Sacrificio
Thibbledorf Pwent se detuvo al final del estrecho túnel para revisar con su infravisión la amplia caverna y registrar las variaciones de calor que le permitirían conocer mejor cómo era la superficie que tenía delante. Vio numerosos dientes en el techo, estalactitas largas y delgadas, y dos líneas más frías que indicaban la existencia de dos cornisas en la parte alta de las paredes: una directamente enfrente y la otra a lo largo de la pared, a su derecha. En varios lugares se veían agujeros negros a nivel del suelo; Pwent sabía que el primero por la izquierda, dos delante del lugar donde se encontraba, y otro también delante pero en diagonal y a la derecha, debajo de la cornisa, eran túneles largos y pensó que los demás correspondían a cuevas laterales.
Guenhwyvar permanecía junto al camorrista, con las orejas pegadas al cráneo, su gruñido apenas perceptible. Pwent comprendió que la pantera presentía el peligro. Le hizo una seña al animal —de pronto ya no le resultaba tan extraño tener una compañía tan poco habitual— y regresó por el mismo túnel en dirección a la luz de la antorcha, para avisar a los compañeros que debían detener la marcha.
—Hay por lo menos otras tres o cuatro entradas o salidas —informó el camorrista a los demás en tono grave—, y mucho espacio abierto. —Después les facilitó una descripción muy detallada de la caverna, con un énfasis especial en los numerosos lugares donde se podía ocultar el enemigo.
Bruenor, que compartía los profundos temores de Pwent, asintió y miró al resto del grupo. Él también sentía que el enemigo estaba cerca, a su alrededor, y que poco a poco cerraban el cerco. El rey miró por donde habían venido, y los demás comprendieron que intentaba descubrir otro camino que les permitiera rodear este lugar.
—Podríamos invertir los papeles y ser nosotros los que les diéramos una sorpresa —propuso Catti-brie, consciente de la inutilidad de los propósitos de Bruenor. Los compañeros no tenían tiempo que perder y los pocos túneles laterales que habían visto no parecían adecuados para llevarlos a las regiones inferiores, o a los túneles más anchos donde quizá se hallara Drizzt.
Una chispa combativa apareció en los oscuros ojos de Bruenor, pero frunció el entrecejo un segundo más tarde al ver que Guenhwyvar se dejaba caer con todo su peso a los pies de Cattibrie.
—La pantera lleva mucho tiempo con nosotros —advirtió la muchacha—. Dentro de poco se marchará a descansar. —Las expresiones de Wulfgar y los demás demostraron que la noticia no les hacía ninguna gracia—. Un motivo más para seguir adelante —añadió Catti-brie—. ¡Todavía le quedan fuerzas, no lo dudéis!
Bruenor consideró la propuesta de su hija; después asintió muy serio y golpeó la cabeza de su hacha de guerra contra la palma de la mano.
—Tendremos que acercarnos al enemigo —le recordó a sus amigos.
—Bebed otro trago —les dijo Pwent a Catti-brie y Wulfgar ofreciéndoles la frasca—. Hay que asegurarse de que la pócima en el estómago sea fresca. —Catti-brie hizo una mueca pero aceptó la frasca, y después se la pasó a Wulfgar, que bebió sólo un sorbo sin disimular la repugnancia.
Bruenor y Pwent se pusieron en cuclillas, y el camorrista dibujó rápidamente un esquema de la caverna. No tenían tiempo para planes detallados, pero Bruenor dividió las áreas de responsabilidad y nombró para cada una a la persona que se acomodaba mejor por su estilo de combate. Desde luego el enano no podía darle instrucciones a Guenhwyvar, y no se molestó en incluir a Pwent en la discusión, consciente de que en cuanto comenzara la batalla el camorrista actuaría por su cuenta. También Cattibrie y Wulfgar comprendieron cuál era el cometido de Pwent, y no protestaron, convencidos de que, frente a adversarios diestros y metódicos como los elfos oscuros, no vendría mal un poco de caos.
Encendieron una segunda antorcha y avanzaron con cautela, listos para presentar batalla en sus propios términos.
En el momento en que la luz de la antorcha iluminó parte de la caverna, una sombra echó a correr en busca de la oscuridad. La pantera corrió hacia la derecha, torció a la izquierda hacia el centro del recinto y después volvió a girar hacia la derecha, en dirección a la pared del fondo.
Desde algún lugar delante de ellos les llegó el ruido de los disparos de ballesta, seguido por los golpes de los dardos contra la piedra, siempre un paso por detrás de la pantera, que se movía a gran velocidad.
Guenhwyvar volvió a desviarse en el último momento, saltó y, volviéndose de lado, arañó la pared vertical con las garras en busca de un punto de apoyó; no lo encontró y cayó al suelo sobre las cuatro patas. El objetivo de la pantera, la cornisa en lo alto de la pared derecha, estaba ahora a la vista, y la fiera corrió hacia allí como el rayo.
Llegó a la base a toda carrera y, cuando todo parecía indicar un choque frontal, los músculos de la pantera efectuaron el cambio de dirección. La bestia se elevó casi en vertical, casi como si corriera por la pared, de unos seis metros de altura.
Los tres elfos oscuros que se encontraban en la cornisa no habían pensado en una maniobra tan increíble. Dos dispararon las ballestas contra la pantera y buscaron refugio en un túnel; el tercero, que tuvo la desgracia de encontrarse en medio del camino elegido por Guenhwyvar, sólo pudo levantar los brazos cuando el animal cayó sobre él.
Las antorchas volaron al interior de la caverna, iluminando todo el campo de batalla, seguidas por la carga de Bruenor, con Wulfgar en el flanco derecho y Thibbledorf Pwent en el izquierdo. Cattibrie entró después con mucha discreción y se dirigió hacia un lado, más o menos en la misma dirección que había tomado la pantera, con el arco listo para disparar.
Una vez más se escucharon los chasquidos de las ballestas invisibles, y los tres compañeros resultaron alcanzados. Wulfgar sintió cómo el veneno se desparramaba por la pierna, y un instante después notó el calor de la pócima de Pwent en el estómago, que combatía los efectos somníferos. Un globo de oscuridad cayó sobre una de las antorchas, ocultando su luz, pero Wulfgar estaba preparado; encendió una tercera y la arrojó bien lejos a un lado.
Pwent advirtió la presencia de un drow en un túnel a la izquierda y, como era de esperar, echó a correr en aquella dirección, sin dejar de gritar como un poseso.
Bruenor y Wulfgar no avanzaron con la misma prisa pero no se desviaron de la meta: la entrada de los túneles principales al otro lado de la caverna. El bárbaro descubrió el resplandor rojizo de los ojos de un drow en la otra cornisa, más adelante y por encima de los túneles. Se detuvo, dio media vuelta y lanzó el martillo de guerra implorando el nombre de su dios. Aegis-fang golpeó contra el borde inferior de la cornisa y destrozó un buen tramo de piedra. Un elfo oscuro consiguió alejarse de un salto; el otro cayó al vacío con la pierna aplastada y consiguió sujetarse de un saliente en el último momento.
El gigante no siguió con el ataque. Recibió el impacto de otro dardo y corrió hacia un lado, hacia el túnel restante, en la pared derecha, donde se agazapaba una pareja de drows.
Ansioso por sumarse al combate, Bruenor siguió al bárbaro. Pero entonces miró atrás y vio cómo un monstruo de ocho patas, la draraña, salía de un túnel, seguido por varias siluetas oscuras.
Con un grito de deleite, sin preocuparse de la desigualdad de fuerzas, el feroz enano volvió al camino original, dispuesto a enfrentarse de una vez por todas al enemigo.
Cattibrie tuvo que hacer un enorme esfuerzo de voluntad para no hacer el primer disparo. No tenía un buen ángulo de tiro para alcanzar a aquellos que perseguía Pwent o a los de la cornisa donde se movía la pantera, y pensaba que no valía la pena malgastar una flecha para rematar al drow colgado del borde de la cornisa. Bruenor le había pedido que el primer disparo, el único que podía efectuar antes de ser descubierta, valiera la pena.
La ansiosa joven observó la separación de Bruenor y Wulfgar y encontró la oportunidad. Un drow, agazapado detrás de un saliente oblicuo de poco más de un metro de ancho en la pared trasera, más o menos a medio camino entre los dos compañeros, se asomó con la ballesta preparada. Efectuó el disparo y después se echó hacia atrás sorprendido, cuando una flecha plateada pasó a su lado y rebotó en la piedra dejando en el aire una estela luminosa.
Cattibrie sólo tardó una fracción de segundo en realizar el segundo disparo. Ya no podía ver al drow, protegido por la piedra, pero no creía que la cubierta pudiera ser muy gruesa.
La flecha golpeó la roca a unos sesenta centímetros del borde. Se oyó el estampido seco de la piedra al romperse, seguido por el grito del elfo oscuro cuando la flecha le atravesó el cráneo.
El elfo oscuro tendido en la cornisa, que se protegía con el escudo mientras se arrastraba sobre la espalda y lanzaba puntapiés, consiguió desenvainar la daga con la otra mano. Sólo la cota de malla lo defendía de las garras de Guenhwyvar, pero ninguna de las muchas heridas era mortal.
Descargó la daga contra el flanco de la pantera y lo único que consiguió fue enfurecerla todavía más. Guenhwyvar apartó el escudo de un zarpazo tan fuerte que lo hizo volar por encima de la cabeza del rival. El drow intentó ponerlo otra vez en posición pero descubrió que los músculos del brazo no respondían a las órdenes frenéticas que le transmitía la mente: tenía dislocado el hombro. Desesperado, movió el brazo armado para detener a la pantera.
Las garras de Guenhwyvar se hundieron en el cuero cabelludo del drow por encima de la frente. El elfo oscuro volvió a hundir la daga entre las costillas del felino.
Las garras le arrancaron la cara.
Las ballestas volvieron a disparar desde el túnel al final de la estrecha cornisa, y la pantera se apartó de la víctima para lanzarse a la carrera contra los atacantes.
Los drows crearon dos globos de oscuridad entre ellos y la pantera, y después emprendieron la huida.
Si hubieran mirado atrás, quizá habrían vuelto a combatir, porque la persecución de Guenhwyvar duró muy poco. Como consecuencia de las heridas provocadas por la daga y los dardos, la pócima somnífera y la duración de la estancia de la pantera en el plano terráqueo, había agotado las fuerzas. Guenhwyvar no quería irse, deseaba quedarse y luchar junto a los compañeros, buscar a su amo.
Sin embargo, la magia de la estatuilla no podía apoyar sus deseos. Después de dar unos pocos pasos en la zona oscurecida, la pantera se detuvo casi sin poder sostenerse sobre las patas. La materia se convirtió en humo gris, y el felino entró en el plano astral.
El salvaje camorrista recibió otro impacto al salir de la caverna, pero el dardo diminuto sólo sirvió para que apareciera una sonrisa en su rostro. Un globo de oscuridad le cerró el paso y Pwent lo atravesó como una tromba, sin dejar de sonreír incluso cuando chocó con la pared al otro lado.
El elfo oscuro, atónito ante el feroz avance del enano, dio media vuelta, corrió por el túnel y se desvió bruscamente al llegar a una curva muy cerrada. Pwent lo siguió acompañado por el chirriar de la armadura, con los labios cubiertos de una baba que caía sobre la espesa barba negra.
—¡Estúpido! —chilló, agachando la cabeza mientras doblaba la esquina detrás del drow, consciente de que se metía en una emboscada.
La bayoneta del casco de Pwent paró la estocada y atravesó el antebrazo del enemigo. El camorrista no se detuvo sino que saltó para abrazarse al pecho del drow y hacerlo caer.
Las púas de los guantes se clavaron en el rostro y las ingles del elfo oscuro; los rebordes de la armadura cortaron la cota de malla cuando el enano comenzó a sacudirse violentamente. Cada sacudida del camorrista provocaba una nueva oleada de dolor en el brazo ensartado por la bayoneta.
Bruenor distinguió la esbelta silueta de un drow, que llevaba un ridículo sombrero de alas anchas y plumas, en la entrada del túnel. Entonces se produjo el lanzamiento de objetos que atravesaron el aire a la luz de la antorcha por detrás de la draraña, y Bruenor levantó el escudo. Una daga golpeó el metal, seguida por otra, y otra más. La cuarta, muy baja, rozó el tobillo del enano; la quinta pasó por encima del escudo cuando Bruenor no pudo evitar agacharse, y abrió un surco en el cuero cabelludo del enano por debajo del borde del casco de un solo cuerno.
Pero las heridas leves no detuvieron a Bruenor, como tampoco lo espantó la visión de la draraña con las hachas. El enano atacó con fuerza, paró un hachazo con el escudo y replicó con un golpe contra la segunda hacha del monstruo. Mucho más pequeño que su oponente, Bruenor concentró el ataque en el exoesqueleto de las patas. Al mismo tiempo, se movía sin cesar, con el escudo por encima de la cabeza, el mejor escudo del mundo, para desviar la lluvia de golpes de las hachas encantadas.
El hacha de Bruenor se hundió en la articulación de una pata hasta llegar a la carne. Sin embargo, la sonrisa del enano duró poco, porque la draraña respondió con una lluvia de golpes contra el escudo que le retorcieron el brazo al tiempo que, de una patada en el vientre, apartó al enano antes de que el hacha pudiera causarle una herida grave.
Bruenor se preparó para reanudar el combate, sin aliento y con el brazo dolorido. Una vez más el lanzamiento de dagas desde el túnel detrás de la draraña, le hizo perder el equilibrio. Apenas si tuvo tiempo para levantar el escudo y detener las últimas cuatro. Miró a la primera, clavada entre las juntas de la armadura, vio el hilillo de sangre que manaba por la hoja y comprendió que había escapado de la muerte por un pelo.
También fue consciente de que pagaría cara la distracción, porque no estaba preparado y la draraña se le echaba encima.
El martillo volador de Wulfgar le abrió el camino hacia el pasillo, como una respuesta más que suficiente a los dardos que se clavaban en su cuerpo. Apuntó alto, hacia las estalactitas por encima de la entrada, y el martillo destrozó varias de las rocas colgantes.
Un elfo oscuro cayó al suelo aplastado por las piedras, aunque Wulfgar no podía saber si había muerto o no, y otro se adelantó, desenvainando la espada y la daga, dispuesto a enfrentarse a la carga del bárbaro desarmado.
Wulfgar se detuvo en seco fuera del alcance de las espadas y comenzó a lanzar puntapiés y puñetazos. Necesitaba mantener a raya al adversario como fuera durante unos segundos imprescindibles.
El drow, que desconocía la magia de Aegis-fang, se tomó su tiempo, poco dispuesto a correr el riesgo de caer en manos del gigante. Atacó con una serie de golpes mesurados, espada, daga y otra vez daga; este último golpe abrió un corte en la cadera de Wulfgar.
Una sonrisa perversa apareció en el rostro del elfo oscuro.
Aegisfang regresó a las manos de Wulfgar.
Con el martillo sujeto por el extremo del mango, el joven lo movió en una trayectoria semicircular por delante de su cuerpo. El drow tomó buena nota de la velocidad del arma; Wulfgar valoró con cuidado el examen del drow.
Llegó el ataque de la daga, detrás del paso del martillo. La otra mano de Wulfgar sujetó el mango por debajo de la cabeza del arma e invirtió bruscamente la trayectoria del arma para detener el ataque por el flanco.
El drow era muy rápido; atacó con la espada en ángulo descendente el hombro de Wulfgar mientras recibía el impacto en la mano de la daga. El poderoso antebrazo del gigante se hinchó con el esfuerzo cuando detuvo la trayectoria del martillo, para acercarlo al pecho. Sujetó el mango por la mitad con la mano libre y levantó el arma en diagonal; la cabeza de acero recibió el impacto de la espada, que se perdió en el vacío.
El final de la maniobra dejó al drow con un brazo abierto y hacia abajo, el otro abierto hacia arriba, y a Wulfgar bien plantado sobre los pies, sujetando a Aegis-fang con las dos manos. Antes de que el elfo oscuro pudiera recuperarse y apartarse, llegó el martillazo de Wulfgar, que lo alcanzó debajo de un hombro y siguió la trayectoria hacia la cadera opuesta. El drow dio un paso atrás como si no hubiese notado en el acto la fuerza del martillazo y después retrocedió con un salto que lo llevó a estrellarse contra la pared.
Con una pierna torcida y un pulmón aplastado, el drow puso la espada en horizontal delante de su rostro en una defensa inútil. Wulfgar levantó el martillo bien alto y lo descargó con todas sus fuerzas contra la espada y la cara del elfo oscuro. Sonó un chasquido desagradable cuando estalló el cráneo del drow, aplastado entre la piedra y la cabeza de acero del poderoso Aegis-fang.
El destello de un rayo de plata detuvo los ataques de la draraña y salvó la vida de Bruenor Battlehammer, aunque la flecha no iba dirigida al monstruo. Se elevó para clavar al drow herido (que acababa de trepar a la cornisa) contra la pared de piedra.
Una distracción, un momento para recuperarse de las dagas, era lo único que necesitaba Bruenor. Reanudó el ataque con nuevos bríos descargando hachazos a diestro y siniestro contra la pata más cercana de la draraña, mientras contenía con el escudo los golpes, ahora poco certeros, de la criatura. El enano continuó con su acoso, aprovechando que el cuerpo de la draraña lo protegía en parte de los enemigos apostados en el túnel, y la obligó a retroceder antes de que pudiera afirmarse en las patas.
Otra de las flechas de Cattibrie pasó a su lado y provocó una lluvia de chispas al rozar la pared del túnel.
Bruenor sonrió, agradecido porque los dioses le hubieran dado una aliada y una amiga tan competente como Cattibrie.
Las dos primeras flechas enfurecieron a Vierna; la tercera, que penetró en el túnel, casi le arrancó la cabeza. Jarlaxle abandonó su puesto junto a la entrada y corrió a reunirse con ella.
—¡Es increíble! —admitió el mercenario—. Hemos sufrido bajas en la caverna.
Vierna corrió hacia la entrada y concentró su atención en la batalla entre el enano y el hermano mutante.
—¿Dónde está Drizzt Do’Urden? —preguntó, valiéndose de la magia para que Bruenor pudiera escuchar la pregunta a través de la draraña.
—¿No dejas de atacarme y ahora quieres hablar? —aulló el enano, que acabó la pregunta con un signo de exclamación en forma de hachazo. Una de las patas de Dinin cayó al suelo, y Bruenor arremetió una vez más para hacerlo retroceder unos cuantos pasos más.
La sacerdotisa apenas si había alcanzado a pronunciar las primeras palabras de un hechizo cuando Jarlaxle la sujetó para arrastrarla al suelo con él. Su furiosa reacción contra el mercenario se perdió en el estallido de otra flecha que abrió un agujero en la pared de piedra en el lugar donde había estado Vierna.
Vierna recordó las advertencias de Entreri sobre el grupo: ahora podía ver la evidencia en el resultado de la batalla. Tembló de rabia mientras gruñía palabras ininteligibles al pensar en las consecuencias de la derrota. Enfocó los pensamientos en sí misma, siguió el camino de la fe hacia la deidad oscura y pronunció el nombre de Lloth.
—¡Vierna! —la llamó Jarlaxle desde algún lugar remoto.
Lloth no podía abandonarla a su suerte; tenía que ayudarla contra este obstáculo inesperado para que ella pudiera realizar el sacrificio.
—¡Vierna! —La sacerdotisa notó el contacto de las manos del mercenario y después las de otro drow que ayudaba a Jarlaxle a ponerla de pie.
—¡Wishya! —El grito escapó de los labios de Vierna y entonces recuperó la calma, consciente de que Lloth había respondido a su llamada.
Jarlaxle y el otro drow se vieron lanzados contra la pared del túnel por la fuerza del estallido mágico de Vierna y la miraron asombrados. Las facciones del mercenario recuperaron la normalidad cuando Vierna lo invitó a seguirla hacia el interior del túnel, lejos del peligro.
—Lloth nos ayudará a acabar lo que hemos comenzado aquí —explicó la sacerdotisa.
Cattibrie disparó otra flecha al interior del túnel como una medida preventiva; después buscó un blanco más notorio. Observó el combate entre Bruenor y la draraña, consciente de que no podía disparar contra el monstruo debido a los rápidos y bruscos movimientos de los contendientes.
Wulfgar parecía dominar la situación. Un drow yacía muerto a sus pies mientras buscaba entre los escombros de la cornisa al otro enemigo. Pwent había desaparecido de la vista.
La muchacha miró a la cornisa destrozada por encima de Bruenor y la draraña para ver si descubría al drow que no había caído, y después hizo lo mismo con la otra cornisa donde se había esfumado la pantera. En una pequeña cueva, Cattibrie vio algo curioso: una niebla parecida a la que anunciaba la aparición de Guenhwyvar. La niebla aumentó de densidad y cambió de color hasta convertirse en una resplandeciente bola en llamas.
Cattibrie percibió la maldad concentrada en la esfera y tensó el arco. De pronto se le erizaron los pelos de la nuca: alguien la vigilaba.
Dejó caer el arco y dio media vuelta, a la vez que desenvainaba la espada corta justo a tiempo para desviar la estocada de un drow que había levitado silenciosamente desde el techo.
También Wulfgar había visto la niebla, y sabía que reclamaba su atención, que debía estar preparado para atacarla en cuanto revelara su verdadera naturaleza. Sin embargo, no podía no hacer caso al grito de Cattibrie, y, cuando la miró, la vio acorralada, casi sentada en el suelo, haciendo todo lo posible por mantener a raya al adversario con la espada corta.
En las sombras, a unos metros por detrás de la muchacha y el atacante, otra silueta oscura inició el descenso.
La sangre caliente del enemigo destrozado se mezcló con las babas en la barba de Thibbledorf Pwent. El drow ya no se movía, pero Pwent, que disfrutaba con la matanza, no lo soltó.
Un dardo le atravesó la oreja. Levantó la cabeza con un rugido, y la bayoneta del casco arrastró con el movimiento el brazo del cadáver. Vio a un nuevo enemigo que avanzaba a paso firme.
El camorrista se irguió al instante y sacudió la cabeza a un lado y al otro hasta que desgarró el brazo negro y liberó la bayoneta.
El drow se detuvo al ver la horrible escena. Comenzó a retroceder por donde había venido cuando el salvaje Pwent inició la carga.
El elfo oscuro se quedó pasmado al ver el paso frenético del enano y advertir que no podía distanciarse del enemigo. De todos modos, no pensaba ir muy lejos porque su intención era alejar al enano de la batalla principal.
Recorrieron una serie de pasillos sinuosos, el drow siempre con una ventaja de diez pasos. Sin variar su ritmo de marcha, el elfo oscuro saltó, aterrizó y se volvió con la espada en alto y una sonrisa en el rostro.
El camorrista no aminoró la velocidad. Corrió con la cabeza gacha, la bayoneta apuntada hacia el rival. Con la mirada puesta en el suelo, Pwent advirtió la trampa demasiado tarde, mientras cruzaba el borde de un agujero que el drow había saltado sin esfuerzo.
Pwent cayó al vacío y fue dando botes en medio de una lluvia de chispas provocadas por el roce de las púas de la armadura contra la piedra. Se rompió una costilla al chocar contra una estalagmita, voló por encima del obstáculo, y se estrelló de espaldas en el suelo de una caverna inferior.
Permaneció tendido durante un buen rato, admirado por la astucia del enemigo y por la forma curiosa en que el techo, con sus toneladas de roca, giraba sin cesar.
Experta en el arte de la esgrima, Cattibrie usaba la espada de maravilla, poniendo en juego todas las defensas que le había enseñado Drizzt para recuperar el equilibrio. Había conseguido disminuir la ventaja inicial del drow y estaba segura de que muy pronto podría plantar los pies bien firmes en el suelo y pasar a la ofensiva.
Entonces, de pronto, se encontró sin enemigo.
Aegisfang pasó como un remolino a su lado, despeinándola con su estela de viento, y golpeó al drow de lleno con tanta fuerza que lo hizo volar por los aires, con la cabeza destrozada.
Cattibrie se volvió y su alegría al verse libre del rival se esfumó en el acto al comprender que Wulfgar había faltado a su palabra de no protegerla. La niebla cercana al bárbaro ya había adoptado la forma de una criatura de algún plano inferior, un enemigo mucho más peligroso que los drows.
Wulfgar había acudido en su ayuda sin preocuparse de su propia seguridad, había puesto su vida por encima de la suya.
Para Cattibrie, convencida de que podía cuidar de sí misma, el acto era más estúpido que altruista.
La muchacha fue en busca del arco, pero, antes de que pudiese cogerlo, el monstruo, la yochlol, acabó de materializarse en el plano. Semejaba una bola de cera medio derretida, dotada de ocho apéndices como tentáculos y un agujero central a modo de boca, provisto de dientes largos y afilados.
Cattibrie presintió el peligro a su espalda antes de que pudiese avisar a Wulfgar. Se volvió, con el arco en las manos, y vio la espada del drow que descendía sobre su cabeza.
Cattibrie disparó primero. La flecha levantó al drow varios centímetros del suelo y le atravesó el cuerpo para ir a explotar en una lluvia de chispas contra el techo. El elfo oscuro mantuvo el equilibrio al tocar tierra, con la espada en alto y una expresión desconcertada como si no hubiese comprendido lo que acababa de ocurrir.
La muchacha empuñó el arco a modo de garrote y se lanzó sobre el rival para acosarlo, hasta que su mente constató el hecho de que estaba muerto.
Cattibrie echó una mirada sobre el hombro y vio a Wulfgar sujeto por uno de los tentáculos de la yochlol y después por otro. La fuerza tremenda del gigante no parecía ser suficiente para mantenerlo apartado de la boca asesina.
Bruenor no podía ver nada más que el negro torso de la draraña mientras continuaba el ataque, empujando siempre a Dinin hacia atrás. No podía escuchar otra cosa que el zumbido del acero al cortar el aire, el choque de los metales o el sonido de huesos rotos cada vez que su hacha daba en el blanco.
Los instintos le avisaban que Cattibrie y Wulfgar, sus hijos, estaban en peligro.
Por fin el hacha golpeó con toda su potencia cuando la draraña acabó arrinconada contra la pared. Otra pata de araña cayó al suelo; Bruenor se afirmó sobre los pies y tiró para librar el hacha con tanta fuerza que retrocedió varios pasos.
Con dos patas menos, Dinin quedó en una postura extraña y, tratando de aprovechar el respiro, no lo persiguió. Pero el feroz Bruenor volvió a la carga con más bríos que antes. El escudo del enano paró el primer hachazo, y el casco lo protegió del segundo, que podría haberlo tumbado.
Bruenor descargó el hacha en una trayectoria horizontal por encima del duro exoesqueleto y consiguió abrir un tajo en el abultado vientre de la draraña. Por la raja se derramaron los humores calientes, y los fluidos corrieron por las patas de la criatura y los brazos del enano.
Frenético, Bruenor comenzó a descargar hachazos a un ritmo vertiginoso contra el hueco entre las dos patas delanteras de la draraña. El exoesqueleto dio paso a la carne, y esta se abrió para derramar más humores.
El rey no cesó en el ataque, pero recibió un golpe en el brazo armado. Por fortuna, la mala posición de la draraña restó fuerza al impacto y el hacha no consiguió cortar la coraza de mithril, aunque el dolor casi lo paralizó.
La mente de Bruenor gritó que Cattibrie y Wulfgar lo necesitaban.
Con los dientes apretados contra el dolor, Bruenor movió el hacha en un revés ascendente, y la parte roma del acero golpeó el codo de la draraña. La criatura soltó un aullido y Bruenor cambió la trayectoria del hacha y, apuntando hacia el otro lado, alcanzó a la draraña en la axila y le cortó el brazo.
¡Cattibrie y Wulfgar lo necesitaban!
El mayor alcance de la draraña le permitió pasar el hacha restante por encima del escudo del enano y herirlo en el brazo. Bruenor apretó el escudo contra el hombro y empujó al monstruo contra la pared. Dio un paso atrás, descargó un hachazo contra el flanco desprotegido y después volvió a empujar con el hombro.
Repitió la maniobra, asestó el golpe, y las piernas rechonchas lo llevaron otra vez hacia adelante. En esta ocasión, Bruenor oyó el ruido del hacha de la draraña al caer al suelo, y esta vez, cuando retrocedió, se mantuvo atrás y descargó varios hachazos contra el indefenso cuerpo de la draraña, que hendieron la carne y destrozaron las costillas.
Bruenor se volvió, vio que Cattibrie controlaba la situación y avanzó un paso hacia Wulfgar.
—¡Wishya!
Las ondas de energía golpearon al enano, lo levantaron del suelo y lo arrojaron por los aires contra la pared a varios metros de distancia.
Rebotó en la piedra y lanzó un grito furioso mientras corría hacia la entrada del túnel más apartado, donde podía ver los ojos de los drows que lo vigilaban.
—¡Wishya! —gritaron desde el túnel, y Bruenor voló otra vez por los aires.
—¿Hasta cuando seguirás con este juego? —rugió el enano, recuperándose del choque.
No recibió respuesta y las miradas de los drows se dirigieron a otra parte.
Un globo de oscuridad cayó sobre el enano, y él agradeció la inesperada protección, porque el segundo golpe le había hecho más daño de lo que pensaba.
Un cuarto soldado se unió a Vierna, Jarlaxle y su único guardaespaldas mientras se adentraban en los túneles.
—Hay un enano en el flanco —explicó el recién llegado—. Loco, un auténtico salvaje. Lo hice caer en un pozo, pero dudo mucho que sea suficiente para detenerlo.
Vierna comenzó a responderle, pero Jarlaxle la interrumpió para señalarle un pasaje lateral desde donde otro drow les transmitía frenético un mensaje por medio del código mudo.
«¡El felino infernal!», transmitió el drow. Una segunda silueta apareció a su lado, seguida por una tercera al cabo de unos segundos. Jarlaxle conocía la distribución de sus tropas, sabía que estos tres eran los supervivientes de dos batallas distintas y comprendió que habían perdido la cornisa y el pasaje lateral.
«Debemos irnos —le transmitió a Vierna—. Hay que encontrar una región más ventajosa para reanudar la batalla».
—¡Lloth ha respondido a mi llamada! —gritó la sacerdotisa—. ¡Ha llegado una doncella!
—Razón más que suficiente para marcharnos —replicó el mercenario en voz alta—. Demuestra tu fe en la reina araña y ocupémonos de encontrar a tu hermano.
Vierna pensó en la propuesta sólo por un instante y después, para alivio de Jarlaxle, asintió. El mercenario encabezó la marcha a buen paso mientras se preguntaba si podía ser verdad que sólo siete de la veterana tropa de Bregan D’aerthe, incluidos él y Vierna, permanecieran con vida.
Los brazos de Wulfgar se movieron como aspas para defenderse de los tentáculos; sus manos se cerraron sobre los apéndices que lo envolvían en un intento por zafarse del abrazo de hierro. El monstruo lo atacó con más tentáculos, y el bárbaro no tuvo tiempo para rechazarlos.
El ser lo mantuvo erguido por un segundo; después lo hizo girar y lo acercó a la boca. Wulfgar comprendió que los nuevos ataques sólo habían sido una distracción. Los dientes, afilados como navajas, se hundieron en su espalda y en las costillas, cortaron los músculos y llegaron hasta el hueso.
Wulfgar cerró las manos sobre la resbaladiza piel de la yochlol y arrancó un trozo. La criatura no reaccionó y continuó royendo los huesos del torso atrapado.
Aegisfang volvió a la mano de Wulfgar, pero la posición no era adecuada para atacar al enemigo con éxito. De todos modos, descargó un golpe que dio en el blanco; aun así, el resultado fue desalentador porque la piel se hundió como si estuviera hecha de goma.
El gigante insistió al tiempo que intentaba volverse a pesar del terrible dolor. Vio a Cattibrie con el segundo drow muerto a sus pies y su expresión de horror mientras contemplaba las costillas de Wulfgar.
La imagen de su amada, libre de peligros, trajo una mueca de satisfacción al rostro del bárbaro.
Un relámpago plateado pasó por debajo del cuerpo de Wulfgar para clavarse con una explosión en la yochlol, y el joven pensó que estaba a punto de ser salvado, creyó que su amada Cattibrie, la mujer que se había atrevido a menospreciar, abatiría a su enemigo.
Pero entonces un tentáculo sujetó los tobillos de Cattibrie y la hizo caer de un tirón. La cabeza de la joven golpeó contra la piedra, soltó el arco mágico y casi no ofreció resistencia cuando la yochlol comenzó a arrastrarla.
—¡No! —rugió Wulfgar, mientras descargaba martillazos inútilmente contra la piel gomosa. Llamó a Bruenor, y por el rabillo del ojo lo vio salir de un globo de oscuridad con paso vacilante.
Las mandíbulas de la yochlol continuaron masticando implacables; un hombre menos fuerte habría muerto mucho antes, pero Wulfgar no estaba dispuesto a morir mientras Cattibrie y Bruenor corrieran peligro.
Comenzó a cantar una emocionada canción a Tempus, su dios de la guerra. Cantó con los pulmones que se llenaban de sangre, con una voz que surgía de un corazón vigoroso.
Cantó y olvidó la agonía del dolor; cantó, y la canción volvió a sus oídos, y el eco sonaba como un coro de ángeles dirigidos por un dios comprensivo.
Cantó mientras aferraba cada vez con más fuerza el mango de Aegis-fang.
Wulfgar lanzó un golpe, no contra el monstruo, sino contra el techo de la caverna. El martillo atravesó la tierra y golpeó en la roca.
Trozos de roca y piedra llovieron sobre el bárbaro y su enemigo. Una y otra vez, sin dejar de cantar, Wulfgar martilló el techo.
La yochlol, que no era estúpida, mordió con más fuerza y sacudió la enorme boca, pero Wulfgar ya estaba más allá del dolor. Aegis-fang se estrelló contra el techo, y se desprendió un trozo de roca mucho más grande.
En cuanto recobró el conocimiento, Cattibrie comprendió las intenciones del bárbaro. La yochlol la había olvidado, ya no la arrastraba, y la muchacha consiguió volver hasta donde se encontraba el arco.
—¡No, muchacho! —oyó que gritaba Bruenor desde el otro lado de la caverna.
Cattibrie puso una flecha y se volvió.
Aegisfang golpeó el techo.
La flecha de Cattibrie se clavó en la yochlol una fracción de segundo antes de que cediera el techo. Rocas enormes cayeron sobre los contendientes; los espacios entre ellas se llenaron rápidamente con piedras y tierra en medio de grandes nubes de polvo. La caverna se sacudió violentamente, y el estruendo del desprendimiento resonó a lo largo de todos los túneles.
Cattibrie y Bruenor permanecieron tumbados en el suelo protegiéndose la cabeza con los brazos mientras acababa el derrumbe. En medio de la oscuridad y el polvo, ninguno de los dos vio que el monstruo y Wulfgar habían desaparecido debajo de toneladas de rocas.