El duelo
La nube de polvo se posó poco a poco en la gran caverna, amortiguando la poca luz de las antorchas; una piedra había caído sobre una de las teas y apagado la llama en el acto.
Apagada como la luz en los ojos de Wulfgar.
Cuando por fin cesó el ruido del desprendimiento, cuando los trozos de roca más grande dejaron de rodar, Cattibrie se volvió boca arriba e intentó levantarse, de cara a la montaña de escombros. Se quitó el polvo de los ojos y parpadeó varias veces en la penumbra antes de captar la amarga verdad de la escena.
El único tentáculo visible del monstruo, todavía enganchado al tobillo de la joven, aparecía cortado de un tajo; el borde seccionado, cercano a las piedras, aún palpitaba.
Más allá no había más que rocas. Cattibrie se estremeció ante la magnitud de la tragedia y estuvo a punto de volver a perder el sentido, pero recuperó las fuerzas cuando la dominaron la rabia y la negativa a aceptar lo ocurrido. Apartó el tentáculo de los pies y avanzó a gatas. Intentó ponerse de pie pero el mareo la obligó a permanecer agachada. Una vez más la invadió la náusea, el deseo de abandonarse al desvanecimiento.
¡Wulfgar!
Cattibrie prosiguió el avance, apartó el tentáculo y comenzó a excavar en la montaña de escombros con las manos desnudas; en un segundo tenía las manos cubiertas de sangre y una uña rota. ¡Qué parecido era este desprendimiento al que había soportado Drizzt en el primer recorrido de los compañeros a través de Mithril Hall! En aquella ocasión había sido una trampa preparada por los enanos, un desprendimiento que había servido para hundir una parte del suelo, con la consecuencia de que Drizzt había ido a caer en un túnel del nivel inferior.
Esta vez no se trataba de una trampa, se dijo Cattibrie a sí misma. Aquí no había un tobogán hasta el nivel inferior. Un gruñido casi inaudible, un gemido, escapó de sus labios y continuó excavando, desesperada por sacar a Wulfgar de los escombros, mientras rogaba que las piedras no hubieran aplastado al bárbaro.
Entonces Bruenor llegó a su lado, se desprendió del hacha y el escudo y comenzó a cavar. El enano consiguió apartar unas cuantas piedras de gran tamaño, pero al cabo de un rato dejó de trabajar y miró pensativo el montón de escombros.
Cattibrie continuó con sus esfuerzos, sin darse cuenta de la actitud del padre.
Con más de doscientos años de experiencia como minero, Bruenor sabía la verdad: el derrumbe había sido total.
Era inútil cualquier intento de rescate.
Cattibrie no cejó en el empeño, pero ahora lloraba, a medida que la razón la convencía de aquello que el corazón se negaba a aceptar.
Bruenor apoyó una mano sobre el brazo de la joven para detener el trabajo inútil, y, cuando ella lo miró con una expresión de dolor inmenso, al rudo enano se le partió el corazón. Tenía el rostro cubierto de mugre, sangre seca en una mejilla y el pelo aplastado contra el cráneo, pero Bruenor sólo se fijaba en los ojos de Cattibrie, ojos como los de un cervatillo, de un azul profundo, llenos de lágrimas.
Bruenor sacudió la cabeza lentamente.
Cattibrie se dejó caer sentada, las manos ensangrentadas sobre el regazo, los ojos sin parpadear. ¿Cuántas veces ella y sus amigos habían estado a punto de perder la vida? ¿Cuántas veces habían escapado de las codiciosas garras de la muerte en el último instante?
Finalmente los había atrapado, había atrapado a Wulfgar aquí y ahora, de pronto, sin previo aviso.
Había desaparecido para siempre el gran guerrero, el jefe de la tribu, el hombre que iba a ser su marido. Ni ella ni Bruenor, ni siquiera el poderoso Drizzt Do’Urden, podían hacer nada por ayudarlo, por cambiar lo que había sucedido.
—Me salvó la vida —susurró la muchacha.
Bruenor no pareció haberla oído, muy ocupado en quitarse el polvo de los ojos, el polvo mezclado con las lágrimas que corrían por las mejillas sucias. Wulfgar había sido como un hijo para Bruenor. El enano se había llevado al joven Wulfgar —en aquel entonces todavía un niño— a su casa después de una batalla, aparentemente como esclavo pero en realidad dispuesto a educarlo. Bruenor había transformado al bárbaro en un hombre digno de la mayor confianza, en un hombre honrado. El día más feliz de la vida del enano, incluso más que cuando recuperó Mithril Hall, fue el día en que Wulfgar y Catti-brie anunciaron su compromiso matrimonial.
El rey descargó un puntapié contra una roca con tanta fuerza que la hizo rodar.
Allí estaba Aegis-fang.
Le temblaron las rodillas al ver la cabeza del martillo mágico, grabada con los símbolos de Dumathoin, un dios enano, el custodio de los secretos debajo de la montaña. El valiente enano realizó varias inspiraciones profundas para controlar la emoción antes de agacharse y sacar el martillo de los escombros.
Había sido la mayor creación de Bruenor, la obra maestra como herrero. Había puesto todo su amor y sus conocimientos en el forjado del arma; la había hecho para Wulfgar.
Cattibrie se desmoronó al ver el arma, y los sollozos le sacudieron los hombros.
Bruenor se rehizo al ver el sufrimiento de la muchacha. Se recordó a sí mismo que era el octavo rey de Mithril Hall, el responsable de sus súbditos y de su hija. Sujetó el precioso martillo en las correas de la mochila y pasó un brazo por los hombros de Cattibrie para ayudarla a ponerse de pie.
—No podemos hacer nada por él —susurró Bruenor. Catti-brie lo empujó y volvió a la pila, sollozando mientras apartaba las piedras más pequeñas. Comprendía que era inútil, podía ver las toneladas de tierra y rocas, muchas demasiado grandes para poder moverlas, que llenaban la caverna. Pero Catti-brie insistió, incapaz de renunciar al empeño de llegar hasta el bárbaro. No podía renunciar a la esperanza de rescatarlo.
Las manos de Bruenor volvieron a sujetarla con suavidad.
Con un gruñido, la muchacha lo apartó y volvió al trabajo.
—¡No! —rugió Bruenor, y esta vez la cogió con fuerza: la levantó en brazos y la alejó de la montaña de escombros. La dejó caer violentamente y se interpuso entre ella y la pila, y, cada vez que Catti-brie intentó rodearlo, él le cerró el paso—. ¡No puedes hacer nada más! —le gritó una docena de veces.
—¡Tengo que intentarlo! —le suplicó la muchacha cuando por fin comprendió que Bruenor no le permitiría volver a excavar.
Bruenor sacudió la cabeza; sólo las lágrimas en sus ojos y el sufrimiento reflejado en su rostro evitaron que Cattibrie le diera un puñetazo. Entonces la muchacha se calmó, renunció a su intento de esquivar al enano.
—Se acabó —manifestó Bruenor—. El muchacho…, mi muchacho, escogió su destino. Dio su vida por salvarnos. No lo deshonres dejando que un sufrimiento inútil te retenga aquí, en medio del peligro. —El cuerpo de Catti-brie se aflojó ante la indiscutible verdad del razonamiento del padre. No volvió a acercarse a la montaña, el túmulo funerario de Wulfgar, mientras Bruenor recogía el hacha y el escudo. El enano volvió a su lado y le pasó un brazo por la cintura—. Dile adiós —añadió, y esperó en silencio durante unos instantes antes de llevar a Catti-brie a recoger el arco y después hacia la misma entrada por la que habían llegado. La muchacha se detuvo y miró primero al padre y después la boca del túnel, como si dudara de que fuera el rumbo correcto—. Pwent y la pantera ya encontrarán el camino de regreso —dijo Bruenor en respuesta a la mirada, sin comprender el motivo del desconcierto.
A Cattibrie no le preocupaba Guenhwyvar. Sabía que a la pantera no podía pasarle nada malo mientras ella estuviera en posesión de la estatuilla y tampoco pensaba en la suerte del camorrista, que podía arreglárselas muy bien solo.
—¿Qué pasará con Drizzt? —preguntó la muchacha.
—Creo que el elfo está vivo —respondió Bruenor, muy seguro—. Uno de los drows me preguntó por él, quería saber dónde se encontraba. Está vivo, ha conseguido escapar, y, a mi juicio, Drizzt tiene muchas más posibilidades que nosotros de salir de estos túneles. Quizá la pantera está con él.
—Y también es posible que nos necesite —protestó Catti-brie, apartando la mano de Bruenor. Se colocó el arco en bandolera y cruzó los brazos sobre el pecho, con una expresión decidida en el rostro.
—Nos vamos a casa, muchacha —ordenó Bruenor, severo—. No sabemos dónde puede estar Drizzt. ¡Creo que está vivo, y confío en que así sea!
—¿Estás dispuesto a correr el riesgo? —replicó Catti-brie—. ¿Prefieres pensar que no nos necesita? Hemos perdido a un amigo, quizá dos si el asesino mató a Regis. No voy a abandonar a Drizzt por nada en el mundo. —Hizo una mueca al recordar la vez en que se había perdido en Tarterus, otro plano de existencia, cuando Drizzt Do’Urden se había enfrentado a horrores indescriptibles para traerla de regreso a casa—. ¿Te acuerdas de Tarterus? —añadió, y el enano, indefenso, desvió la mirada—. No renuncio —afirmó Catti-brie—, por muchos que sean los riesgos. —Miró en dirección al túnel utilizado por los drows en la huida—. ¡Ningún elfo oscuro me lo impedirá!
Bruenor permaneció en silencio durante un buen rato, los pensamientos puestos en Wulfgar y en las palabras de su hija. Drizzt podía encontrarse cerca, quizás herido o cercado por el enemigo. Si la situación hubiera sido a la inversa, si el perdido hubiera sido él, Bruenor tenía muy claro que Drizzt no lo habría abandonado.
Miró una vez más a Cattibrie y a la montaña de escombros. Acababa de perder a Wulfgar. ¿Podía correr el riesgo de perder también a su hija? La observó con más atención y vio el fuego en su mirada.
—Esta es mi chica —dijo el enano en voz baja.
Recogieron la antorcha y se encaminaron al otro extremo de la caverna para adentrarse en los túneles en busca del amigo extraviado.
Alguien que no se hubiera criado en las tinieblas perpetuas de la Antípoda Oscura no habría advertido la sutil diferencia en el grado de oscuridad o la casi imperceptible caricia del aire fresco. Para Drizzt, los cambios fueron como una bofetada en pleno rostro, y aceleró el paso mientras apretaba a Regis con fuerza.
—¿Qué ocurre? —preguntó el halfling asustado mientras miraba a un lado y a otro como si Artemis Entreri fuera a saltar sobre ellos desde las sombras más cercanas, dispuesto a devorarlos.
Pasaron por un ancho y bajo pasaje lateral ascendente. Drizzt vaciló, pues el sentido de orientación le gritaba que acababa de pasar por delante del túnel correcto. No hizo caso a las súplicas silenciosas, y siguió adelante, en la esperanza de que la salida al mundo exterior resultara accesible y Regis y él pudieran disfrutar de una bocanada de aire fresco.
Lo era. Pasaron una curva y sintieron el viento frío contra sus rostros, vieron la claridad de la salida y más allá montañas… ¡y estrellas!
El profundo suspiro de alivio del halfling reflejó perfectamente los sentimientos de Drizzt mientras ayudaba a Regis. Cuando salieron del túnel se quedaron boquiabiertos ante el esplendor del panorama que se abría ante ellos, por la belleza del mundo de la superficie bajo las estrellas, tan distinto de la noche eterna de la Antípoda Oscura. El viento que los azotaba parecía un ser vivo.
Se encontraban en una cornisa estrecha, a unos doscientos metros del fondo de un acantilado de trescientos metros de altura. Un sendero angosto subía por la derecha y bajaba por la izquierda, pero su pendiente era tan suave que era improbable que llegara hasta el pie del acantilado o hasta su cima.
Drizzt observó la pared de piedra. No le costaría mucho bajar los doscientos metros hasta el fondo o subir si prefería ese camino. Sin embargo, no se veía con fuerzas para cargar con Regis y tampoco lo atraía la idea de dejarlo en una zona desconocida, sin saber el tiempo que tardaría en llegar a Mithril Hall en busca de ayuda.
Por otra parte, sus amigos se encontraban en peligro.
—El Valle de los Custodios está allá —comentó Regis señalando el noroeste—, a sólo unos pocos kilómetros.
—Tenemos que volver a entrar —replicó Drizzt.
A Regis no pareció gustarle mucho la propuesta aunque no protestó; comprendió que no estaba en condiciones de salir de la cornisa por sus propios medios.
—Bien hecho —dijo la voz de Entreri desde más allá de la curva. La oscura silueta del asesino apareció a la vista; las joyas de la daga— resplandecían como sus ojos, capaces de ver el espectro infrarrojo. —Sabía que vendrías a este lugar —le explicó a Drizzt—. Sabía que percibirías la corriente de aire fresco y buscarías la salida.
—¿La felicitación es para mí o para ti? —preguntó el drow.
—¡Para ambos! —contestó Entreri con una fuerte carcajada. El blanco de los dientes desapareció, reemplazado por una mueca helada, mientras se acercaba—. La entrada que acabas de pasar es del túnel que lleva al nivel superior, donde probablemente encontrarás a tus amigos, eso sí, muertos. —Drizzt no mordió el cebo, no dejó que la furia le arrebatara el control—. Pero no puedes ir allí, ¿verdad? —lo provocó Entreri—. Si estuvieras solo podrías eludirme, evitar el duelo que reclamo. En cambio, tu compañero herido te retiene. Piénsalo, Drizzt Do’Urden. ¡Abandona al halfling y podrás escapar! —Drizzt no se molestó en contestar a una propuesta tan absurda—. Yo lo dejaría —señaló Entreri con una mirada de desprecio hacia el halfling. Regis soltó un gemido lastimero y se acurrucó debajo del brazo del elfo vigilante, que no quiso ni pensar en los horrores que debía de haber sufrido su amigo en manos del asesino.
»No lo dejarás —prosiguió Entreri—. Hace mucho establecimos la diferencia entre nosotros, la diferencia que tú llamas fuerza, pero que yo sé que es una debilidad. —Sólo se encontraba a una docena de pasos de distancia; desenvainó la espada, que lo iluminó con su resplandor verde azulado—. Y ahora a lo nuestro —manifestó—. A nuestro destino. ¿Te agrada nuestro campo de batalla? La única manera de salir de esta cornisa es el túnel que hay detrás de ti, y, por lo tanto, yo tampoco puedo escapar; estoy obligado a luchar hasta el final. —Miró más allá del borde de la cornisa—. Una caída mortal para el perdedor —explicó—. Una lucha sin escapatorias.
Drizzt no podía negar sus sensaciones, el fuego que ardía en su pecho y en el fondo de sus ojos. No podía negar que, en un algún lugar oculto de su corazón y de su alma, deseaba aceptar este desafío, demostrar que Entreri estaba equivocado, probar que la existencia del asesino era inútil. No obstante, de haber podido escoger, Drizzt no habría aceptado el duelo. Comprendía y aceptaba que sus motivos personales no eran razón suficiente para librar un combate a muerte. Pero, ahora que estaban en juego la vida del pobre Regis y la de sus amigos, perdidos en el nivel superior, tenía que aceptar el desafío.
Sintió la frialdad de las empuñaduras de las cimitarras en las manos, dejó que la visión volviera al espectro normal mientras Centella mostraba su furiosa luz azul.
Entreri se detuvo, la espada en una mano, la daga en la otra, y, con un ademán, invitó a Drizzt a que se acercara.
Por tercera vez en menos de un día, Centella golpeó contra la espada del asesino; acababan de iniciar un duelo que ambos contendientes esperaban que fuese el último.
Realizaron las primeras fintas sin prisas, cada uno midiendo los pasos en este terreno tan poco habitual. La cornisa tenía unos tres metros de ancho, pero se estrechaba considerablemente detrás de los rivales.
Un revés con la espada marcó el ataque de Entreri, seguido de un golpe de la daga.
Sonó el ruido de las dos paradas, y Drizzt buscó con una cimitarra el hueco entre los aceros de Entreri, un hueco cerrado en el acto por la espada, que desvió con facilidad el ataque del drow.
Se movieron en círculos, Drizzt en el interior, cerca de la pared, el asesino con paso seguro próximo al borde. De pronto, Entreri atacó con la daga por debajo de la cintura.
Drizzt esquivó de un salto el ataque corto y respondió con una combinación de dos golpes a la cabeza del asesino. La espada de Entreri se movió a derecha e izquierda, en una trayectoria horizontal por encima de la cabeza para detener los golpes, y desvió un poco el ángulo para lanzar una estocada que le permitió mantener al drow a raya mientras recuperaba el equilibrio.
—No será un duelo corto —prometió Entreri con una sonrisa malvada. Como si quisiera negar sus palabras, avanzó furioso con la espada abriendo el camino.
Las manos de Drizzt se movieron con la velocidad del rayo; las cimitarras golpearon varias veces la hoja de la espada. El elfo oscuro se movió hacia un lado para evitar quedar con la espalda apoyada en la pared.
Drizzt compartía la opinión del asesino: este no sería un combate corto. Tendría que luchar un buen rato, quizás una hora. ¿Y para qué?, se preguntó el vigilante. ¿Qué ganaría? ¿Aparecerían Vierna y sus secuaces para acabar con el duelo antes de tiempo?
¡Cuán vulnerables se encontrarían entonces, sin ningún lugar adonde escapar y con un abismo de dos centenares de metros de profundidad a unos pasos de distancia!
Una vez más el asesino insistió en el ataque, y Drizzt respondió con los movimientos defensivos adecuados, y la ofensiva no prosperó.
Entonces Entreri comenzó a girar sobre sí mismo, en una imitación de los movimientos de Drizzt en los dos encuentros anteriores, las armas como la rosca de un tornillo, y consiguió forzar el retroceso de Drizzt hasta una zona más angosta de la cornisa.
Drizzt se sorprendió al ver que el asesino había aprendido con tanta perfección la atrevida y difícil maniobra con sólo haberla observado dos veces; pero se trataba de un lance creado por el propio drow, y sabía cuál era el contraataque correcto.
Él también giró sobre sí mismo al tiempo que bajaba y subía las cimitarras. Las hojas chocaban con cada vuelta; las chispas brillaban en la oscuridad de la noche, los metales rechinaban, las luces azules y verdes se mezclaban. Drizzt se movió a la derecha; el asesino invirtió de pronto el sentido de rotación, pero Drizzt vio el cambio y se detuvo, con las cimitarras en el punto ideal para parar los golpes de la espada y la daga.
Drizzt comenzó otra vez, en sentido contrario al de Entreri; y, en esta ocasión, cuando Entreri cambió de sentido, el drow se anticipó.
Para Regis, que sólo podía mirar sin atreverse a intervenir, y para cualquier criatura nocturna que pudiera verlos, no había palabras para describir esta danza fantástica, la mezcla de colores cuando Centella y la espada del asesino se cruzaban, el brillo violáceo de los ojos de Drizzt, el rojo ardiente en los ojos de Entreri. El chocar de las hojas se convirtió en una sinfonía, un sinfín de notas que acompañaban la danza, creando una extraña sensación de armonía entre estos dos rivales irreconciliables.
Se detuvieron simultáneamente, separados por unos pocos pasos, conscientes de que no había final para la danza, que no había ventajas para nadie. Permanecieron inmóviles como estatuas gemelas.
Entreri soltó una carcajada al comprender la situación, dispuesto a saborear el momento, este duelo que quizá vería el alba, y que quizá nunca quedaría resuelto.
Drizzt no le encontró la gracia. El ansia inicial se había esfumado y ahora le pesaba la responsabilidad, la premura por salvar a Regis y los amigos en los túneles.
El asesino atacó por abajo y con fuerza, para subir con cada nueva estocada a medida que Entreri se erguía. La maniobra le permitió observar las defensas de Drizzt desde varios ángulos.
Después Entreri lo obligó a mantener un ritmo exclusivamente defensivo hasta que de pronto descargó la daga. El asesino soltó un grito de alegría, convencido por un momento de que había encontrado un hueco para la hoja.
La empuñadura de Centella la interceptó limpiamente, la atrapó y la contuvo, a un par de centímetros del cuerpo de Drizzt. El asesino hizo una mueca e insistió en empujar mientras comprendía la verdad.
La expresión de Drizzt todavía era más empecinada; la daga no se movió.
Un giro de muñeca del drow levantó las dos armas. Entreri aprovechó para apartar la suya al tiempo que se retiraba un paso a la espera de que se presentara la siguiente oportunidad.
—Casi te pillo —bromeó. Disimuló la preocupación al ver que el rival no le contestaba y se mantenía imperturbable.
Una cimitarra cortó el aire y se escuchó el choque de los metales cuando Entreri levantó la espada para interceptar la trayectoria.
El estrépito fue un aviso para Drizzt; le hizo recordar que Vierna no podía estar muy lejos. Imaginó a sus amigos en graves apuros, capturados o muertos, y experimentó un remordimiento inexplicable por Wulfgar. Clavó la mirada en Entreri mientras se decía a sí mismo que el hombre era el culpable de todo, que lo había engañado para llevarlo a los túneles y alejarlo de sus amigos.
Y ahora Drizzt no podía protegerlos.
Inició un ataque desde direcciones distintas con las dos cimitarras. Repitió el asalto dos veces y cada movimiento, cada choque de las armas, le sirvió para concentrarse en el duelo, le dio aliento y sensibilizó sus instintos guerreros.
Los golpes y las paradas eran perfectos aunque ninguno de los dos combatientes, enzarzados a través de las miradas en un duelo mental, vigilaba los movimientos de las manos. Ninguno de los dos pestañeó cuando el aire desplazado por la estocada de Drizzt movió los cabellos del asesino o la espada de Entreri llegó a unos milímetros de los ojos de Drizzt.
El elfo notó que crecía su impulso, percibió que el toma y daca de la batalla se hacía más rápido. Entreri, tan hábil como él en el manejo de las armas, aceleraba el ritmo.
Los movimientos de los cuerpos comenzaron a ser tan veloces como los de las manos y las armas. Entreri inclinó un hombro para lanzar una estocada a fondo; Drizzt ejecutó una vuelta completa y paró el golpe al tiempo que se distanciaba.
Las imágenes de Bruenor y Cattibrie capturados por Vierna atormentaron al vigilante; pensó en Wulfgar, herido o agonizante, con una espada drow clavada en la garganta. Imaginó al bárbaro en lo alto de una pira funeraria, una imagen que, por alguna razón que el drow no alcanzaba a comprender, no conseguía borrar. Drizzt aceptó las imágenes, prestó atención al ataque mental, y dejó que el temor por los amigos alimentara su pasión. Esta había sido la diferencia entre él y el asesino, argumentó la parte de su mente que se esforzaba por mantener las ideas claras y los movimientos precisos.
Esta era la manera que tenía Entreri de conducir el juego, siempre controlado, sin sentir nada más allá del enemigo que tenía delante.
Un ligero gruñido escapó de los labios de Drizzt, y sus ojos lila brillaron a la luz de las estrellas. En su mente Cattibrie gritó de dolor.
Se lanzó contra Entreri hecho una fiera.
El asesino se burló de él sin dejar de mover la espada y la daga con gran destreza para contener el ataque de las cimitarras.
—Entrégate a la furia —exclamó—. ¡Olvídate de la disciplina!
Entreri no comprendía que precisamente esta era la diferencia.
Centella atacó, para ser detenida por la espada de Entreri. Pero esta vez el asesino no lo tendría tan fácil. Drizzt retrocedió y volvió a golpear una y otra vez, descargando el arma con una fuerza tremenda contra la espada del asesino. La otra cimitarra atacó por el flanco; la daga de Entreri la paró.
La siguiente embestida de Drizzt, un vendaval de estocadas, mantuvo al rival en vilo. Una docena, dos docenas de golpes sonaron como un prolongado redoble.
La expresión de Entreri desmintió su risa. No había esperado una ofensiva tan salvaje, no había pensado que Drizzt pudiera ser tan atrevido. Si hubiera podido librar sus armas sólo por un instante, el drow habría quedado a su merced.
Pero Entreri no tuvo la oportunidad. Drizzt continuó con el ataque a una velocidad increíble y una concentración perfecta. A los nueve infiernos con su vida, decidió. Los amigos necesitaban que ganara el duelo.
La ofensiva siguió a un ritmo endiablado. Regis se cubrió las orejas para protegerse del tremendo ruido de los aceros al chocar, pero lo que no pudo fue quitar la mirada de los duelistas. En cualquier momento esperaba ver a uno u otro caer al fondo del acantilado. Mil veces le pareció ver que una espada o una cimitarra había dado en el blanco. Sin embargo, la pelea continuaba; cada ataque era detenido por la defensa adecuada.
Centella golpeó la espada. La segunda cimitarra atacó por el flanco y la estocada quedó corta cuando Entreri cambió de pie y retrocedió un paso.
La daga del asesino se adelantó. Entreri lanzó un grito triunfal, convencido de que Drizzt había resbalado.
Centella atacó desde arriba, más arriba de lo que había esperado Entreri, más rápido de lo que el asesino creía posible, para herirlo en el antebrazo antes de que pudiera clavar la daga en el indefenso vientre del drow. La cimitarra voló hacia atrás para apartar de un revés la espada. Entreri se adelantó de un salto al comprender que era vulnerable.
La rapidez de la decisión le salvó la vida; pero, si bien Drizzt no podía desviar la cimitarra para una estocada certera, sí podía, y lo hizo, golpear con la empuñadura. El golpe dio de lleno en el rostro del asesino y lo hizo trastabillar hacia atrás.
El elfo oscuro avanzó con las cimitarras, implacable, hasta llevar a Entreri a unos centímetros del borde. El asesino intentó ir a la derecha, pero una cimitarra apartó la espada mientras la otra lo mantenía delante de Drizzt. Entonces buscó moverse hacia la izquierda aunque la herida del brazo le impedía mover la daga con la rapidez suficiente para ponerse fuera del alcance del drow. Entreri mantuvo la posición, sin dejar de realizar paradas y fintas, a la búsqueda de la respuesta adecuada para pasar a la ofensiva.
La respiración de Drizzt se convirtió en un jadeo adecuado al ritmo frenético del ataque. Los ojos mostraban un brillo despiadado mientras se repetía sin cesar que sus amigos estaban a punto de morir y él no podía protegerlos.
Se dejó llevar por la furia a tal extremo que apenas si advirtió el vuelo de la daga. En el último instante consiguió desviar la cabeza y recibió un corte a todo lo largo de la mejilla. Pero la consecuencia más grave fue la pérdida del ritmo. Los brazos le pesaban por el esfuerzo realizado; se agotó el impulso.
El asesino pasó al ataque en una fracción de segundo. Una de sus estocadas consiguió tocar a Drizzt mientras lo obligaba a girar y a retroceder. Cuando por fin el vigilante recuperó el equilibrio, se encontró con que sólo las puntas de los pies pisaban el borde del abismo.
—¡Soy el mejor! —proclamó Entreri, y la nueva arremetida casi confirmó que tenía razón. La espada atacó arriba y abajo, y Drizzt se vio obligado a sacar los talones al vacío.
El elfo se dejó caer sobre una rodilla para no precipitarse al abismo. Lo azotó el viento, y escuchó a Regis que gritaba su nombre.
Entreri podría haber retrocedido para recuperar la daga, pero presintió que era la hora de matar, que nunca más tendría una oportunidad igual para acabar el duelo. La espada golpeó con furia; el drow pareció doblegarse ante la fuerza de los mandobles, pareció que se deslizaba sobre el borde.
Drizzt apeló a sus recursos interiores, a la magia innata de su raza, y creó un globo de oscuridad.
Se zambulló a un lado y rodó sobre sí mismo a lo largo del borde, más allá del globo que había creado cerca de Regis.
Para su gran asombro, Entreri lo esperaba para reanudar el ataque.
—Conozco tus trucos, drow —declaró el asesino.
Por un momento, una parte de Drizzt Do’Urden quiso rendirse, echarse atrás y dejar que el abismo lo tragara, pero sólo fue un instante de debilidad que el drow rechazó en el acto, que devolvió fuerzas a los brazos cansados y dio ánimos a su indomable espíritu.
También Entreri se sentía reanimado en su empeño.
De pronto Drizzt resbaló y para sujetarse del borde tuvo que soltar la cimitarra. Centella cayó al abismo; la caída fue acompañada de un ruido metálico cada vez que golpeaba contra la pared de piedra.
Con la otra cimitarra apenas tuvo tiempo para detener la siguiente estocada. El asesino gritó, dio un paso atrás y lanzó el ataque definitivo.
Drizzt no podía pararlo. Entreri lo sabía, y sus ojos brillaron al ver que por fin llegaba el momento de la victoria. La posición del drow le impedía contestar; no tenía tiempo para bajar la espada y ponerla en la posición de parada.
¡No podía detenerla!
Drizzt ni siquiera lo intentó. Había doblado una pierna debajo del cuerpo y se echó hacia un lado y hacia adelante, con lo cual consiguió que la espada le pasara por encima sin tocarlo. Entonces se volvió sobre sí mismo y golpeó con un pie en el tobillo de Entreri mientras que con el otro enganchaba al asesino por la corva y tiraba hacia adelante.
Sólo en aquel instante Entreri comprendió que el resbalón y la cimitarra perdida eran parte de un engaño. Sólo entonces Artemis Entreri supo que lo habían derrotado sus ansias de victoria.
El impulso de la estocada lo hizo caer de bruces hacia el precipicio. Con todos los músculos del cuerpo tensos atravesó con la espada el pie de Drizzt y se las arregló para sujetarse con la mano libre de la bota del pie empalado del drow.
El tirón era demasiado como para que Drizzt, tendido a lo largo del borde resbaladizo, pudiera sostenerse. El drow se vio arrastrado directamente por encima de Entreri y comenzó a resbalar por la pendiente; el terrible dolor en el pie quedó sepultado entre un sinnúmero de nuevos golpes a cada cual más doloroso.
Drizzt apretó con fuerza la segunda cimitarra, clavó la empuñadura en un agujero, y buscó dónde sujetarse con la mano libre.
Con una sacudida brutal frenó la caída, y Entreri voló por encima de él en una sección hundida de la ladera que le impedía buscar una sujeción. Drizzt pensó que el peso le arrancaría la pierna. Miró hacia abajo y alcanzó a ver que una de las manos del asesino se movía de un lado a otro en tanto la otra sujetaba con desesperación la empuñadura de la espada, la única cosa que le impedía despeñarse.
El elfo gimió enloquecido por el dolor mientras la hoja se deslizaba unos cuantos centímetros fuera de la herida.
—¡No! —gritó Entreri, que de pronto permaneció inmóvil, consciente de la precariedad de su situación, colgado del pie de su rival a más de sesenta metros del suelo—. ¡Esta no es manera de adjudicarse la victoria! —le reprochó el asesino en un estallido rencoroso—. Esto está en contra del propósito del duelo y te deshonra. —Drizzt pensó en Catti-brie y una vez más tuvo la sensación de que había perdido a Wulfgar—. ¡No has ganado! —vociferó Entreri.
Drizzt dejó que el fuego de sus ojos lila le diera la respuesta. Se sujetó con fuerza, apretó los dientes y comenzó a mover el pie, sin importarle el dolor, incluso disfrutando de él, a medida que la espada se retiraba de la herida.
Entreri tendió las manos en un último intento por aferrarse al pie de Drizzt cuando la espada quedó libre.
El asesino cayó de espaldas al vacío; la oscuridad de la noche lo tragó, mientras su grito se perdía en el aullido del viento de la montaña.