El villano Dinin avanzó con gran precaución por las oscuras avenidas de Menzoberranzan, la ciudad de los drows. El veterano guerrero —un renegado, sin familia desde hacía casi veinte años— conocía muy bien los peligros de la ciudad, y sabía cómo eludirlos.
Pasó por delante de un recinto abandonado junto a la pared occidental de la caverna de tres kilómetros de largo y no pudo evitar detenerse y echar una ojeada. Las bases de dos estalagmitas soportaban una reja destruida que rodeaba todo el lugar, y dos portones rotos, uno a nivel del suelo y el otro al fondo de un balcón a seis metros de altura, colgaban de las bisagras retorcidas y quemadas. ¿Cuántas veces había levitado Dinin hasta aquel balcón para entrar en los aposentos de los nobles de su casa, la casa Do’Urden?
La casa Do’Urden. Estaba prohibido incluso pronunciar el nombre en la ciudad drow. En una época, la familia de Dinin había sido la octava entre las sesenta o más familias nobles de Menzoberranzan. Su madre había ocupado un puesto en el consejo regente: y él, Dinin, había sido maestro en Melee-Magthere, la escuela de guerreros, en la famosa Academia drow.
Delante del recinto, a Dinin le pareció que mil años lo separaban de aquellos tiempos de gloria. La familia ya no existía, la casa no era más que ruinas, y Dinin se había visto forzado a unirse a Bregan D’aerthe, una infame banda de mercenarios, sólo para sobrevivir.
—Esto ya es pasado, —murmuró el drow. Sacudió los delgados hombros y ajustó el piwafwi, recordando lo vulnerable que era un drow sin casa. Una rápida mirada hacia el centro de la caverna, hacia el pilar llamado Narbondel, le permitió saber que era tarde. Al comienzo de cada día, el archimago de Menzoberranzan se acercaba a Narbondel y cargaba el pilar con un calor mágico que subía hasta el extremo superior, y entonces comenzaba a bajar. Para los sensibles ojos drows, dotados de visión infrarroja, el nivel de calor en el pilar actuaba como un gigantesco reloj luminoso.
Ahora Narbondel estaba casi frío: llegaba el final del día.
Dinin tenía que cruzar más de la mitad de la ciudad, hasta una cueva secreta dentro de la Grieta de la Garra, un gran precipicio que comenzaba en la pared noroccidental. Allí lo esperaba Jarlaxle, el jefe de Bregan D’aerthe, en uno de sus muchos escondrijos.
El guerrero drow cruzó por el centro de la ciudad, pasó junto a Narbondel y dejó atrás más de un centenar de estalagmitas huecas, que albergaban las casas de una docena de familias distintas, con fabulosas esculturas y gárgolas resplandecientes por las aureolas multicolores del fuego fatuo. Los soldados drows, de guardia en los muros de las casas o en los puentes que conectaban una multitud de estalactitas, se detenían y observaban atentos el paso del extraño solitario, aprestando las ballestas y las jabalinas envenenadas hasta que Dinin desaparecía de la vista.
Esto era lo habitual en Menzoberranzan: siempre alertas, siempre desconfiados.
Dinin echó una mirada a los alrededores cuando llegó al borde de la Grieta de la Garra; entonces saltó al vacío y utilizó los poderes de levitación innatos para descender lentamente hasta el fondo. A más de treinta metros de profundidad, una vez más vio las ballestas que le apuntaban, pero dejaron de hacerlo en el momento en que los centinelas mercenarios reconocieron a Dinin como uno de ellos.
«Jarlaxle te espera», le señaló uno de los guardias en el complicado código mudo de los elfos oscuros.
Dinin no se molestó en responder. No tenía por qué darles explicaciones a los soldados rasos. Avanzó con aire prepotente entre los guardias, y recorrió un túnel corto que casi enseguida se ramificaba en un laberinto de pasillos y habitaciones. Después de dar varias vueltas, el elfo oscuro llegó a una puerta iluminada, delgada y casi translúcida. Apoyó la mano sobre la superficie; el calor del cuerpo dejaba una huella que servía de llamada para quien estaba al otro lado.
—Por fin —escuchó que decía un momento más tarde la voz de Jarlaxle—. Pasa, Dinin, khal’abbil. Me has hecho esperar demasiado.
Dinin hizo una brevísima pausa para interpretar el tono y las palabras del imprevisible mercenario. Jarlaxle lo había llamado khal’abbil, «mi querido amigo», su apodo para Dinin desde el ataque que había destruido la casa Do’Urden (un ataque en el que Jarlaxle había tenido una participación preponderante), y no había sarcasmo en la voz. No parecía ocurrir nada malo en absoluto. Entonces, ¿por qué Jarlaxle lo había hecho volver de la importantísima misión de espionaje a la casa Vandree, la decimoséptima casa de Menzoberranzan? Le había llevado casi un año ganar la confianza de la guardia de la casa amenazada, una posición que ahora peligraba debido al repentino abandono de sus obligaciones.
Sólo había una manera de averiguarlo. Contuvo el aliento y cruzó la barrera opaca. Era como pasar por una pared de agua muy densa, aunque no se mojó, y, después de varios pasos a través de la frontera fluida de dos planos de existencia, se abrió paso a través de una puerta mágica de tres centímetros de espesor y entró en la pequeña habitación de Jarlaxle.
Una tenue luz roja iluminaba la habitación, y Dinin pudo utilizar otra vez el espectro de luz normal. Parpadeó mientras se realizaba el cambio, y después volvió a parpadear, como siempre, cuando miró a Jarlaxle.
El jefe mercenario se encontraba detrás de un escritorio de piedra, sentado en una exótica silla tapizada, de una sola pata con un pivote que le permitía inclinar el respaldo en un ángulo obtuso. En busca de la máxima comodidad, Jarlaxle estaba casi estirado hacia atrás, con las delgadas manos cruzadas detrás de la cabeza rapada (¡algo poco frecuente en un drow!).
Al parecer sólo con la intención de divertirse, Jarlaxle levantó un pie y apoyó la bota de caña alta negra sobre la mesa con gran estrépito; a continuación levantó la otra y, pese a que la apoyó con la misma fuerza, no se escuchó ningún ruido.
Dinin observó que hoy el mercenario llevaba el parche rojo sobre el ojo derecho.
A un costado de la mesa había un pequeño humanoide tembloroso, que no llegaba al metro de estatura, incluidos los cuernos blancos que salían de la frente inclinada.
—Uno de los kobolds de la casa Oblodra —explicó Jarlaxle despreocupado—. Por lo que parece esta criatura lamentable encontró el camino de entrada, pero ahora no sabe cómo salir.
La explicación le sonó lógica a Dinin. La Casa Oblodra, la tercera de Menzoberranzan, ocupaba un sector al final de la Grieta de la Garra y se decía que disponía de miles de kobolds para satisfacer sus placeres más perversos, o como reserva de alimentos en el caso de guerra.
—¿Quieres marcharte? —le preguntó Jarlaxle a la criatura en un lenguaje gutural y muy sencillo.
El kobold asintió ansioso, como un estúpido.
Jarlaxle señaló la puerta opaca, y la criatura corrió hacia ella. No tenía la fuerza suficiente para penetrar la barrera y rebotó, para ir a caer casi a los pies de Dinin. El ser no pudo cometer una acción más idiota que volverse y dedicar una mueca de desprecio al jefe mercenario.
La mano de Jarlaxle se movió varias veces, demasiado rápido para que Dinin pudiera contarlas. El guerrero drow tensó los músculos, pero no se movió, consciente de que la puntería de Jarlaxle era infalible.
Cuando miró al kobold, vio cinco dagas clavadas en el cadáver, formando una estrella perfecta en el escamoso pecho de la criatura.
—No podía permitir que la bestia regresara a Oblodra —comentó Jarlaxle—, después de haber descubierto que nuestro cuartel está tan cerca del suyo. —Dinin compartió la carcajada del mercenario. Comenzó a recuperar las dagas, pero Jarlaxle le recordó que no era necesario—. Volverán por su propia voluntad —dijo el bandido, que levantó el puño de una de las mangas de la camisa para mostrar la vaina mágica sujeta a la muñeca—. Siéntate —invitó a su amigo, señalándole un taburete al costado de la mesa—. Tenemos mucho que discutir.
—¿Por qué me has llamado? —inquirió Dinin sin rodeos mientras se sentaba—. Había conseguido infiltrarme en los Vandree.
—Ah, khal’abbil —contestó Jarlaxle—. Siempre al grano. Es una cualidad que siempre te he admirado.
—Uln’hyrr —afirmó Dinin, la palabra drow para «mentiroso».
Una vez más, los compañeros compartieron la carcajada, pero la de Jarlaxle no duró mucho; apartó los pies de la mesa y, recuperando la vertical, unió las manos, adornadas con joyas dignas de un rey. —Dinin se había preguntado infinidad de veces cuántos de estos anillos resplandecientes eran mágicos— en la mesa de piedra, de pronto con el rostro muy serio.
—¿El ataque contra Vandree está a punto de comenzar? —preguntó Dinin, convencido de que había resuelto el acertijo.
—Olvídate de Vandree —contestó Jarlaxle—. Sus asuntos ya no son importantes para nosotros.
Dinin apoyó la puntiaguda barbilla en la palma de la mano. «¡No es importante!», pensó. Tuvo ganas de lanzarse sobre el enigmático líder y estrangularlo. Había dedicado un año entero…
Dejó de pensar en Vandree. Miró atentamente el rostro siempre tranquilo de Jarlaxle, en busca de pistas, y entonces comprendió.
—Mi hermana —dijo, y Jarlaxle asintió antes de que las palabras salieran de su boca—. ¿Qué ha hecho?
Jarlaxle se irguió en el sillón, miró hacia una de las paredes de la pequeña habitación, y silbó con fuerza. Una lápida de piedra se movió en respuesta al sonido para dejar al descubierto una alcoba, y Vierna Do’Urden, la única hermana superviviente de Dinin, entró en la habitación. Desde la caída de la casa Do’Urden Dinin no la había visto tan magnífica y hermosa.
Dinin se quedó boquiabierto al ver las prendas de la hermana. ¡Vierna vestía su túnica! ¡La túnica de una gran sacerdotisa de Lloth, con el blasón de la araña y el arma de la casa Do’Urden! Dinin no sabía que Vierna la había conservado, y hacía más de una década que no veía el emblema de su casa.
—Te arriesgas… —comenzó a decir, pero la expresión frenética de Vierna, los ojos rojos como fuegos gemelos detrás las sombras de los pómulos negros, lo detuvieron antes de que pudiera acabar la advertencia.
—He recuperado el favor de Lloth —anunció Vierna. Dinin miró a Jarlaxle, que se limitó a encoger los hombros y a pasar el parche al ojo izquierdo—. La reina araña me ha enseñado el camino —añadió Vierna, la voz siempre melódica quebrada esta vez por el entusiasmo.
Dinin pensó que la mujer estaba a punto de volverse loca. Vierna siempre había sido tranquila y tolerante, incluso después de la súbita desaparición de la casa Do’Urden. Sin embargo, durante los últimos años, su comportamiento había sido cada vez más inestable, y había pasado muchas horas dedicadas a rezar con desesperación a su implacable diosa.
—¿Vas a decirnos cuál es el camino que te ha enseñado Lloth? —preguntó Jarlaxle, que no parecía impresionado, después de un largo silencio.
—Drizzt. —Vierna escupió la palabra, el nombre del hermano sacrílego, con tono maligno.
Dinin apartó prudentemente la mano de la barbilla y se cubrió la boca, para acallar una respuesta sarcástica. A pesar de sus evidentes rarezas, Vierna era, después de todo, una gran sacerdotisa, y no convenía provocar su furia.
—¿Drizzt? —repitió Jarlaxle con calma—. ¿Tu hermano?
—¡No es mi hermano! —gritó Vierna, corriendo hacia la mesa como si tuviese la intención de golpear a Jarlaxle. Dinin no pasó por alto el movimiento sutil del mercenario para poner en posición de disparo las dagas sujetas a la muñeca—. ¡Traidor a la casa Do’Urden! ¡Traidor a todos los drows! —De pronto una sonrisa malvada y conspiradora reemplazó la expresión airada—. Con el sacrificio de Drizzt, recuperaré el favor de Lloth, volveré a… —Vierna se interrumpió bruscamente, en un deseo obvio de mantener el resto de sus planes en secreto.
—Hablas como la matrona Malicia —se atrevió a decir Dinin—. Ella, también, intentó cazar a nuestro her… al traidor.
—¿Recuerdas a la matrona Malicia? —dijo Jarlaxle, utilizando las implicaciones del nombre para tranquilizar a la sobreexcitada Vierna. Malicia, madre de Vierna y matrona de la casa Do’Urden había muerto en castigo por su fracaso en la captura y muerte del traidor.
Vierna se calmó, pero enseguida comenzó a reír de una forma espasmódica y continuó durante un buen rato.
—¿Entiendes ahora por qué te he llamado? —le preguntó Jarlaxle a Dinin, sin hacer caso de la sacerdotisa.
—¿Quieres que la mate antes de que se convierta en un problema? —replicó Dinin con la misma despreocupación.
La risa de Vierna cesó en el acto; la mirada de los ojos enloquecidos se centró en el hermano impertinente.
—¡Wishya! —gritó, y una descarga de energía mágica arrancó a Dinin del taburete y lo lanzó contra la pared de piedra—. ¡De rodillas! —ordenó Vierna, y Dinin, en cuanto se recuperó del golpe, cayó de rodillas, mientras contemplaba indefenso a Jarlaxle.
Tampoco el mercenario consiguió ocultar la sorpresa. La última orden era un hechizo tan sencillo que no debería haber dado resultado en un guerrero experto de la categoría de Dinin.
—Tengo el favor de Lloth —les explicó Vierna, muy erguida y orgullosa—. Si estáis en mi contra, entonces vosotros no lo tenéis, y por lo tanto os encontraréis indefensos ante mis hechizos y maldiciones bendecidos con el poder de Lloth.
—Las últimas noticias que tuvimos de Drizzt decían que estaba en la superficie —le informó Jarlaxle a Vierna como una manera de aplacar su furia—. Por lo que sabemos, continúa allí.
Vierna asintió, sin dejar de sonreír en ningún momento, los dientes nacarados resplandecientes en contraste con la piel negra.
—Así es —dijo la sacerdotisa—, pero Lloth me ha enseñado la manera de llegar hasta él, el camino hacia la gloria.
Una vez más, Jarlaxle y Dinin se miraron desconcertados. A su juicio, las afirmaciones de Vierna confirmaban la locura. Pero Dinin seguía de rodillas, pese a su sensatez y su fuerza de voluntad.