Un asunto familiar
Las prendas volaron por los aires, y objetos diversos se estrellaron contra la pared al otro extremo de la habitación; varias armas cayeron al suelo después de rebotar contra el techo, y algunas golpearon en la espalda de Bruenor. El enano, medio hundido en su baúl particular, no se enteraba; ni siquiera gruñó cuando, mientras se erguía por un momento, el mango de un hacha le arrancó el casco de un solo cuerno de la cabeza.
—¡Tiene que estar aquí! —gritó el terco enano, lanzando por encima del hombro una cota de malla que estuvo a punto de golpear a los otros que se encontraban en la habitación—. ¡Por Moradin, que tiene que estar aquí!
—¡Por los nueve…! —comenzó a decir Thibbledorf Pwent, pero el grito de alegría de Bruenor lo interrumpió.
—¡Lo sabía! —proclamó el rey, mientras se apartaba del destartalado baúl. Dio media vuelta y mostró a los demás un pequeño relicario con forma de corazón sujeto a una cadena de oro. Catti-brie lo reconoció en el acto. Era el regalo mágico que la señora Alustriel de Luna Plateada le había dado a Bruenor, para encontrar a su amigo que se había marchado a las tierras del sur. En el interior del relicario había un diminuto retrato de Drizzt, y el objeto estaba sintonizado con el drow, de forma tal que su poseedor pudiera tener una información general del paradero de Drizzt Do’Urden—. Esto nos guiará hasta el elfo —afirmó Bruenor.
—Entonces dámelo, mi rey —dijo Pwent—, y deja que me encargue de buscar a este extraño… amigo tuyo.
—Me basto solo para encontrarlo —gruñó Bruenor, colocándose otra vez el casco de un solo cuerno. Después recogió su hacha de guerra y el escudo dorado.
—Eres el rey de Mithril Hall —protestó Pwent—. No puedes lanzarte sin más a los túneles, donde abundan los peligros.
—Cállate, camorrista —intervino Catti-brie anticipándose a la respuesta de Bruenor—. ¡Mi padre le regalaría su reino a los goblins con tal de salvar a Drizzt!
Cobble sujetó a Pwent por un hombro (y recibió un feo corte en un dedo con una de las escamas de la armadura) para confirmar las palabras de la muchacha, y le advirtió en silencio al camorrista que no insistiera.
De todos modos, Bruenor no estaba dispuesto a escuchar a nadie. El enano de barba roja, con los ojos encendidos por el entusiasmo guerrero, pasó entre Pwent y Wulfgar y salió de la habitación como una tromba.
La imagen se hizo nítida poco a poco, de una forma casi irreal, y, cuando Drizzt Do’Urden despertó del todo, reconoció el rostro de su hermana Vierna, que casi tocaba al suyo.
—Ojos lila —dijo la sacerdotisa en la lengua drow.
La sensación de que había vivido esta misma escena un centenar de veces en su juventud embargó al elfo prisionero.
¡Vierna! El único miembro de la familia por el que Drizzt había sentido aprecio, aparte del difunto Zaknafein, se erguía ante sus ojos.
Ella había sido la tutora de Drizzt, responsable de la misión de educarlo, como príncipe de la casa Do’Urden, en las tradiciones y costumbres de la sociedad drow. Pero, al pensar en aquellos tiempos de los que sólo tenía unos recuerdos muy vagos, Drizzt comprendió que Vierna tenía algo diferente, una ternura escondida debajo de la túnica de las sacerdotisas de la reina araña.
—¿Cuánto tiempo ha transcurrido, mi hermano perdido? —preguntó Vierna, siempre en el idioma de los drows—. ¿Casi dos décadas? Qué lejos que has venido, y al mismo tiempo tan cerca del lugar donde naciste y al que perteneces.
Drizzt endureció la mirada porque no podía hacer otra cosa, atado con las manos a la espalda y con una docena de soldados drows presentes en la pequeña cámara. También estaba Entreri, hablando con un elfo oscuro muy extraño que llevaba un escandaloso sombrero con plumas y chaleco corto y abierto que dejaba ver los músculos de su estómago plano. El asesino tenía la máscara mágica atada al cinturón, y Drizzt tembló al pensar en los descalabros que Entreri podía provocar si regresaba a Mithril Hall.
—¿Qué pensarás cuando camines otra vez por las calles de Menzoberranzan? —le preguntó Vierna a Drizzt, y, aunque la pregunta no exigía una respuesta, concitó la atención del joven.
—Pensaré como cualquier otro prisionero —contestó Drizzt—. Y cuando esté en presencia de la matro… de la perversa Malicia…
—¡La matrona Malicia! —siseó Vierna.
—Malicia —repitió Drizzt desafiante, y Vierna le dio una sonora bofetada en la boca. Varios de los presentes se volvieron para contemplar el incidente, rieron por lo bajo y reanudaron sus conversaciones.
También Vierna estalló en una carcajada, larga y salvaje. Echó la cabeza hacia atrás, y las trenzas de pelo blanco cayeron sobre su espalda hasta la cintura.
Drizzt la observó en silencio sin saber a qué atribuir semejante reacción.
—¡La matrona Malicia está muerta, imbécil! —gritó Vierna de pronto, y acercó su rostro al de Drizzt hasta casi tocarlo.
Drizzt no sabía cómo reaccionar. Acababan de decirle que su madre había muerto, y él no tenía idea de en qué medida debía afectarlo la noticia. Sintió una cierta tristeza, pero no le hizo caso, al comprender que provenía de saber que nunca había tenido una madre auténtica, y no de la pérdida de Malicia Do’Urden. Mientras se echaba hacia atrás, digiriendo la noticia, Drizzt experimentó una sensación de calma, una resignación que no tenía ni una pizca de dolor. Malicia había sido la progenitora natural, nunca su madre, y, a su juicio, su muerte no era de lamentar.
—Ni siquiera lo sabías, ¿no es así? —se burló Vierna—. ¡Cuánto tiempo has estado ausente, perdido! —Drizzt la observó curioso, con la sospecha de que todavía quedaba por revelar algo más importante—. ¡Por tus acciones destruyeron la casa Do’Urden, y tú ni siquiera lo sabías! —chilló Vierna, histérica.
—¿Destruida? —repitió Drizzt, una vez más sorprendido, pero sin ninguna preocupación. De hecho, el drow renegado no sentía más aprecio por su casa que por cualquier otra de Menzoberranzan. Con toda franqueza, no le importaba en absoluto.
—La matrona Malicia recibió el encargo de encontrarte —explicó Vierna—. Cuando fracasó, cuanto tú escapaste de sus redes, perdió el favor de Lloth.
—¡Qué lástima! —exclamó Drizzt, con un tono sarcástico. Vierna lo abofeteó más fuerte que antes, pero él se mantuvo firme en su disciplina estoica y ni parpadeó.
Vierna se apartó, con las manos delicadas pero fuertes convertidas en puños delante de ella, y luchó por controlar la respiración.
—Destruida —reiteró, sin disimular su dolor—, condenada por la voluntad de la reina araña. ¡Murieron todos por tu culpa! —gritó, volviéndose otra vez hacia Drizzt para señalarlo con un dedo acusador—. Tus hermanas, Briza y Maya, y tu madre. Toda la casa, Drizzt Do’Urden, muerta por tu culpa.
Drizzt permaneció impertérrito, mostrando a las claras su total desinterés por las noticias que acababa de comunicarle Vierna.
—¿Y qué pasó con nuestro hermano? —preguntó el drow, más por obtener información sobre los integrantes del grupo de ataque que por interés en confirmar la merecida muerte de Dinin.
—Pero, Drizzt —replicó Vierna con un desconcierto fingido—, ¡si ya lo has visto! Estuviste a punto de cortarle una de sus patas. —Esta vez le tocó el turno a Drizzt de mostrarse confuso—. Una de sus ocho patas. —Drizzt consiguió mantener la expresión de indiferencia, aunque la noticia de que Dinin se había convertido en una draraña lo había pillado por completa sorpresa—. ¡Una vez más la culpa es tuya! —gruñó Vierna, y lo observó durante un buen rato, mientras se esfumaba su sonrisa al ver que él no reaccionaba—. ¡Zaknafein murió por ti! —gritó la sacerdotisa de pronto, y, aunque Drizzt sabía que sólo se trataba de una provocación, le fue imposible conservar la calma.
—¡No! —vociferó furioso, intentando ponerse de pie, sólo para volver a sentarse a consecuencia del empujón que le dio Vierna.
La mujer sonrió con maldad, consciente de que había encontrado el punto débil de Drizzt.
—Si no fuera por los pecados de Drizzt Do’Urden, Zaknafein todavía viviría —proclamó—. La casa Do’Urden habría alcanzado las más altas glorias y la matrona Malicia ocuparía su lugar en el consejo regente.
—¿Pecados? —replicó Drizzt, recuperando su coraje en el doloroso recuerdo del padre muerto—. ¿Glorias? Te confundes en los términos. —Vierna alzó la mano dispuesta a golpearlo, pero, al ver que Drizzt no se amilanaba, la bajó—. En nombre de tu asquerosa deidad, te refocilas en la maldad del mundo drow —añadió el indomable vigilante—. Zaknafein murió… no, fue asesinado, en nombre de unos ideales falsos. No intentes echarme a mí la culpa. ¿Fuiste tú quien empuñó la daga de sacrificios? —La sacerdotisa parecía estar a punto de explotar; sus ojos resplandecían con fiereza, y su rostro era como una mancha al rojo vivo para la mirada infrarroja del elfo—. Él también era tu padre —añadió Drizzt, y ella torció el gesto a pesar de los esfuerzos por alimentar la rabia. Era la pura verdad. Zaknafein había tenido sólo dos hijos con Malicia, él y Vierna—. Pero para ti no tuvo ninguna importancia. Después de todo, Zaknafein no era más que un varón, y los varones no cuentan en el mundo de los drows.
—¡Silencio! —gruñó Vierna casi sin mover los labios. Castigó a Drizzt con las dos manos, y él notó el calor de la sangre que le chorreaba por el rostro.
Drizzt permaneció quieto por el momento, absorto en sus pensamientos sobre su hermana, y el monstruo en que se había convertido. Ahora se parecía más a Briza, la mayor y más cruel de las hermanas, atrapada en el frenesí que la reina araña siempre parecía dispuesta a promocionar. ¿Qué se había hecho de la Vierna que en secreto se había compadecido del joven Drizzt? ¿Dónde estaba la Vierna que había vivido según las reglas drows, como lo había hecho Zaknafein, pero sin aceptar del todo los ofrecimientos de Lloth?
¿Dónde estaba la hija de Zaknafein?
Estaba muerta y enterrada, decidió Drizzt mientras contemplaba el rostro enrojecido, sepultado debajo de las mentiras y las falsas promesas de una gloria retorcida que invadía todo el mundo oscuro de los drows.
—Yo te redimiré —dijo Vierna, recuperada la calma; el calor se fue disipando poco a poco del rostro, hermoso y delicado.
—Gente más perversa que tú lo ha intentado —contestó Drizzt, sin entender el propósito de su hermana. La carcajada de Vierna le reveló que ella había descubierto el error de sus conclusiones.
—Te entregaré a Lloth —explicó la sacerdotisa—. A cambio recibiré más poder del que la ambiciosa matrona Malicia hubiese sido capaz de imaginar. Alégrate, mi hermano perdido, porque tú devolverás a la casa Do’Urden más prestigio y poder que antes.
—Un poder que se esfumará —dijo Drizzt muy tranquilo, y el tono enfadó a Vierna mucho más que la verdad de sus palabras—. Un poder que arrastrará a la casa a una nueva caída, para que otra casa, favorecida por Lloth, pueda acabar otra vez con los Do’Urden. —Vierna sonrió—. No puedes negarlo —gruñó Drizzt, pero entonces se encontró falto de palabras, al descubrir que su lógica, por muy sensata que fuera, parecía inadecuada—. No hay constancia, nada duradero en Menzoberranzan más allá del último capricho de la reina araña.
—Bien dicho, mi hermano perdido —susurró Vierna, con una voz acariciadora.
—¡Lloth es una deidad maldita!
—Tus sacrilegios ya no pueden dañarme —afirmó la sacerdotisa, en un tono que producía escalofríos—, porque ya nada tienes que ver conmigo. No eres más que un renegado sin casa que Lloth considera apto para el sacrificio. Continúa con los insultos a la reina araña —prosiguió Vierna—. ¡Demuéstrale a Lloth que no se ha equivocado! Resulta irónico, porque, si te arrepintieras de tus pecados, si aceptaras la verdad de tu linaje, entonces me derrotarías. —Drizzt se mordió el labio inferior, comprendiendo que haría bien en guardar silencio hasta poder valorar correctamente el significado del encuentro.
»¿Es que no lo entiendes? —añadió Vierna—. La magnánima Lloth aceptaría con agrado el servicio de tu espalda, y el sacrificio no me serviría de nada. Por lo tanto viviría como una descastada, como tu, un renegado sin casa.
—¿No te preocupa decírmelo? —replicó Drizzt, sin darse cuenta de que ella lo conocía mucho mejor de lo que pensaba.
—No te arrepentirás, estúpido y muy honorable Drizzt Do’Urden —aseguró Vierna—. No pronunciarás una mentira, no proclamarás tu fidelidad a la reina araña, ni siquiera para salvar tu vida. ¡Qué inútiles son los ideales que tienes en tanta estima!
Vierna lo abofeteó una vez más, por pura maldad, y se volvió. La ardiente silueta se hizo borrosa por el movimiento de la túnica, y al joven le pareció una imagen muy adecuada; la verdadera figura de su hermana disimulada por las prendas de la perversa reina araña.
El extraño drow que conversaba con Entreri se acercó entonces a Drizzt, con un estrepitoso taconeo de sus altas botas. Miró al prisionero con una mirada casi compasiva, y después encogió los hombros.
—Una pena —comentó mientras sacaba a Centella de los pliegues de la brillante capa—. Una pena —repitió, y se alejó. Esta vez las botas no hicieron ningún ruido.
Los guardias sorprendidos se pusieron en posición de firmes cuando su rey entró inesperadamente en la caverna, acompañado por su hija, Wulfgar, Cobble y un enano con una extraña armadura que no conocían.
—¿Sabéis algo del drow? —preguntó Bruenor a los soldados mientras se encaminaba a la puerta de piedra cerrada por una pesada tranca. El silencio de los guardias reveló a Bruenor todo lo que necesitaba saber—. Ve a buscar al general Dagnabit —ordenó a uno de los soldados—. ¡Dile que reúna una compañía y baje a los nuevos túneles!
—El guardia hizo sonar los tacones y partió de inmediato. Los cuatro compañeros de Bruenor se unieron a él cuando la tranca cayó al suelo. Wulfgar y Cobble llevaban las antorchas encendidas.
—Tres, después dos, es la señal del drow —le explicó un guardia al rey.
—Tres, después dos —repitió Bruenor, y desapareció en las tinieblas. Los demás, especialmente Pwent, que todavía consideraba poco prudente la presencia del rey de Mithril Hall en un lugar tan peligroso, se vieron obligados a seguirlo a la carrera para no quedar retrasados.
Cobble e incluso el veterano Pwent espiaron por encima del hombro y pusieron mala cara cuando la puerta se cerró, mientras que los otros tres, sólo preocupados por la suerte del amigo ausente, ni siquiera escucharon el ruido.