vínculos mortales.
Abrió los ojos y sólo vio oscuridad. No comprendió que era el final del valle, la ladera de la montaña.
La corriente de aire lo invitó a dormir. Chocó contra la piedra de cabeza. Sintió una explosión en el cráneo y en el rostro del cuerpo; el aire escapó de los pulmones en una violenta exhalación.
No advirtió que el impacto había destrozado las alas mágicas ni que el aullido del viento en los oídos se debía a la caída. No se dio cuenta de que estaba a casi sesenta metros del suelo.