1

Comienza la primavera

Drizzt Do’Urden caminó lentamente por el sendero en la estribación sureña de las montañas de Columna del Mundo, bajo un cielo cada vez más claro. Muy lejos, hacia el sur, a través de la llanura hasta los Páramos Eternos, observó el resplandor de las últimas luces de una ciudad lejana, probablemente Nesme, que se apagaban con la llegada de la aurora. Cuando Drizzt pasó por otro recodo del sendero, vio más abajo el pequeño pueblo de Settlestone. Los bárbaros, la gente de Wulfgar llegados del lejano valle del Viento Helado, comenzaban con la rutina diaria de intentar reconstruir las ruinas.

El elfo contempló el ir y venir de las figuras, diminutas desde esta distancia, y recordó los tiempos no tan lejanos cuando Wulfgar y su orgulloso pueblo recorrían la tundra helada de una tierra muy al norte y al oeste, al otro lado de la gran cordillera, a mil seiscientos kilómetros de distancia.

La primavera, la estación del comercio, se acercaba deprisa, y los rudos pobladores de Settlestone, que trabajaban ahora como agentes para los enanos de Mithril Hall, no tardarían en disfrutar de más riquezas y comodidades de las que hubiesen imaginado posible en su anterior existencia día a día. Habían acudido en respuesta a la llamada de Wulfgar, para luchar valientemente codo a codo con los enanos en defensa de los antiguos recintos, y ahora recibirían los frutos de sus esfuerzos, dejando atrás la angustia de la desesperada vida nómada de la misma manera que habían dejado atrás el viento permanente del valle del Viento Helado.

—Qué lejos hemos llegado todos —comenzó Drizzt al vacío helado del aire matinal, y rio ante el doble significado de las palabras, al considerar que acababa de regresar de Luna Plateada, una magnífica ciudad muy al este, un lugar donde el acosado vigilante drow nunca se hubiera atrevido a creer que lo aceptarían. Efectivamente, cuando había acompañado a Bruenor y a los demás en la búsqueda de Mithril Hall, de esto hacía sólo dos años, Drizzt había sido rechazado ante los decorados portones de Luna Plateada.

—Has recorrido ciento sesenta kilómetros en una semana —dijo una voz en respuesta al comentario.

En un gesto instintivo, Drizzt puso las delgadas manos negras sobre las empuñaduras de las cimitarras, pero la mente controló los reflejos y se relajó en el acto, al reconocer la voz melódica con un acento enano bastante fuerte. Un momento más tarde, Cattibrie, la hija humana adoptiva de Bruenor Battlehammer, apareció de detrás de un saliente rocoso, la gran melena castaño-rojiza alborotada por el viento de la montaña y los ojos azul oscuro brillantes como gemas cubiertas de rocío con la luz de la mañana.

Drizzt no pudo ocultar la sonrisa ante la alegría vital de los pasos de la muchacha, una vitalidad que las muchas y duras batallas en las que había participado durante los últimos años no habían conseguido disminuir. Tampoco podía negar el placer que lo embargaba cada vez que veía a Cattibrie, la joven que lo conocía mejor que nadie. Catti-brie lo había comprendido y lo había aceptado por su corazón, y no por el color de la piel, desde el primer encuentro en un valle pedregoso y azotado por el viento más de una década atrás, cuando ella sólo tenía la mitad de la edad actual.

El elfo oscuro aguardó un momento, atento a la aparición de Wulfgar, el futuro marido de Cattibrie.

—Has recorrido mucho camino sin escolta —señaló Drizzt al ver que el bárbaro no aparecía. Catti-brie cruzó los brazos sobre el pecho y se apoyó sobre un pie mientras golpeaba el suelo con la punta del otro en un gesto de impaciencia.

—Y tú comienzas a hablar más como mi padre que como un amigo —replicó—. No veo ninguna escolta recorriendo los senderos junto a Drizzt Do’Urden.

—Bien dicho —admitió el vigilante drow, con un tono respetuoso y desprovisto de sarcasmo. El reproche de la joven le había recordado claramente que Catti-brie podía cuidar de sí misma. Llevaba un espada corta fabricada por los enanos y una armadura ligera debajo de la pelliza, tan fina como el traje de cota de malla que Bruenor le había regalado a Drizzt. Taulmaril, el arco mágico de Anariel, colgaba del hombro de Catti-brie. Drizzt no había visto nunca un arma tan potente. Y, además de estas armas poderosas, Catti-brie había sido criada por los aguerridos enanos, por el propio Bruenor, tan dura como el granito.

—¿Es habitual que observes la salida del sol? —preguntó la muchacha, al ver la postura del elfo de cara al este.

Drizzt buscó una piedra plana en la cual sentarse e invitó con un gesto a la joven a que le hiciera compañía.

—He contemplado el amanecer desde mis primeros días en la superficie —respondió, apartando de los hombros la gruesa capa de color verde hoja—. Aunque en aquel entonces me hacía daño en los ojos, supongo que como un recordatorio del lugar de donde procedía. Ahora, en cambio, para mi gran alivio, he descubierto que puedo tolerar el resplandor.

—Me alegra que sea así —manifestó Catti-brie. Fijó la intensidad de su mirada en los hermosos ojos del drow y lo forzó a que la mirara, que mirara la misma sonrisa de inocencia que él había visto hacía tantos años en la ventosa ladera del valle del Viento Helado. La sonrisa de su primera amiga—. Creo que tu lugar está aquí a la luz del sol —continuó la joven—, como cualquier otra persona perteneciente a las demás razas. —Drizzt volvió a mirar el amanecer y no respondió. Catti-brie guardó silencio, y permanecieron sentados sin decir palabra durante un rato, absortos en la contemplación de la salida del sol—. He venido a buscarte —dijo de pronto la muchacha. Drizzt la miró curioso, sin comprender—. Me refiero a ahora —explicó Catti-brie—. Nos avisaron que habías regresado a Settlestone, y que vendrías a Mithril Hall al cabo de unos pocos días. Desde entonces he venido aquí a diario.

—¿Querías hablar conmigo en privado? —preguntó Drizzt, para animarla a continuar. El pausado gesto de asentimiento de la muchacha mientras se volvía hacia el horizonte reveló al drow que algo no iba bien.

—No te hubiese perdonado jamás si no venías a mi boda —dijo Catti-brie, en voz baja. Drizzt la vio morderse el labio inferior y resollar en cuanto respondió, como si quisiera hacer ver que estaba a punto de pillar un resfriado.

—¿Has sido capaz de creer por un segundo que no asistiría a la boda? Ni todos los trolls de los Páramos Eternos habrían podido impedírmelo —afirmó Drizzt pasando un brazo sobre los hombros de la hermosa joven.

Catti-brie se volvió hacia él —se rindió a su mirada— y sonrió contenta, conocedora de la respuesta. Abrazó con fuerza al drow para después levantarse de un salto y obligarlo a hacer lo mismo.

Drizzt trató de igualar su alivio, o al menos simularlo. Cattibrie sabía muy bien que él no faltaría a su boda con Wulfgar, dos de sus mejores amigos. Entonces ¿por qué las lágrimas y el resuello que nada tenían que ver con un resfriado?, se preguntó el vigilante. ¿Por qué Catti-brie había tenido la necesidad de salir a su encuentro cuando sólo faltaban unas pocas horas para su llegada a Mithril Hall?

No se lo preguntó, pero lo preocupaba profundamente. Cada vez que aparecían lágrimas en los ojos de Cattibrie, Drizzt Do’Urden se preocupaba sobremanera.

Las botas negras de Jarlaxle taconeaban con fuerza en la piedra mientras él caminaba solitario por un túnel sinuoso fuera de Menzoberranzan. La mayoría de los drows, de haber tenido que salir solos de la gran ciudad y aventurarse en las profundidades de la Antípoda Oscura, habrían tomado muchas precauciones, pero el mercenario sabía qué esperar en los túneles, conocía a todas las criaturas en este sector.

La información era el fuerte de Jarlaxle. La red de espías de Bregan D’aerthe, la banda que Jarlaxle había fundado y convertido en una organización muy poderosa, era más grande que cualquiera de las poseídas por las casas drows. El mercenario sabía todo lo que pasaba, o estaba a punto de ocurrir, en la ciudad y sus alrededores y, armado con esta información, había sobrevivido durante siglos como un rufián sin casa. Jarlaxle era parte de las intrigas de Menzoberranzan desde hacía tanto tiempo que nadie en la ciudad, con la posible excepción de la primera madre matrona Baenre, conocía los orígenes del mercenario.

Vestía la capa luminosa, cuyos mágicos colores ondulaban en torno a su esbelto cuerpo, y el sombrero de ala ancha, con el penacho de plumas de un diatryma, el pájaro más grande de la Antípoda Oscura, cubría la cabeza afeitada. Una espada enganchada al cinto en una cadera y una daga de hoja larga en la otra era las únicas armas visibles, pero aquellos que conocían al astuto mercenario sabían que llevaba muchas más, ocultas entre las ropas, al alcance de la mano si surgía la necesidad.

Llevado por la curiosidad, Jarlaxle aceleró el paso. En cuanto advirtió que caminaba muy deprisa, se obligó a sí mismo a disminuir la longitud de las zancadas, recordando que no quería se demasiado puntual en esta extraña cita que había preparado la loca de Vierna.

La loca de Vierna.

Jarlaxle pensó en el encuentro durante un buen rato; incluso se paró y, apoyado en la pared del túnel, recapituló las muchas afirmaciones hechas por la gran sacerdotisa en el transcurso de las últimas semanas. Lo que había parecido en un primer momento el delirio de una noble arruinada, sin ninguna posibilidad de éxito, se convertía rápidamente en un plan practicable. Jarlaxle le había seguido la corriente más que nada por curiosidad y las ganas de divertirse, aunque en ningún momento había creído en serio que podían matar, o siquiera encontrar, a Drizzt.

Las botas del mercenario anunciaron su llegada cuando recorrió la última curva del túnel y entró en un recinto amplio de techo bajo. Vierna se encontraba allí, con Dinin, y a Jarlaxle le resultó curioso (otra nota en la calculadora mente del mercenario) que Vierna pareciera estar más a gusto que su hermano. Dinin había pasado muchos años en estos túneles al mando de las patrullas, mientras que Vierna, debido al rango de gran sacerdotisa, casi nunca había salido de la ciudad.

Si de verdad creía estar protegida con la bendición de Lloth, entonces la sacerdotisa no tenía nada que temer.

—¿Le has dado nuestro regalo al humano? —preguntó Vierna sin demora, ansiosa. Jarlaxle se dijo que todo en la vida de la mujer se había convertido en urgente.

La súbita pregunta, que no estuvo precedida por ningún saludo ni reproche alguno por la tardanza, sorprendió al mercenario; miró a Dinin, que le respondió con un encogimiento de hombros. Mientras los ojos de Vierna parecían arder, Dinin mostraba una expresión resignada.

—El humano tiene el pendiente —contestó Jarlaxle.

Vierna le mostró un disco plano, cubierto de dibujos iguales al del precioso pendiente.

—Está frío —explicó mientras pasaba la mano sobre la superficie metálica del disco—, lo que significa que nuestro espía ya se encuentra muy lejos de Menzoberranzan.

—Muy lejos con un regalo muy valioso —comentó Jarlaxle, con un ligero tono de sarcasmo.

—Era necesario, y ayudará a nuestra causa —replicó Vierna, tajante.

—Si el humano resulta ser un informante tan valioso como crees —añadió Jarlaxle sin inmutarse.

—¿Dudas de él? —Para angustia de Dinin, las palabras de Vierna resonaron en los túneles, como una clara amenaza al mercenario—. Fue Lloth quien lo guio hasta mí —continuó Vierna con un gesto feroz—. Lloth, que me mostró el camino para recuperar el honor de la familia. ¿Dudas…?

—No dudo nada en lo que concierne a nuestra deidad —se apresuró a interrumpirla Jarlaxle—. El pendiente, tu faro, ha sido entregado de acuerdo con tus instrucciones, y el humano está en camino. —El mercenario hizo una reverencia respetuosa y rozó el suelo con el ala del sombrero.

Vierna se calmó y pareció apaciguada por la actitud del mercenario. Los ojos rojos relampaguearon ansiosos, y una sonrisa malvada apareció en su rostro.

—¿Y los goblins? —preguntó, la voz ronca por la ansiedad.

—No tardarán en entrar en contacto con los codiciosos enanos —contestó Jarlaxle—, para su gran desconsuelo. Mis exploradores ocupan sus posiciones alrededor de la fuerza goblin. Si tu hermano aparece en la inevitable batalla, lo sabremos. —El mercenario ocultó la sonrisa al ver el placer de Vierna. La sacerdotisa sólo pensaba en conseguir la confirmación del paradero del hermano gracias al sacrificio de la infortunada tribu goblin, pero Jarlaxle buscaba mucho más. Los goblins y los enanos se tenían un odio mutuo tan intenso como el que había entre los drows y sus primos, los elfos de la superficie, y cualquier encuentro entre los grupos no podía acabar en otra cosa que no fuese una batalla. ¿Qué mejor oportunidad para saber exactamente cuál era el esquema defensivo de los enanos… y sus debilidades?

Mientras los deseos de Vierna tenían una meta concreta —no deseaba otra cosa que la muerte del hermano traidor— a Jarlaxle le interesaba el plan general, la manera de conseguir que la costosa operación cercana a la superficie —quizás incluso en el exterior— resultara rentable.

Vierna se frotó las manos y se volvió bruscamente para enfrentarse a su hermano. Jarlaxle casi soltó una carcajada al ver el pobre intento de Dinin por imitar la expresión de alegría de la sacerdotisa. De todos modos, Vierna estaba demasiado obsesionada y no advirtió la apática reacción de Dinin.

—¿La chusma goblin comprende las opciones? —le preguntó Vierna al mercenario, aunque contestó a su propia pregunta antes de que Jarlaxle pudiera abrir la boca—. ¡Desde luego, no tienen ninguna opción!

—¿Qué pasará si los goblins matan a Drizzt? —inquirió Jarlaxle con tono inocente, harto de tanta euforia por parte de la sacerdotisa.

El rostro de Vierna se retorció en una expresión extraña, y la mujer tartamudeó varias veces en los primeros intentos por responder.

—¡No! —exclamó por fin—. Sabemos que más de un millar de enanos habitan el complejo, quizá dos o tres veces esa cifra. La tribu goblin será aplastada.

—Pero los enanos y sus aliados sufrirán algunas bajas —razonó Jarlaxle.

—Drizzt no figurará entre ellas —aseguró Dinin inesperadamente en forma terminante—. Ningún goblin matará a Drizzt. Ni una sola arma goblin podrá acercarse a su cuerpo.

Sus compañeros no replicaron. La sonrisa de Vierna demostró que no entendía el auténtico terror detrás de las afirmaciones de Dinin, el único del grupo que había luchado contra Drizzt.

—¿Los túneles de regreso a la ciudad están despejados? —le preguntó Vierna a Jarlaxle, y, al ver que asentía, se marchó deprisa, sin perder más tiempo en charlas ociosas.

—Deseas que esto se acabe —le comentó el mercenario a Dinin en cuanto se quedaron a solas.

—No conoces a mi hermano —contestó Dinin sin alzar la voz, y su mano se cerró instintivamente sobre la empuñadura de su magnífica espada, como si la sola mención de Drizzt lo pusiera a la defensiva—. Al menos, no en combate.

—¿Miedo, khal’abbil? —La pregunta afectaba directamente el sentido del honor de Dinin, sonaba casi como una pulla. Sin embargo, el guerrero no la negó—. También tendrías que temer a tu hermana —añadió Jarlaxle, y lo dijo con sinceridad. Dinin mostró una expresión de disgusto—. La reina araña, o una de las siervas de Lloth, ha hablado con ella —prosiguió el mercenario, tanto para él como para su compañero.

A primera vista, la obsesión de Vierna parecía algo peligroso y desesperado, pero Jarlaxle había vivido en el caos de Menzoberranzan el tiempo suficiente para comprender que muchas otras figuras poderosas, incluida la matrona Baenre, habían tenido fantasías igual de descabelladas.

Casi todas las figuras importantes de Menzoberranzan —entre ellos, miembros del consejo regente— habían llegado al poder a través de actos en apariencia desesperados, habían conseguido introducirse entre las espinosas redes del caos para encontrar la gloria.

¿Podría ser Vierna la próxima en cruzar aquel peligroso terreno?