Asuntos pendientes
Berg’inyon Baenre colgaba boca abajo en el inmenso techo de la cueva, bien sujeto con la correa de seguridad a la silla de montar de su lagarto. Al joven guerrero le había costado un tiempo acostumbrarse a esta posición, pero, como comandante de los jinetes de lagartos de la casa Baenre, pasaba muchas horas vigilando la ciudad desde este lugar estratégico.
Un movimiento a un lado, detrás de un agrupamiento de estalactitas, puso alerta a Berg’inyon. Bajó su lanza mortal, sosteniéndola con una mano, en tanto que situaba la otra sobre la empuñadura de la ballesta de mano, sin soltar las riendas del lagarto.
—Soy el hijo de la casa Baenre —dijo en voz alta, imaginando que eso sería suficiente amenaza para frustrar cualquier posible mala jugada. Miró en derredor, en busca de refuerzos, y se llevó la mano a la bolsita del cinturón donde tenía el espejo de señales, una placa de metal calentada mágicamente por un lado y que se utilizaba para comunicarse con criaturas dotadas de visión infrarroja. Docenas de otros jinetes de lagartos de la casa Baenre se encontraban por los alrededores y acudirían prestos a la llamada de Berg’inyon—. Soy el hijo de la casa Baenre —repitió. Berg’inyon se relajó de inmediato al ver a su hermano mayor, Dantrag, salir de detrás de las estalactitas montado a lomos de un lagarto subterráneo aún mayor que el suyo. El mayor de los dos Baenre, también cabeza abajo, ofrecía, ciertamente, un aspecto muy curioso con su cola de caballo colgando recta.
—Yo también lo soy —replicó Dantrag mientras su montura de patas adherentes se deslizaba veloz hasta situarse al lado de la de Berg’inyon.
—¿Qué haces aquí arriba? —preguntó el menor—. ¿Y cómo te has apropiado de la montura sin mi permiso?
—¿Apropiado? —resopló con sorna Dantrag—. Soy el maestro de armas de la casa Baenre. No necesito tu permiso para coger un lagarto.
Los relucientes ojos rojizos del menor de los Baenre lo miraron de hito en hito, pero el jefe de los jinetes no añadió más.
—Olvidas quién te entrenó, hermano —comentó Dantrag en voz queda. Su comentario admonitorio estaba de más; Berg’inyon jamás olvidaría, jamás podría olvidar, que Dantrag había sido su mentor.
»¿Estás preparado para enfrentarte de nuevo a alguien como Drizzt Do’Urden? —La pregunta directa hizo que Berg’inyon diera un respingo—. Cabe la posibilidad, puesto que viajaremos a Mithril Hall —añadió Dantrag fríamente.
Berg’inyon, completamente nervioso, dejó escapar un suspiro hondo y prolongado. Drizzt y él habían sido condiscípulos en Melee-Magthere, la escuela de guerreros de la Academia. Berg’inyon, entrenado por Dantrag, había ido allí convencido de que sería el mejor luchador de la clase. Drizzt Do’Urden, el renegado, el traidor, lo había batido año tras año privándolo de ese honor. El desempeño de Berg’inyon en la Academia había sido bueno de acuerdo con los niveles establecidos, pero no según el marcado por Dantrag.
—¿Estás preparado para enfrentarte a él? —insistió el mayor en un tono cada vez más serio e iracundo.
—¡No! —replicó Berg’inyon furioso.
Su hermano, a horcajadas en el lagarto suspendido del techo, lo observaba con una sonrisa engreída plasmada en su atractivo semblante. Berg’inyon comprendió que Dantrag había forzado la respuesta por alguna razón. El mayor quería dejarle claro cuál era su lugar —el de simple espectador— si acaso se encontraban con el rebelde Do’Urden estando juntos.
Y Berg’inyon sabía también el motivo por el que su hermano quería ser el primero en medir sus fuerzas con Drizzt. Este había sido entrenado por Zaknafein, principal rival de Dantrag, el único maestro de armas en Menzoberranzan a quien siempre se había considerado superior a Dantrag en las artes marciales. A decir de todos, Drizzt era, como mínimo, tan diestro como su maestro, y, si Dantrag lo derrotaba, podría al menos dejar de estar a la sombra de Zaknafein.
—Tú has luchado con los dos —dijo Dantrag astutamente—. Dime, querido hermano, ¿quién es mejor, él o yo?
Berg’inyon no tenía suficiente fundamento para responder a esa pregunta. Hacía más de treinta años que no luchaba contra Drizzt Do’Urden, y ni siquiera a su lado.
—Drizzt te haría morder el polvo —contestó, a pesar de todo, sólo por darse la satisfacción de fastidiar a su engreído hermano.
La mano de Dantrag actuó a una velocidad tan relampagueante que Berg’inyon no pudo seguir el movimiento. El maestro de armas dirigió con precisión su afilada espada a la correa superior de la silla de montar de Berg’inyon y cortó fácilmente el cuero a pesar de que el aparejo estaba reforzado por un hechizo. La otra mano de Dantrag se movió con idéntica rapidez y soltó el freno del bocado del lagarto al mismo tiempo que Berg’inyon caía a plomo de la silla.
El hermano menor se giró mientras caía y recuperó la vertical a la par que recurría a la magia innata, común a todos los drows y más acentuada en los nobles de su raza. Poco después había frenado el descenso, contrarrestado por el hechizo de levitación con el que el joven guerrero, todavía lanza en ristre, empezó a ascender lentamente hacia donde se encontraba su hermano, que reía a mandíbula batiente.
La matrona Baenre te mataría si supiera que me has humillado así delante de los soldados, expresaron las manos de Berg’inyon utilizando el lenguaje de señas.
Más vale acabar con el orgullo herido que con la garganta cortada, replicaron las manos de Dantrag.
Acto seguido, el mayor de los dos Baenre se alejaba a lomos de su montura y desaparecía tras las estalactitas. De nuevo junto a su lagarto, Berg’inyon se dedicó a atar otra vez la correa de seguridad a la silla y enganchó el freno al bocado al animal. Había dicho que Drizzt era mejor guerrero, pero, considerando lo que Dantrag acababa de hacer con él, un ataque a dos manos perfectamente dirigido antes de darle tiempo a reaccionar siquiera, el joven Baenre ponía en duda su afirmación. Llegó a la conclusión de que sería Drizzt Do’Urden el que lo lamentaría si se daba la circunstancia de que los dos guerreros se enfrentaban.
La idea complació al joven Berg’inyon. Desde aquellos días en la Academia, había vivido a la sombra de Drizzt Do’Urden del mismo modo que Dantrag había estado a la de Zaknafein. Si Dantrag derrotaba a Drizzt, entonces los hermanos Baenre habrían demostrado ser los guerreros más fuertes, y la reputación de Berg’inyon se vería incrementada simplemente por el hecho de ser el alumno de Dantrag. Al joven Baenre le gustaba la idea de que podía salir ganando sin tener que vérselas con ese endemoniado Do’Urden de ojos de color violeta.
Quizá la lucha tuviera un desenlace aún más prometedor, pensó Berg’inyon esperanzado. Quizá Dantrag consiguiera matar a Drizzt, y entonces, débil y probablemente herido, resultaría fácil presa para la espada de Berg’inyon. Así, no sólo crecería su reputación, sino que ascendería de posición, ya que sería el lógico candidato para reemplazar a su hermano muerto en el codiciado puesto de maestro de armas.
El joven Baenre giró en el aire para colocarse en la silla de montar ya reparada; esbozó una sonrisa malévola al considerar las posibilidades que se abrían ante él con la inminente marcha a Mithril Hall.
—Jerlys —susurró el drow con gesto sombrío.
—¿Jerlys Horlbar? —preguntó Jarlaxle, y el mercenario se recostó en la irregular superficie de la estalagmita para reflexionar sobre la alarmante noticia. Jerlys era una madre matrona, una de las dos grandes sacerdotisas que presidían la casa Horlbar, la duodécima de Menzoberranzan. Aquí estaba, muerta, medio enterrada bajo un montón de cascotes, junto con su látigo de tentáculos destrozado.
Fue un acierto que lo siguiéramos, señalaron los dedos del soldado, más para aplacar al jefe mercenario que por hacer un comentario pertinente. Desde luego que era acertada la orden de Jarlaxle de vigilar a ese individuo. Ya sabía que era un tipo peligroso, increíblemente peligroso, pero, a la vista de una madre matrona —una gran sacerdotisa de la reina araña— muerta por una implacable cuchillada, el mercenario no pudo menos de preguntarse si él, también, no lo habría subestimado.
Podemos informar del hecho y eximirnos de responsabilidades, sugirió otro de los miembros de la secreta organización Bregan D’aerthe.
En un primer momento, a Jarlaxle aquella idea le pareció un consejo razonable. El cuerpo de la madre matrona acabaría descubriéndose, y se llevaría a cabo una exhaustiva investigación, al menos por parte de la casa Horlbar, como mínimo. Las represalias contra los culpables de connivencia eran lo habitual en Menzoberranzan, sobre todo cuando se trataba de un crimen tan serio, y Jarlaxle no quería verse involucrado en una guerra encubierta con la duodécima casa; no en estos momentos, cuando se estaban tramando muchos otros acontecimientos de importancia.
La calculadora mente de Jarlaxle enfocó la situación desde otro ángulo. Por muy desafortunado que pareciera este incidente, todavía podía sacar provecho de él. Había al menos un as escondido en esta partida que la matrona Baenre estaba jugando, un factor desconocido que podía llevar el inminente caos a nuevas cotas de gloria.
Volved a enterrarla, indicó el mercenario con el lenguaje de señas. Esta vez, más hondo en el montón de piedras, aunque no completamente. Quiero que el cadáver se encuentre, pero no durante un tiempo.
El jefe mercenario echó a andar por el callejón sin que sus fuertes botas ni sus numerosas joyas hicieran el menor ruido.
¿Hemos de reunirnos otra vez?, inquirió uno de los soldados mercenarios a su jefe.
Jarlaxle denegó con la cabeza y siguió su camino, saliendo del perdido callejón. Sabía dónde encontrar al asesino de Jerlys Horlbar, y también sabía que podía utilizar esta información contra él, tal vez para hacer más firme la lealtad esclavizada que debía a Bregan D’aerthe, o quizá por otras razones. Jarlaxle tenía que manejar el asunto con mucho cuidado, lo sabía. Tenía que caminar por la fina línea que separaba la intriga de la guerra.
Nadie en la ciudad sabía hacer eso mejor que él.
Uthegental descollará en días venideros.
Dantrag Baenre torció el gesto cuando la idea penetró, insidiosa, en su mente. Sabía cuál era su procedencia, y entendía su sutil intención. Él y el maestro de armas de la casa Barrison Del’Armgo, principal rival de la casa Baenre, estaban considerados como los dos mejores guerreros de la ciudad.
La matrona Baenre utilizará sus habilidades, fue el siguiente mensaje telepático de advertencia. Dantrag desenvainó la espada de la que se había apropiado en la superficie y la miró de hito en hito. Una fina línea roja llameó a lo largo del filo increíblemente agudo del acero, y los dos rubíes engastados a guisa de ojos en el pomo, tallado a semejanza del rostro de un demonio, centellearon con vida propia.
Dantrag aferró la empuñadura y sintió el creciente calor en la mano a medida que Khazid’hea, la Cercenadora, continuaba su comunicación.
Es fuerte y se desenvolverá bien en la incursión a Mithril Hall. Ansia derramar la sangre del joven Do’Urden, el legado de Zaknafein, tanto como tú… Puede que incluso más.
Dantrag resopló desdeñoso ante el último comentario, vertido con el único propósito de encolerizarlo al máximo. Khazid’hea consideraba a Dantrag su compañero, no su dueño, y sabía que podía manipular mejor al guerrero cuando estaba furioso.
Tras muchas décadas de manejar esta espada, Dantrag también sabía todo esto, y se obligó a mantener la calma.
—Nadie desea la muerte de Drizzt Do’Urden más que yo —aseguró a la poco convencida espada—. Y la matrona Baenre se ocupará de que sea yo, no Uthegental, el que tenga la oportunidad de acabar con el renegado. La matrona Baenre no querría que los honores que acarreará la consecución de semejante hazaña recayeran en un guerrero de la casa segunda.
La línea rojiza centelleó con mayor intensidad y se reflejó en los ambarinos ojos de Dantrag.
Mata a Uthegental, y así facilitarás a la matrona su labor, razonó Khazid’hea.
Dantrag rompió a reír ante esta idea, y los diabólicos ojos de la espada relampaguearon de nuevo.
—¿Matarlo? —repitió Dantrag—. ¿Matar a alguien a quien la matrona Baenre considera importante para la misión proyectada? ¡Me desollaría vivo!
Pero ¿podrías matarlo?
Dantrag rio otra vez, pues la pregunta tenía el único propósito de azuzarlo, de empujarlo a la lucha que Khazid’hea anhelaba desde hacía tanto tiempo. La espada era orgullosa; al menos lo era tanto como Dantrag o Uthegental, y quería desesperadamente estar en las manos del indiscutible mejor maestro de armas de Menzoberranzan, fuera cual fuera de los dos.
—Ruega porque sea capaz de derrotarlo —replicó Dantrag, devolviendo la pulla a Khazid’hea—. Uthegental prefiere el tridente, no la espada. Si él saliera vencedor, entonces la pobre Khazid’hea acabaría en la vaina de un soldado raso.
Uthegental me usaría.
Dantrag enfundó el arma, considerando que el absurdo comentario no merecía siquiera una respuesta. Cansada también de sus inútiles pullas, Khazid’hea guardó silencio y siguió rumiando y maquinando.
La espada había puesto al descubierto puntos que inquietaban a Dantrag. El maestro de armas sabía la importancia del inminente asalto. Si conseguía acabar con el joven Do’Urden, entonces toda la gloria sería para él; pero, si Uthegental se le adelantaba, entonces él quedaría como el segundo mejor guerrero de la ciudad, un rango del que jamás se libraría a menos que encontrara y matara a Uthegental. Dantrag sabía que a su madre no la complacería aquello. La vida del maestro de armas Baenre había sido un tormento cuando Zaknafein Do’Urden vivía, ya que la matrona Baenre no dejaba de mortificarlo, instándolo a que se enfrentara al legendario guerrero y acabara con él.
Esta vez, probablemente la matrona Baenre ni siquiera le daría esa opción. Puesto que Berg’inyon se estaba convirtiendo en un guerrero excelente, la matrona podría decidir sacrificarlo y conceder el codiciado puesto de maestro de armas a su hijo menor. Si justificaba los hechos aduciendo que se debía a que Berg’inyon era mejor guerrero, eso sembraría otra vez la duda entre el populacho sobre cuál de las dos casas tenía el mejor maestro de armas.
La solución era sencilla: Dantrag tenía que matar a Drizzt.