En un mundo ajeno
Avanzaba en absoluto silencio a lo largo de los túneles oscuros mientras sus ojos, del color del espliego, buscaban por el suelo y las paredes cambios en las bandas infrarrojas que pudieran indicarle giros, o enemigos, en el túnel. Parecía estar en su ambiente, una criatura de la Antípoda Oscura moviéndose con su característica agilidad silenciosa y llena de cautela.
Sin embargo, Drizzt no se sentía cómodo. Se encontraba ya a más profundidad que los túneles más bajos de Mithril Hall, y el aire cargado, denso, lo oprimía. Había pasado casi dos décadas en la superficie, viviendo y adaptándose a las reglas que regían el mundo exterior. Esas pautas eran tan diferentes de los preceptos de la Antípoda Oscura como lo era una flor silvestre del bosque de un hongo de una caverna profunda. Ni un humano ni un goblin, ni siquiera un perspicaz elfo de la superficie, habría advertido la presencia del silencioso Drizzt aunque hubiera pasado a pocos palmos de distancia, pero él se notaba torpe y ruidoso.
El vigilante drow se encogía a cada paso que daba, temeroso de que los ecos de sus pisadas estuvieran resonando a lo largo de las pétreas paredes, transmitiéndose a cientos de metros de distancia. Esta era la Antípoda Oscura, un lugar donde se dependía más del sentido del oído y del olfato que del de la vista para transitar por él.
Drizzt había pasado casi dos tercios de su vida en la Antípoda Oscura, y buena parte de los últimos veinte años bajo tierra, en las cavernas del clan Battlehammer. Sin embargo, ya no se consideraba una criatura del mundo subterráneo. Había dejado atrás su corazón, en la ladera de una montaña, contemplando las estrellas y la luna, el amanecer y el ocaso.
Este era un mundo de aire estancado, lujuriantes estalactitas y noches sin estrellas. No. Noches, no, decidió Drizzt. Sólo una única, interminable noche sin estrellas.
La anchura del túnel variaba mucho, a veces estrechándose hasta casi rozar los hombros de Drizzt, y en otros tramos lo bastante amplio para que una docena de hombres pudiera marchar de frente. El suelo descendía en un suave declive, conduciendo a Drizzt más y más abajo, pero el techo seguía un trazado paralelo, manteniendo con bastante regularidad una altura que duplicaba el metro setenta del drow. Durante largo rato, Drizzt no detectó cavernas laterales ni corredores, cosa que agradeció, ya que no deseaba verse obligado a decidir todavía si ir en una u otra dirección; además, al haber un único camino, cualquier posible enemigo tendría que venir de frente.
Drizzt estaba sinceramente convencido de que no se encontraba preparado para sorpresas; todavía no. Incluso le molestaba la visión infrarroja. Le dolía la cabeza de intentar distinguir e interpretar las variaciones en las franjas de calor. En su juventud, Drizzt había pasado semanas, incluso meses, utilizando exclusivamente la visión infrarroja, percibiendo el calor en lugar de la luz reflejada. Pero ahora, con los ojos tan acostumbrados al sol en el exterior y a las antorchas instaladas a lo largo de los corredores de Mithril Hall, la visión infrarroja le producía una molestia casi insoportable.
Finalmente, desenvainó a Centella, y la cimitarra encantada relució con un suave brillo azulado. Drizzt se recostó en la pared hasta que sus ojos se adaptaron de nuevo al espectro de luz normal, y luego utilizó la espada para guiarse. Poco después llegaba a una intersección triple: dos corredores horizontales que se cruzaban y que estaban atravesados por un conducto vertical.
Drizzt guardó a Centella y se asomó al pozo para mirar hacia arriba. No vio fuente de calor alguna, pero ello no le sirvió de mucho alivio. Un gran número de depredadores de la Antípoda Oscura podía enmascarar la temperatura de sus cuerpos, del mismo modo que un tigre de la superficie se valía de su pelaje rayado para camuflarse entre la hierba alta. Los temibles oseogarfios, por ejemplo, habían desarrollado un exoesqueleto; las placas óseas enmascaraban el calor corporal de las criaturas de manera que parecían rocas corrientes a los ojos adaptados a la visión infrarroja. Y muchos de los monstruos de este mundo subterráneo eran reptiles, de sangre fría, y muy difíciles de percibir.
Drizzt olisqueó varias veces el aire cargado; luego se quedó muy quieto y cerró los ojos a fin de que fueran sus oídos los que le proporcionaran cualquier información procedente del exterior. No oyó nada, salvo los latidos de su propio corazón, así que comprobó su equipo para asegurarse de que todo estaba bien sujeto y empezó a descolgarse por la pared del conducto, poniendo mucho cuidado en evitar el peligroso cascajo suelto.
Casi logró descender en completo silencio la veintena de metros que lo separaba del corredor inferior, pero una piedra se desprendió y golpeó el suelo del pasaje con un fuerte crujido un instante antes de que las flexibles botas de Drizzt se posaran suavemente sobre él.
El vigilante se quedó inmóvil, escuchando cómo el sonido se propagaba de pared en pared. Como guía de una patrulla drow, hubo un tiempo en que Drizzt había sido capaz de localizar el origen de los ecos a la perfección, distinguiendo casi de manera instintiva en qué paredes rebotaba el sonido y desde qué dirección. Ahora, sin embargo, le resultaba difícil incluso distinguir el sonido individual de cada eco. Volvió a sentirse un extraño en este mundo, superado por la envolvente oscuridad. Y volvió a sentirse vulnerable, pues muchos habitantes de los negros subterráneos podían rastrear un eco, y éste conducía directamente a él.
Atravesó rápidamente un verdadero laberinto de corredores entrecruzados, algunos de los cuales giraban bruscamente y descendían para pasar debajo de otros, o subían por escalones naturales hacia otros niveles de pasajes tortuosos.
Drizzt echaba mucho de menos a Guenhwyvar, ya que la pantera sabía encontrar la ruta más directa a través de cualquier laberinto.
Volvió a acordarse del felino al poco rato, cuando dobló un recodo y se tropezó con los despojos de una presa reciente. Era algún tipo de lagarto subterráneo, demasiado mutilado para que Drizzt pudiera distinguir exactamente cuál. Le faltaba la cola, y también la mandíbula inferior; lo habían destripado para comerse las entrañas. Drizzt vio que en la piel había unos cortes largos y profundos, como si los hubieran hecho unas garras, así como también varios verdugones finos y alargados, semejantes a los que deja un látigo. Al otro lado de un charco de sangre, a unos cuantos palmos del cadáver, el drow encontró una única marca, la huella de una zarpa almohadillada de tamaño y forma muy similar a la que dejaría Guenhwyvar.
Pero la pantera de Drizzt estaba a centenares de kilómetros de distancia, y estos despojos, según los cálculos del vigilante, llevaban allí menos de una hora. Las criaturas de la Antípoda Oscura no merodeaban grandes distancias, como hacían los animales de la superficie, de modo que el peligroso depredador no podía estar muy lejos.
Bruenor Battlehammer avanzaba por el corredor echando pestes, su pena desplazada, momentáneamente, por un creciente estado colérico. Thibbledorf Pwent caminaba a saltos detrás del rey, haciendo una pregunta tras otra, y su armadura chirriaba a cada movimiento de manera irritante.
Bruenor frenó en seco y se volvió hacia el camorrista; su rostro, tan congestionado por la ira que la cicatriz había adquirido un tono rojo subido, se acercó a un palmo de la barbuda cara de Pwent.
—¿Por qué no te das un baño? —rugió.
Pwent dio un respingo e hizo un sonido estrangulado ante la orden implícita en la pregunta. A su juicio, un rey enano que ordenaba a uno de sus súbditos tomar un baño era comparable a un rey humano que mandaba a sus caballeros a asesinar bebés. Había ciertos límites que un monarca no debía cruzar, así de simple.
—¡Bah! —respondió Bruenor—. Era mucho pedir de ti. ¡Pero lárgate y engrasa esa condenada armadura! ¿Cómo esperas que un rey pueda pensar con tantos chirridos y crujidos?
La cabeza de Pwent subió y bajó en un precipitado gesto de conformidad; luego, el enano se alejó deprisa, casi temeroso de quedarse, temeroso de que el tirano rey Bruenor repitiera la orden de que se bañara.
Lo único que quería Bruenor era librarse del camorrista; con franqueza, le importaba un ardite si realizaba o no la tarea encomendada. Había tenido una mala tarde. Acababa de entrevistarse con Berkthgar el Intrépido, un emisario de Piedra Alzada, y había descubierto que Catti-brie no había aparecido por el poblado bárbaro, aunque hacía casi una semana que había partido de Mithril Hall.
Bruenor repasó lo ocurrido durante el último encuentro con su hija. Hizo memoria de lo que la joven había dicho, intentando recordar cada palabra para descubrir algún indicio que lo pusiera en la pista de lo que había sucedido. Pero Bruenor había estado demasiado absorto en aquellos momentos. Si Catti-brie había insinuado algo aparte de su intención de ir a Piedra Alzada, al enano se le había pasado por alto.
Lo primero que pensó cuando habló con Berkthgar era que su hija se había topado con algún problema en la ladera de la montaña. Estuvo a punto de mandar un contingente de enanos a rastrear la zona, pero, siguiendo una corazonada, antes de dar la orden preguntó al emisario acerca del túmulo que se estaba levantando en memoria de Wulfgar.
—¿Qué túmulo? —contestó Berkthgar.
Bruenor supo entonces que su hija lo había engañado, y que si había alguien más complicado en el enredo no era difícil deducir la identidad del cómplice.
Irrumpió en una estancia con tanto ímpetu que casi arrancó de los goznes la puerta de madera, reforzada con bandas de hierro. Su violenta entrada sobresaltó a las dos personas que estaban allí: Buster Brazal, un excelente artífice de armaduras, y su súbdito halfling. Regis estaba encaramado a una pequeña plataforma, y el enano de barba negroazulada le tomaba medidas para agrandar su armadura a un tamaño acorde con su barriga cada vez más prominente.
Bruenor se dirigió hacia el pedestal (y Buster fue lo bastante sensato para retirarse unos pasos), agarró al halfling por la pechera de la túnica, y lo alzó en vilo con una sola mano.
—¿Dónde está mi hija? —bramó el enano.
—En Piedra Alz… —Regis no pudo terminar de decir la mentira, porque Bruenor lo sacudió violentamente como si fuera un muñeco de trapo.
—¿Dónde está mi hija? —preguntó de nuevo el enano en un tono bajo que parecía un gruñido amenazador—. Y no intentes hacerte el listo conmigo, Panza Redonda.
Regis empezaba a estar harto de que lo zarandearan sus supuestos amigos. La despierta mente del halfling urdió de inmediato una historia en la que Catti-brie había salido hacia Luna Plateada en busca de Drizzt. Al fin y al cabo, no sería del todo un embuste.
Sin embargo, al mirar el semblante de Bruenor, contraído por la ira pero rebosante de preocupación, Regis se sintió incapaz de decir una mentirijilla.
—Bájame —dijo con voz queda y, al parecer, Bruenor advirtió lo que traslucía el tono del halfling, pues lo soltó con suavidad en el suelo.
Regis se alisó la túnica arrugada y agitó un puño frente al rey enano.
—¿Cómo te atreves? —bramó. Bruenor reculó, sorprendido por el inesperado e insólito arrebato—. Primero, Drizzt viene y me obliga a guardar un secreto. Luego, aparece Catti-brie y me intimida hasta que se lo cuento. Y ahora tú… ¡Menudos amigos tengo!
Las punzantes palabras calmaron al temperamental enano, pero sólo hasta cierto punto. ¿Qué intentaba insinuar Regis y de qué secreto hablaba?
Thibbledorf Pwent irrumpió en la habitación justo en ese momento. Su armadura seguía chirriando como antes, pero su cara, su barba y sus manos estaban pringadas de grasa. Se frenó junto a Bruenor y evaluó un instante la inesperada situación. Luego se frotó las manos y las pasó por las cortantes anillas de la pechera de su armadura.
—¿Le doy un buen abrazo? —preguntó, esperanzado, a su rey.
Bruenor levantó una mano para contener al ansioso camorrista.
—¿Dónde está mi hija? —inquirió por tercera vez, en esta ocasión con una actitud tranquila, como si se lo preguntara a un amigo.
Regis alzó la barbilla con gesto firme, asintió y empezó a hablar. Le contó a Bruenor todo, incluso el hecho de haber ayudado a Catti-brie proporcionándole la daga del asesino y la máscara mágica.
El semblante de Bruenor empezó a contraerse de nuevo por la cólera, pero Regis mantuvo el tipo (relativamente hablando) y su actitud disipó la creciente ira del rey enano.
—¿Esperabas acaso que confiara en Catti-brie menos de lo que tú lo harías? —preguntó Regis llanamente, recordando al enano que su hija humana ya no era una niña ni que esta sería la primera vez que se embarcaba en una peligrosa aventura.
Bruenor no sabía cómo tomar este asunto. Por un lado quería estrangular a Regis, pero comprendía que sólo era la forma de dar rienda suelta a su frustración y que el halfling no tenía realmente la culpa. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Tanto Drizzt como Catti-brie habían partido hacía mucho tiempo y ya estarían muy lejos, y Bruenor no tenía la más remota idea de cómo reunirse con ellos.
Además, en estos momentos, el enano tampoco se sentía con fuerzas para intentarlo. Bajó la vista al suelo, la ira consumida y de nuevo reemplazada por la tristeza. Sin decir una palabra más, salió de la habitación. Tenía que pensar y, por bien de su más querido amigo y de su amada hija, hacerlo rápido.
Pwent miró a Regis y a Buster pidiendo una explicación, pero ellos se limitaron a sacudir la cabeza.
Un leve roce, quizá las pisadas amortiguadas de un felino, fue lo único que Drizzt alcanzó a oír. El vigilante drow permaneció totalmente inmóvil, agudizando al máximo los sentidos en sintonía con el entorno. Si se trataba de un felino, Drizzt sabía que el animal se encontraba lo bastante cerca para percibir su olor, para saber que algo había entrado en su territorio.
El drow escudriñó la zona con detenimiento. El trazado del túnel seguía siendo irregular, a veces ancho, otras veces angosto, y este tramo en particular era accidentado y escabroso, con el suelo lleno de baches y agujeros y las paredes jalonadas de nichos naturales y oquedades profundas. El techo tampoco seguía ya un trazado regular, y a veces era bajo y otras veces alto. Drizzt podía ver las diferentes gradaciones de calor en las altas paredes, y comprendió que estos muros estaban jalonados de repisas en muchos puntos.
Un felino grande podía encaramarse a uno de esos salientes y acechar una posible presa desde lo alto.
La idea no resultaba tranquilizadora, pero Drizzt tenía que seguir adelante. Volver sobre sus pasos significaba desandar todo el camino hasta el conducto vertical y trepar por él hasta un nivel más alto, para después deambular por la zona con la esperanza de encontrar otro camino de bajada. El tiempo jugaba en su contra; y también en contra de sus amigos.
Avanzó con la espalda pegada al muro, en una postura agazapada, con una de las cimitarras desenvainada y la otra mano sobre la empuñadura de Centella, preparada para enarbolarla si era preciso. Drizzt no quería que el mágico brillo azulado de la hoja revelara aún más su posición, aunque sabía que los depredadores felinos de la Antípoda Oscura no precisaban luz.
Pasó sigilosamente ante la boca de una oquedad ancha y poco profunda, y enseguida llegó al borde de una segunda, más angosta y más profunda. Cuando comprobó que en ésta tampoco había ninguna bestia al acecho, escudriñó de nuevo la zona para hacer un reconocimiento general.
Unos relucientes ojos verdes, los de un felino, lo contemplaban con fijeza desde una repisa situada en la pared opuesta.
Centella salió veloz de la vaina, emitiendo un fuerte brillo azulado que bañó el área de luz. Los ojos de Drizzt cambiaron del espectro infrarrojo a la luz normal, y el drow vio la enorme y oscura silueta del monstruo cuando este saltó; se zambulló con rapidez hacia un lado para ponerse fuera de peligro. El felino aterrizó con ligereza —¡sobre sus seis patas!— y giró velozmente sobre sí mismo dejando a la vista sus blancos colmillos y sus siniestros ojos.
Era semejante a una pantera, de pelaje tan negro que al brillar parecía azulado, y casi tan grande como Guenhwyvar. Drizzt no sabía qué pensar. Si este animal hubiese sido una pantera normal, habría intentado tranquilizarlo, demostrarle que no era un enemigo y que sólo quería cruzar su guarida. Pero este felino, este monstruo, tenía seis patas, y de sus hombros salían unos apéndices largos —semejantes a látigos y rematados en las puntas con unas protuberancias óseas—, que ondeaban de manera amenazadora.
La bestia avanzó, gruñendo, las orejas aplastadas contra el cráneo y enseñando los formidables colmillos. Drizzt adoptó una postura agazapada, con las cimitarras extendidas hacia adelante y los pies bien equilibrados, preparado para hacer una finta lateral.
La bestia se paró. Drizzt observó atentamente cómo afianzaba las patas medias y traseras en el suelo.
El ataque fue relampagueante. Drizzt amagó un movimiento hacia la izquierda, pero la bestia se frenó en seco; el drow hizo otro tanto y arremetió de frente para lanzar una estocada con una de la cimitarras. El curvo acero se dirigió directamente al punto situado entre los ojos del animal, con precisión impecable.
Sólo hendió el aire, y Drizzt trastabilló por el impulso. Llevado por el instinto, se zambulló de cabeza al suelo y acto seguido rodó hacia la derecha, al tiempo que uno de los tentáculos chasqueaba sobre su cabeza y el otro lo alcanzaba de refilón en la cadera. Unas garras inmensas lanzaron zarpazos a diestro y siniestro, pero el drow blandió las cimitarras a un ritmo enloquecido, manteniéndolas a raya. Drizzt se incorporó rápidamente y se desplazó unos pasos, poniendo un poco de distancia entre él y el peligroso felino.
Se agachó de nuevo, en una postura defensiva, sintiéndose mucho menos seguro ahora. El animal era listo; Drizzt nunca habría imaginado que una bestia pudiera realizar semejante finta. Y, lo que era aún peor, no se explicaba cómo había podido fallar su estocada. Ni siquiera la increíble agilidad de un felino podría justificar que el animal la hubiera esquivado con tanta rapidez.
Un tentáculo lo atacó por la derecha, y Drizzt levantó la cimitarra no sólo para interceptar el golpe, sino que con la esperanza de cercenar el apéndice.
Falló y, cogido por sorpresa, reaccionó apenas con tiempo suficiente para girar el cuerpo a la izquierda, pero recibió otro latigazo en la cadera, éste muy doloroso.
La bestia se abalanzó sobre él, con una garra extendida para enganchar al drow en plena pirueta. Drizzt blandió a Centella para frenar la acometida, pero el golpe lo alcanzó de lleno, un palmo por debajo del ángulo defensivo de la cimitarra.
De nuevo, la rapidez de reflejos del vigilante lo salvó, porque en lugar de esquivar la trayectoria de la garra, que le habría abierto profundos cortes en el cuerpo, acompañó el movimiento, zambulléndose al suelo; de inmediato gateó por debajo del animal y pateó frenéticamente para esquivar las chasqueantes mandíbulas. Se sentía como un ratón, escabullándose entre las garras del gato de la casa, sólo que este gato tenía dos patas más entre las que pasar.
Drizzt se revolvió propinando codazos y golpes, y, aunque no veía nada, lanzó una estocada hacia arriba, que esta vez dio en el blanco. En el frenesí del momento no lo entendió, pero al salir de debajo de la pantera cayó en la cuenta de que el acierto del golpe se debía a su ceguera. Se incorporó de un salto y de inmediato dio una voltereta hacia adelante, eludiendo por poco los chasqueantes tentáculos.
Había actuado sin ver y, sin embargo, era el único golpe certero que había dado.
La pantera se volvió hacia él, rugiendo de rabia, y sus verdes ojos traspasaron al elfo oscuro como dos dagas luminosas. Drizzt escupió a aquellos puntos de luz con un propósito determinado, y, aunque apuntó con precisión y la bestia no hizo movimiento alguno para esquivarla, la saliva dio en el suelo. El felino no estaba donde parecía estar.
El drow intentó rememorar su entrenamiento en la Academia de Menzoberranzan. Les habían hablado de este tipo de animal en una ocasión, pero no era una especie muy corriente y por ello no se le dedicó un estudio más amplio.
El felino se lanzó al ataque. Drizzt saltó hacia adelante, poniéndose al alcance de los dolorosos tentáculos, y dirigió su siguiente golpe medio metro a la derecha del punto donde veía al animal.
Pero la pantera estaba a la izquierda; cuando su cimitarra siseó, inofensiva, en el aire, el drow supo que se había equivocado y que estaba en un apuro. Se impulsó hacia arriba con un salto, y sintió un zarpazo en el pie, el mismo que se había herido durante la lucha sostenida con Artemis Entreri en la cornisa de una ladera, en el exterior de Mithril Hall. Centella se descargó en un golpe descendente, y la magnífica hoja abrió un tajo en la zarpa de la bestia, obligándola a recular. Drizzt aterrizó casi encima del animal; sintió el ardiente aliento de sus fauces babeantes cerca del antebrazo y adelantó el puño al tiempo que giraba la muñeca para que la cruz del arma evitara que el monstruo le arrancara la mano de una dentellada.
Cerró los ojos, ya que sólo conseguirían confundirlo, y descargó con fuerza la empuñadura de Centella. El golpe alcanzó al monstruo en la cabeza. Luego retrocedió bruscamente y echó a correr. Un tentáculo chasqueó tras él, y el extremo óseo lo alcanzó en la espalda, pero el drow rodó sobre sí mismo, evitando que el latigazo le diera de lleno.
En pie de nuevo, Drizzt emprendió la huida a todo correr.
Con el monstruo pisándole los talones, llegó a la oquedad ancha y poco profunda y giró, de manera que la espalda y los flancos quedaron protegidos por el muro rocoso.
Drizzt se concentró, recurriendo a sus dotes mágicas innatas, y lanzó un globo de oscuridad impenetrable en el que desapareció la luz de Centella y el brillo de los ojos de la bestia.
El drow dio un par de pasos en círculo y luego se adelantó, ya que no quería que el animal saliera de la zona de oscuridad. Oyó el siseo de un tentáculo que pasó rozándolo, y luego percibió el siguiente golpe que llegaba desde el lado opuesto. Drizzt sonrió con satisfacción cuando su cimitarra se descargó saliendo al encuentro del apéndice y lo cercenó.
El rugido dolorido de la bestia sirvió de guía a Drizzt. Sabía que no podía acercarse demasiado, pero con las cimitarras su alcance era mayor. Con Centella levantada para frenar los golpes del otro tentáculo, descargó varias estocadas seguidas con la otra arma, sin demasiado éxito.
La enfurecida bestia saltó sobre él, pero Drizzt lo percibió y se tiró de bruces al suelo; luego rodó sobre la espalda al tiempo que arremetía con ambas cimitarras hacia arriba. Esta vez, los aceros infligieron dos profundos tajos en el vientre del monstruo.
El felino se derrumbó pesadamente contra la pared, y, antes de que tuviera tiempo de recuperarse, Drizzt se le echó encima. Una cimitarra se descargó contra el cráneo del animal y le abrió un corte en la cabeza. El animal se revolvió rápidamente y saltó con las zarpas extendidas y las fauces abiertas.
Centella lo estaba esperando. La punta de la cimitarra alcanzó a la bestia en la mandíbula y resbaló en el hueso para después hincarse en el cuello. Una zarpa golpeó la hoja del arma y a punto estuvo de desarmar al drow, pero Drizzt sabía que tenía que aguantar si quería salvar la vida. Hubo un forcejeo frenético, pero el vigilante, aunque retrocedió, se las arregló para mantener a raya a la bestia.
Los dos salieron del globo de oscuridad, el monstruo todavía empujando. Drizzt cerró los ojos. Percibió que el tentáculo restante iba a golpearlo y se echó bruscamente hacia adelante, descargando todo su peso en Centella. El tentáculo se enroscó sobre su espalda, y Drizzt levantó el codo del otro brazo justo a tiempo de evitar que la punta ósea lo alcanzara de lleno en la cara.
Centella estaba hincada hasta la mitad en el cuello del monstruo, que emitía un sonido borboteante y resollante, pero las grandes zarpas se descargaban contra los costados del drow, arrancando tiras de la capa y arañando la fantástica cota de mithril. El felino intentó girar la cabeza hacia el brazo de Drizzt.
La mano libre del elfo oscuro se puso en movimiento y empezó a descargar golpe tras golpe con la otra cimitarra sobre la cabeza del monstruo.
Sintió que las garras lo sujetaban y que las chasqueantes fauces se acercaban a un par de centímetros de su vientre. Una de las uñas se introdujo entre las anillas de la cota y se clavó en el costado del drow.
La cimitarra seguía golpeando.
Cayeron los dos al suelo, en un confuso revoltijo, Drizzt sobre su costado y mirando de frente aquellos ojos enloquecidos. Pensó que estaba condenado y se retorció en un intento de soltarse del abrazo mortal. Entonces las garras de la bestia se aflojaron, y Drizzt comprendió que la bestia había muerto. Por fin consiguió incorporarse y contempló a la criatura; sus verdes ojos seguían brillando aun después de muerta.
—No entres —le dijo a Regis uno de los soldados que estaban de guardia a la puerta de la sala del trono de Bruenor cuando el halfling se dirigía audazmente hacia ella.
Regis miró al guardia atentamente; nunca había visto a un enano tan pálido.
La puerta se abrió de golpe y un contingente de enanos, armados hasta los dientes y equipados con armaduras, salió precipitadamente, tropezando unos con otros y rodando por el suelo mientras huían a todo correr pasillo adelante. Los persiguió la sarta de insultos y maldiciones que barbotaba su rey.
Uno de los guardias iba a cerrar la puerta, pero Regis se adelantó de un salto y entró en la sala.
Bruenor paseaba como un león enjaulado cerca del trono, lanzando puñetazos al enorme sillón cada vez que pasaba lo bastante cerca de él. El general Dagnabit, jefe militar de Mithril Hall, estaba sentado en una silla y tenía una expresión sombría, en tanto que Thibbledorf Pwent brincaba alegremente detrás de Bruenor, como si fuera su sombra, aunque se mantenía alerta para agacharse cada vez que el rey enano se daba media vuelta.
—¡Clérigos estúpidos! —bramó Bruenor.
—Muerto Cobble, no queda ninguno lo bastante poderoso para… —intentó intervenir Dagnabit, pero el rey no lo escuchaba.
—¡Clérigos estúpidos! —gritó con más fuerza Bruenor.
—¡Sí, bien dicho! —se mostró de acuerdo Pwent.
—Mi rey, habéis enviado dos patrullas a Luna Plateada, y otra al norte de la ciudad —intentó razonar Dagnabit—. Y tenéis a la mitad de mis soldados recorriendo los túneles inferiores.
—¡Y enviaré a la otra mitad que queda si esos inútiles no encuentran el camino! —rugió Bruenor.
Regis, que seguía junto a la puerta sin que su presencia hubiera sido advertida aún, empezaba a entender a qué venía tanto escándalo, y, sinceramente, le gustaba lo que veía. Bruenor —¡y parecía el Bruenor de siempre otra vez!— estaba removiendo cielo y tierra para encontrar a Drizzt y a Catti-brie. ¡El fuego interno del viejo enano se había reavivado!
—Pero ahí abajo hay un millar de túneles —argumentó Dagnabit—. Y se tarda una semana en explorar algunos de ellos para después descubrir que son callejones sin salida.
—¡Entonces envía un millar de enanos! —le chilló Bruenor. Reanudó sus paseos alrededor del trono y de pronto se frenó de golpe, con lo que Pwent chocó contra su espalda, al reparar en el halfling—. ¿Qué estás mirando? —inquirió, al ver los ojos de Regis fijos en él.
Al halfling le habría gustado contestar «A mi viejo amigo», pero se limitó a encogerse de hombros. Captó un fugaz destello de cólera en el ojo azul grisáceo del enano, y le pareció que Bruenor se inclinaba hacia él, como si luchara para contener el impulso de echársele encima y estrangularlo. Pero Bruenor se calmó y se dejó caer en su trono con pesadez.
Regis se acercó con cautela y observó atentamente a su amigo, sin prestar atención a las afirmaciones del pragmático Dagnabit de que era imposible alcanzar a Drizzt y Catti-brie. Regis había oído suficiente para deducir que al general no lo preocupaba demasiado ninguno de los dos, cosa que no lo sorprendía mucho, ya que el hosco enano no sentía aprecio por nadie que no perteneciera a su raza.
—Si tuviéramos la condenada pantera —empezó Bruenor, y de nuevo surgió un colérico destello en su ojo al mirar al halfling. Regis cruzó las manos a la espalda y agachó la cabeza.
»¡O el condenado guardapelo! —rugió Bruenor—. ¿Dónde infiernos habré puesto ese maldito guardapelo?
Regis se encogía con cada grito y estallido de furia, pero el enfado de Bruenor no le hizo cambiar su opinión de que había obrado bien al ayudar a Catti-brie y hacer que se llevara la pantera.
Y, aunque casi esperaba que Bruenor le atizara un puñetazo en cualquier momento, tampoco cambió de opinión respecto a que se alegraba de volver a ver al enano rebosante de vida.