Una de las sectas de Faerun enumera los pecados de la humanidad como siete, y el más destacado entre ellos es la soberbia. Esto siempre lo había interpretado como la arrogancia de los reyes, que se proclaman a sí mismos dioses o, al menos, convencen a sus súbditos de que hablan con ciertas deidades y así transmiten la idea de que su poder les ha sido otorgado por voluntad divina.
Esta es sólo una de las manifestaciones del peor pecado mortal. No hay que ser rey para incurrir en la soberbia. Montolio DeBrouchee, el vigilante que fue mi maestro, me advirtió sobre ello, pero sus lecciones concernían a una faceta personal del orgullo. «Un vigilante camina solo con frecuencia, pero siempre tiene amigos cerca», explicaba aquel hombre sabio. «Un vigilante conoce su entorno y sabe dónde puede hallar aliados».
A juicio de Montolio, la soberbia era ceguera, un enturbiamiento de la intuición y del discernimiento, y la derrota de la confianza. Un hombre demasiado orgulloso camina solo y no le importa dónde puede encontrar aliados.
Cuando descubrí que la tela de araña de Menzoberranzan se tupía a mi alrededor, comprendí mi error, mi arrogancia. ¿Tan alto era el concepto que tenía de mí mismo y de mis habilidades que había olvidado a los aliados por los que, hasta el momento, me había sido posible sobrevivir? En mi cólera por la muerte de Wulfgar y mi temor por Catti-brie, Bruenor y Regis, ni siquiera consideré que esos amigos aún vivos podían cuidar de sí mismos. Ya había decidido que el problema que había sobrevenido y que nos atañía a todos era culpa mía, y, en consecuencia, era mi obligación remediarlo, por imposible que pudiera ser tal tarea para una sola persona.
Tenía que ir a Menzoberranzan, descubrir la verdad y poner fin al conflicto, incluso si ello significaba sacrificar mi propia vida.
Qué necio fui.
El orgullo me convenció de que yo era la causa de la muerte de Wulfgar; el orgullo me convenció de que sería yo quien enmendaría el yerro. La pura arrogancia me impidió sincerarme con mi amigo, el rey enano, que podría haber reunido las tropas necesarias para combatir cualquier ataque drow venidero.
En aquel arrecife de la isla de Rothe, comprendí que pagaría por mi arrogancia; posteriormente, me enteraría de que otros seres queridos para mí también pagarían por ello.
Es un duro golpe para el espíritu descubrir que la causante de tanto perjuicio y tanto dolor es su arrogancia. La soberbia induce a escalar la cumbre del triunfo personal, pero el viento sopla con más fuerza en esas alturas, y los pies se afianzan en asideros inestables. Y entonces, cuando se está en lo más alto, llega la caída.
DRIZZT DO'URDEN