Desde el día que abandoné Menzoberranzan no me había sentido tan atormentado por las dudas ante una decisión. Me senté a la entrada de la cueva, contemplando las montañas que se alzaban frente a mí, y el túnel que conducía a la Antípoda Oscura, a mis espaldas.
Este era el momento en el que había creído que mi aventura empezaría. Cuando partí de Mithril Hall, apenas si pensé en el tramo del viaje que me traería a esta cueva, dando por sentado que transcurriría sin incidentes.
Pero entonces vi a Ellifain, la doncella a la que salvé hace más de tres décadas, cuando sólo era una criatura aterrorizada. Quería regresar a su lado, hablar con ella y ayudarla a superar el trauma de aquella terrible incursión drow. Quería alejarme de la cueva a todo correr, alcanzar a Tarathiel y cabalgar al lado del elfo, de vuelta al bosque de la Luna.
Pero no podía hacer caso omiso de los motivos que me habían llevado a ese lugar.
Sabía desde el principio que visitar la arboleda de Montolio, lugar de tantos recuerdos para mí, resultaría una experiencia emotiva, incluso espiritual. Él había sido mi primer amigo en la superficie, mi mentor, el que me había guiado hasta Mielikki. No sé expresar el gozo que sentí al saber que el huerto de Montolio estaba bajo la protectora vigilancia de un unicornio.
¡Un unicornio! ¡Había visto un unicornio, el símbolo de mi diosa, el summum de perfección de la naturaleza! Casi con toda seguridad, era el primero de mi raza que había acariciado la suave crin y el musculoso cuello de semejante criatura; el primero en tener un encuentro amistoso con un unicornio. Son contadas las veces que se goza del placer de descubrir huellas de uno de estos animales, y más contadas aún en las que se vislumbra uno de ellos. Pocos en los Reinos pueden decir que han visto un unicornio de cerca; aún son menos los que han tocado a uno.
Yo lo he hecho.
¿Era una señal de mi diosa? De buena fe, tenía que creer que sí lo era, que Mielikki se había puesto en contacto conmigo de un modo tangible y emocionante. Pero ¿qué significaba?
Rara vez rezo. Prefiero hablar con mi diosa a través de mis actos diarios, de ser consecuente con mis convicciones y sentimientos. No necesito embellecer mi proceder con pueriles palabras, tergiversándolas para favorecer mi propia imagen. Si Mielikki está conmigo, entonces conoce la verdad y sabe cómo actúo y lo que siento.
Pero esa noche, en la entrada de la cueva, recé. Recé pidiendo su guía, alguna señal que me indicara el significado de la aparición del unicornio. El animal me había permitido tocarlo; me había aceptado, y eso era el mayor honor al que un vigilante puede aspirar. Pero ¿cuál era la trascendencia de tal honor?
¿Tal vez Mielikki me estaba indicando que aquí, en la superficie, era —y seguiría siendo— aceptado, y que no debía abandonar este lugar? ¿O la presencia del unicornio era la manera de mi diosa de mostrarme que aprobaba mi decisión de regresar a Menzoberranzan?
¿O quizás el unicornio era el modo especial en que Mielikki me decía «adiós»?
Esta última idea me acosó toda la noche. Por primera vez desde que había partido de Mithril Hall, empecé a considerar lo que yo, Drizzt Do’Urden, podía perder. Pensé en mis amigos, Montolio y Wulfgar, que habían dejado este mundo, y pensé en esos otros amigos a los que probablemente no volvería a ver.
Una avalancha de preguntas me abrumó. ¿Bruenor se sobrepondría alguna vez de la pérdida de su hijo adoptivo? ¿Catti-brie superaría su propio dolor? ¿Retornaría la chispeante alegría, el puro amor por la vida, a sus ojos azul profundo? Y yo, ¿volvería alguna vez a recostar mi cansada cabeza en el musculoso flanco de «Guenhwyvar»?
Deseé, más que nunca, echar a correr y alejarme de la cueva, volver a Mithril Hall y quedarme junto a mis amigos, ayudarlos a mitigar su aflicción, aconsejarlos, escucharles y, simplemente, abrazarlos.
Pero, una vez más, no podía hacer caso omiso de las razones que me habían llevado a esa cueva. Podía volver a Mithril Hall, sí, pero también podían hacerlo mis siniestros congéneres. No me culpaba por la muerte de Wulfgar, pues no podía saber que los elfos oscuros acudirían. Era consciente de los tortuosos designios de Lloth y su insaciable ansia, y no podía cerrar los ojos a esa verdad. Si los drows regresaban y extinguían esa luz —esa preciosa luz— en los ojos de Catti-brie, entonces Drizzt Do’Urden sucumbiría en mil muertes espantosas.
Recé durante toda la noche, pero no obtuve respuesta divina que me orientara. Al final, como siempre, llegué a comprender que tenía que seguir el curso de acción que en el fondo de mi alma sabía era el correcto, que tenía que creer que lo que me dictaba el corazón estaba de acuerdo con la voluntad de Mielikki.
Dejé el fuego encendido a la entrada de aquella cueva. Necesitaba ver su luz, sacar fuerza de flaqueza con ella; y así, mientras me fue posible, seguí volviéndome a mirarla mientras caminaba hacia el túnel. Mientras me adentraba en la oscuridad.
DRIZZT DO'URDEN