Un camino directo y llano
—¡No aceptaré al grupo de Nesme! —le espetó Bruenor al emisario bárbaro de Settlestone.
—Pero, rey enano… —tartamudeó impotente el gigantón pelirrojo.
—¡No! —El tono severo de Bruenor lo obligó a callar.
—Los arqueros de Nesme fueron de gran ayuda en la reconquista de Mithril Hall —se apresuró a recordarle Drizzt, que acompañaba al rey en la sala de audiencias.
—¿Has olvidado el tratamiento que los perros de Nesme nos dispensaron cuando pasamos por primera vez por sus tierras? —replicó Bruenor volviéndose bruscamente para mirarlo.
Drizzt sacudió la cabeza y sonrió al recordar el episodio.
—No —contestó, pero su voz calma y su expresión revelaban que, si bien no había olvidado, aparentemente lo perdonaba.
Al mirar a su amigo de piel negra, tan tranquilo y contento, el enano se calmó.
—¿Entonces crees que debería permitirles venir a la boda?
—Ahora eres el rey —respondió Drizzt, y extendió las manos como si estas sencillas palabras fueran explicación suficiente. Pero la expresión de Bruenor demostraba claramente que no bastaban, y el drow, dispuesto a no ceder, añadió—: Las responsabilidades con tu pueblo exigen que seas diplomático. Nesme será un valioso socio comercial y un aliado leal. Además, podemos perdonar a los soldados de una ciudad siempre en peligro por su reacción ante un elfo oscuro.
—Bah, tienes el corazón demasiado blando, elfo —protestó Bruenor—, y me obligas a que yo también lo sea. —Miró al bárbaro, que indudablemente pertenecía a la misma raza de Wulfgar, y asintió—. Transmite mi bienvenida a Nesme, pero necesitaré saber cuántos piensan asistir.
El bárbaro dirigió una mirada de aprecio a Drizzt, hizo una reverencia y se marchó, aunque su partida no detuvo las quejas de Bruenor.
—Tengo que ocuparme de un millar de cosas, elfo —rezongó el enano.
—Te esfuerzas por hacer que la boda de tu hija resulte un acontecimiento extraordinario —señaló Drizzt.
—Lo intento —contestó Bruenor—. Mi Catti-brie se lo merece. He procurado darle todo lo que he podido durante todos estos años, pero… —Bruenor extendió las manos, como una invitación a mirar su cuerpo robusto, un recordatorio de que él y Catti-brie no pertenecían a la misma raza.
—Ningún humano habría podido darle más —le aseguró Drizzt, con una mano sobre el hombro de su amigo. El enano se sorbió los mocos, y Drizzt tuvo la inteligencia de reprimir la risa.
—¡Pero debo ocuparme de un millar de cosas! —rugió Bruenor, recuperado de su ataque de sentimentalismo—. La hija de un rey merece una boda de primera, aunque al parecer nadie me echa una mano para hacer las cosas bien.
Drizzt conocía el motivo de la frustración de Bruenor. El enano había esperado que Regis, un antiguo jefe de cofradía y experto en cuestiones de etiqueta, lo ayudara a organizar la gran celebración. En cuanto apareció Regis, Bruenor le aseguró a Drizzt que se habían acabado los problemas, que Panza Redonda se ocuparía de todo lo que hiciera falta.
En realidad, Regis había asumido muchas tareas, pero no había estado a la altura de lo que Bruenor esperaba o exigía del halfling. Drizzt no tenía muy claro si esto se debía a una inesperada ineptitud de Regis o a la irritante actitud de Bruenor.
En aquel momento llegó un enano a la carrera, y entregó a Bruenor veinte pergaminos diferentes con las posibles ubicaciones de los invitados en la sala del banquete. Inmediatamente después apareció otro, cargado con un centenar de menús.
Bruenor se limitó a sonreír y dirigió una mirada de desamparo a Drizzt.
—Saldrás adelante —afirmó el drow—. Y Catti-brie pensará que es la fiesta más bonita del mundo. —Drizzt quería añadir algo más, pero sus últimas palabras lo obligaron a hacer una pausa, y en su rostro apareció una expresión preocupada que Bruenor no pasó por alto.
—Te preocupa la muchacha —dijo el enano.
—Más me preocupa Wulfgar —admitió Drizzt.
—Tengo a tres albañiles trabajando para arreglar las paredes de la habitación del muchacho —comentó Bruenor, con una carcajada—. Alguien debió de enfadarlo mucho. —Drizzt sólo asintió. No le había dicho a nadie que él había sido el blanco de Wulfgar en aquella ocasión, y que el bárbaro no hubiera vacilado en matarlo para conseguir la victoria—. Sólo está nervioso.
Una vez más el drow asintió, aunque no estaba de acuerdo. Desde luego Wulfgar estaba nervioso, pero su comportamiento no tenía excusa. Aun así, Drizzt no había encontrado otra explicación, y, desde el incidente en la habitación, Wulfgar había vuelto a mostrarse amistoso con él, había vuelto a ser casi como antes.
—Se calmará después de la boda —añadió Bruenor, y a Drizzt le pareció que el enano intentaba convencerse a sí mismo más que a los demás, siempre en beneficio de Catti-brie, la humana huérfana a la que Bruenor consideraba como su propia hija. Ella era el único punto débil en el corazón de piedra de Bruenor, el punto vulnerable en la coraza del rey.
Era obvio que la actitud dominante y voluble de Wulfgar no había escapado a la atención del enano. Pero, si bien el comportamiento del gigante preocupaba a Bruenor, Drizzt no creía que el enano fuese capaz de intervenir a menos que Cattibrie se lo pidiera.
Y Drizzt sabía que Cattibrie, tan orgullosa y obstinada como su madre, no pediría ayuda ni a Bruenor ni a él.
—¿Dónde te habías metido, pequeño tramposo? —El vozarrón de Bruenor sacó a Drizzt de su ensimismamiento. Vio que Regis, visiblemente agitado, entraba en la sala.
—¡Acabo de tomar mi primera comida del día! —chilló Regis con una expresión agria en su rostro de querubín y una mano apoyada en la abultada panza.
—¡No hay tiempo para comer! —replicó Bruenor—. ¡Tenemos…!
—… un millar de cosas que hacer —acabó Regis por él, imitando el acento áspero del enano con una mano en alto como una súplica desesperada para que Bruenor no le echara los perros.
Bruenor se acercó hecho una furia al montón de pergaminos con los menús, y comenzó a arrojarlos como una lluvia sobre Regis.
—Ya que tanto te preocupa la comida, aquí tienes. Habrá un batallón de elfos y humanos en la fiesta —añadió mientras Regis se esforzaba por poner los pergaminos en orden—. ¡Escoge algo que sus delicados estómagos puedan digerir!
Regis miró a Drizzt en busca de ayuda, pero, al ver que el drow sólo se encogía de hombros, recogió los rollos y se marchó.
—Pensaba que sería más eficaz a la hora de preparar los festejos —comentó Bruenor casi a gritos para que el halfling lo oyera.
—Y no tan bueno en pelear contra los goblins —replicó Drizzt, al recordar los notables esfuerzos del halfling en la batalla.
Bruenor acarició su espesa barba roja con la mirada puesta en la puerta por la que había salido Regis.
—Ha pasado demasiado tiempo con gente como nosotros —afirmó el enano.
—Demasiado tiempo —añadió Drizzt en un susurro para que Bruenor no pudiera oírlo, porque al drow le resultaba obvio que el enano, a diferencia de él, tomaba los sorprendentes progresos de Regis como guerrero como algo bueno.
Al poco rato, cuando Drizzt pasó por delante de la capilla de Cobble, atendiendo un recado de Bruenor, descubrió que el rey no era el único trastornado por los frenéticos preparativos para la boda.
—¡Ni por todo el mithril del reino de Bruenor! —oyó que gritaba Catti-brie a todo pulmón.
—Sé razonable —imploró Cobble—. Tu padre tampoco pide mucho.
Drizzt entró en la capilla, donde vio a Cattibrie de pie sobre una peana, con los brazos en jarra y las manos apoyadas en las delgadas caderas, y a Cobble, que intentaba colocar un mandil recamado de gemas en la cintura de la joven. Catti-brie miró a Drizzt y sacudió la cabeza.
—¡Quieren que lleve un delantal de herrero el día de mi boda! —gritó—. ¡Un maldito mandil de herrero precisamente el día de mi boda!
La prudencia avisó a Drizzt que no era momento para las sonrisas. Se acercó con aire solemne a Cobble y cogió el mandil.
—Es la tradición de los Battlehammer —protestó el clérigo.
—Cualquier enana se sentiría orgullosa de llevar la prenda —afirmó Drizzt—. Sin embargo, ¿es necesario que te recuerde que Catti-brie no es una enana?
—Es un símbolo de sumisión y nada más —exclamó la muchacha—. Se espera que las mujeres enanas trabajen todo el día en la forja. Nunca he empuñado el martillo de herrero y…
Drizzt la tranquilizó con una mano extendida y una mirada de ruego.
—Es la hija de Bruenor —señaló Cobble—. Tiene la obligación de complacer a su padre.
—Desde luego —aceptó Drizzt, como un diplomático consumado—, pero recuerdo que no se casa con un enano. Catti-brie nunca ha trabajado en la forja…
—Es simbólico —lo interrumpió Cobble.
—… y Wulfgar sólo trabajó de herrero durante los años de servidumbre a Bruenor, cuando no tenía otra opción —acabó Drizzt sin perder la calma.
—Ya encontraremos una solución —prometió Cobble con un suspiro de resignación después de mirar a Catti-brie y al mandil que tenía en las manos.
Drizzt le guiñó un ojo a Cattibrie y se sorprendió al ver que sus esfuerzos no habían servido para animar a la joven.
—Me envía Bruenor —le dijo el drow a Cobble—. Ha dicho algo relacionado con probar el agua bendita para la ceremonia.
—Catar —lo corrigió Cobble, que comenzó a ir de aquí para allá—. Sí, sí —añadió, muy agitado—. Bruenor quiere dejar solucionado hoy mismo el tema del aguamiel. —Miró a Drizzt—. Pensamos que la bebida oscura podría resultar demasiado fuerte para el paladar del grupo de Luna Plateada.
Cobble corrió por la capilla, recogiendo cubos de las varias fuentes que había en las paredes. Cattibrie miró a Drizzt con una expresión incrédula mientras él pronunciaba en silencio las palabras: ¿Agua bendita?
Los sacerdotes de la mayoría de las religiones preparaban el agua bendita con aceites exóticos; Drizzt no tendría que haberse sorprendido, después de tantos años en compañía del pendenciero Bruenor, de que los clérigos enanos utilizaran lúpulo.
—Bruenor dijo que debes llevar una provisión abundante —le avisó el drow a Cobble, una advertencia casi innecesaria pues el excitado clérigo ya había cargado de frascos una carretilla pequeña.
—Hemos acabado por hoy —le dijo Cobble a Catti-brie. El enano se dirigió a la puerta a paso rápido empujando la preciosa carga—. ¡No pienses que te quedas con la última palabra en este asunto! —Catti-brie le enseñó los dientes, pero Cobble se alejaba con tanta prisa que no se dio cuenta.
Drizzt y Cattibrie se sentaron en el pedestal y permanecieron en silencio durante unos instantes.
—¿Tan mal te parece llevar el mandil? —preguntó el drow cuando por fin reunió el valor suficiente para abordar el tema.
—No es la prenda —explicó Catti-brie—, sino el significado lo que me molesta. Me casaré dentro de dos semanas y pienso que he visto mi última aventura, mi última pelea, excepto aquellas que no tendré más remedio que librar contra mi propio marido.
La sinceridad de la respuesta afectó profundamente a Drizzt y la descargó de gran parte del peso de no expresar sus temores.
—Los goblins de todos Faerun se alegrarán cuando se enteren —comentó en tono jocoso, intentando disipar el humor sombrío de la muchacha. Catti-brie mostró una pequeña sonrisa, pero la profunda tristeza no desapareció de los ojos azules—. Has peleado tan bien como cualquiera.
—¿Creías lo contrario? —replicó Catti-brie, de pronto a la defensiva, con un tono tan cortante como los filos de las cimitarras mágicas de Drizzt.
—¿Siempre estás tan enfadada? —preguntó Drizzt, y la acusación calmó a Catti-brie en el acto.
—Sólo asustada —respondió la muchacha en voz baja. Drizzt asintió porque comprendía y valoraba el dilema de su amiga.
—Debo volver con Bruenor —dijo el drow, levantándose del pedestal. No hubiera dicho nada más, pero no podía dejar sin respuesta la mirada implorante de Catti-brie. Ella volvió la cara y, con su espesa cabellera castaña sobre el rostro, miró hacia el frente; el aire de desamparo fue como un golpe para Drizzt—. No me corresponde decir cómo debes sentirte —añadió el elfo—. Mi carga como amigo tuyo es igual a la que tú soportaste en la ciudad sureña de Calimport, cuando extravié mi camino. Ahora te digo esto: el sendero que tienes delante no tardará en abrirse en muchas direcciones, pero tú eres la única que puede escogerlo. Por el bien de todos, y más que nada del tuyo, te ruego que escojas el rumbo con mucho cuidado. —Drizzt se agachó, apartó los cabellos del rostro de Catti-brie y la besó suavemente en la mejilla.
No miró atrás cuando salió de la capilla.
Ya habían vaciado la mitad de la carretilla cuando el drow entró en la sala de audiencias del rey. Bruenor, Cobble, Dagnabit, Wulfgar, Regis y otros cuantos enanos discutían a todo pulmón cuál de los cubos de «agua bendita» contenía la bebida de sabor más suave y conseguido, discusiones que inevitablemente incitaban a nuevas catas, y daban pie a más disputas.
—¡Este! —vociferó Bruenor después de vaciar un cubo, con la barba roja cubierta de espuma.
—¡Ése sólo es bueno para los goblins! —rugió Wulfgar, con una carcajada de burla que se interrumpió bruscamente cuando Bruenor le encasquetó el cubo con una fuerte palmada—. Puede ser que me equivoque —añadió el gigante, sentándose en el suelo, la voz acompañada por el eco en el cubo metálico.
—Dime tu opinión, drow —gritó Bruenor en cuanto advirtió la presencia de su amigo, extendiéndole dos cubos llenos. Drizzt levantó una mano para declinar la invitación.
—El agua de las montañas me agrada más que el aguamiel espesa —dijo Drizzt.
Bruenor le arrojó los cubos, y el drow los esquivó con un paso al costado: el líquido dorado oscuro se derramó lentamente sobre el suelo de piedra. El estruendo de las protestas de los demás enanos provocó el asombro de Drizzt, aunque no tanto como el hecho de que probablemente era la primera vez que veía que regañaban a Bruenor sin que él se animara a responder.
—Mi rey. —La llamada de una voz desde la puerta puso fin a la discusión. Un enano rechoncho, vestido con el equipo de combate, entró en la sala de audiencias con una expresión tan seria que disipó en el acto el ambiente festivo—. Siete de los nuestros no han regresado de las nuevas secciones —explicó el recién llegado.
—Se han tomado su tiempo —opinó Bruenor.
—No vinieron a cenar —añadió el soldado.
—Problemas —exclamaron Cobble y Dagnabit al unísono.
—¡Bah! —gritó Bruenor mientras movía una mano regordeta y temblorosa a la altura de los ojos—. No hay goblins en aquellos túneles. Los grupos que están allí sólo tienen que preocuparse de buscar mithril. Sin duda los desaparecidos han encontrado una veta muy rica. Eso es suficiente para que un enano se olvide de todo lo demás incluida la cena.
Cobble, Dagnabit, e incluso Regis, observó Drizzt, movieron las cabezas enérgicamente para manifestar su acuerdo. Conocedor de los muchos peligros que había en los túneles de la Antípoda Oscura (y también en los corredores más profundos de Mithril Hall) el drow no se dejó convencer tan fácilmente.
—¿En qué piensas? —le preguntó Bruenor a Drizzt al ver la preocupación reflejada en su rostro.
—Pienso que tal vez tengas razón —contestó el elfo después de una larga pausa.
—¿Tal vez? —rezongó Bruenor—. Oh, está bien. Sé que no puedo convencerte de lo contrario. Ve, entonces, si es lo que quieres. Llama a tu pantera y ve a buscar a mis enanos perdidos.
La sonrisa de Drizzt demostró su complacencia ante las instrucciones del enano.
—¡Soy Wulfgar, hijo de Beornegar! ¡Iré yo! —proclamó el bárbaro, aunque sus palabras sonaron un tanto ridículas dichas en el interior del cubo. Bruenor lo hizo callar con otra sonora palmada contra el metal.
—Eh, elfo. —Drizzt se volvió al escuchar la llamada del rey, que dedicó a los presentes una sonrisa perversa, antes de clavar la mirada en Regis—. Lleva a Panza Redonda contigo —añadió el enano—. Aquí no nos hace mucha falta.
Regis abrió los ojos como platos. Pasó los dedos, suaves y regordetes, por los rizos castaños y después tironeó inquieto del pendiente que llevaba en una de las orejas.
—¿Yo? —preguntó sumiso—. ¿Ir otra vez allá abajo?
—Ya fuiste una vez —afirmó Bruenor, más para los demás que para Regis—. Y, si la memoria no me falla, mataste a unos cuantos goblins.
—Tengo muchísimas co…
—¡En marcha, Panza Redonda! —gruñó Bruenor, que inclinó tanto el cuerpo hacia adelante que estuvo a punto de caerse—. Por primera vez desde que regresaste corriendo a nosotros, y sabemos que escapabas, haz lo que te pido sin más vueltas ni excusas.
La seriedad en el tono de Bruenor sorprendió a todos los presentes en la sala, incluido el propio Regis, porque el halfling abandonó su asiento sin rechistar y caminó obediente hasta donde lo esperaba Drizzt.
—¿Podríamos pasar antes por mi habitación? —pidió Regis al drow—. Quiero recoger la maza y la mochila.
Drizzt pasó un brazo por encima de los hombros de su compañero, que medía noventa centímetros de estatura, y le hizo dar media vuelta.
—No temas —le susurró, y para acentuar sus palabras dejó caer la estatuilla de Guenhwyvar en las manos del halfling.
Regis comprendió que estaba en buena compañía.