Juntos
A primera hora de aquella misma tarde, Drizzt entró en Mithril Hall por la puerta este, que se abría al valle por donde fluía el río Surbrin. Cattibrie había regresado un poco antes para esperar la «sorpresa» de su llegada. Los guardias enanos recibieron al vigilante drow como si fuera uno de su raza. Drizzt no podía negar la emoción que lo embargaba ante la cálida bienvenida, aunque no era algo inesperado dado que la gente de Bruenor lo había aceptado como un amigo desde los días en el valle del Viento Helado.
Drizzt no necesitaba una escolta en los sinuosos pasillos de Mithril Hall, ni tampoco la deseaba; prefería estar a solas con las muchas emociones y recuerdos que siempre lo invadían cuando recorría esta sección del complejo superior. Atravesó el puente nuevo de la garganta de Garumn. Era una hermosa estructura de piedra que se extendía en un arco de varios centenares de metros a través del profundo abismo. En este lugar Drizzt había perdido a Bruenor para siempre, o al menos era lo que había creído, porque lo había visto caer en las profundidades insondables a lomos de un dragón llameante.
No pudo evitar una sonrisa cuando recordó todo lo sucedido; hacía falta más que un dragón para acabar con el poderoso Bruenor Battlehammer.
A medida que se acercaba al final del puente, Drizzt advirtió que las torres de guardia nuevas, comenzadas sólo diez días antes, estaban casi acabadas: una prueba de que los industriosos enanos se habían dedicado al trabajo con absoluta devoción. Así y todo, cuando el drow pasó junto a ellos, hasta el último de los trabajadores le dirigió un saludo afectuoso.
Drizzt caminó en dirección a los pasillos principales que salían de la enorme sala al sur del puente, dejándose guiar por el sonido de los martillazos. Apenas un poco más allá de la sala, pasada una pequeña antecámara, entró en un pasillo tan ancho y alto como una sala, donde los mejores escultores de Mithril Hall se afanaban en el trabajo, esculpiendo la figura de Bruenor Battlehammer en la pared de piedra, en el sitio apropiado junto a las esculturas de los antepasados reales de Bruenor, los siete predecesores en el trono.
—Buen trabajo, ¿no te parece, drow? —dijo una voz. Drizzt se volvió para mirar a un enano regordete con la barba rubia recortada, tanto que apenas le llegaba al ancho pecho.
—Me alegra verte, Cobble —saludó Drizzt. Bruenor había designado hacía poco al enano Clérigo Custodio de Mithril Hall, un cargo de gran importancia.
—¿La encuentras adecuada? —preguntó Cobble señalando la escultura de seis metros de altura del actual rey de Mithril Hall.
—En el caso de Bruenor, tendría que tener treinta metros —replicó Drizzt, y el bueno de Cobble se sacudió de risa. Los ecos de las carcajadas acompañaron a Drizzt durante un buen trecho mientras se alejaba una vez más por los sinuosos pasillos.
Muy pronto llegó al nivel superior, la ciudad situada encima de la maravillosa urbe subterránea. Cattibrie y Wulfgar vivían en este sector, tal como lo hacía Bruenor la mayor parte del tiempo, cuando se preparaba para la temporada comercial de primavera. La mayoría de los demás dos mil quinientos enanos del clan se encontraban mucho más abajo, en las minas y en la ciudad subterránea, pero los que habitaban esta parte eran los comandantes de la guardia y los soldados de élite. Incluso Drizzt, siempre bienvenido en la casa de Bruenor, no podía presentarse al rey sin ser anunciado y sin escolta.
Un enano de hombros muy grandes, expresión agria y una larga barba castaña que llevaba sujeta por el ancho cinturón recamado, guio a Drizzt por el último pasillo que daba a la sala de audiencias de Bruenor. El general Dagnabit, como se llamaba el personaje, había sido asistente personal del rey Harbromme en la Ciudadela de Adbar, la principal fortaleza de los enanos en la región norteña, pero el rudo enano había venido al frente de las fuerzas de la Ciudadela de Adbar para ayudar a Bruenor en la reconquista de su antigua tierra natal. Después de ganar la guerra, la mayoría de las tropas de Adbar se habían marchado, a diferencia de Dagnabit y dos mil soldados que se quedaron después de la limpieza de Mithril Hall, y juraron fidelidad al clan Battlehammer, con lo cual Bruenor dispuso de un ejército bien entrenado para defender las riquezas del clan.
Dagnabit se había quedado con Bruenor para servirle como consejero y comandante militar. No sentía ningún afecto por Drizzt, aunque desde luego no era tan tonto como para insultar al drow permitiendo que alguien de menor rango lo escoltara a ver al rey.
—Os dije que vendría —escuchó Drizzt decir a Bruenor a través de la puerta abierta cuando se acercaban a la sala de Audiencias—. El elfo no se perdería vuestra boda por nada en el mundo.
—Veo que me esperan —le comentó Drizzt a Dagnabit.
—La gente de Settlestone nos avisó que estaba en la región —contestó el general sin volverse a mirar al drow—. Supusimos que aparecería de un momento a otro.
Drizzt sabía que el general —un enano entre enanos, como decían los demás— tenía muy poco aprecio por él, o por cualquiera, incluidos Catti-brie y Wulfgar, que no fuese de su raza. De todos modos, el drow sonrió porque se había acostumbrado a estos prejuicios y sabía que Dagnabit era un aliado importante para Bruenor.
—Salud —les dijo Drizzt a los tres amigos cuando entró en la sala. Bruenor ocupaba el trono de piedra, con Wulfgar y Catti-brie a su lado.
—Así que al final has venido —respondió Catti-brie, fingiendo desinterés. Drizzt sonrió al pensar en el secreto compartido; al parecer, la muchacha no le había mencionado a nadie que se habían encontrado unas horas antes en el camino.
—Esto no estaba planeado —añadió Wulfgar, un gigante de músculos enormes, con la cabellera rubia rizada por debajo de los hombros y los ojos del mismo color azul que el cielo norteño—. Espero que pueda añadirse un asiento más a la mesa.
Drizzt se limitó a sonreír e hizo una profunda reverencia a modo de disculpa. En los últimos tiempos se había ausentado con frecuencia, a veces durante semanas.
—¡Bah! —exclamó Bruenor—. ¡Os dije que vendría! ¡Y esta vez se quedará!
Drizzt sacudió la cabeza, consciente de que muy pronto volvería a marcharse, a la búsqueda de… algo.
—¿Todavía buscas a ese asesino, elfo? —oyó que preguntaba Bruenor.
«No», respondió Drizzt para sí mismo en el acto. El enano se refería a Artemis Entreri, el enemigo más odiado de Drizzt, un asesino desalmado tan hábil con la espada como el vigilante drow, y obsesionado con derrotar a Drizzt. Entreri y Drizzt se habían batido en Calimport, una ciudad muy al sur, y por fortuna el elfo había ganado el primer asalto antes de que los acontecimientos los separaran. Emocionalmente, Drizzt había dado por terminada la batalla y se había librado de una obsesión similar contra Entreri.
Drizzt se había visto reflejado en el asesino, había visto en qué habría podido convertirse si se hubiera quedado en Menzoberranzan. Incapaz de tolerar la imagen, sólo había deseado acabar con ella. Cattibrie, la querida y complicada Catti-brie, le había enseñado a Drizzt la verdad referente a Entreri y a sí mismo. Si nunca más volvía a ver a Entreri, el drow sería la persona más feliz del mundo.
—No tengo ningún deseo de encontrarme de nuevo con él —contestó Drizzt. Desvió la vista hacia Catti-brie, que le hizo un guiño para indicar que comprendía y aprobaba las palabras—. Hay muchos paisajes en el ancho mundo que no pueden verse desde las sombras, querido enano. Sonidos mucho más agradables que el tintineo del acero y olores preferibles al hedor de la muerte.
—Habrá que preparar otra fiesta —gruñó el enano—. ¡Estoy seguro de que el elfo tiene los ojos puestos en otra boda!
Drizzt dejó pasar el comentario sin ofrecer respuesta.
Otro enano se introdujo en aquel momento en la sala y se acercó sigiloso hasta Dagnabit. Tras murmurar entre ellos unos instantes, ambos salieron de la estancia, pero Dagnabit volvió al cabo de unos minutos.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Bruenor, que no comprendía todo aquel bullicio.
—Otro invitado —explicó Dagnabit, pero, antes de que pudiese hacer la presentación adecuada, un halfling barrigón se coló en la sala.
—¡Regis! —gritó Catti-brie sorprendida, mientras ella y Wulfgar se apresuraban a recibir al viejo amigo. Inesperadamente, los cinco compañeros volvían a estar juntos.
—¡Panza Redonda! —chilló Bruenor—. ¿Cómo diablos…?
Drizzt se dijo que lo verdaderamente curioso era no haber visto al viajero en los caminos que conducían a Mithril Hall. Los amigos habían dejado a Regis en Calimport, a más de mil seiscientos kilómetros de distancia, al mando de una cofradía de ladrones a la que los compañeros habían casi eliminado del todo en su esfuerzo por rescatar al halfling.
—¿Creías que iba a perderme una ocasión tan especial? —protestó Regis, como si lo hubiese ofendido la duda de Bruenor—. ¿La boda de dos de mis mejores amigos?
Cattibrie lo abrazó, cosa que pareció alegrar muchísimo al halfling.
Bruenor miró con curiosidad a Drizzt y sacudió la cabeza al comprender que el drow no tenía respuestas para esta sorpresa.
—¿Cómo lo has sabido? —inquirió Bruenor.
—Subestimas tu propia fama, rey Bruenor —respondió Regis mientras se inclinaba en una elegante reverencia que hizo desbordar la barriga por encima del fino cinturón.
Drizzt observó que la reverencia había ido acompañada de un tintineo. Regis llevaba la chaqueta cubierta de piedras preciosas y más joyas de las que el drow había visto nunca juntas, incluidas el pendiente con el rubí mágico, y a buen seguro que las numerosas bolsas que le colgaban del cinturón estaban repletas de oro y gemas.
—¿Te quedarás una temporada? —preguntó Catti-brie.
—No tengo prisa —contestó Regis—. ¿Podríais dejarme una habitación —le preguntó a Bruenor— para ordenar mis cosas y descansar un poco del largo viaje?
—Nosotros nos ocuparemos —le aseguró Catti-brie mientras Drizzt y Bruenor intercambiaban otra mirada. Los dos pensaban lo mismo: el jefe de una cofradía de ladrones no podía desatender su posición muy a menudo, porque siempre había gente dispuesta a robarle el puesto.
—¿Y tus ayudantes? —lo interrogó Bruenor, con doble intención.
—Oh… —tartamudeó el halfling—. He…, he venido solo. Ya sabéis que a los sureños no les gusta la fría primavera del norte.
—Bueno, entonces acompañadlo —dijo Bruenor—. ¡Ahora me toca el turno de hacer una gran fiesta para complacer a tu estómago!
Drizzt se sentó junto al rey enano mientras los otros tres salían de la sala.
—Estoy seguro de que poca gente en Calimport ha oído hablar de mí, elfo —comentó Bruenor en cuanto los demás se hubieron marchado—. Y ¿quién sabe de la boda más allá de Longsaddle? —La expresión maliciosa del enano coincidía exactamente con los pensamientos del drow—. Apuesto a que el pequeño se ha traído gran parte de su tesoro, ¿no te parece?
—Huye de algo —replicó Drizzt.
—¡O se ha vuelto a meter en problemas —gruñó Bruenor—, o soy un gnomo barbudo!
—Cinco comidas diarias —le murmuró Bruenor a Drizzt una semana después de la llegada del drow y el halfling a Mithril Hall—. ¡Y repite todos los platos! —Drizzt, siempre sorprendido por el apetito de Regis, no supo qué responder. Juntos observaron desde el otro lado de la sala cómo el halfling engullía un bocado tras otro—. Suerte que estamos abriendo más túneles —añadió el rey enano—. Voy a necesitar una buena carga de mithril para poder pagar tanta comida.
Como si la referencia de Bruenor a las nuevas exploraciones hubiese sido una señal, el general Dagnabit entró en el comedor. Al parecer no tenía apetito, porque el rudo enano de barba castaña apartó al camarero y cruzó la sala hacia Drizzt y Bruenor.
—Ha sido un viaje corto —le comentó Bruenor al drow cuando advirtieron la presencia del militar. Dagnabit había salido aquella misma mañana al mando del último grupo de exploradores para recorrer las nuevas prospecciones en las minas más profundas, muy lejos al oeste de la ciudad subterránea.
—Problemas o tesoros —replicó Drizzt, y Bruenor sólo encogió los hombros, con la secreta esperanza de que fueran las dos cosas.
—Mi rey —saludó Dagnabit en cuanto llegó junto al monarca, sin mirar para nada al elfo oscuro. Hizo una corta reverencia, sin ofrecer en su expresión impenetrable ninguna pista acerca de cuál de las suposiciones de Drizzt era la correcta.
—¿Mithril? —preguntó Bruenor, anhelante.
—Sí —contestó Dagnabit tras una pausa, sorprendido por una pregunta tan directa—. El túnel más allá de la puerta sellada conduce a un complejo nuevo, y, por lo que hemos visto, parece muy rico en mineral. La leyenda sobre vuestro olfato para descubrir tesoros no deja de aumentar, mi rey. —Hizo otra reverencia, ésta más profunda que la anterior.
—Lo sabía —le susurró Bruenor a Drizzt—. Fui allí una vez, antes de que me saliera la barba. Maté a un ettin…
—Pero tenemos problemas —lo interrumpió Dagnabit, sin cambiar de expresión.
Bruenor esperó, y esperó un rato más, a que el fastidioso enano se explicara.
—¿Problemas? —inquirió por fin, al comprender que Dagnabit permanecía en silencio para aumentar el efecto dramático, y que el testarudo general podía continuar callado todo el resto del día si el rey no le daba pie para seguir.
—Goblins —respondió Dagnabit con un tono sombrío.
—Creía haberte escuchado hablar de problemas —gruñó Bruenor.
—Una tribu muy grande —añadió Dagnabit—. Pueden ser varios centenares.
Bruenor miró a Drizzt y por el brillo en los ojos lila del drow comprobó que la noticia preocupaba a su amigo tan poco como a él.
—Centenares de goblins, elfo —dijo Bruenor con un tono astuto—. ¿Qué te parece?
Drizzt guardó silencio y, manteniendo la sonrisa burlona, dejó que el brillo de sus ojos hablara por sí mismo. Corrían tiempos muy calmos desde la reconquista de Mithril Hall: el único tintineo metálico en los túneles de los enanos era el de los picos y palas y de las carretillas, y no había peligros ni posibles aventuras en los caminos entre Mithril Hall y Luna Plateada. La noticia tenía un interés especial para el drow. Drizzt era un vigilante, dedicado a defender las razas buenas, y odiaba a los malolientes goblins de brazos raquíticos más que a cualquiera de las otras razas malvadas en el mundo.
Bruenor guio a sus compañeros hasta la mesa de Regis, aunque todas las demás mesas del gran comedor se encontraban desocupadas.
—Se acabó la cena —exclamó el rey enano de barba roja, apartando los platos del halfling de un manotazo tan violento que la vajilla se hizo añicos contra el suelo—. Ve a buscar a Wulfgar —gruñó Bruenor ante la expresión incrédula del huésped—. Contaré hasta cincuenta. ¡Si tardas más te pondré a media ración!
Regis abandonó el comedor con la velocidad del rayo.
A una seña de Bruenor, Dagnabit sacó un trozo de carbón del bolsillo y dibujó un mapa rudimentario de la nueva región sobre la mesa. Indicó al rey dónde habían encontrado huellas de goblins y el lugar donde, según los exploradores, se ubicaba el campamento principal. Los dos enanos se mostraron particularmente interesados en los túneles artificiales construidos en la zona, con suelos lisos y paredes rectas.
—Muy adecuados para sorprender a los estúpidos goblins —le comentó Bruenor a Drizzt con un guiño.
—Tú sabías que había goblins —replicó Drizzt con un tono acusador, al comprender que a Bruenor le entusiasmaba más la noticia referente a la presencia de enemigos que las riquezas de las minas.
—Sólo era una suposición —admitió Bruenor—. Los vi una vez; pero, con la aparición del dragón, mi padre y sus soldados nunca tuvieron tiempo para acabar con ellos. En cualquier caso, aquello ocurrió hace mucho, mucho tiempo —el enano se acarició la larga barba roja para dar más énfasis al comentario— y no tenía ninguna seguridad de que todavía pudieran estar allí.
—¿Nos amenazan? —preguntó una resonante voz de barítono detrás de ellos. El bárbaro de dos metros diez de estatura se acercó a la mesa y se inclinó mucho para estudiar el plano de Dagnabit.
—Sólo son goblins —contestó Bruenor.
—¡Una llamada a la guerra! —rugió Wulfgar, descargando un golpe con Aegis-fang, el poderoso martillo de combate que Bruenor había forjado para él, sobre la palma de su mano abierta.
—¡Una llamada para divertirnos un poco! —lo corrigió Bruenor, al tiempo que intercambiaba una sonrisa y un gesto de asentimiento con el drow.
—Al parecer estáis muy ansiosos de matar —intervino Catti-brie, que apareció detrás de los hombres en compañía de Regis.
—No te quepa la menor duda —repuso Bruenor.
—Habéis encontrado a unos cuantos goblins metidos en su agujero, sin molestar a nadie, y ahora planeáis una matanza —añadió Catti-brie a la vista del sarcasmo de su padre.
—¡Mujer! —gritó Wulfgar.
La sonrisa de Drizzt se evaporó en el acto, reemplazada por una expresión de asombro al contemplar el gesto despreciativo del gigante.
—Alégrate de que lo sea —replicó la muchacha, jovial, sin vacilar y sin distraerse de la discusión más importante con Bruenor—. ¿Cómo sabes que los goblins quieren pelear? —le preguntó al rey—. ¿O es que no te importa?
—En aquellos túneles hay mithril —afirmó Bruenor, como si fuera razón suficiente para acabar con la polémica.
—Entonces, ¿no crees que el mithril le pertenece a los goblins? —inquirió Catti-brie con mucha inocencia—. ¿Que tienen sus derechos?
—No por mucho tiempo —intervino Dagnabit, pero Bruenor se había quedado sin palabras, un tanto sorprendido por las insólitas preguntas de la muchacha formuladas con un cierto tono acusador.
—La pelea es lo único que os importa, a todos vosotros —añadió Catti-brie con una mirada sabia que incluyó a todos los presentes—. Mucho más que los tesoros. ¡Iríais a pelear contra los goblins aunque en los túneles no hubiese más que piedras sin ningún valor!
—Yo no —apuntó Regis, pero nadie le prestó atención.
—Son goblins —le dijo Drizzt a la joven—. ¿No fue una tribu goblin la que mató a tus padres?
—Sí —contestó Catti-brie—. Y, si alguna vez encuentro a aquella tribu, puedes estar seguro de que los mataré a todos en castigo por el crimen. Pero ¿qué tienen que ver aquellos, que están a dos mil kilómetros, con esta tribu?
—¡Goblins son goblins! —exclamó Bruenor.
—¿Ah sí? —dijo Catti-brie cruzándose de brazos—. ¿Y los drows son drows?
—¿Qué forma de hablar es esta? —intervino Wulfgar con una mirada furiosa a su futura esposa.
—Si encuentras a un elfo oscuro recorriendo tus túneles —continuó Catti-brie, sin hacer el menor caso a Wulfgar ni siquiera cuando él se acercó para dominarla con la estatura—, ¿trazarías planes para acabar con la criatura? —Bruenor miró incómodo en dirección a Drizzt, pero el elfo volvía a sonreír, al comprender adónde los había llevado el razonamiento de la muchacha… y dónde había atrapado al empecinado rey enano—. Y si lo hubieses matado, y aquel drow hubiese sido Drizzt Do’Urden —concluyó Catti-brie—, ¿a quién tendrías a tu lado con la paciencia suficiente para sentarse y escuchar tus interminables fanfarronadas?
—Al menos te habría matado de una forma rápida —le comentó Bruenor a Drizzt, renunciando a la discusión.
—Pamplinas —afirmó Drizzt, riéndose de buena gana—. Nuestra joven y sabia amiga tiene razón; al menos debemos darles a los goblins la oportunidad de que expliquen sus intenciones. —Hizo una pausa y miró pensativo a Catti-brie, todavía con los ojos lila brillantes, porque sabía qué podía esperar de los goblins—. Antes de acabar con ellos.
—Limpiamente —añadió Bruenor.
—¡Ella no sabe lo que dice! —protestó Wulfgar, y de inmediato el ambiente de la reunión volvió a ser tenso.
Drizzt lo hizo callar con una mirada adusta, cargada con una amenaza nunca vista entre el elfo oscuro y el bárbaro. Cattibrie miró a uno y a otro con expresión dolida; después tocó el hombro de Regis y juntos salieron del comedor.
—¿Vamos a ir a hablar con una pandilla de goblins? —preguntó Dagnabit incrédulo.
—Bah, cállate —respondió Bruenor, golpeando la mesa con los puños mientras volvía la atención al mapa. Tardó unos instantes en advertir que Wulfgar y Drizzt no habían acabado el intercambio silencioso. El enano vio la confusión que subrayaba la mirada de Drizzt, pero, al mirar al bárbaro, no encontró nada similar, ninguna indicación de que este incidente sería olvidado fácilmente.
Drizzt se apoyó en la pared de piedra en el pasillo fuera de la habitación de Cattibrie. Había venido para hablar con la muchacha, a tratar de averiguar por qué se había mostrado tan preocupada, tan obstinada, en la discusión sobre la tribu goblin. Catti-brie siempre había aportado una perspectiva particular a las pruebas que habían pasado los cinco compañeros, pero a Drizzt le parecía que esta vez la impulsaba alguna otra cosa, que algo aparte de los goblins había alimentado el fuego de sus palabras.
Apoyado en la pared delante de la puerta, el elfo oscuro comenzó a comprender.
—¡Tú no irás! —gritó Wulfgar a todo pulmón—. Habrá una pelea a pesar de tus intentos por evitarla. Son goblins. ¡No hablarán con los enanos!
—Si hay una pelea, entonces querrás que esté a tu lado —replicó Catti-brie.
—Tú no irás.
Drizzt sacudió la cabeza ante el tono concluyente de Wulfgar, pensando que nunca antes lo había escuchado hablar de esta manera, aunque después cambió de opinión al recordar que en el primer encuentro con el joven bárbaro, orgulloso y tozudo, su forma de hablar había sido tan estúpida como la de ahora.
Cuando Wulfgar regresó a su habitación, el drow lo esperaba, apoyado con aire despreocupado en la pared; las muñecas descansaban sobre las empuñaduras de las cimitarras mágicas, y la capucha de la capa verde hoja estaba echada hacia atrás sobre los hombros.
—¿Bruenor reclama mi presencia? —preguntó Wulfgar, desconcertado por la inesperada aparición del drow en el cuarto.
—No he venido aquí por Bruenor —respondió Drizzt con voz serena al tiempo que cerraba la puerta.
—Bienvenido —dijo Wulfgar con una sinceridad un tanto forzada—. Te ausentas con demasiada frecuencia. Bruenor desea tu compañía…
—He venido aquí por Catti-brie —lo interrumpió Drizzt.
Los ojos azul hielo del bárbaro se convirtieron en el acto en dos puntos, y se irguió de hombros al tiempo que adelantaba el poderoso mentón.
—Sé que te encontraste con ella en el camino —replicó—, antes de tu llegada. —Una expresión perpleja apareció en el rostro de Drizzt al advertir el tono hostil de Wulfgar. ¿Qué le importaba a éste si Catti-brie se había encontrado o no con él? ¿Qué demonios le pasaba a su amigo?—. Me lo dijo Regis —explicó Wulfgar, que malinterpretó el desconcierto de Drizzt. Una mirada de superioridad apareció en los ojos del bárbaro, como si creyera que su información secreta le hubiese dado ventaja.
Drizzt sacudió la cabeza y apartó de su rostro los cabellos blancos con sus dedos, finos y largos.
—No he venido aquí por ningún encuentro en el camino —manifestó—, o por algo que Catti-brie me haya dicho. —Sin apartar las muñecas de las empuñaduras de las cimitarras, Drizzt cruzó la amplia habitación para ir a situarse al otro lado de la enorme cama del gigante—. Además, cualquier cosa que Catti-brie me haya podido decir no es asunto tuyo.
Wulfgar ni pestañeó, pero Drizzt podía ver que el bárbaro necesitaba de todo su control para no saltar sobre la cama y echarse encima de él. El drow, que se juzgaba buen conocedor de Wulfgar, no podía dar crédito a sus ojos.
—¿Cómo te atreves? —gruñó Wulfgar casi sin mover los labios—. Ella es mi…
—¿Atreverme? —replicó Drizzt—. Hablas de Catti-brie como si fuera tuya. Te he escuchado decirle, ordenarle, que se quede aquí mientras nosotros vamos en busca de los goblins.
—Te metes donde nadie te ha llamado —le advirtió Wulfgar.
—Berreas como un orco borracho —dijo Drizzt, y pensó que la comparación era bastante precisa.
Wulfgar inspiró con fuerza, dilatando el enorme pecho, para calmarse. Con un solo paso recorrió todo el largo de la cama hasta la pared, cerca de los ganchos donde colgaba el magnífico martillo de guerra.
—Una vez fuiste mi maestro —declaró Wulfgar, más sereno.
—Siempre he sido tu amigo —afirmó Drizzt.
—Me hablas de la misma manera que un padre a su hijo —manifestó Wulfgar con una mirada furiosa—. Ve con cuidado, Drizzt Do’Urden; ya no eres mi maestro.
Drizzt casi se cayó de espaldas, sobre todo cuando Wulfgar, sin dejar de mirarlo, sacó a Aegis-fang de los soportes.
—¿Ahora el maestro eres tú? —preguntó el elfo oscuro. Wulfgar asintió lentamente y entonces parpadeó sorprendido al ver que las cimitarras habían aparecido súbitamente en las manos de Drizzt. Centella, la hoja mágica que le había regalado el hechicero Malchor Harpel, resplandecía con una suave luz azulada—. ¿Recuerdas la primera vez que nos encontramos? —añadió Drizzt. Se movió alrededor de los pies de la cama, como una medida de prudencia, porque el mayor alcance del bárbaro le daba ventaja con solo el ancho de la cama como separación—. ¿Recuerdas las muchas lecciones que compartimos en la cumbre de Cairn, mientras contemplábamos la tundra y las hogueras de los campamentos de tu gente? —Wulfgar se volvió sin prisa, atento a los movimientos del drow. El bárbaro tenía los nudillos blancos por la falta de sangre mientras apretaba el mango del arma—. ¿Recuerdas a los verbeegs? —preguntó Drizzt, y el recuerdo hizo aparecer la sonrisa en su rostro—. ¿Cuando tú y yo luchamos juntos contra toda una tribu de gigantes? ¿Y el dragón Muertehelada? —prosiguió Drizzt, que levantó la otra cimitarra, la que había cogido de la guarida del dragón muerto.
—Lo recuerdo —contestó Wulfgar en voz baja y serena, y Drizzt comenzó a envainar las cimitarras, en la creencia de que el joven había vuelto a los cabales—. ¡Hablas de días muy lejanos! —rugió de pronto el bárbaro, abalanzándose con una rapidez y agilidad sorprendentes en alguien de su tamaño. Lanzó un gancho al rostro del drow, que alcanzó a Drizzt en el hombro cuando se movió para esquivarlo.
El vigilante rodó con el golpe, y se levantó en el rincón más alejado de la habitación, con las cimitarras preparadas.
—Ha llegado la hora de la siguiente lección —prometió el elfo oscuro, los ojos lila encendidos por el fuego interior que el gigante había visto tantas veces.
Impertérrito, Wulfgar avanzó, ejecutando una serie de fintas con Aegis-fang antes de descargar un mazazo capaz de hacer pedazos el cráneo del elfo.
—¿Ha pasado tanto tiempo desde que participamos juntos en una batalla? —preguntó Drizzt, en la suposición de que todo este episodio era un juego extraño, quizás un ritual de madurez para el joven bárbaro. Levantó las cimitarras cruzadas por encima de la cabeza, y detuvo el golpe con facilidad, aunque se le doblaron las rodillas con la fuerza del impacto. Wulfgar dio un paso atrás para lanzar el segundo ataque—. Únicamente piensas en la ofensiva —le reprochó el drow, abofeteando al joven en las dos mejillas con la parte plana de las cimitarras. Wulfgar retrocedió una vez más y se enjugó la fina línea de sangre en una de las mejillas con el dorso de una mano. Seguía sin parpadear—. Mis disculpas —añadió Drizzt al ver la sangre—. No tenía la intención de…
Wulfgar se lanzó nuevamente al ataque, descargando golpes a diestro y siniestro al tiempo que gritaba el nombre de Tempus, el dios de la batalla.
Drizzt esquivó el primer golpe —que arrancó un buen trozo de piedra de la pared de piedra— y, adelantándose hacia el martillo, rodeó el mango con el brazo para inmovilizarlo.
El gigante separó una de las manos del arma, sujetó a Drizzt por la pechera, y lo levantó en el aire como si fuera una pluma. Los músculos en el brazo desnudo del bárbaro se hincharon cuando lanzó éste hacia adelante para aplastar al drow contra la pared.
Atónito por la fuerza del gigante, Drizzt pensó que atravesaría la piedra hasta la habitación vecina. ¡Al menos, esperaba que hubiese una habitación vecinal! Lanzó un puntapié. Wulfgar se echó hacia atrás, convencido de que la patada iba dirigida a su rostro, pero Drizzt enganchó la pierna por encima del brazo estirado del bárbaro, a la altura del codo. Utilizando la pierna como punto de apoyo, descargó un golpe contra la muñeca de Wulfgar que lo obligó a doblar el brazo, con lo cual pudo apartarse de la pared. Mientras caía golpeó la nariz de Wulfgar con la empuñadura de la cimitarra, al tiempo que soltaba el martillo del gigante.
El rugido de Wulfgar sonó como el de un animal. Levantó el martillo para golpear, pero Drizzt ya estaba en el suelo. El drow rodó para ponerse de espaldas y, apoyando los pies contra la pared, dio un empujón para deslizarse entre las piernas del gigante. Drizzt propinó un puntapié en la entrepierna del bárbaro y entonces, cuando se colocó detrás de Wulfgar, descargó los dos pies contra las corvas.
Las piernas de Wulfgar se doblaron y una de las rodillas chocó contra la pared.
Drizzt aprovechó el impulso para rodar sobre sí mismo. Después se levantó de un salto, sujetó al tambaleante Wulfgar por el pelo y, tirando con todas sus fuerzas, tumbó al hombre como un árbol talado.
Wulfgar gimió y rodó un par de veces, en un intento por levantarse, pero las cimitarras de Drizzt se lo impidieron con dos golpes tremendos en la barbilla.
El gigante soltó una carcajada y se puso de pie poco a poco. Drizzt se apartó.
—Tú no eres el maestro —insistió Wulfgar aunque la baba sanguinolenta que chorreaba por un costado de la boca herida restaba fuerza a la afirmación.
—¿A qué se debe todo esto? —preguntó Drizzt—. ¡Dilo de una vez!
Aegisfang voló en línea recta hacia él, dando vueltas sobre sí mismo.
Drizzt se lanzó de cabeza al suelo, y consiguió escapar por los pelos del golpe mortal. Se encogió al escuchar el choque del martillo contra la pared, convencido de que había abierto un boquete en la piedra.
Con una velocidad increíble se levantó antes de que el gigante pudiera acercarse. Drizzt pasó por debajo de los brazos extendidos, dio media vuelta, y propinó un puntapié a las posaderas del joven. Wulfgar gritó furioso y se volvió, sólo para recibir otro golpe con la parte plana de la cimitarra. Esta vez la línea de sangre fue más ancha.
Empecinado como cualquier enano, Wulfgar lanzó otro gancho.
—Tu furia te vence —comentó Drizzt mientras eludía el puñetazo sin problemas.
No podía creer que Wulfgar, tan bien entrenado en el arte —¡y era un arte!— del combate hubiera perdido la compostura. Wulfgar gruñó y repitió el puñetazo, aunque de inmediato intentó desviarlo, porque esta vez Drizzt había puesto el filo de Centella en la trayectoria del golpe. El gigante no consiguió apartar el puño a tiempo y acabó con la mano cubierta de sangre.
—Sé que el martillo volverá a tu mano —añadió Drizzt, y Wulfgar pareció casi sorprendido, como si hubiese olvidado las propiedades mágicas del arma—. ¿No prefieres conservar los dedos para poder sujetarlo?
En aquel momento, Aegis-fang apareció en el puño del bárbaro.
Drizzt, atónito por el ridículo ataque y cansado de la estúpida pelea, envainó las cimitarras. Permaneció erguido a poco más de un metro del gigante, al alcance de sus puños, con las manos bien separadas del cuerpo, en una actitud indefensa.
En algún momento de la lucha, quizá cuando comprendió que no se trataba de un juego, el brillo había desaparecido de los ojos lila.
Wulfgar cerró los ojos y no se movió durante un buen rato. El drow tuvo la impresión de que su amigo libraba una batalla interior.
Por fin el gigante sonrió, abrió los ojos, y dejó que la cabeza del martillo mágico apuntara al suelo.
—Amigo mío —le dijo a Drizzt—. Mi maestro. Me alegra tu regreso. —Wulfgar extendió una mano hacia el hombro de Drizzt. De pronto cerró el puño y lanzó un golpe contra el rostro del drow.
Drizzt se volvió de costado, enganchó el brazo de Wulfgar con el suyo, y sumó su fuerza al impulso del bárbaro, para arrojarlo de cabeza al suelo. Sin embargo, Wulfgar consiguió sujetar al elfo con la otra mano, y arrastró a Drizzt en la caída. Se levantaron al mismo tiempo, codo a codo apoyados en la pared, y compartieron una carcajada sincera.
Por primera vez desde el encuentro en el comedor, Drizzt tuvo la sensación de que volvía a estar con su viejo compañero de aventuras.
El drow se marchó poco después, sin volver a mencionar el nombre de Cattibrie; al menos, no lo haría hasta que pudiese poner en claro qué había ocurrido en la habitación. Comprendía el desconcierto del bárbaro sobre la muchacha. Wulfgar provenía de una tribu dominada por los hombres, donde las mujeres sólo hablaban cuando se les decía, y cumplían las órdenes de los amos, los varones. Era como si ahora, que él y Catti-brie se iban a casar, a Wulfgar le resultara difícil olvidar las lecciones aprendidas en la juventud.
Estos pensamientos preocuparon a Drizzt. Ahora comprendía la tristeza que había visto en Cattibrie cuando se encontraron en el camino fuera de Mithril Hall.
También comprendía la locura de Wulfgar. Si el bárbaro obcecado intentaba apagar el fuego interior de Catti-brie, le arrebataría todo aquello que lo había atraído, todo lo que amaba —que el drow también amaba— en la muchacha.
Drizzt descartó esta posibilidad en el acto: había mirado los azules ojos de Cattibrie durante una década, y había visto cómo la joven podía convertir a su empecinado padre en un manso cordero.
Ni Wulfgar, ni Drizzt, ni siquiera los propios dioses podían apagar el fuego en los ojos de Cattibrie.