Prólogo

Drizzt pasó los dedos sobre la intrincada talla de la estatuilla de la pantera, el negro ónice perfectamente suave, sin defecto, incluso en la zona irregular del musculoso cuello. Era la viva imagen de Guenhwyvar. ¿Cómo podía soportar desprenderse de ella ahora, cuando estaba totalmente convencido de que nunca volvería a ver a la pantera?

—Adiós, Guenhwyvar —susurró el vigilante drow con expresión afligida, casi lastimosa, mientras contemplaba la figurilla—. En conciencia, no puedo llevarte conmigo en este viaje, pues temería por tu suerte más que por la mía propia. —Su suspiro fue de sincera resignación. Sus amigos y él habían luchado larga y denodadamente, a costa de un gran sacrificio, para lograr la paz de que ahora disfrutaban, y, sin embargo, Drizzt había descubierto que era una victoria ficticia. Deseaba negarlo, volver a guardar a Guenhwyvar en su bolsa, cerrar los ojos y continuar, esperando lo mejor.

Con otro suspiro, Drizzt desechó la momentánea debilidad y tendió la estatuilla a Regis, el halfling.

Regis alzó la vista hacia Drizzt y lo miró con incredulidad durante un largo rato, en silencio, impresionado por lo que el drow le había dicho y lo que le había pedido.

—Cinco semanas —le recordó Drizzt.

Los rasgos del halfling, juveniles y angelicales, se crisparon. Si Drizzt no volvía dentro de cinco semanas, Regis tenía que darle la estatuilla a Catti-brie y decirles a ella y al rey Bruenor la verdad acerca de la marcha del drow. A juzgar por su tono sombrío, Regis comprendió que Drizzt no esperaba regresar.

Siguiendo un impulso, el halfling soltó la figurilla sobre la cama y manoseó la cadena que llevaba al cuello, intentando soltar el cierre que se había quedado enganchado en los rizados mechones de su cabello castaño. Por fin consiguió desenredarla y se la quitó, dejando a la vista un colgante con un enorme y mágico rubí.

Ahora fue Drizzt el que se quedó pasmado. Sabía cuánto valoraba Regis esta gema y la pasión con que el halfling la deseaba. Decir que Regis actuaba de una manera poco característica en él era quedarse corto.

—No puedo aceptarlo —rehusó Drizzt al tiempo que apartaba la joya—. Quizá no regrese, y se perdería…

—¡Cógelo! —instó Regis bruscamente—. Con tanto que has hecho por mí, por todos nosotros, sin duda te lo mereces. Una cosa es que dejes a Guenhwyvar, pues sería una tragedia que la pantera cayera en manos de tus perversos congéneres, pero esto es sólo un aderezo mágico, no un ser vivo, y puede ayudarte en tu viaje. Llévalo como llevas tus cimitarras. —El halfling hizo una pausa, la mirada prendida en los ojos de color violeta de Drizzt—. Amigo mío.

Regis chasqueó los dedos de repente, rompiendo el momento de silencio, y cruzó la habitación. Sus pies descalzos resonaron en la fría piedra del suelo y el camisón susurró en torno a su cuerpo. De un cajón sacó otro objeto: una máscara de aspecto corriente.

—La recuperé —dijo, no queriendo revelar toda la historia de cómo había conseguido el familiar objeto. En realidad, Regis había salido de Mithril Hall y había encontrado a Artemis Entreri colgando indefenso de un saliente rocoso en la vertiente de un barranco, a gran altura. Regis había desvalijado al asesino inmediatamente, y después había cortado el trozo enganchado de la capa de Entreri. El halfling había escuchado, con cierta satisfacción, cómo la capa —lo único que sostenía en el vacío al malherido y apenas consciente hombre— se desgarraba.

Drizzt miró la máscara mágica largo rato. La había cogido en la guardia de una banshee hacía más de un año. Con ella, quien la usaba podía cambiar totalmente de apariencia y ocultar su identidad.

—Te ayudará a entrar y a salir —añadió Regis, esperanzado. Drizzt no hizo movimiento alguno—. Quiero que te la quedes —insistió el halfling, interpretando mal la vacilación del drow y tendiéndole la máscara.

Regis no comprendía el significado que la máscara tenía para Drizzt. El drow la había llevado puesta en una ocasión para ocultar su identidad, porque era una gran desventaja el que un elfo oscuro anduviera por el mundo de la superficie. Drizzt había llegado a considerar la máscara como una mentira, por muy útil que pudiera ser, y se sentía incapaz de ponérsela otra vez, fueran cuales fueran sus ventajas potenciales.

¿O sí podía? Drizzt se preguntó si debía rechazar el regalo. Si cabía la posibilidad de que la máscara lo ayudara en su misión —una misión que probablemente afectaría a quienes dejaba atrás— ¿cómo podía, en conciencia, rehusar ponérsela?

No, decidió finalmente, la máscara no era tan importante para su causa. Tres décadas ausente de la ciudad era mucho tiempo, y, en realidad, su aspecto no era tan especial ni tan notorio como para que lo reconocieran. Levantó la mano, rechazando el regalo, y Regis, tras hacer otro intento infructuoso, se encogió de hombros y puso la máscara a un lado.

Drizzt se marchó sin decir nada más. Aún faltaban muchas horas para el amanecer; las antorchas ardían mortecinas en los niveles superiores de Mithril Hall, y pocos enanos estaban despiertos. Todo parecía perfectamente callado, perfectamente tranquilo.

Los esbeltos dedos del elfo oscuro rozaron suavemente una puerta, sin hacer el menor ruido, siguiendo las irregularidades de la madera. No quería molestar a la persona que estaba al otro lado, aunque dudaba que su sueño fuera muy reposado. Cada noche, Drizzt deseaba acercarse a ella y consolarla, pero no lo había hecho porque sabía que sus palabras podían proporcionar poco alivio a la pena de Catti-brie. Al igual que muchas otras noches, en las que había estado ante esta puerta como un guardián vigilante, impotente, el drow acabó por alejarse corredor adelante, deslizándose entre las sombras de las mortecinas y titilantes antorchas, sin que sus pasos produjeran el más leve sonido.

Tras hacer una corta pausa ante otra puerta, la de su más querido amigo enano, Drizzt dejó atrás los sectores de viviendas y llegó a las salas de reuniones oficiales, donde el rey de Mithril Hall recibía a los emisarios visitantes. Un par de enanos —probablemente de las tropas de Dagnabit— se encontraban aquí, pero no vieron ni oyeron pasar al silencioso drow.

Drizzt se detuvo de nuevo al llegar a la entrada de la Sala de Dumathoin, dentro de la cual los enanos del clan Battlehammer guardaban sus más preciadas posesiones. Sabía que debía continuar, salir de allí antes de que el clan empezara a despertar, pero no podía hacer caso omiso de las emociones que hacían vibrar las fibras de su corazón. No había venido a esta venerada sala en las dos semanas transcurridas desde que sus parientes drows habían sido expulsados, pero sabía que nunca se lo perdonaría si no echaba un último vistazo.

El poderoso martillo, Aegis-fang, descansaba sobre un pedestal en el centro de la adornada sala, el lugar de mayor honor. Parecía apropiado, pues, a los ojos de Drizzt, Aegis-fang eclipsaba todos los demás artefactos: las brillantes armaduras, las grandes hachas y los yelmos de héroes largo tiempo muertos, el yunque de un herrero legendario… Drizzt sonrió ante la idea de que este martillo de guerra ni siquiera había sido manejado por un enano. Había sido el arma de Wulfgar, el amigo de Drizzt, que había dado de buena gana su vida para que el resto de los compañeros pudiera sobrevivir.

Drizzt contempló larga e intensamente la poderosa arma, la reluciente cabeza de mithril, sin un rasguño a pesar de las muchas y atroces batallas en que el martillo había participado, y que exhibía las runas perfectamente cinceladas del dios enano Dumathoin. La mirada del drow recorrió el arma, deteniéndose en la sangre reseca que manchaba su oscuro mango diamantino. Bruenor, siempre testarudo, no había permitido que se limpiara esa sangre.

Recuerdos de Wulfgar, de combates sostenidos junto al alto y fuerte hombre de cabello y piel dorados, acudieron al drow como una avalancha, debilitando sus rodillas y su resolución. En su mente, Drizzt volvió a mirar los claros ojos de Wulfgar, del azul helado del cielo norteño y siempre iluminados por un brillo de excitación. Wulfgar había sido sólo un muchacho, y su espíritu se había mantenido impertérrito ante las crudas realidades de un mundo brutal.

Sólo un muchacho, pero uno que había sacrificado todo de buena gana, con un canto en los labios, por aquellos a quienes llamaba sus amigos.

—Adiós —susurró Drizzt, y se marchó, esta vez corriendo, aunque sin hacer más ruido que antes al caminar. En cuestión de segundos, cruzó hasta una balconada y descendió un tramo de escaleras que lo condujo a una cámara amplia y alta. La cruzó bajo la vigilante mirada de los ocho reyes de Mithril Hall, cuyas imágenes estaban talladas en la pared de piedra. El último busto, el del rey Bruenor Battlehammer, era el más impresionante. El semblante de Bruenor tenía una expresión severa, un gesto sombrío acentuado por la profunda cicatriz que se extendía desde la frente a la mandíbula, y la falta del ojo derecho.

Drizzt sabía que la pérdida del ojo no era la peor herida que había sufrido Bruenor. El cuerpo del enano, duro y resistente como una roca, no era lo único que había quedado marcado con cicatrices. La herida más dolorosa la había recibido el alma de Bruenor, lacerada por la pérdida del muchacho al que había llamado su hijo. ¿Era el espíritu del enano tan resistente como su cuerpo? Drizzt ignoraba la respuesta. En este momento, mirando el rostro de Bruenor, desfigurado por la cicatriz, Drizzt tuvo la impresión de que debería quedarse, sentarse junto a su amigo y ayudarlo a curar sus heridas.

Fue una idea fugaz. ¿Cuántas heridas más tendría que sufrir aún el enano?, se recordó Drizzt a sí mismo. Y no sólo el enano, sino el resto de sus amigos.

Catti-brie se agitó y rebulló en la cama rememorando aquel fatídico momento, como hacía todas las noches… Al menos, todas las noches en que el agotamiento le permitía conciliar el sueño. Oía el canto de Wulfgar a Tempus, su dios de la batalla; veía la mirada serena en los ojos del poderoso bárbaro; esa mirada que desmentía su evidente agonía; esa mirada que le había permitido golpear el tambaleante techo de piedra aunque los enormes bloques de granito empezaban a desplomarse a su alrededor.

Catti-brie veía las espantosas heridas de Wulfgar, la blancura del hueso, la piel desgarrada y los músculos arrancados de las costillas por los afilados dientes de yochlol, la maligna bestia extradimensional, una repugnante masa gelatinosa de carne que semejaba cera medio derretida.

El fragor cuando el techo se desplomó sobre su amado hizo que Catti-brie se incorporara en la cama bruscamente, en medio de la oscuridad; la espesa mata de cabello castaño rojizo le caía sobre el rostro, apelmazada por un sudor frío. Le costó unos segundos controlar la agitada respiración mientras se repetía a sí misma que todo era un sueño, un terrible recuerdo, pero, en fin de cuentas, un hecho que había ocurrido. La luz de las antorchas que perfilaba su puerta la tranquilizó.

Sólo llevaba puesto un ligero camisón, y en su agitado rebullir había tirado las mantas. Se le puso piel de gallina en los brazos, y la joven tiritó, helada, sudorosa y desdichada. Recogió los gruesos cobertores con brusquedad y se arropó hasta la barbilla mientras se tumbaba boca arriba, con la mirada clavada en el techo, perdido en la oscuridad.

Algo iba mal. Pasaba algo raro, lo notaba.

Razonablemente, la joven se dijo que estaba imaginando cosas, que sus sueños la habían asustado. Las cosas no iban bien para Catti-brie, ni mucho menos, pero la muchacha se dijo con convicción que estaba en Mithril Hall, rodeada por un ejército de amigos.

Se dijo que todo era cosa de su imaginación.

Drizzt se encontraba a buena distancia de Mithril Hall cuando el sol salió. No se sentó para disfrutar con el amanecer de este día, como era su costumbre. Apenas si miró el sol saliente, pues ahora le parecía una falsa esperanza de algo que no podía ser. Cuando el fulgor inicial disminuyó, el drow miró hacia el suroeste, a las montañas que se alzaban a lo lejos, y recordó.

Su mano fue hacia el cuello, al hipnótico colgante de rubí que Regis le había dado. Sabía lo mucho que el halfling dependía de esta joya, cuánto la amaba, y apreció de nuevo el sacrificio de Regis, el sacrificio de un amigo de verdad. Drizzt había conocido la verdadera amistad; su vida se había enriquecido desde que llegó a una inhóspita tierra llamada valle del Viento Helado y conoció a Bruenor Battlehammer y a su hija adoptiva, Catti-brie. Lo acongojaba pensar que quizá nunca los volvería a ver.

Sin embargo, se alegraba de tener el colgante mágico, un objeto que podría permitirle obtener respuestas y regresar con sus amigos; pero su decisión de contarle a Regis su partida le producía una profunda sensación de culpabilidad. Esa resolución le parecía una debilidad, una necesidad de depender de amigos que, en esta hora sombría, poco podían ofrecer. Podía justificarlo como una necesaria medida de seguridad para los amigos que dejaba atrás. Había advertido a Regis que contara la verdad a Bruenor dentro de cinco semanas, para que así, en caso de que su viaje fracasara, el clan Battlehammer tuviera al menos tiempo de prepararse para la oscuridad que podría llegar.

Era una acción lógica, pero Drizzt tenía que admitir que se lo había dicho a Regis porque lo necesitaba, porque tenía que contárselo a alguien.

¿Y la máscara mágica?, se preguntó. ¿También había sido débil al rechazarla? El poderoso objeto podría haberlo ayudado y, por ende, ayudar a sus amigos; pero no había tenido el coraje de ponérsela, ni siquiera de tocarla.

Las dudas flotaban alrededor del drow, cernidas en el aire ante sus ojos, burlándose de él. Drizzt suspiró y frotó el rubí entre sus esbeltas y oscuras manos. A pesar de toda su habilidad con las armas, a pesar de toda su dedicación a unos principios, a pesar de todo su estoicismo de vigilante, Drizzt Do’Urden necesitaba a sus amigos. Volvió la vista hacia Mithril Hall y se preguntó, por su propio bien, si había hecho lo correcto al emprender esta misión solo y en secreto.

Otra muestra de debilidad, decidió Drizzt, porfiado. Soltó el rubí, apartando mentalmente de un manotazo las dudas persistentes, y metió la mano en su capa de viaje de color verde bosque. De uno de los bolsillos sacó un trozo de pergamino, un mapa de la zona entre las montañas de la Columna del Mundo y el Gran Desierto de Anauroch. En la esquina inferior derecha Drizzt había marcado un punto, la situación de una cueva desde la que había emergido a la superficie en una ocasión; una cueva que lo llevaría de vuelta a casa.