Las facetas de una gema maravillosa
Regis y Drizzt se refugiaron en una pequeña caverna lateral, que tenía el techo relativamente despejado de las estalactitas tan comunes en esta zona de cuevas, y una entrada estrecha fácil de defender.
—¿Apago la antorcha? —preguntó el halfling. Se encontraba detrás de Drizzt mientras el drow permanecía en cuclillas junto a la entrada, atento a cualquier ruido en el túnel principal.
Drizzt pensó durante un buen rato; después sacudió la cabeza, convencido de que no tenía importancia. No tenían ninguna posibilidad de salir de los túneles sin nuevos combates. Mientras escapaban de la batalla, Drizzt había descubierto que otros enemigos los seguían por los pasadizos laterales. Conocía las técnicas de caza de los elfos oscuros suficientemente bien como para comprender que no habría huecos por donde salir de la trampa.
—Creo que, a diferencia del resto de mi gente, combato mejor con luz —respondió Drizzt.
—Al menos no fue Entreri —comentó Regis un poco a la ligera, y Drizzt consideró muy extraña la referencia al asesino. «¡Ojalá hubiese sido Entreri!», pensó el elfo. ¡Al menos ahora no se hallarían rodeados por una horda de guerreros drows!
—Fue una suerte que enviaras a Guenhwyvar a su plano astral —dijo Drizzt.
—¿Piensas que la pantera hubiese podido morir? —preguntó Regis.
Drizzt no sabía la respuesta, aunque no creía que Guenhwyvar hubiera corrido un peligro mortal. Había visto a la pantera arrastrada al interior de la roca por un elemental terráqueo y sumergida en un lago de ácido puro. En ambas ocasiones el animal había vuelto a su lado y las heridas no habían tardado mucho en cicatrizar.
—Si el drow y la draraña hubiesen conseguido sus propósitos —repuso Drizzt—, es probable que Guenhwyvar hubiese necesitado más tiempo en el plano astral para reponerse de las heridas. Sin embargo, no creo que la pantera pueda morir fuera de su plano nativo, siempre que la estatuilla no se rompa. —Drizzt miró a Regis con una sincera expresión de agradecimiento en el rostro—. De todos modos, has obrado acertadamente al hacer que regresara a su hogar, porque la pantera sufría a manos de nuestros enemigos.
—Me alegra haber salvado a Guenhwyvar —manifestó Regis mientras Drizzt volvía a espiar por el agujero de la entrada—. Habría sido una tontería perder un objeto mágico tan valioso.
Nada de lo que Regis había dicho desde su regreso de Calimport, ningún comentario suyo había estado nunca tan fuera de lugar. No, incluso llegaba más lejos, decidió Drizzt, en cuclillas delante de la entrada, asombrado por el desabrido comentario del halfling. Guenhwyvar y Regis habían sido más que compañeros: eran amigos desde hacía muchos años. Regis jamás se habría referido a Guenhwyvar como un objeto mágico.
De pronto, todo comenzó a cobrar sentido para el elfo: las referencias a Artemis Entreri que acababa de hacer, las pronunciadas al descubrir a los enanos muertos, y también cuando hablaron de lo ocurrido en Calimport después de la marcha de Drizzt. Ahora el drow comprendía el ansia de Regis por evaluar sus respuestas a las menciones del asesino.
Y comprendió asimismo la maldad de su combate con Wulfgar: ¿no había mencionado el bárbaro que Regis le había informado del encuentro de Cattibrie con el elfo fuera de Mithril Hall?
—¿Qué más le dijiste a Wulfgar? —le preguntó Drizzt, sin volverse, sin siquiera pestañear—. ¿De qué más lo convenciste con ese rubí que cuelga de tu cuello?
La pequeña maza rodó por el suelo junto a Drizzt para detenerse unos pasos más allá. Entonces le siguió otro objeto, la máscara que el propio Drizzt había utilizado en su viaje a los imperios del sur, la máscara que le había permitido convertirse en un elfo de la superficie.
Wulfgar observó al enano estrafalario con curiosidad, sin saber muy bien cómo debía tratarlo. Bruenor se lo acababa de presentar, y al joven le había parecido que su futuro suegro no tenía mucho aprecio por el enano barbudo y maloliente. El rey había vuelto casi a la carrera a ocupar su asiento entre Cobble y Cattibrie, y dejado a Wulfgar de pie como un tonto junto a la puerta.
En cambio, Thibbledorf Pwent parecía estar a sus anchas.
—¿Así que eres un guerrero? —inquirió Wulfgar cortésmente, en busca de un interés común.
—¿Guerrero? —gritó el enano mal entrazado, después de soltar una carcajada de burla al escuchar la pregunta—. ¿Te refieres a alguien que lucha con honor? —Wulfgar encogió los hombros, desconcertado—. ¿Tú eres un guerrero, chico? —preguntó Pwent.
—Soy Wulfgar, hijo de Beornegar… —comenzó a decir el bárbaro con voz lúgubre abombando en el pecho.
—Ya me lo imaginaba —les gritó Pwent a los demás a través de la sala—. Y, desde luego, si estuvieses peleando con algún otro y a él se le cayera el arma, te apartarías y dejarías que la recogiera, consciente de que ganarías de todas maneras —razonó el enano.
Wulfgar volvió a encoger los hombros como única respuesta.
—Pwent acabará por ofender al muchacho —susurró Cobble al oído de Bruenor.
—Entonces oro contra plata a favor del muchacho —replicó Bruenor—. Pwent es un guerrero salvaje, pero no tiene la fuerza suficiente para enfrentarse con él.
—No acepto la apuesta —dijo Cobble—. Pero, si Wulfgar levanta una mano contra Pwent, no saldrá muy bien parado.
—Muy bien —intervino Catti-brie, y los dos enanos se volvieron para mirar incrédulos a la muchacha—. Wulfgar necesita que lo zurren un poco —explicó la joven con una dureza poco habitual.
—¡Pues ya lo ves! —rugió Pwent en las barbas de Wulfgar, mientras guiaba al bárbaro a través de la sala sin dejar de hablar—. Si yo estuviese peleando con alguien, pongamos por caso contigo, y dejaras caer el arma, dejaría que te agacharas para recogerla. —Wulfgar asintió, pero apartó la cabeza cuando Pwent chasqueó los dedos mugrientos debajo mismo de la nariz del joven—. Y entonces te clavaría la pica en tu cabeza de aserrín. ¡No soy un guerrero estúpido, pedazo de idiota! ¡Soy un pendenciero, «el» pendenciero, y no olvides nunca que Pwent siempre lucha para ganar! —Volvió a chasquear los dedos en dirección a Wulfgar, y después pasó como una furia junto al asombrado bárbaro para ir a plantarse delante de Bruenor—. ¡Tienes algunos amigos muy excéntricos, aunque no me sorprende! —proclamó Pwent. Miró a Catti-brie con una sonrisa pícara—. Tu hija sería bonita si consiguiera tener un poco de pelo en la barbilla.
—Tómalo como un cumplido —le susurró Cobble a Catti-brie, que se limitó a sonreír divertida.
—Los Battlehammer siempre han tenido una cierta debilidad por aquellos que no son de la raza enana —añadió Pwent, dirigiendo sus comentarios a Wulfgar, que avanzaba hacia él—. Y así y todo dejamos que sean nuestros reyes. Nunca lo he podido entender. —Los nudillos de Bruenor palidecieron debido a la fuerza con que apretó los brazos de la silla, en un intento por controlarse. Catti-brie apoyó una mano sobre la de su padre, y, cuando él miró y vio la mirada tolerante, se calmó—. Y, ya que hablamos de esto —prosiguió Pwent—, corre el rumor de que tienes a un elfo oscuro como amigo.
La primera reacción de Bruenor fue de ira; el enano siempre se ponía a la defensiva cuando tocaban el tema de su amigo injustamente criticado.
No obstante, Cattibrie se le adelantó, y sus palabras, dirigidas más a su padre que a Pwent, fueron para Bruenor un recordatorio de que Drizzt ya no era tan susceptible y podía cuidar de sí mismo.
—No tardarás en conocer al drow —le dijo al camorrista—. Si alguna vez hubo un guerrero que se ajusta a tu descripción, es él. —Pwent soltó una carcajada de desprecio, que se interrumpió bruscamente cuando Catti-brie, añadió—: Si lo provocas y dejas caer tu casco puntiagudo, él lo recogerá por ti y te lo pondrá en la cabeza —explicó la joven—. Claro que después te lo volverá a quitar, te lo meterá en el trasero, y te pateará en los fondillos para que captes cómo es el asunto.
El camorrista frunció los labios. Por primera vez en muchos días, Wulfgar pareció aprobar las palabras de Cattibrie de todo corazón, y su gesto de asentimiento, imitado por Bruenor y Cobble, era de admiración al ver que Pwent no sabía qué responder.
—¿Cuánto tiempo estará ausente Drizzt? —preguntó Wulfgar, que cambió de tema antes de que Pwent recuperara la voz.
—Los túneles son muy largos —contestó Bruenor.
—¿Volverá a tiempo para la boda? —quiso saber Wulfgar, y a Catti-brie le pareció notar una cierta ambivalencia en el tono, como si no supiese muy bien cuál era la respuesta que deseaba recibir.
—Puedes estar seguro de que estará presente —afirmó la muchacha, muy convencida—, porque no habrá boda hasta que Drizzt regrese. —Catti-brie miró a Bruenor antes de que pudiera manifestar cualquier protesta—. ¡Y no me importa si todos los reyes y reinas del norte tienen que esperar un mes!
Wulfgar pareció a punto a estallar, pero tuvo la sensatez suficiente de descargar su enfado en otra persona que no fuese la colérica Cattibrie.
—¡Tendría que haber ido con él! —le reprochó a Bruenor—. ¿Por qué hiciste que Regis lo acompañara? ¿En que lo puede ayudar el halfling si se encuentran con enemigos?
La ferocidad en el tono del muchacho sorprendió a Bruenor.
—¡Tiene razón! —exclamó Catti-brie al oído de su padre. Le molestaba coincidir con la opinión de su prometido, pero, como él, no quería desaprovechar la ocasión de ventilar su enojo.
—Sólo se trataba de ir a buscar a unos enanos perdidos —dijo Bruenor, mirando alternativamente a los dos jóvenes.
—Incluso si es verdad, ¿qué puede hacer Regis por el elfo, excepto demorarlo? —preguntó Catti-brie.
—¡Él dijo que ya se las apañaría para ayudarlo! —protestó Bruenor.
—¿Quién lo dijo? —quiso saber Catti-brie.
—¡Panza Redonda! —le gritó el padre.
—¡Pero si él no quería ir! —señaló Wulfgar.
—¡Sí que quería! —rugió Bruenor, que abandonó la silla de un salto y dio un empellón a Wulfgar con tanta fuerza que el gigante retrocedió un par de pasos—. ¡Fue Panza Redonda en persona quien me pidió ir con él!
—Regis se encontraba aquí contigo cuando llegó la noticia de la desaparición de los enanos —recordó Catti-brie—. Tú no dijiste nada sobre que Regis se había ofrecido a acompañarlo.
—Me lo dijo antes —contestó Bruenor—. Me lo dijo… —El enano se interrumpió, al comprender la poca lógica de sus palabras. En un rincón de su memoria, recordaba a Regis explicando que acompañaría a Drizzt a buscar a los enanos perdidos, pero ¿cómo podía ser posible si Bruenor había tomado la decisión después de la llegada del mensajero con la noticia?
—¿Has vuelto a probar el agua bendita? —le preguntó Cobble discretamente aunque con firmeza.
Bruenor levantó una mano para pedir silencio a todos los presentes mientras trataba de poner en orden los recuerdos. Recordaba con toda claridad las palabras de Regis y sabía que no eran imaginaciones suyas, si bien no había ninguna escena asociada a este recuerdo que le permitiera resolver la aparente discrepancia en el tiempo.
Entonces una imagen apareció en su mente, unas facetas brillantes que giraban en un torbellino que lo arrastraba hacia las profundidades del maravilloso rubí.
—¡Panza Redonda me dijo que los enanos habían desaparecido! —dijo Bruenor con voz lenta y clara, los ojos cerrados en el esfuerzo por recordar—. Me dijo que debía enviarlo con Drizzt a buscarlos, que entre los dos se bastaban para traer de regreso a los enanos.
—Es imposible que Regis lo supiera —manifestó Cobble, sin disimular las dudas ante las palabras de Bruenor.
—Y, aunque lo hubiera sabido, el pequeño no habría querido ir a buscarlos —añadió Wulfgar, que compartía las dudas del clérigo—. ¿No habrá sido un sueño?
—¡No lo he soñado! —gruñó Bruenor—. Me lo dijo… con aquel rubí que lleva. —Bruenor frunció el gesto, mientras apelaba a la resistencia innata de los enanos ante la magia para disipar la barrera mental.
—Regis no… —comenzó a decir Wulfgar, pero esta vez fue Catti-brie, que aceptaba la verdad de las palabras del padre, la que lo interrumpió.
—A menos que no fuera Regis —dijo, y sus propias palabras la dejaron boquiabierta con sus terribles implicaciones. Los tres habían vivido muchas aventuras junto al elfo, y sabían muy bien que Drizzt tenía muchos enemigos malvados y poderosos, incluido uno con la astucia y la voluntad suficiente para preparar un engaño tan sutil.
Wulfgar mostró una expresión de desconcierto. En cambio Bruenor reaccionó en el acto. Abandonó el trono y pasó como un rayo entre Wulfgar y Pwent en dirección a la puerta. Cattibrie lo siguió, y lo mismo hizo el bárbaro al cabo de un segundo.
—¡Por la cabeza de un goblin! ¿De qué hablaban esos tres? —le preguntó Pwent a Cobble al ver que el clérigo también se marchaba.
—De una pelea —contestó Cobble, consciente de que esta era la mejor manera de evitar más explicaciones.
Thibbledorf Pwent puso una rodilla en tierra y descargó un puñetazo contra el suelo.
—¡Vivaaaaa! —gritó entusiasmado—. ¡No hay nada mejor que servir a los Battlehammer!
—¿Estás de acuerdo con ellos, o esto es una pura coincidencia? —preguntó Drizzt con voz desabrida, sin volverse para no darle a Artemis Entreri la satisfacción de ver su atormentado rostro.
—No creo en las coincidencias —respondió el malvado.
Por fin, Drizzt se volvió y se encontró frente a su temido rival, el asesino humano Artemis Entreri, que sostenía una espada magnífica en una mano, y una daga con el pomo enjoyado en la otra. La antorcha ardía junto a sus pies. La transformación mágica de halfling a humano era completa, incluida la ropa, y esto desconcertó a Drizzt. Cuando él había utilizado la máscara, sólo había alterado el color de su piel y el pelo, y ahora el asombro se reflejaba en su rostro.
—Tendrías que aprender más a fondo el valor de los objetos mágicos antes de desprenderte de ellos con tanta despreocupación —le dijo el asesino al comprender la causa del asombro.
Había algo de verdad en las palabras de Entreri, pero Drizzt nunca había lamentado haber dejado la máscara mágica en Calimport. Gracias al disfraz, el elfo oscuro había podido moverse libremente, sin persecuciones, entre las otras razas. Pero, con ella puesta, su vida había sido una mentira.
—Tuviste la oportunidad de matarme durante el combate con los goblins, o en otro centenar de ocasiones desde tu regreso a Mithril Hall —afirmó Drizzt—. ¿Por qué complicar tanto las cosas?
—Para hacer más dulce la victoria.
—Quieres que empuñe las armas para continuar la pelea que iniciamos en las cloacas de Calimport.
—Nuestro duelo comenzó mucho antes, Drizzt Do’Urden —lo regañó el asesino. Con una actitud despreocupada acercó la espada al rostro del elfo, que no parpadeó ni echó mano a las cimitarras cuando la hoja le rozó la mejilla—. Tú y yo —añadió Entreri, mientras comenzaba a moverse alrededor de Drizzt— hemos sido enemigos mortales desde el día en que nos conocimos, porque cada uno es un insulto al código de combate del otro. Yo me burlo de tus principios, y tú insultas mi disciplina.
—Disciplina y falta de contenido no significan lo mismo —respondió Drizzt—. No eres otra cosa que un cascarón que sabe utilizar las armas. No vale nada.
—Bien —ronroneó Entreri, tocando la cadera de Drizzt con la espada—. Puedo notar tu cólera, drow, aunque haces lo imposible por ocultarla. Desenvaina tus armas y da rienda suelta a la ira. Enséñame con el acero aquello que tus palabras no pueden hacer.
—Sigues sin entenderlo —contestó Drizzt muy tranquilo, con la cabeza inclinada a un costado y una amplia sonrisa de satisfacción en el rostro—. No quiero presumir de ser capaz de enseñarte nada. Sería malgastar el tiempo preocuparme de Artemis Entreri.
Los ojos de Entreri se encendieron furiosos y dio un salto adelante, la espada en alto como si estuviese dispuesto a matar al elfo sin más dilación. Drizzt lo miró impávido.
—Desenvaina las armas y continuemos la búsqueda de nuestro destino —gruñó Entreri, que dio un paso atrás y niveló la espada a la altura de los ojos del drow.
—Lo mejor que puedes hacer es emplear la espada contigo mismo. Es el único fin que te mereces —dijo Drizzt.
—¡Tengo tu pantera! —exclamó Entreri—. Si no luchas, Guenhwyvar será mía.
—Te olvidas que muy pronto estaremos cautivos o muertos —replicó Drizzt—. No subestimes la capacidad de mi gente.
—Entonces pelea por el halfling —gruñó Entreri. La expresión de Drizzt reveló que el asesino había tocado un punto sensible—. ¿Te has olvidado de Regis? —se burló Entreri—. No lo he matado, pero morirá donde está, y soy el único que sabe el lugar. Te lo diré sólo si ganas. Lucha, Drizzt Do’Urden, aunque no sea más que para salvar la vida de aquel miserable halfling.
La espada de Entreri se acercó lentamente al rostro de Drizzt, pero esta vez fue apartado violentamente de la trayectoria por el golpe de la cimitarra que de pronto había aparecido en la mano de Drizzt.
El asesino repitió la estocada, seguida por un golpe de la daga que casi encontró un hueco en la defensa de Drizzt.
—Creía que habías perdido el uso de un brazo y de un ojo —dijo el drow.
—Te mentí —contestó Entreri, que retrocedió un paso y abrió los brazos—. ¿Debo ser castigado?
Drizzt dejó que las cimitarras le dieran su respuesta. Atacó rápida y violentamente, izquierda y derecha, izquierda y derecha, y después otra vez derecha mientras levantaba la cimitarra izquierda por encima de la cabeza y la lanzaba en una fulminante trayectoria descendente.
La espada y la daga del asesino detuvieron cada ataque.
El duelo se convirtió en una danza de movimientos demasiado sincronizados, en una armonía demasiado perfecta como para dar ventaja a cualquiera de los dos. Drizzt, consciente de que el tiempo jugaba en su contra, y también en perjuicio de Regis, maniobró para acercarse a la antorcha, y la apagó a pisotones.
El drow creía que la visión infrarroja le daría ventaja en el combate a oscuras, pero, al mirar a Entreri, vio que los ojos del asesino también mostraban el color rojo.
—¿Creías que la visión infrarroja sólo era un truco de la máscara? —preguntó Entreri—. No es así. Es un regalo que me hizo un elfo oscuro, un mercenario que se me parece bastante. —Sus palabras acabaron con el comienzo de otro ataque. La estocada alta forzó a Drizzt a retorcerse y hacerse a un lado. El elfo sonrió satisfecho cuando Centella apartó de un golpe la daga de Entreri. Un sutil giro de muñeca permitió a Drizzt recuperar la ofensiva. Centella eludió la daga y atacó el indefenso pecho del asesino. Entreri ya había comenzado a girar hacia atrás y la hoja ni lo rozó.
En el débil resplandor de Centella, el color de la piel de los rivales se había vuelto de un gris común, y ambos parecían idénticos, nacidos de un mismo molde. A Entreri le gustaba esta percepción, cosa que no ocurría con Drizzt. Para el drow renegado, Artemis Entreri era como un reflejo de su alma en un espejo oscuro, la imagen de lo que podría haber llegado a ser si hubiese permanecido en Menzoberranzan con su malvada gente.
La furia de Drizzt lo empujó a otra serie de estocadas velocísimas y mandobles a los flancos, en trayectorias casi superpuestas, para golpear a Entreri desde ángulos diferentes en cada ataque.
La espada y la daga de Entreri detuvieron y replicaron cada uno de los golpes de Drizzt.
Drizzt habría podido luchar eternamente contra Entreri, no se habría cansado nunca teniéndolo como rival. Pero entonces sintió una picadura en una pantorrilla y la sensación primero ardiente y después entumecedora que se extendía por la pierna.
En un par de segundos, notó la pérdida de reflejos. Quería gritar la verdad, robarle el momento de gloria a Entreri porque sin duda el asesino, que tanto deseaba batir a Drizzt en un duelo horroroso, no daría ningún mérito a una victoria conseguida gracias al dardo emponzoñado de sus aliados ocultos.
La punta de Centella tocó el suelo, y Drizzt comprendió que estaba indefenso.
Entreri fue el primero en caer dormido. Drizzt vio las sombras oscuras que entraban en la cueva y se preguntó si tendría tiempo para hendir el cráneo de su enemigo antes de perder el sentido.
Oyó el tintineo metálico de una de las cimitarras al chocar contra el suelo, y después la otra, aunque no recordaba haberlas soltado. Entonces él también se desplomó, los ojos cerrados, intentando calcular hasta el último momento la extensión del desastre, las consecuencias para sus amigos y él mismo.
Las últimas palabras que escuchó contribuyeron a aumentar su desazón. Era una voz que utilizaba el lenguaje drow, una voz surgida repentinamente de su pasado.
—Duerme, mi querido hermano.