El espíritu de un guerrero

Coraje.

En cualquier idioma, la palabra tiene una sonoridad especial, tanto —imagino— por el modo reverente en el que se pronuncia como por la propia fonética del término. Coraje. La palabra evoca imágenes de grandes gestas y grandeza de espíritu: el gesto estoico y determinado plasmado en los rostros de hombres que defienden las murallas de su ciudad frente a una horda de goblins; la entereza de una madre que cuida de sus hijos cuando el mundo entero parece haberse vuelto hostil. En muchas de las grandes ciudades de los Reinos, niños sin hogar y sin familia sobreviven en las calles. El suyo es un coraje excepcional, ya que afrontan privaciones tanto físicas como emocionales.

Imagino que Artemis Entreri libró ese tipo de batalla en los sucios callejones de Calimport. En un aspecto, sin duda salió victorioso, ya que superó todos los obstáculos físicos y alcanzó un rango de increíble poder y respeto.

En otro aspecto, Artemis Entreri fue derrotado. A menudo me pregunto cómo habría sido si su corazón no hubiera estado tan corrompido. Pero no confundo la curiosidad con la compasión. Las desventajas a las que se enfrentó Entreri no fueron mayores que las que tuve que afrontar yo. Podría haber salido triunfante de todas sus luchas, en cuerpo y en espíritu.

Me creí valiente, altruista, cuando salí de Mithril Hall resuelto a acabar con el peligro que amenazaba a mis amigos. Pensé que ofrecía el sacrificio supremo por el bien de aquellos que me eran tan queridos.

Cuando Catti-brie entró en mi celda de la casa Baenre, cuando, a través de los párpados casi cerrados y tumefactos, atisbé sus rasgos agraciados y engañosamente delicados, comprendí la verdad. No había entendido mis propias motivaciones cuando me marché de Mithril Hall. Estaba demasiado inmerso en un pesar desconocido para que reconociera mi propia resignación. No fui valiente cuando entré en la Antípoda Oscura, porque, en el fondo de mi corazón, me sentía como si no tuviera nada que perder. No me había permitido llorar la pérdida de Wulfgar, y ese vacío me arrebató la fuerza de voluntad y la confianza en que las cosas podían enderezarse.

La gente que tiene coraje no renuncia a la esperanza.

De manera similar, Artemis Entreri tampoco fue valiente cuando acudió con Catti-brie a rescatarme. Sus actos eran fruto de la desesperación, porque si permanecía en Menzoberranzan estaba inexorablemente condenado. Los motivos de Entreri eran, como siempre, puramente egoístas. Si decidió intentar el rescate fue porque llegó a la conclusión de que conmigo tenía más posibilidades de sobrevivir. El rescate fue un acto calculado, no valeroso.

En el momento en que Catti-brie salió de Mithril Hall tras los pasos de su necio amigo drow, había superado su propia pena por la pérdida de Wulfgar. El proceso doloroso había pasado por su ciclo completo para Catti-brie, y sus actos sólo estaban motivados por la lealtad. Tenía todo que perder, y, aun así, se adentró sola en la salvaje Antípoda Oscura por un amigo.

Lo entendí cuando miré sus ojos en las mazmorras de la casa Baenre. Comprendí el significado de la palabra coraje en toda su extensión.

Y, por primera vez desde la muerte de Wulfgar, volví a sentir inspiración. Había luchado como el cazador, salvajemente, despiadadamente, pero hasta que me miré en los ojos de mi leal amiga no recuperé el espíritu del guerrero. Desaparecieron mi resignación y mi pasivo sometimiento al destino; desapareció mi convencimiento de que todo saldría bien si la casa Baenre tenía su sacrificio: entregar mi corazón a Lloth.

En aquella mazmorra, las pociones curativas devolvieron las fuerzas a mi torturado cuerpo; la expresión estoica y determinada en el semblante de Catti-brie devolvió la fortaleza a mi espíritu. Juré entonces que resistiría, que me enfrentaría a los abrumadores acontecimientos, y que lucharía para ganar.

Cuando vi a Catti-brie, recordé lo mucho que tenía que perder.

DRIZZT DO'URDEN