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Parlamento

El octavo rey de Mithril Hall, al frente de sus cuatro amigos y doscientos soldados enanos, no parecía confiar mucho en la negociación, a juzgar por su vestimenta de guerra. Bruenor llevaba su viejo casco abollado de un solo cuerno —el otro se había roto hacía muchos años— y una magnífica coraza de mithril. Las rayas verticales de metal plateado corrían a lo largo del robusto torso y brillaban con la luz de las antorchas. El escudo mostraba el estandarte de la jarra rebosante del clan Battlehammer labrado en oro puro, y su hacha favorita, marcada con las huellas de mil batallas (¡y de un millar de víctimas, la mayoría goblins!), colgaba del cinturón al alcance de la mano.

Wulfgar, cubierto con una piel de lobo cuya cabeza reposaba sobre el pecho, caminaba detrás del enano con Aegis-fang, el martillo de guerra, apoyado en la parte interior del codo. Cattibrie, con Taulmaril al hombro, marchaba a su lado, pero apenas si se hablaban, y resultaba evidente la tensión entre ellos.

Drizzt marchaba a la par del rey enano por la derecha. Regis se esforzaba en seguirlo, y Guenhwyvar, la esbelta y orgullosa pantera, los músculos ondulándose debajo de la piel con cada paso, se movía por el flanco derecho; cada vez que el pasillo de techo bajo y suelo irregular se ensanchaba, la pantera desaparecía entre las sombras. Muchos de los soldados que avanzaban detrás de los cinco amigos llevaban antorchas, y las oscilaciones del fuego creaban unas sombras monstruosas. Los compañeros se mantenían en guardia, aunque gracias a la presencia de Drizzt y Guenhwyvar, no había muchas posibilidades de que los sorprendieran. No había nadie capaz de superar a la pantera negra a la hora de actuar como explorador.

Y tampoco había nadie tan osado como para intentar un ataque por sorpresa. Toda la fuerza iba preparada para el combate, con cascos, armaduras y armas de primera calidad. Cada uno de los enanos llevaba un martillo o un hacha para la batalla a distancia y alguna otra arma terrible si era necesario pelear cuerpo a cuerpo.

En medio de la columna, cuatro enanos cargaban con una gran viga de madera. Otros llevaban grandes discos de piedra con un agujero en el centro, y el resto de la brigadilla se ocupaba de llevar sogas, palos con muescas, cadenas y planchas de metal. Bruenor, al ver la curiosidad que todo aquello había despertado entre los compañeros no enanos, les explicó que era un «juguete goblin». Observando todos aquellos objetos, Drizzt consideró que a los goblins no les causaría mucha diversión.

En un cruce donde un pasillo más grande se perdía por la derecha encontraron una pila de huesos gigantes, con dos grandes cráneos en la cúspide lo suficientemente amplios como para permitir que el halfling se metiera en el interior de cualquiera de ellos.

—Un ettin —dijo Bruenor, porque había sido él, en sus años de adolescencia, quien había matado al monstruo.

En el siguiente cruce se reunieron con el general Dagnabit y la tropa de vanguardia, otros trescientos enanos veteranos.

—El encuentro está preparado —informó Dagnabit—. Los goblins están en una caverna muy amplia a unos trescientos metros de profundidad.

—¿Te encargarás de rodearlos? —le preguntó Bruenor.

—Sí, pero lo mismo intentan los goblins —explicó el general—. Un grupo de cuatrocientos. He enviado a Cobble y a sus trescientos por un camino más largo, alrededor de la salida posterior de la caverna para cortarles la retirada.

Bruenor asintió. Lo peor que podían esperar era un equilibrio de fuerzas, y el rey enano sabía que cada uno de los suyos valía por cinco de la chusma goblin.

—Avanzaré por el centro con un centenar —dijo Bruenor—. Otro centenar irá por la derecha, con el juguete, y la izquierda es para ti. ¡No me abandones si te necesito!

La carcajada de Dagnabit reflejó la gran confianza que tenía en sí mismo, pero inmediatamente después su expresión se volvió seria.

—¿Es necesario que os encarguéis personalmente del parlamento? —interrogó al rey—. No confío en los goblins.

—Ni yo —coincidió Bruenor—. Estoy seguro de que traman algo; pero esta chusma no ha visto un enano en centenares de años, y, a menos que me equivoque, nos toman por unos tontos.

Intercambiaron un fuerte apretón de manos, y Dagnabit se alejó. El ruido de las pesadas botas de los trescientos soldados resonó como un trueno por los pasillos.

—El sigilo nunca ha sido el fuerte de los enanos —comentó el elfo en tono desabrido.

Regis contempló por un buen rato la marcha de la tropa, y después se volvió para mirar al grupo cargado con la viga, los discos de piedra y demás objetos.

—Si no tienes las agallas para… —comenzó a decir Bruenor, al confundir el interés del halfling con el miedo.

—Estoy aquí, ¿no? —lo interrumpió Regis, sin ninguna consideración, y el tono agrio que empleó hizo que los amigos lo miraran con curiosidad. Entonces, con uno de sus gestos tan particulares, el halfling se acomodó el cinturón debajo de la prominente barriga irguió los hombros, y miró en otra dirección.

Los demás soltaron la carcajada, pero Drizzt no dejó de observarlo intrigado. Regis estaba «aquí», pero el drow no sabía por qué había venido. Decir que a Regis no le gustaban las peleas era algo tan cierto como afirmar que no le agradaba saltarse ni una sola comida.

Unos minutos más tarde los cien soldados restantes escoltaron al rey hasta la caverna donde tendría lugar el encuentro. Cruzaron bajo una gran arcada que se abría a una sección elevada, a varios metros por encima del suelo del área principal, donde esperaban los goblins. Drizzt observó que esta sección no presentaba las estalagmitas que abundaban en el resto de la caverna. No obstante, las estalactitas eran muy numerosas en el techo bajo, por encima de la cabeza del drow; ¿por qué el goteo no había formado montículos en el suelo?

Drizzt y Guenhwyvar se dirigieron hacia un costado, fuera de la zona iluminada por las antorchas que el drow, con su visión excepcional, no necesitaba. En cuanto entraron en la zona de sombras formada por un grupo de estalactitas muy bajas, se perdieron de vista.

Lo mismo hizo Regis, no muy lejos de Drizzt.

—Han renunciado a la ventaja de la altura incluso antes de iniciar las conversaciones —les susurró Bruenor a Wulfgar y Catti-brie—. ¡Es evidente que los goblins no destacan por la inteligencia! El enano hizo una pausa, mientras observaba los bordes de la sección elevada, y tomó nota de que la placa de piedra había sido recortada —recortada con herramientas para hacerla encajar en esta parte de la cueva. Entornó los párpados en un gesto de sospecha al tiempo que miraba hacia el lugar donde había desaparecido Drizzt.

—Pienso que es muy conveniente ocupar un sector elevado para las conversaciones —añadió Bruenor en voz muy alta.

Drizzt captó el mensaje.

—Toda la sección es una trampa —afirmó Regis, casi pegado a la espalda del elfo.

Drizzt casi dio un bote, sorprendido por el hecho de que el halfling hubiera podido acercarse tanto, y se preguntó cuáles serían los objetos mágicos que llevaba Regis para poder moverse con tanto sigilo. Siguió la mirada del halfling hasta el borde más cercano de la plataforma, donde un pilar sobresalía del suelo: una estalagmita a la que le habían cortado la parte superior.

—Un buen golpe la haría caer —explicó el halfling.

—Quédate aquí —le pidió Drizzt, que compartió la opinión de Regis. Quizá los goblins habían preparado de antemano el campo de batalla. El drow se mostró a la vista de los enanos, le indicó por señas a Bruenor que investigaría el sector, y después se alejó en compañía de la pantera, que avanzaba a su lado a unos metros de distancia.

Todos los enanos se encontraban ya en el interior de la caverna, aunque Bruenor les indicó que formaran una hilera de un extremo a otro de la plataforma sin apartarse de la pared.

Bruenor, acompañado por Wulfgar y Catti-brie, se acercó al borde para poder mirar a los goblins. A juzgar por la cantidad de ojos brillantes como ascuas que observaban al enano, había mucho más de un centenar —quizá doscientos— en la zona más oscura de la caverna.

—Hemos venido a hablar —gritó Bruenor en la lengua gutural de los goblins—, tal como habíamos acordado.

—Habla —contestó el jefe goblin, en lengua común—. ¿Qué ofrecen los enanos a Gar-yak y sus miles?

—¿Miles? —comentó Wulfgar.

—Los goblins son incapaces de contar más allá de sus dedos —le recordó Catti-brie.

—Preparaos —susurró Bruenor—. Me huelo que estos buscan pelea.

Wulfgar dirigió a Cattibrie una mirada de superioridad, pero la fanfarronada no le sirvió de nada, porque la muchacha no le prestaba ninguna atención.

Drizzt se deslizó de sombra en sombra alrededor de los peñascos y, finalmente, por el borde de la plataforma elevada. Tal como habían pensado Regis y él, esta sección, soportada en la parte delantera por varias estalagmitas recortadas, no era una pieza sólida sino una placa encajada. La intención de los goblins resultaba evidente: hacer que los enanos cayeran al vacío cuando se hundiera la placa. En los pilares de apoyo habían clavado grandes cuñas de hierro, listas para recibir el martillazo. Sin embargo, no era un goblin el encargado de poner en marcha la trampa, sino otro monstruo de dos cabezas, un ettin. Incluso tendido era casi tan alto como el drow; calculó que erguido mediría algo más de tres metros y medio. Los brazos desnudos eran gruesos como el pecho de Drizzt, y en cada mano sostenía un grueso garrote con púas; las dos enormes cabezas se miraban la una a la otra, al parecer entretenidas en una conversación.

Drizzt no sabía si los goblins estaban dispuestos a parlamentar, y si la trampa la habían preparado en previsión de que los enanos pretendieran atacarlos; pero, con la aparición del peligroso gigante, no podía correr ningún riesgo. Aprovechó la protección del pilar más lejano para rodar por debajo del borde y desaparecer en la oscuridad, por detrás del monstruo agazapado.

Cuando vio los amarillos ojos de la pantera al otro lado del gigante, comprendió que también Guenhwyvar se encontraba en posición.

Encendieron una antorcha entre las filas goblins, y tres criaturas de piel amarilla y un metro veinte de estatura se adelantaron.

—Ya era hora —gruñó Bruenor, harto de este encuentro—. ¿Cuál de ustedes, perros, es Gar-yak?

—Gar-yak está con los otros —respondió el más alto de los tres mirando por encima del hombro al grupo principal.

—Un signo evidente de que habrá problemas —murmuró Catti-brie al tiempo que disimuladamente cogía el arco—. Si el jefe está a buen recaudo es que los goblins piensan pelear.

—Ve y dile a Gar-yak que no queremos matarlo —dijo Bruenor—. Me llamo Bruenor Battlehammer…

—¿Battlehammer? —repitió el goblin, que al parecer conocía el nombre—. ¿El rey enano?

Los labios de Bruenor no se movieron cuando susurró a los compañeros «Preparaos». Cattibrie apoyó una mano en el carcaj.

Bruenor asintió.

—¡Rey! —gritó el goblin con la mirada puesta en los suyos mientras señalaba en dirección a Bruenor. Los enanos comprendieron la señal de ataque antes que los estúpidos goblins, y los gritos que resonaron a continuación en la caverna eran los gritos de guerra del clan Battlehammer.

Drizzt tardó mucho menos que el ettin en entrar en acción. La criatura levantó los garrotes, y entonces chilló de dolor y de sorpresa cuando los trescientos kilos de la pantera cayeron sobre una de las muñecas y la punta de una cimitarra se hundió en la axila del otro brazo.

Las enormes cabezas del ettin se volvieron hacia afuera en un extraño movimiento sincronizado, una para mirar a Drizzt y la otra a Guenhwyvar.

Antes de que el ettin pudiera llegar a saber qué pasaba, la segunda cimitarra le cortó los ojos saltones. Él gigante intentó un giro para alcanzar al agresor, pero el ágil drow se coló por debajo del brazo y atacó deprisa y a fondo las vulnerables cabezas.

Al otro lado, la pantera mordía furiosa la carne mientras se afirmaba en la roca para impedirle mover el brazo.

—¡Drizzt ya lo tiene! —razonó Bruenor cuando notó el temblor del suelo. Con el fracaso de la sencilla y poco ingeniosa trampa, los goblins habían perdido definitivamente la ventaja de la altura. De todos modos, las estúpidas criaturas avanzaron en medio de un griterío ensordecedor, arrojando sus primitivas lanzas, la mayoría de las cuales no alcanzaron el objetivo.

Mucho más eficaz resultó la respuesta de los enanos. Cattibrie se encargó de encabezarla. Tensó el arco y disparó una flecha mágica de astil plateado que parecía dejar una estela luminosa en su vuelo mortal. La saeta abrió un agujero humeante cuando atravesó a un goblin, hizo lo mismo con un segundo que estaba un poco más atrás, y se clavó en el pecho de un tercero. Los tres cayeron al suelo.

Cien enanos rugieron al unísono y cargaron, esgrimiendo hachas y mazas contra la turba goblin.

Cattibrie disparó de nuevo, y después otra vez, y con sólo tres disparos su cuenta de muertos sumó ocho. Ahora fue su turno de mirar a Wulfgar con superioridad, y el bárbaro, humillado, se apresuró a desviar la mirada.

El suelo se sacudió violentamente; Bruenor escuchó los rugidos del gigante herido, sepultado bajo las rocas.

—¡Abajo! —gritó el rey por encima del estrépito de la batalla.

Los feroces soldados enanos no necesitaron más, porque los primeros goblins ya se encontraban muy cerca de la plataforma. Se lanzaron sobre el enemigo como proyectiles, y comenzaron a repartir golpes con los puños, las botas y las armas incluso antes de tocar el suelo.

Uno de los pilares de soporte se partió en dos cuando el ettin sin darse cuenta lo golpeó con el garrote en un intento por alcanzar a Drizzt. La plataforma se desplomó y atrapó a la estúpida bestia.

Drizzt, protegido por el cuerpo del gigante, no podía creer lo mal que habían preparado los goblins —y el ettin— la trampa.

—¿Cómo pensabais salir de aquí? —preguntó, aunque, desde luego, el ettin no podía comprenderle.

El elfo sacudió la cabeza, casi en un gesto de pena, y después sus cimitarras comenzaron el ataque contra el rostro y la garganta del monstruo. Unos momentos más tarde, la pantera se ocupó de la otra cabeza y sus garras abrieron unos surcos tremendos.

En cuestión de segundos, el vigilante y su compañera felina acabaron con el ettin, y salieron corriendo de debajo de la plataforma caída. Consciente de que sus talentos podían ser útiles de otra manera, Drizzt evitó unirse a la pelea general y se movió por uno de los lados de la caverna.

Pudo ver que una docena de corredores desembocaban en la caverna principal, y que los refuerzos goblins aparecían por casi todas las entradas. Pero mucho más preocupantes eran los inesperados aliados de los goblins, porque, para su gran sorpresa, Drizzt descubrió la presencia de otros cuantos gigantes ocultos entre las estalagmitas, a la espera del momento oportuno para sumarse a la batalla.

Cattibrie, todavía en la plataforma para disponer de un mejor ángulo de tiro, fue la primera en ver al drow, que, trepado a una estalagmita en el lado izquierdo de la caverna, hacía señales para que ella y Wulfgar se le unieran.

Un goblin salió de la pelea general y cargó contra la muchacha, pero Wulfgar lo interceptó y con un golpe de martillo lo hizo volar por los aires. El bárbaro se volvió tan rápido como pudo para protegerse de otro goblin que había trepado por uno de los costados y se acercaba con la lanza en ristre.

Estaba a punto de clavarla en la carne del hombre cuando una flecha le destrozó la cabeza.

—Drizzt nos necesita —le dijo Catti-brie a Wulfgar, y comenzó a descender por el lado izquierdo de la plataforma inclinada, mientras Wulfgar corría junto al borde para abatir a martillazos a los goblins que intentaban encaramarse.

Cuando la pareja pasó más allá del combate principal, Drizzt indicó a Cattibrie que mantuviera la posición y a Wulfgar que se acercara con precaución.

—Ha encontrado a unos gigantes —les explicó Regis, oculto detrás de la pareja—, al otro lado de aquellos montículos.

Drizzt saltó desde lo alto de la estalagmita, y desapareció de la vista; reapareció casi de inmediato y ejecutó una serie de volteretas defensivas, perseguido por un ettin que esgrimía dos garrotes dispuesto a aplastar al drow.

El gigante se irguió bruscamente cuando la flecha de Cattibrie se le clavó en el pecho y quemó la piel mugrienta que le cubría el cuerpo.

Una segunda flecha le hizo perder el equilibrio, y, un segundo después, el martillo de Wulfgar, lanzado por el bárbaro al resonante grito de «¡Tempus!», dio en el blanco y acabó con la vida del monstruo.

Guenhwyvar, todavía encaramada en un costado del montículo, saltó sobre el segundo ettin en cuanto apareció a la vista. Las garras de la pantera atacaron las cabezas de la bestia y la mantuvieron ocupada hasta que Drizzt se acercó lo suficiente para poder utilizar las cimitarras.

Un tercer gigante intentó sorprenderlo apareciendo por el lado opuesto, pero Cattibrie estaba atenta y lo abatió con una serie de disparos.

Wulfgar cargó, tras recoger el martillo mágico al vuelo. Drizzt ya había rematado a su enemigo cuando el bárbaro llegó a su lado, y juntos se dispusieron a hacer frente al siguiente monstruo.

—Como en los viejos tiempos —dijo el elfo oscuro. Los dos parpadearon, cegados por un instante, cuando la siguiente flecha de Catti-brie pasó entre ellos, y se clavó en el vientre del gigante—. Ese disparo lo ha hecho para poner las cosas en claro —comentó Drizzt. Sin esperar la respuesta, se tiró al suelo delante de Wulfgar y dio varias vueltas sobre sí mismo.

El bárbaro aprovechó la distracción creada por Drizzt y lanzó a Aegis-fang en el momento en que el ettin se detuvo para descargar los garrotes contra el drow. El martillo golpeó la sien de una de las cabezas. La otra permaneció viva, pero desorientada durante la fracción de segundo que demoró en tomar el control de todo el cuerpo.

Una fracción de segundo era demasiado tiempo cuando se trataba de Drizzt Do’Urden. El drow se levantó con la velocidad del rayo, esquivó fácilmente el torpe garrotazo, y descargó las cimitarras en golpes cruzados que abrieron dos líneas paralelas en la garganta del monstruo.

El ettin soltó los garrotes y llevó las manos a las heridas mortales.

Una flecha lo desplomó.

Todavía quedaban dos ettins detrás del montículo, pero ambos —las cuatro cabezas— habían visto más que suficiente. Las bestias escaparon por un túnel lateral.

Directamente en brazos de la tropa de Dagnabit.

Un ettin herido reapareció en la caverna principal, acosado por los martillos que caían como una lluvia sobre la espalda encorvada. Antes de que Drizzt, Wulfgar, o incluso Cattibrie con el arco, pudieran acercarse a la bestia, una multitud de enanos salió del túnel y se le echó encima para rematarla.

Drizzt miró a Wulfgar y encogió los hombros.

—No temas, amigo mío —afirmó el bárbaro, sonriendo—. ¡Todavía nos quedan muchos enemigos! —Con otro grito a su dios guerrero, Wulfgar dio media vuelta y corrió a unirse a la batalla principal, mientras buscaba distinguir el casco de un solo cuerno de Bruenor en medio del mar de cabezas.

El elfo no lo siguió porque prefería el combate individual. Llamó a Guenhwyvar y buscó su camino junto a la pared hasta que salió de la caverna.

Sólo después de dar unos cuantos pasos y de un gruñido de aviso de la pantera, advirtió que Regis iba tras él.

Las apreciaciones de Bruenor sobre la capacidad combativa de los enanos se confirmaron cuando la batalla se convirtió en una huida generalizada. En el combate cuerpo a cuerpo, los goblins descubrieron que las espadas primitivas y los garrotes no podían oponerse a las armas de acero del enemigo. Además, la gente de Bruenor estaba mejor entrenada, sabía mantener la formación y controlar los nervios, cosa bastante difícil en medio del caos y los gritos de los moribundos.

Los goblins escapaban por docenas, aunque no les servía de nada porque iban a caer en la trampa de Dagnabit y sus soldados.

Con tanta confusión, Cattibrie debía escoger los blancos con mucho cuidado. Por lo tanto la muchacha concentró la mayoría de los disparos en los goblins que, al desertar, corrían por el campo abierto entre la zona de combate y la fila de Dagnabit.

A pesar de su recomendación de parlamentar y de las acusaciones contra Bruenor y los demás, Cattibrie no podía negar la excitación que le producía tensar a Taulmaril.

También los ojos de Wulfgar brillaban con el ardor de la batalla. Nacido y criado entre guerreros, sólo había moderado el constante deseo de pelea cuando Bruenor y Drizzt le habían enseñado el valor de los supuestos enemigos y los muchos sufrimientos causados por la belicosidad de su tribu.

Pero en esta ocasión no había nada malo en enfrentarse a los malvados goblins, y la reincorporación de Wulfgar a la batalla después de matar a los ettins fue acompañada por una entusiasta canción a Tempus. El bárbaro no encontró ningún blanco claro para lanzar el martillo, y esperó la oportunidad, que llegó cuando un grupo numeroso renunció al combate y corrió en su dirección.

Los tres primeros no advirtieron la presencia del gigante hasta que un golpe horizontal de Aegis-fang acabó con la vida de dos de ellos. Los goblins de más atrás vacilaron sorprendidos sin detenerse y pasaron junto al bárbaro como un río alrededor de un peñasco.

La cabeza de un goblin reventó como una fruta podrida con el golpe siguiente de Aegis-fang. Wulfgar movió el martillo con una sola mano para detener el ataque de una espada, mientras que con la otra lanzaba un gancho que destrozó la mandíbula del rival y lo hizo volar por los aires.

El bárbaro sintió un pinchazo en un lado, y se encogió antes de que la hoja pudiera hundirse más. Con la mano libre buscó atrás y a un costado, cerró los dedos sobre la cabeza del atacante y levantó a la criatura, que pataleaba frenéticamente. Al ver que ésta todavía conservaba la espada, Wulfgar comprendió que era vulnerable. Su único recurso era apelar a la fuerza bruta, de modo que comenzó a sacudir al goblin adelante y atrás para impedirle que lanzara una estocada.

Wulfgar se volvió para hacer retroceder a los numerosos atacantes, y aprovechó el impulso para dar más potencia a la trayectoria del martillo. Uno de los goblins intentó apartarse y alzó un brazo, pero el martillo destrozó el brazo y le dio de lleno en la cabeza con tanta fuerza que la arrancó de cuajo convertida en una masa irreconocible.

El empecinado y estúpido goblin suspendido en el aire pinchó con la espada los enormes bíceps de Wulfgar. El bárbaro bajó a la criatura bruscamente al tiempo que le retorció la cabeza hasta conseguir partirle el cuello. Al ver por el rabillo del ojo que unos cuantos iniciaban otra carga les arrojó el cadáver como si fuese una piedra, y consiguió dispersarlos.

—¡Tempus! —rugió el bárbaro y, sujetando el martillo con las dos manos, comenzó a repartir martillazos a diestro y siniestro. Cada vez que Aegis-fang alcanzaba un blanco se escuchaba el espantoso sonido de los huesos rotos.

Wulfgar se volvió para encararse a los que estaban a su espalda. Al verse enfrentados al gigante furioso, los goblins que intentaban atacarlo a traición no perdieron ni un segundo en dar media vuelta y escapar. Wulfgar arrojó el martillo y alcanzó a matar a uno, tras lo cual se volvió otra vez hacia el primer grupo.

También sus integrantes escapaban sin importarle que el humano estuviese desarmado.

Wulfgar sujetó a uno por el codo, lo hizo girar y, apretando la mano contra su rostro, le echó la cabeza hacia atrás. Aegis-fang reapareció en su mano, y el bárbaro atacó con nuevos ímpetus.

Bruenor tuvo que apoyar una bota con fuerza para arrancar el hacha del pecho de su última víctima. La hoja salió seguida por un chorro de sangre que empapó al enano. Bruenor no se molestó, pues los goblins eran seres malvados: el resultado de sus acciones salvajes mejoraría el mundo.

Con una sonrisa, el rey enano fue de aquí para allá en medio del combate, hasta que por fin encontró otro rival. El goblin atacó primero, y el garrote se hizo astillas cuando golpeó el magnífico escudo de Bruenor. El estúpido goblin miró incrédulo el trozo de madera que sujetaba, y después miró al enano justo a tiempo para ver cómo el hacha bajaba contra su frente.

Un relámpago pasó junto a Bruenor y le arrebató el placer de la matanza. Comprendió que era cosa de Cattibrie, y vio a la víctima, a una docena de pasos más allá, clavada al suelo por la flecha plateada.

—Un arco endemoniadamente bueno —murmuró el enano. Al mirar en dirección a su hija, vio a un goblin que se encaramaba en la plataforma.

»¡Ni se te ocurra! —gritó el enano, que corrió hacia la plataforma y se lanzó de cabeza sobre la piedra. Se levantó junto a la criatura, dispuesto a golpearla con el hacha, cuando otro relámpago lo obligó a dar un paso atrás.

El goblin permaneció inmóvil, absorto en la contemplación de su pecho como si esperase ver una flecha clavada en la carne. En cambió encontró un agujero. Metió un dedo en él, en un intento ridículo por detener la hemorragia, y entonces cayó muerto.

—Eh, niña —gritó Bruenor, con las manos en jarra y una mirada de enfado—. ¡No dejas que me divierta!

Cattibrie comenzó a tensar el arco una vez más, pero se detuvo. A Bruenor le llamó la atención la actitud de la muchacha, y un segundo después la comprendió cuando un garrote se estrelló contra su nuca.

—Te lo dejo para ti —dijo Catti-brie con un encogimiento de hombros, sin preocuparse por el furioso resplandor en los oscuros ojos del enano.

Bruenor no la oyó. Levantó el escudo para parar el próximo golpe, y dio media vuelta, con el hacha por delante. El goblin hundió el estómago y se echó hacia atrás sobre la punta de los pies.

—No te has apartado lo suficiente —le dijo el enano en idioma goblin, y la verdad de la afirmación quedó demostrada cuando los intestinos de la víctima salieron por la herida. La criatura los contempló horrorizada—. No tendrías que haberme atacado por la espalda —añadió Bruenor Battlehammer, con un tono casi de disculpa, y su segundo golpe, esta vez al cuello del goblin, le arrancó la cabeza.

Con la plataforma limpia de enemigos, Bruenor y Cattibrie se volvieron para observar el desarrollo de la batalla. La muchacha preparó el arco, pero entonces comprendió que no valía la pena desperdiciar flechas. La mayoría de los goblins sólo pensaban en escapar, sin darse cuenta de que las tropas de Dagnabit les cerraban el paso hacia las salidas.

Bruenor saltó al suelo, organizó a sus soldados, y como una gran tenaza avanzaron contra la horda goblin.