Que se sepa la verdad
—Sangre —murmuró Catti-brie en tono grave, mientras seguía con la antorcha el reguero en el pasillo, cerca de la entrada de la pequeña cueva.
—Puede ser de la batalla contra los goblins —dijo Bruenor, optimista, pero Catti-brie sacudió la cabeza.
—Es fresca —afirmó la muchacha—. La sangre de la pelea con los goblins hace tiempo que se secó.
—Quizá proceda de los cadáveres destrozados por los gusanos carroñeros que hemos visto —opinó Bruenor.
Cattibrie no se dejó convencer. Se agachó y, estirando el brazo con la antorcha, entró en la pequeña cueva lateral. Wulfgar la siguió y se adelantó en cuanto el pasaje se ensanchó, para proteger con su cuerpo a la muchacha.
La acción del bárbaro molestó a Cattibrie. Quizá, desde el punto de vista de Wulfgar, sólo era una medida de prudencia, una ayuda a la compañera cargada con la antorcha y con la mirada puesta en el suelo. Pero la joven tenía sus dudas; creía que Wulfgar había actuado con tanta prisa porque ella iba en la vanguardia, porque necesitaba protegerla e interponerse entre ella y cualquier peligro posible. Orgullosa y capacitada como el que más, Catti-brie se sintió más ofendida que halagada.
Y preocupada, porque, si Wulfgar sufría tanto por su seguridad, entonces era él quien podía llegar a cometer un error táctico. Los compañeros habían sobrevivido a muchos peligros juntos porque cada uno tenía su lugar en la banda, porque cada uno complementaba las habilidades de los demás. Cattibrie tenía muy claro que un cambio en aquel orden podía resultar fatal.
Volvió a situarse por delante de Wulfgar, apartándole el brazo cuando él intentó detener su avance. El bárbaro la miró furioso, y ella le devolvió la mirada sin vacilar.
—¿Qué habéis encontrado? —inquirió Bruenor, y su pregunta evitó la discusión entre los novios. Catti-brie dio media vuelta y vio la silueta oscura de su padre agachado en la entrada. Cobble y Pwent, que sostenía la segunda antorcha, permanecían en el pasillo.
—Nada —respondió Wulfgar con voz firme, y se giró dispuesto a marcharse.
Cattibrie siguió agachada, con la mirada atenta a cualquier pista, para demostrar que el bárbaro se equivocaba y también para encontrar cualquier indicio que los ayudara en la búsqueda.
—Sí que hay algo —comunicó la muchacha al cabo de un momento, y su tono de superioridad no sólo obligó a Wulfgar a volverse sino que también atrajo a Bruenor al interior de la cueva.
Se unieron a Cattibrie, que les indicó un pequeño objeto en el suelo; la saeta de una ballesta, aunque mucho más pequeña que cualquiera de las ballestas utilizadas por los enanos, o cualquier arma similar conocida por los compañeros. Bruenor la cogió con sus rechonchos dedos y se la acercó a los ojos para estudiarla con atención.
—¿Hay trasgos en estos túneles? —preguntó Bruenor, refiriéndose a los diminutos pero crueles seres habituales en los bosques.
—Algún tipo de… —comenzó a decir Wulfgar.
—Drow —lo interrumpió Catti-brie. Wulfgar y Bruenor la miraron. Los claros ojos del bárbaro brillaron furiosos por la interrupción, pero sólo por el momento que tardó en comprender la gravedad del anuncio de la joven.
—¿El elfo tiene una ballesta que dispara estos dardos? —gruñó Bruenor.
—Drizzt no —lo corrigió Catti-brie, muy seria—. Otros drows.
Wulfgar y Bruenor mostraron una expresión incrédula, pero la muchacha estaba segura de tener razón. Muchas veces en el pasado, en las peladas laderas de la cumbre de Kelvin en el valle del Viento Helado, Drizzt le había hablado de su ciudad natal, de los numerosos logros y los extraños artefactos de los elfos oscuros. Entre estos artefactos, el arma favorita de los drows eran las ballestas de mano que disparaban dardos envenenados.
Wulfgar y Bruenor intercambiaron una mirada, cada uno esperando que el otro encontrara algo para rebatir las afirmaciones de Cattibrie. Bruenor acabó por encoger los hombros, mientras guardaba el dardo y regresaba al pasillo. Wulfgar miró a su novia, muy preocupado.
Ninguno de ellos habló —no era necesario— porque ambos conocían muy bien las terribles historias de los elfos oscuros. Las implicaciones eran muy graves porque, si Catti-brie tenía razón, los drows habían entrado en Mithril Hall.
Pero había algo más en la expresión de Wulfgar que inquietó a la joven: un aire de protección y posesividad que Cattibrie comenzaba a considerar como riesgo para todos. Pasó junto al gigante y salió de la cueva, dejando a Wulfgar en la oscuridad con su tormento interior.
La caravana avanzó a paso lento por los túneles en dirección a las profundidades de la Antípoda Oscura. Drizzt conservaba la armadura pero le habían quitado las armas y tenía las manos atadas a la espalda con una cuerda mágica que no se aflojaba ni un milímetro por mucho que moviera las muñecas.
Dinin encabezaba la columna, haciendo repicar sus ocho patas en la piedra, seguido a unos pocos pasos por Vierna y Jarlaxle. Varios de los veinte drows del grupo los escoltaban en formación, incluidos los dos encargados de vigilar a Drizzt. En una ocasión se cruzaron con otra columna más numerosa formada por los soldados de la casa Baenre que marchaban por un corredor lateral. Jarlaxle les impartió sus órdenes, y la segunda fuerza drow se alejó deprisa en medio de la oscuridad.
Sólo entonces Drizzt comenzó a comprender la importancia de la incursión a Mithril Hall. Calculó que eran entre cuarenta y sesenta los elfos oscuros procedentes de Menzoberranzan, una partida formidable.
Y todo por él.
¿Y Entreri?, se preguntó Drizzt. ¿Cómo encajaba el asesino en todo este asunto? Parecía llevarse de maravilla con los elfos oscuros. Con una constitución física muy parecida y con el mismo temperamento, el asesino parecía ser un miembro más de la tropa drow.
Encajaba demasiado bien, pensó Drizzt.
Entreri caminó un trecho con el mercenario rapado y Vierna, pero después se retrasó poco a poco en busca de su más odiado enemigo.
—Hola —lo saludó con afectación cuando por fin se situó junto a Drizzt. Una mirada del humano fue suficiente para que los dos guardias se apartaran respetuosamente. Drizzt observó al asesino por un instante, en busca de alguna pista, y después le volvió la cara—. ¿Qué? —insistió Entreri, sujetando el hombro del drow para obligarlo a girarse. Drizzt se detuvo bruscamente, cosa que provocó la alerta inmediata de sus custodios y también de Vierna. Enseguida reanudó la marcha, poco interesado en llamar la atención, y poco a poco los demás relajaron la vigilancia.
—No lo entiendo —le comentó Drizzt a Entreri de improviso—. Tenías la máscara y a Regís, y sabías dónde encontrarme. ¿Por qué te has aliado con Vierna y su banda?
—Supones que la elección fue mía —replicó Entreri—. Tu hermana me encontró. Yo no fui a buscarla.
—Entonces eres un prisionero —razonó Drizzt.
—No lo creas —dijo Entreri sin vacilar, con una risa—. Lo dijiste correctamente la primera vez: soy un aliado.
—Cuando mi gente está por medio, las dos cosas significan prácticamente lo mismo.
Una vez más Entreri soltó una carcajada sin morder el cebo que le ofrecían. Drizzt se sobresaltó ante la sinceridad de la risa del asesino, porque en aquel momento comprendió la fortaleza de los vínculos entre sus enemigos, vínculos que en un fugaz momento de esperanza había pensado aprovechar en su favor.
—De hecho siempre he tratado con Jarlaxle —explicó Entreri—, y no con tu colérica hermana. Jarlaxle es un mercenario pragmático, un oportunista. Me entiendo muy bien con él. ¡Somos muy parecidos!
—Cuando ya no te necesiten… —comenzó a decir Drizzt con un tono agorero.
—¡Pero me necesitan ahora y siempre! —lo interrumpió Entreri—. Jarlaxle, el oportunista —repitió en voz alta, provocando un gesto de satisfacción por parte del mercenario, que al parecer dominaba la lengua común—. ¿Qué ganaría Jarlaxle con mi muerte? Soy un vínculo valioso con la superficie, ¿no? El jefe de una cofradía de ladrones en la exótica Calimport, un aliado que puede resultar muy útil en el futuro. He tratado con gente como Jarlaxle durante toda mi vida, jefes de cofradías de una docena de ciudades a lo largo de la Costa de la Espada.
—Muchas veces los drows matan sólo por el placer de hacerlo —declaró Drizzt, poco dispuesto a perder la menor oportunidad.
—De acuerdo —concedió Entreri—, pero no matan cuando no hacerlo les significa una ganancia. Son pragmáticos. No conseguirás romper esta alianza, pobre Drizzt. Tú desaparición nos beneficiará a todos.
Drizzt permaneció en silencio un buen rato mientras analizaba la información en busca de un fallo, el resquicio que a su juicio siempre existía en las alianzas de sujetos de baja estofa.
—No beneficiará a todos —afirmó en voz baja, al advertir que Entreri lo miraba curioso.
—Explícate —le pidió Entreri, tras otra larga pausa.
—Sé los motivos para tu persecución —manifestó Drizzt—. No quieres que me maten, sino hacerlo tú mismo. Y tampoco te conformas con esto, sino que quieres derrotarme en un duelo. Esto último parece poco probable ahora que nos encontramos camino de Menzoberranzan junto a la despiadada Vierna, que sólo piensa en el sacrificio.
—Tan formidable como siempre incluso cuando todo está perdido —comentó Entreri, con un tono de superioridad que fue como un jarro de agua helada para Drizzt—. Derrotarte en un duelo es lo que haré: forma parte del trato. En una caverna no muy lejos de aquí, tú gente y yo nos separaremos, pero no antes de que tú y yo hayamos dirimido nuestra rivalidad.
—Vierna no dejará que me mates —objetó Drizzt.
—Pero dejará que te derrote —contestó Entreri—. Es lo que desea. Quiere que la humillación sea total. Después de resolver nuestro pleito, ella te entregará a Lloth… con mis bendiciones. Vamos, amigo mío —susurró ufano el asesino al ver que Drizzt no respondía y su rostro reflejaba un gesto poco habitual.
—No eres amigo mío —gruñó Drizzt.
—Entonces, pariente —se burló Entreri, encantado al ver la mirada furiosa de Drizzt.
—Nunca.
—Nosotros peleamos —prosiguió Entreri—. Mejor que nadie y para ganar, aunque nuestros fines en la batalla puedan ser distintos. Como te he dicho antes, no puedes escapar de mí, no puedes escapar a lo que eres.
Drizzt no tenía respuesta a esta afirmación, no en un pasillo rodeado de enemigos y con las manos atadas detrás de la espalda. Desde luego, Entreri ya había hecho antes las mismas afirmaciones, y Drizzt las había comprendido, había aceptado las decisiones de su vida y el camino que había escogido para sí mismo.
Sin embargo, le molestaba ver la satisfacción que reflejaba el cruel rostro del asesino. Aunque la situación parecía desesperada, Drizzt Do’Urden estaba decidido a no dejar que Entreri se saliera con la suya.
Llegaron a una zona con muchos pasadizos laterales, sinuosos y ondulados; parecían agujeros de gusanos que se entrecruzaban por todas partes a la vez. Entreri había dicho que faltaba poco para el lugar donde se separarían, y Drizzt comprendió que se agotaba el tiempo.
Se arrojó de cabeza al suelo y, recogiendo las piernas contra el pecho, deslizó las manos por debajo de los pies, para después levantarse de un salto. Cuando se volvió, Entreri, siempre alerta, empuñaba la espada y la daga, pero de todas maneras Drizzt cargó contra él. Desarmado, no podía vencerlo aunque sospechaba que Entreri no lo mataría, que, llevado por un impulso, no desperdiciaría la ocasión de mantener el duelo que tanto anhelaba, el momento supremo de su vida.
Efectivamente, Entreri vaciló y Drizzt atravesó sus defensas en el acto. Se elevó en un salto prodigioso y descargó un puntapié contra el rostro y otro en el pecho del asesino, que derribaron al hombre.
Drizzt aterrizó sobre la punta de los pies y corrió hacia la entrada del pasaje lateral más próximo, vigilado por un solo soldado drow. Una vez más actuó sin miedo, en la confianza de que Vierna debía de haber amenazado con tormentos terribles a cualquiera que le arrebatara la víctima destinada al sacrificio, una esperanza que se confirmó cuando el vigilante vio que Vierna sujetaba la mano de Jarlaxle para impedir que le arrojara una daga.
El soldado, ágil como un gato, descargó un golpe contra Drizzt con la empuñadura de la espada, pero el joven le ganó en velocidad. Estiró los brazos y la cuerda que ataba las muñecas enganchó la cruz del arma, que voló por los aires. Drizzt chocó contra el cuerpo del guardia y, sin perder un segundo, le dio un rodillazo en el vientre. El rival se dobló sobre sí mismo, y Drizzt lo empujó al suelo para estorbar el paso de Entreri y el otro soldado, que corrían hacia él.
Drizzt entró en el pasaje, pasó una curva, bajó un tramo, y después torció por otro pasaje lateral con los enemigos pisándole los talones. Los tenía tan cerca que, al tomar por otro pasillo, escuchó el golpe de un dardo contra la pared de piedra.
Para empeorar las cosas, el vigilante vio otras siluetas que aparecían por las entradas laterales del túnel. Sólo había contado a siete elfos oscuros en el pasillo, pero sabía que más del doble acompañaban a Vierna, sin contar el otro grupo más numeroso que habían dejado atrás no hacía mucho. Los soldados ausentes se encontraban en misión de vigilancia por todo el sector, y comunicaban sus informes con los códigos de señales de los drows.
Pasó una curva, otra, y torció en dirección opuesta a la primera. Escaló una pared baja, y maldijo su suerte cuando el corredor superior lo llevó de vuelta al nivel anterior.
Más allá de otra curva vio un resplandor y supo que era un espejo de señales, una plancha metálica calentada mágicamente por una cara. El lado caliente brillaba como un espejo al sol para los seres dotados con visión infrarroja. Drizzt tomó un pasaje lateral, consciente de que la red se estrechaba, que la fuga desesperada no daría resultado.
Entonces la draraña apareció ante sus ojos.
Drizzt fue incapaz de soportar la repulsión, y retrocedió a pesar de los peligros que había detrás. ¡Ver a su hermano convertido en un monstruo! El torso hinchado de Dinin se movía al compás de las ocho patas peludas, el rostro convertido en una imperturbable máscara mortal.
El vigilante consiguió controlar las emociones, la necesidad de gritar su horror, y buscó la manera de sortear el obstáculo. Dinin lo amenazaba con el lado romo de las hachas, al tiempo que movía las patas a un lado y al otro, sin dejar ningún hueco por donde pasar.
Drizzt no tenía elección; dio media vuelta, dispuesto a escapar por donde había venido, cuando vio aparecer a Vierna, Jarlaxle y Entreri.
El trío conversaba en voz baja y en la lengua común. Entreri dijo algo referente a acabar con lo suyo aquí y ahora, pero después pareció cambiar de opinión.
Vierna avanzó, con el látigo de cinco cabezas de serpientes vivas preparado.
—Si me derrotas, te devolveré tu libertad —se burló en el idioma drow, mientras arrojaba a Centella a los pies del hermano. Él intentó coger el arma y Vierna descargó un latigazo, pero Drizzt había previsto el ataque y no llegó a tocar la cimitarra.
La draraña avanzó para descargar un golpe de hacha contra el hombro de Drizzt, y lo obligó a retroceder hacia Vierna. El vigilante no podía hacer otra cosa que intentar recuperar la cimitarra, y se lanzó de cabeza sobre el arma.
En el momento en que los dedos tocaron el acero, los colmillos de una de las serpientes se hundieron en su muñeca. Otra lo mordió en el antebrazo y las tres restantes buscaron el rostro y la otra mano, retorcida como protección sobre la que trataba de sujetar el arma. El dolor de las mordeduras era tremendo, pero fue un veneno más insidioso el que derrotó a Drizzt. Creía tener a Centella en la mano, pero no podía estar seguro porque los dedos entumecidos no notaban el contacto con el metal.
El cruel látigo de Vierna lo golpeó otra vez, y las cinco cabezas mordieron ansiosas la torturada carne de Drizzt. La implacable sacerdotisa de una diosa inmisericorde azotó al prisionero indefenso una docena de veces, con el rostro desfigurado por una mueca brutal y salvaje.
Drizzt se obstinó en no perder el conocimiento, y miró a su hermana con el más absoluto desprecio, cosa que sólo sirvió para enfurecer todavía más a Vierna. Sólo la intervención de Jarlaxle y Entreri evitaron que lo azotara hasta matarlo.
Para el vigilante, con el cuerpo sacudido por un dolor intolerable y sin ninguna esperanza de sobrevivir, fue un acto que no agradeció.
—¡Aaahhh! —aulló Bruenor—. ¡Mi gente!
La reacción de Thibbledorf Pwent ante la espantosa escena de los siete enanos asesinados fue todavía más inesperada y extraña. El camorrista se acercó a una de las paredes del túnel y comenzó a darse de cabezazos contra la piedra. Sin duda habría acabado por desmayarse de no haber sido por Cobble, que le recordó en voz baja que el ruido podía oírse a un kilómetro de distancia.
—Asesinados rápida y limpiamente —comentó Catti-brie, en un intento por mantenerse serena y sacar algún provecho de la nueva pista.
—Entreri —gruñó Bruenor.
—Por lo que sabemos, si de verdad había asumido el rostro y el cuerpo de Regis, estos enanos desaparecieron antes de su entrada en estos túneles —razonó Catti-brie—. Al parecer, el asesino trajo algunos compinches con él. —La imagen de la pequeña saeta apareció en su mente y la muchacha rogó porque sus sospechas resultaran infundadas.
—Compinches que ya se pueden dar por muertos cuando los encuentre —prometió Bruenor, arrodillándose junto a uno de los enanos muertos que había sido íntimo amigo suyo.
Cattibrie no podía soportar ver el dolor de su padre. Miró a Wulfgar, que permanecía en silencio con la antorcha en alto. El gesto agrio del gigante la pilló por sorpresa, y lo observó durante unos instantes.
—Bueno, di lo que piensas —le pidió la muchacha, molesta por la mirada de su novio.
—No tendrías que haber venido —repuso el bárbaro, tranquilo.
—¿Es que Drizzt no es amigo mío? —preguntó ella, y una vez más se sorprendió al ver la expresión de furia en el rostro de Wulfgar ante la mención del nombre del elfo.
—No me cabe duda de que es tu amigo —replicó Wulfgar con un tono cargado de rencor—. Pero tú eres mi prometida. No tienes por qué estar en este lugar tan peligroso.
Los ojos de Cattibrie se abrieron incrédulos, pasmados, reflejando la luz de la antorcha como si un fuego interior ardiera en ellos.
—¡No es algo que te corresponda decidir! —gritó Catti-brie con tanta fuerza que Cobble y Bruenor intercambiaron una mirada de preocupación y el rey se apartó del amigo muerto para acercarse a su hija.
—¡Has prometido ser mi esposa! —le recordó Wulfgar, con voz estentórea—. Catti-brie no se acobardó, no pestañeó, y la fuerza de su mirada hizo que Wulfgar diera un paso atrás. La valiente muchacha casi sonrió a pesar de la rabia, al ver que el bárbaro comenzaba a comprender que no era una niña indefensa. —¡No tendrías que haber venido! —repitió el hombre.
—¡Entonces vete tú a Settlestone! —contestó Catti-brie, pinchando con un dedo el pecho del gigante—. Porque, si piensas que no tendría que haber venido a colaborar en la búsqueda de Drizzt, no te puedes llamar a ti mismo amigo del vigilante.
—¡Desde luego que no soy tan amigo como tú! —vociferó Wulfgar, con el rostro retorcido en una mueca de furia, y un puño apretado contra la cadera.
—¿Qué dices? —preguntó Catti-brie, sinceramente desconcertada por las palabras irracionales y el extraño comportamiento de Wulfgar.
Bruenor ya había escuchado más que suficiente. Se interpuso entre los jóvenes, apartó a Cattibrie suavemente y después se volvió para mirar al bárbaro que había sido casi un hijo para él.
—¿De qué hablas, muchacho? —lo interrogó el enano, con un gran esfuerzo por mantener la calma aunque no deseaba otra cosa que darle un puñetazo en la boca a Wulfgar.
El gigante no hizo caso a Bruenor. Se irguió por encima del enano y señaló a Cattibrie con un dedo acusador.
—¿Cuántos besos habéis compartido tú y el drow? —gritó.
—¿Qué? —exclamó Catti-brie, estupefacta—. ¿Has perdido el juicio? Yo nunca…
—¡Mientes! —la interrumpió Wulfgar.
—¡Mide tus palabras! —gruñó Bruenor empuñando el hacha. Lanzó un golpe horizontal, que forzó a Wulfgar a retroceder con tal violencia que chocó contra la pared del túnel, seguido por otro descendente, que el bárbaro sólo pudo evitar arrojándose a un lado. Wulfgar intentó utilizar la antorcha para parar el ataque, pero Bruenor se la arrancó de las manos de un hachazo. Entonces Wulfgar trató de coger el martillo que había metido en la mochila cuando habían encontrado los cadáveres de los enanos y no pudo porque Bruenor lo acosó implacable, sin llegar a herirlo, pero forzándolo a moverse a un lado y a otro, a arrastrarse por el suelo de piedra.
—¡Deja que yo lo mate por ti, mi rey! —exclamó Pwent, sin entender cuáles eran las verdaderas intenciones de Bruenor.
—¡Apártate! —le gritó Bruenor al camorrista, y todos los demás se quedaron boquiabiertos, sobre todo Pwent, por el impresionante tono de mando en la voz del rey—. Hace semanas que tolero tu estúpido comportamiento —le dijo Bruenor a Wulfgar—, y ya estoy harto. ¡Di de una vez lo que tengas que decir, o cállate y no vuelvas a decir nada ni a comportarte como un idiota hasta que encontremos a Drizzt y salgamos de estos malditos túneles!
—He intentado mantener la calma —replicó Wulfgar, y la respuesta pareció una súplica porque el bárbaro había caído de rodillas obligado por el ataque de Bruenor—. ¡Pero no puedo perdonar el insulto a mi honor! —De pronto pareció darse cuenta de su posición servil y se levantó de un salto—. Drizzt se reunió con Catti-brie antes de que el drow llegara a Mithril Hall.
—¿Quién te lo dijo? —preguntó Catti-brie, con un tono imperativo.
—¡Regís! —contestó Wulfgar a voz en cuello—. ¡También me dijo que en vuestro encuentro hubo algo más que palabras!
—¡Es mentira! —gritó Catti-brie.
Wulfgar se dispuso a responder con la misma furia, pero en aquel momento vio la sonrisa de Bruenor y escuchó la carcajada burlona. El rey dejó caer el hacha al suelo, puso los brazos en jarra y sacudió la cabeza en un gesto de incredulidad.
—Pedazo de estúpido… —murmuró el enano—. ¿Por qué no utilizas lo poco que puedas tener en tu cabeza aparte de músculos y piensas en lo que has dicho? ¡Nos encontramos aquí precisamente porque pensamos que Regis no es Regis! —Wulfgar frunció el entrecejo desconcertado, al comprender que no había reconsiderado las acusaciones del halfling desde esta nueva perspectiva—. ¡Si te sientes tan imbécil como indica tu cara, entonces te sientes como deberías sentirte! —concluyó el enano.
La súbita revelación fue para Wulfgar como haber recibido uno de los hachazos de Bruenor. ¿Cuántas veces había hablado a solas con Regis desde su llegada? ¿Y cuál había sido el contenido de los numerosos encuentros? Quizá por primera vez, Wulfgar comprendió lo que había hecho en su habitación contra el drow, comprendió que habría matado a Drizzt si el elfo no hubiese ganado el combate.
—El halfling…, Artemis Entreri, intentó utilizarme en sus pérfidos planes —razonó Wulfgar. Entonces recordó el vórtice de reflejos luminosos, las facetas de una gema, que lo llamaban a sumergirse en sus profundidades—. Empleó aquel colgante, no lo sé muy bien, aunque creo recordar…, creo que usó…
—Puedes creerlo —afirmó Bruenor—. Te conozco desde hace mucho tiempo, muchacho, y nunca te vi actuar de una manera tan estúpida. Aunque yo tampoco me he quedado atrás. ¡Enviar al halfling con Drizzt a esta región desconocida!
—Entreri trató de que yo matara a Drizzt —añadió Wulfgar, dispuesto a aclarar toda la historia.
—Querrás decir que intentó que Drizzt te matara a ti —lo corrigió Bruenor. Catti-brie soltó una risita, incapaz de contener el placer y la gratitud al ver como Bruenor ponía en su lugar al orgulloso bárbaro. Wulfgar la miró ceñudo por encima de la cabeza de Bruenor.
—Te encontraste con el drow —dijo el bárbaro.
—Eso es asunto mío —replicó la joven sin ceder ni un ápice a los celos de Wulfgar.
Volvió a aumentar la tensión. Cattibrie veía que, a pesar de que las revelaciones sobre Regis habían quitado razones a las protestas del bárbaro, este no quería verla aquí, no quería ver a su prometida en una situación de peligro. Terca y orgullosa, la muchacha no le perdonó la ofensa.
Sin embargo, no tuvo ocasión de ventilar su rabia, porque en aquel momento reapareció Cobble y les rogó que hicieran silencio. Sólo entonces Bruenor y los demás advirtieron que Pwent se había marchado.
—Hemos oído ruidos —explicó el clérigo, sin alzar la voz—, un poco más adelante en los túneles más profundos. ¡Roguemos a Moradin que los que rondan por allí no hayan escuchado el clamor de nuestra propia estupidez!
Cattibrie miró a los enanos muertos, vio que Wulfgar hacía lo mismo y supo que el bárbaro, como ella, se recordaba a sí mismo que Drizzt corría un gran peligro. De pronto sus discusiones le parecieron algo ridículo y se sintió avergonzada.
Bruenor advirtió el desconsuelo de su hija; se acercó a ella y le rodeó los hombros con un brazo.
—Era necesario decirlo —manifestó con voz suave—. Había que sacarlo a la luz y aclararlo antes del comienzo de la batalla.
Cattibrie asintió, deseosa de que, si era necesario pelear, la batalla comenzara cuanto antes.
También deseó de todo corazón que la próxima batalla no fuese en venganza de la muerte de Drizzt Do’Urden.