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Muerte en los túneles

—No me gusta —le comentó Vierna a Jarlaxle en el túnel cerca de la pared de hierro debajo de la cual yacía el cuerpo aplastado del pobre Cobble.

—¿Creías que iba a ser fácil? —replicó el mercenario—. Nos encontramos en los túneles de una fortaleza enana con un contingente de apenas cincuenta soldados. Cincuenta contra miles. De todos modos, capturarás a tu hermano —añadió Jarlaxle para no intranquilizar más todavía a Vierna—. Mis tropas están bien entrenadas. He enviado a toda la compañía Baenre, que suman tres docenas, por el único túnel que lleva directamente a Mithril Hall. Ninguno de los aliados de Drizzt entrará por aquel camino, y los amigos atrapados no escaparán.

—Cuando los enanos tengan noticias de nuestra presencia, enviarán a todo un ejército —opinó la sacerdotisa.

—Si se enteran —la corrigió Jarlaxle—. Los túneles de Mithril Hall son muy largos. Nuestros adversarios tardarán en reunir una fuerza considerable; quizá días. Habremos recorrido la mitad del camino de regreso a Menzoberranzan, con Drizzt, antes de que los enanos se organicen.

Vierna permaneció en silencio durante un buen rato, mientras pensaba en las próximas acciones. Sólo había dos maneras de subir desde el nivel inferior; el tobogán en la caverna vecina y los túneles situados un poco más al norte. Miró hacia la caverna y después entró en ella para observar la entrada del tobogán. Pensó que tal vez había cometido un error al enviar a sólo tres detrás de Drizzt. Por un momento estuvo tentada de enviar a todo el grupo —una docena de drows y la draraña— en su persecución.

—El humano lo atrapará —dijo Jarlaxle, como si hubiera leído sus pensamientos—. Artemis Entreri conoce a nuestros enemigos mejor que nosotros; ha luchado contra Drizzt a lo largo y lo ancho del mundo de la superficie. Además, todavía lleva el pendiente, y puedes controlar sus movimientos. Por nuestra parte tenemos a los amigos de Drizzt, que sólo son un puñado según los informes de mis exploradores.

—¿Y si Drizzt elude a Entreri? —preguntó Vierna.

—Sólo hay dos caminos hasta aquí arriba —respondió Jarlaxle.

Vierna asintió. Había tomado su decisión y caminó hasta el tobogán. Sacó una pequeña varita de un bolsillo de la túnica y cerró los ojos al tiempo que entonaba una letanía en voz baja. Lenta y deliberadamente, Vierna trazó unas líneas precisas a través de la abertura con el filamento pegajoso que brotaba de la punta de la varita. La sacerdotisa dibujó una telaraña que abarcaba toda la entrada del tobogán y retrocedió un par de pasos para examinar su trabajo. Sacó de la bolsa un paquete de un polvo muy fino que esparció sobre los hilos mientras recitaba otro hechizo. De inmediato, los filamentos aumentaron de grosor y adoptaron un color negro brillante. Entonces desapareció el brillo y el calor de la energía del hechizo se enfrió a la temperatura ambiente, con lo cual los hilos resultaban invisibles.

—Ahora sólo hay un camino hasta aquí arriba —manifestó Vierna—. No hay ninguna arma capaz de cortar los filamentos.

—Entonces, hacia el norte —dijo Jarlaxle—. He enviado a un puñado de corredores a vigilar los túneles inferiores.

—No podemos permitir que Drizzt se reúna con sus amigos —afirmó Vierna.

—Cuando Drizzt vuelva a ver a sus amigos, si es que lo consigue, ya serán cadáveres —aseguró el mercenario.

—Quizá la cueva tiene otra entrada —dijo Wulfgar—. Si pudiéramos atacarlos por los dos lados…

—Drizzt ya no está allí —lo interrumpió Bruenor, con el relicario mágico en la mano y la mirada puesta en el suelo, convencido de que su amigo se encontraba debajo de ellos.

—En cuanto matemos a todos nuestros enemigos, tu amigo nos encontrará —afirmó Pwent.

Wulfgar, que todavía sujetaba al camorrista por la bayoneta del casco, le dio una leve sacudida.

—No quiero combatir contra los drows —respondió Bruenor, y miró preocupado a Catti-brie y a Wulfgar—, no de esta manera. Tenemos que mantenernos lejos de ellos si es posible, atacarlos sólo si es necesario.

—Podríamos regresar en busca de Dagnabit —propuso Wulfgar—, y limpiar los túneles de elfos oscuros.

Bruenor miró el laberinto de túneles que lo llevarían de regreso a la ciudad de los enanos, y estudió el camino. Tardarían al menos una hora en hacer un rodeo hasta Mithril Hall, y varias horas más en reunir las fuerzas necesarias. Era un plazo que Drizzt probablemente no se podía permitir.

—Iremos a buscar a Drizzt —anunció Catti-brie muy decidida—. Tenemos el relicario para indicarnos el rumbo y Guenhwyvar nos conducirá hasta él.

Bruenor sabía que el camorrista aceptaría cualquier propuesta que ofreciera la posibilidad de una pelea, y la piel de Guenhwyvar estaba erizada como una muestra evidente de que la pantera también quería entrar en acción. El enano miró a Wulfgar y casi estuvo a punto de escupirle en la cara al ver su expresión de preocupación y el aire de superioridad con que observaba a Cattibrie.

De pronto, Guenhwyvar se puso tensa y soltó un gruñido ronco. Sin perder un segundo, Cattibrie apagó la antorcha y se agachó; los ojos rojos de los enanos le permitieron orientarse en la oscuridad.

El grupo se acurrucó, y Bruenor les susurró a los demás que permanecieran en el escondite mientras él iba a averiguar la causa de la alarma de la pantera.

—Drows —dijo cuando retornó al cabo de unos minutos en compañía de la fiera—. Un puñado que marchaba hacia el norte a toda prisa.

—Un puñado de drows muertos —lo corrigió Pwent. Los compañeros oyeron cómo el camorrista se frotaba las manos con tal vigor que toda la armadura rechinó.

—¡Nada de peleas! —murmuró Bruenor lo más alto que se atrevió y sujetó los brazos de Pwent para detener sus movimientos—. Pienso que este grupo puede saber dónde encontrar a Drizzt. Es probable que lo busquen, pero no tenemos manera de seguirlo sin luz.

—Y, si encendemos la antorcha, no tardaremos en vernos metidos en una batalla —razonó Catti-brie.

—Entonces enciende de una vez la maldita antorcha —exclamó el camorrista entusiasmado.

—¡Cállate! —le ordenó Bruenor—. Vamos a salir despacio y en calma. Tú —añadió, dirigiéndose a Wulfgar—, encárgate de la antorcha; o, mejor todavía, prepara dos, listas para encenderlas a la primera señal de pelea. —Por último le indicó a Guenhwyvar que los guiara pero a paso lento.

En cuanto salieron de la cueva, Pwent sacó la frasca y la puso en la mano de Cattibrie.

—Bebe un trago —le dijo el camorrista—, y pásala. —La muchacha acercó el recipiente a la nariz, olió la bebida, que tenía un olor muy desagradable, e intentó devolvérselo—. Te arrepentirás cuando un elfo oscuro te clave un dardo envenenado en el trasero —añadió Pwent, con una palmada en las nalgas de la joven—. ¡Con esto en las venas no hay veneno que pueda hacerte daño!

Dispuesta a cualquier sacrificio por el bien de Drizzt, Cattibrie bebió un buen trago, tosió y estuvo a punto de caer al suelo. Por un momento, vio ocho ojos de enano y cuatro de pantera que la observaban, pero la visión doble desapareció en unos segundos y le pasó la frasca a Bruenor.

Su padre no tuvo problemas con la bebida. Soltó un suspiro acompañado por un discreto y profundo eructo después de beber.

—Reconforta el espíritu —le explicó a Wulfgar al pasarle la frasca.

El grupo se puso en marcha en cuanto el gigante se recuperó. La pantera iba a la cabeza sin hacer ningún ruido, y Pwent vigilaba la retaguardia acompañado por el rechinar de la armadura.

Cuarenta enanos listos para el combate siguieron al general Dagnabit por las galerías inferiores de Mithril Hall hasta la sala de guardia en la entrada de los nuevos túneles.

—Iremos directamente a la caverna de los goblins —le explicó el general a la tropa—, y allí nos dividiremos. —Después habló con los guardias para fijar los códigos de señales y dejó instrucciones para las compañías que llegarían más tarde, señalando con toda claridad que ningún grupo con menos de doce enanos podía entrar en las nuevas secciones.

Dagnabit hizo formar a los soldados, se colocó orgulloso en la vanguardia y cruzó la puerta abierta. En realidad Dagnabit no creía que Bruenor pudiera estar en peligro; pensaba que un grupo de goblins o algún inconveniente sin mucha importancia había demorado al rey, pero, como era un oficial prudente, prefería tener todas las ventajas de su parte y no quería correr ningún riesgo respecto a la seguridad de Bruenor.

El ruido de las botas, las armaduras e incluso las estrofas de un himno guerrero marcaban el avance de la tropa, y uno de cada tres enanos llevaba una antorcha. Dagnabit no tenía razones para creer que una fuerza tan considerable necesitara moverse en silencio, y esperaba que Bruenor o cualquier otro aliado que estuviera en el sector viniera en su búsqueda al oír el estrépito.

Dagnabit no sabía nada de la presencia de elfos oscuros.

El paso rápido de los enanos les permitió llegar muy pronto a las cercanías de la primera intersección, a la vista de la pila de huesos del ettin matado por Bruenor en su juventud. Dagnabit envió a unos cuantos exploradores por los pasadizos laterales y avanzó, dispuesto a ir directamente hacia la gran caverna donde habían batido a los goblins. Pero, antes de llegar a la desviación, Dagnabit ordenó que la tropa hiciera silencio y avanzara a paso lento.

El general miró inquieto a un lado y al otro mientras comenzaba a cruzar la intersección principal. Sus instintos, afinados durante trescientos años de combates, le advirtieron que algo no iba bien; se le erizaron los pelos de la nuca.

Entonces se apagaron las luces.

En el primer instante, Dagnabit pensó que algún fenómeno natural había apagado las antorchas; pero al cabo de un segundo comprendió por las exclamaciones de la tropa y porque no podía ver nada ni siquiera con la visión infrarroja, que ocurría algo mucho más peligroso.

—¡Oscuridad! —gritó uno de los enanos.

—¡Magos! —chilló otro.

Dagnabit oyó los movimientos de los compañeros y el silbido de algo que pasó junto a su oreja, seguido por el gruñido de uno de los oficiales que estaba a su espalda. El general retrocedió instintivamente y sólo tuvo que dar unos pocos pasos para salir del globo de oscuridad. Vio a los soldados que corrían desconcertados. Un segundo globo había dividido la columna casi por la mitad, y los que se encontraban delante del hechizo llamaban a los atrapados en el interior y a los que estaban al otro lado, en un esfuerzo por organizar las cosas.

—¡Formad en cuña! —vociferó Dagnabit por encima del tumulto, ordenando la formación de combate básica de los enanos—. ¡No es más que un globo de oscuridad! —Junto al general, un enano se llevó la mano al pecho, arrancó un dardo pequeño de una clase que Dagnabit no conocía y se desplomó, dormido antes de tocar el suelo.

Algo rozó la canilla de Dagnabit, pero no le hizo caso y continuó dando órdenes para reorganizar a los soldados. Envió a cinco enanos por el flanco derecho, por el espacio que quedaba entre el globo de oscuridad y la entrada del pasaje transversal.

—¡Encontrad al maldito mago! —les ordenó—. ¡Y, por los nueve infiernos, descubrid contra quién luchamos!

La frustración de Dagnabit sólo servía para alimentar su cólera, y muy pronto tuvo al resto de la fuerza en formación de cuña dispuesta a cruzar el primer globo de oscuridad.

Los cinco exploradores entraron en el pasaje lateral. Después de comprobar que no había enemigos por aquel lado, rodearon deprisa el globo de oscuridad para dirigirse al paso estrecho que había entre el globo y la siguiente entrada del corredor principal.

Dos siluetas oscuras salieron de las sombras, echaron rodilla en tierra delante de los enanos y les apuntaron con las ballestas de mano.

El enano al mando recibió dos impactos que lo hicieron tambalear, pero consiguió dar la voz de alarma y ordenar el ataque. El grupo corrió detrás de los drows que huían, sin advertir hasta que fue demasiado tarde que otros enemigos, más elfos oscuros, levitaban desde el techo para cercarlos.

—¡Qué de…! —alcanzó a decir un enano antes de que el drow que acababa de posarse ágilmente a su lado le aplastara el cráneo con un garrote mágico.

—¡Eh, tú no eres Drizzt! —protestó otro cuando una espada drow comenzaba a clavarse en su garganta.

El líder quería llamar a retirada cuando se vio a sí mismo caer de cara al suelo. Era una buena cama para un enano dormido, aunque esta vez nunca más volvería a despertar.

En el plazo de cinco segundos, sólo quedaron dos enanos que intentaron escapar mientras gritaban a voz en cuello:

—¡Drows! ¡Drows!

Uno de ellos cayó con tres dardos en la espalda. Intentó ponerse de rodillas y no lo consiguió porque de inmediato se le echaron encima dos drows que lo acribillaron a estocadas.

El único enano superviviente, en la enloquecida carrera de regreso para reunirse con Dagnabit, se encontró frente a un único oponente. El drow lanzó una estocada, y el enano contestó con un hachazo que amputó el brazo del elfo oscuro y le cortó la cota de malla.

Sin perder un segundo, el enano continuó la huida y cruzó el globo de oscuridad para alcanzar la primera fila de la cuña de Dagnabit.

—¡Drows! —gritó una vez más.

Un tercer globo de oscuridad unió a los otros dos. Una andanada de dardos se abatió sobre la formación y después aparecieron los elfos oscuros, expertos en la lucha a ciegas.

Dagnabit comprendió que necesitaba la ayuda de los clérigos para oponerse a la magia de los drows. Abrió la boca dispuesto a ordenar la retirada y todo lo que hizo fue bostezar.

Algo lo había golpeado en un lado de la cabeza y notó que caía a tierra.

La formación no se podía mantener en medio del caos y la oscuridad impenetrable, y los enanos, pillados por sorpresa, no podían enfrentarse a un número igual de elfos oscuros. Los soldados de Dagnabit optaron por romper filas, aunque con la suficiente presencia de ánimo para recoger a los compañeros caídos, y correr de regreso por donde habían venido.

La retirada estaba en marcha, pero los enanos no eran ningunos novatos, y no había cobardes entre ellos. En cuanto salieron de las zonas oscuras del túnel, unos cuantos se encargaron de reorganizar al grupo. El enemigo les pisaba los talones y, superados en número, no podían plantar batalla. Además, cargaban con casi diez enanos dormidos, entre ellos Dagnabit, cosa que retrasaba la marcha.

Se pidieron voluntarios para formar una línea de defensa y todos levantaron las manos. Un par de minutos más tarde, el grupo principal reanudó la marcha, dejando atrás a seis valientes con los escudos dispuestos como una barrera en el túnel para cubrir la retirada.

—¡Corred o los compañeros caídos habrán muerto en vano! —gritó uno de los nuevos comandantes.

—¡Corred, que debemos salvar a nuestro rey perdido! —gritó otro.

Aquellos que formaban parte de la retaguardia miraron a menudo por encima de los hombros a los camaradas que protegían la retirada, hasta que un globo de oscuridad los borró de la vista.

—¡Corred! —gritaron al unísono los que escapaban y los que iban a dar la vida por salvar a los demás.

Los enanos escucharon el comienzo de la batalla cuando los elfos oscuros se encontraron con los defensores. Escucharon el choque de los aceros, los gruñidos y los golpes. El aullido de un drow herido hizo aparecer una sonrisa en los rostros.

No volvieron a mirar atrás sino que agacharon la cabeza y corrieron con nuevos bríos, cada uno de ellos jurando que vengarían a los compañeros perdidos. Los defensores no abandonarían sus puestos para sumarse a la retirada: lucharían, detendrían al enemigo hasta que los mataran a todos, impulsados por la lealtad a los que se retiraban, en un acto de suprema valentía y sacrificio.

Los enanos continuaron corriendo, y, si alguno caía, había cuatro que lo ayudaban a levantarse. Si había alguno que no podía soportar más la carga del compañero dormido, había una docena dispuesta a relevarlo.

Un joven enano se adelantó al grupo principal y comenzó a golpear con el martillo en las paredes la señal convenida con los guardias de la puerta. Cuando llegó al final del túnel, ya habían quitado la tranca y la puerta se abrió de par en par en el momento en que los guardias advirtieron lo que ocurría.

Los soldados se amontonaron en la sala de guardia, y algunos permanecieron en el umbral para ayudar a los retrasados. Mantuvieron la puerta abierta hasta el último minuto, hasta que un globo de oscuridad apareció a unos pasos de la entrada y un dardo alcanzó a uno de los soldados.

Cerraron la puerta y al hacer el recuento encontraron que habían conseguido escapar veintisiete de los cuarenta y uno, diez de los cuales dormían profundamente.

—¡Tenemos que llamar a todo el ejército! —afirmó uno de los enanos.

—¡Y a los clérigos! —añadió otro que cuidaba de Dagnabit—. Necesitamos a los clérigos para que curen los efectos del veneno y mantengan las luces encendidas.

Los enanos sólo tardaron unos minutos en tranquilizarse y establecer un orden de prioridades. La mitad de la tropa permanecería con los dormidos y los guardias; los demás se encargarían de ir a Mithril Hall en busca de refuerzos.