Señal divina
Catti-brie se despertó a la mañana siguiente en la cama blanda y mullida de una habitación muy lujosa, llena de exquisitas colgaduras de encaje por las que se filtraba suavemente la luz del sol, en un grato recibimiento a sus adormilados ojos. No estaba acostumbrada a sitios así, ni siquiera a dormir en la superficie.
Había rehusado tomar un baño la noche anterior, a pesar de que la dama Alustriel le había asegurado que los exóticos aceites y jabones la relajarían y le quitarían el cansancio. Para la joven, criada según las costumbres enanas, todo eso no eran más que tonterías y, peor aún, una debilidad. Se bañaba a menudo, pero en las frías aguas de un arroyo de montaña y sin aceites perfumados procedentes de tierras lejanas. Drizzt le había contado que los elfos oscuros podían rastrear a sus enemigos por su olor a kilómetros de distancia a través de las tortuosas cavernas de la Antípoda Oscura, y le parecía una insensatez bañarse en aceites aromáticos que facilitarían la tarea a sus enemigos.
Esta mañana, sin embargo, con el sol derramándose a través de las diáfanas cortinas y la bañera llena de nuevo con agua tan caliente que desprendía vapor, la joven reconsideró su decisión.
—Sois una persona porfiada, ya lo creo —acusó en voz queda a la dama Alustriel, deduciendo que la magia de la mujer era la causante de que el agua estuviera de nuevo caliente.
Catti-brie examinó la hilera de frascos y pensó en la larga y polvorienta calzada que la aguardaba; una calzada por la que, quizá, jamás regresaría. En su interior creció un sentimiento abrumador: la necesidad de ser indulgente consigo misma una sola vez, y, antes de que su lado pragmático pudiera oponerse, se había desnudado y se encontraba en la bañera, rodeada de burbujeante espuma.
Al principio, no dejó de lanzar miradas nerviosas a la puerta de la habitación, pero no tardó en sumergirse más en la bañera, completamente relajada, notando en la piel caliente un agradable cosquilleo.
—Te lo dije.
Las palabras sobresaltaron a Catti-brie, sacándola bruscamente del sopor. Se sentó, pero al punto se volvió a hundir en la bañera, avergonzada, al darse cuenta que la dama Alustriel venía acompañada por un extraño enano de barba y pelo tan blancos como la nieve, que vestía unas ropas sedosas y ondeantes.
—En Mithril Hall tenemos la costumbre de llamar a la puerta antes de entrar en la habitación de alguien —dijo Catti-brie, al recuperar parte de su dignidad.
—Llamé —contestó Alustriel—, pero estabas perdida en la calidez del baño.
La muchacha se apartó el cabello mojado de la cara y al hacerlo se dejó un montón de espuma en las mejillas. Consiguió salvar su orgullo haciendo caso omiso del detalle durante unos segundos, y luego apartó la espuma de un manotazo, con rabia.
Alustriel se limitó a sonreír.
—Si me dejáis sola un momento… —sugirió con brusquedad a la solemne dama.
—Drizzt se dirige, efectivamente, a Menzoberranzan —anunció Alustriel, y Catti-brie se incorporó otra vez, anhelante, todo pudor olvidado ante la importante noticia—. Me aventuré en el mundo espiritual anoche —explicó la dama—. Allí uno puede encontrar muchas respuestas. Drizzt viaja al norte de Luna Plateada, a través del bosque de la Luna, en línea recta hacia las montañas que rodean el paso del Orco Muerto.
La expresión de Catti-brie era una mezcla entre inquisitiva y perpleja.
—Allí es donde Drizzt apareció cuando se marchó de la Antípoda Oscura —continuó Alustriel—, en una cueva al este del mítico paso. Imagino que su intención es regresar por la misma ruta que lo condujo a la superficie.
—Llevadme allí —demandó la joven mientras salía del agua, demasiado absorta en las noticias como para sentir vergüenza.
—Te proporcionaré monturas —dijo la dama al tiempo que le tendía una gruesa toalla—. Los caballos encantados te permitirán viajar a gran velocidad. No te llevará más de un par de días llegar.
—¿No podéis hacer uso de vuestra magia para enviarme allí? —preguntó Catti-brie. Su tono era cortante, como si pensara que Alustriel no estaba haciendo todo lo que estaba en su mano.
—No conozco la localización de la cueva —explicó la dama de cabello plateado.
La joven paró de secarse y casi dejó caer sus ropas, que había recogido ya; la miró fijamente con una expresión aturdida, impotente.
—Por eso he traído a Fret —explicó Alustriel mientras levantaba una mano para tranquilizar a la joven.
—Fredegar Triturarrocas —rectificó el enano en una voz extrañamente melodiosa, y abrió los brazos mientras hacía una cortés reverencia.
A Catti-brie le pareció como si fuera un elfo atrapado en el cuerpo de un enano. Frunció el entrecejo mientras lo observaba detenidamente por primera vez; había pasado casi toda su vida rodeada de enanos y nunca había visto uno como este. Su barba estaba pulcramente recortada, sus ropas perfectamente limpias, y su piel no tenía el habitual aspecto endurecido, esa textura que recordaba a la roca. Demasiados baños en aceites perfumados, fue la conclusión a la que llegó la joven, que dirigió una mirada desdeñosa a la humeante bañera.
—Fret estaba en el grupo que rastreó por primera vez a Drizzt cuando salió de la Antípoda Oscura —continuó Alustriel—. Después de que Drizzt abandonó la zona, mi curiosa hermana y sus compañeros volvieron sobre sus pasos siguiendo el rastro del drow y localizaron la cueva, una entrada a túneles más profundos.
»No me decidía a indicarte el camino —añadió la dama de Luna Plateada tras una larga pausa. Su preocupación por la seguridad de la joven era patente en su tono y su expresión.
Los azules ojos de Catti-brie se estrecharon, y luego se puso los pantalones con rapidez. Nadie la iba a tratar con prepotencia, ni permitiría que otros decidieran lo que tenía que hacer.
—Entiendo —comentó Alustriel al tiempo que asentía con la cabeza.
El que la dama percibiera al instante su reacción sobresaltó a Catti-brie. Alustriel indicó a Fret con un gesto que cogiera el petate de la joven. Una expresión desabrida asomó fugaz al pulcro rostro del enano cuando se acercó al sucio bártulo, y lo levantó con dos dedos, cautelosamente. Luego lanzó una ojeada consternada a Alustriel, pero, al ver que la dama ni siquiera lo miraba, abandonó la habitación.
—No os pedí ningún acompañante —dijo Catti-brie.
—Fret te guiará hasta la entrada, nada más —la corrigió Alustriel—. Tu coraje es admirable, aunque un poco ciego —añadió y, antes de que a la joven se le ocurrieran las palabras adecuadas para replicar, abandonó la habitación.
Catti-brie se quedó inmóvil, en silencio, unos instantes; el agua que le empapaba el cabello le goteó por la espalda. Luchó para alejar la sensación de que no era más que una chiquilla en un mundo vasto y peligroso, de que era insignificante comparada con la alta y poderosa dama Alustriel.
Pero las dudas no la abandonaron.
Dos horas más tarde, después de tomar un buen desayuno y hacer acopio de provisiones, Catti-brie y Fret salieron de Luna Plateada por la puerta oeste, la puerta de Sundabar, acompañados por la dama Alustriel y un séquito de soldados que se mantenían a una distancia respetuosa pero vigilante.
Una yegua negra y un caballo gris de baja alzada aguardaban a los dos viajeros.
—¿Tengo que ir? —preguntó Fret por vigésima vez desde que salieron del castillo—. ¿No sería suficiente un mapa detallado?
Alustriel se limitó a sonreír, pero hizo caso omiso del pulcro enano. Fret detestaba cualquier cosa que lo hiciera ensuciarse, cualquier cosa que lo mantuviera alejado de sus obligaciones como el sabio más apreciado de Alustriel. Ni que decir tiene que la calzada a las tierras agrestes cercanas al paso del Orco Muerto cumplía ambos requisitos.
—Las herraduras están encantadas, y vuestras monturas volarán como el propio viento —explicó la dama a Catti-brie. La mujer de cabello plateado miró por encima del hombro al enano, que no dejaba de rezongar.
Catti-brie no respondió nada, ni dio las gracias a Alustriel por sus desvelos. No le había dirigido la palabra a la dama desde su encuentro a primera hora de la mañana, y había mostrado una actitud fría y reservada.
—Con suerte, llegaréis a la cueva antes que Drizzt —dijo la dama—. Hazlo entrar en razón y tráelo a casa, te lo suplico. Su sitio ya no está en la Antípoda Oscura.
—El único que puede decidir dónde está su «sitio» es el propio Drizzt —replicó la muchacha, pero lo que estaba dando a entender en realidad era que sólo ella tomaba sus propias decisiones.
—Por supuesto —se mostró de acuerdo Alustriel, y esbozó otra vez esa sonrisa, ese gesto perspicaz con el que a Catti-brie le daba la sensación de que le restaba importancia.
»No te he puesto obstáculos —añadió Alustriel—. He hecho cuanto estaba en mi mano para ayudarte en tu proyecto, tanto si me parece una decisión sensata como si no.
Catti-brie se encrespó.
—Teníais que decir eso último ¿verdad? —replicó.
—¿Acaso no tengo derecho a dar mi opinión? —preguntó Alustriel.
—Estáis en vuestro derecho de darla a todo aquel que os la pida —puntualizó Catti-brie.
Aunque comprendía lo que motivaba el comportamiento de la joven, Alustriel estaba francamente sorprendida.
Catti-brie resopló y azuzó a su caballo para ponerlo en marcha.
—Lo amas —dijo Alustriel.
La joven tiró de las riendas bruscamente para frenar al animal y lo hizo volverse. Ahora era ella la sorprendida.
—Al drow —añadió Alustriel, más para reforzar su última afirmación, para manifestar su sincera convicción, que para aclarar algo que evidentemente no necesitaba más explicaciones.
Catti-brie se mordió el labio inferior, como si buscara una contestación. Luego hizo volver grupas a la yegua e hincó los tacones en los ijares del animal con violencia.
—Es un largo camino —se lamentó Fret.
—Entonces, date prisa en regresar —repuso Alustriel—, y tráeme a Catti-brie y a Drizzt.
—Como deseéis, mi señora —contestó el obediente enano, que azuzó a su pequeño caballo para emprender el galope—. Como deseéis.
Alustriel permaneció en la puerta oriental con la mirada prendida en la calzada hasta mucho después de que Catti-brie y Fret partieran. Era una de esas ocasiones, no poco frecuentes, en las que la dama de Luna Plateada hubiera querido no estar tan obstaculizada con las responsabilidades de gobierno. Verdaderamente, Alustriel habría preferido coger un caballo y cabalgar junto a Catti-brie, incluso aventurarse en la Antípoda Oscura si era preciso, para encontrar al extraordinario drow que se había convertido en su amigo.
Pero no podía. Después de todo, Drizzt Do’Urden era un simple peón en un vasto mundo; un mundo que solicitaba audiencia constantemente en la atareada corte de la dama de Luna Plateada.
—Vuela, hija de Bruenor —musitó la hermosa mujer de cabello plateado—. Adiós, y que la suerte te acompañe.
Drizzt guiaba a su montura con cuidado a lo largo de una senda pedregosa que ascendía internándose en las montañas. Soplaba una cálida brisa y el cielo estaba despejado, pero una tormenta había descargado sobre esta región durante los últimos días y el sendero aún estaba algo embarrado. Por último, temeroso de que su caballo resbalara y se rompiera una pata, Drizzt desmontó y condujo al animal por las riendas, con toda clase de cuidados.
Había visto al furtivo elfo muchas veces esta mañana, ya que los senderos discurrían por un terreno bastante despejado y, en el proceso de subir y bajar las montañas, a menudo la distancia entre los dos jinetes se acortaba. Drizzt no se sorprendió demasiado cuando, al doblar un recodo, se encontró con el elfo, que se aproximaba por una senda que había corrido paralela a la suya.
El elfo de piel pálida, que también había desmontado y conducía a su montura por las riendas, asintió con la cabeza en un gesto aprobador al ver que Drizzt había hecho lo mismo. Se detuvo cuando aún se encontraba a seis metros del drow, como si no supiera cuál iba a ser su reacción.
—Si has venido a cuidar del caballo, entonces podrías cabalgar, o caminar, a mi lado —sugirió Drizzt.
El elfo volvió a asentir con la cabeza y condujo a su semental negro junto a la montura negra y blanca de Drizzt. El drow alzó la vista hacia el sendero montañoso.
—Hoy será el último día que necesitaré el caballo —explicó—. De hecho, no sé si volveré a cabalgar.
—¿Es que no tienes intención de salir de estas montañas? —preguntó el elfo.
Drizzt se pasó la mano por su ondeante melena blanca, sorprendido por lo concluyente de la frase y la verdad que encerraba.
—Busco una arboleda que no está lejos de aquí —dijo—. En tiempos fue el hogar de Montolio DeBrouchee.
—El vigilante ciego —reconoció el elfo.
A Drizzt lo sorprendió el comentario. Consideró las palabras de su pálido compañero y lo observó con detenimiento. Nada en el elfo de la Luna indicaba que fuera un vigilante, pero conocía a Montolio.
—Es apropiado que el nombre de Montolio DeBrouchee se haya convertido en leyenda —decidió el drow en voz alta.
—¿Y qué me dices del nombre de Drizzt Do’Urden? —inquirió el elfo, sorprendiéndolo de nuevo. Sonrió al ver la expresión de Drizzt y añadió—: Sí, te conozco, elfo oscuro.
—Entonces, estás en clara ventaja conmigo —comentó Drizzt.
—Soy Tarathiel —se presentó el elfo de la Luna—. No fue casualidad el que te interceptáramos cuando cruzabas el bosque de la Luna. Cuando mi pequeño clan descubrió que viajabas a pie, decidimos que lo mejor para Ellifain sería encontrarse contigo.
—¿La doncella? —dedujo Drizzt.
Tarathiel asintió; sus rasgos casi parecían traslúcidos a la luz del sol.
—No sabíamos cómo reaccionaría al ver a un drow. Te pedimos disculpas.
Drizzt las aceptó con un gesto cortés.
—Ella no es de tu clan —coligió—. O, al menos, no lo era en su infancia.
Tarathiel no respondió, pero la expresión intrigada que se reflejó en su semblante confirmó a Drizzt que estaba en lo cierto.
—Su gente fue asesinada por los drows —continuó el elfo oscuro, a pesar de su temor de ver confirmada su suposición.
—¿Qué sabes de ello? —lo apremió Tarathiel. Por primera vez desde que habían iniciado la conversación, su voz había adquirido un tono cortante.
—Me encontraba en el grupo que llevó a cabo la incursión —admitió Drizzt. Tarathiel hizo intención de empuñar su espada, pero el elfo oscuro, con un movimiento relampagueante, le agarró la muñeca—. Yo no maté a ningún elfo —explicó—. Los únicos contra los que quería luchar eran aquellos que me habían acompañado a la superficie.
Los músculos de Tarathiel se relajaron, y apartó la mano de la espada.
—Ellifain apenas recuerda nada de la tragedia. Habla más de lo ocurrido en sueños que cuando está despierta, y entonces sólo divaga. —Hizo una pausa y su mirada se prendió en la del elfo oscuro—. Hacía mención a ojos de color púrpura. No entendíamos qué quería decir con eso, y cuando se lo preguntábamos no sabía qué responder. El púrpura no es un color corriente de ojos en los drows, conforme a nuestras leyendas.
—No lo es —le confirmó Drizzt, y su voz sonó distante, como si reviviera aquel terrible día tan lejano. ¡Esta era la doncella elfa! La misma por la que un Drizzt Do’Urden más joven había arriesgado todo por salvarla; la misma cuyos ojos lo habían convencido, fuera de toda duda, de que el proceder de su gente no era el que le dictaba su corazón.
—Así pues, cuando oímos hablar de Drizzt Do’Urden, el amigo drow del rey enano que había reconquistado Mithril Hall, el drow de ojos púrpura, pensamos que lo mejor para Ellifain sería enfrentarse a su pasado —explicó Tarathiel.
Drizzt asintió de nuevo, con la mirada prendida en el paisaje montañoso que en realidad no veía, pues su mente estaba reviviendo el pasado.
Tarathiel no hizo más comentarios sobre el asunto. Al parecer, Ellifain había revivido su pasado y el choque emocional había sido demasiado fuerte.
El elfo de la Luna rehusó el ofrecimiento de Drizzt de que cogiera los caballos y se marchara; ese mismo día, unas horas después, los dos cabalgaban de nuevo por un angosto sendero en lo alto de un paso, un terreno que Drizzt recordaba muy bien. Pensó en Montolio, Mooshie, su mentor en la superficie, el viejo vigilante ciego que podía disparar un arco guiado por los gritos de su búho. Montolio había sido quien le había hablado a un joven Drizzt de una divinidad que personifica los mismos sentimientos que conmovían el corazón del drow y los mismos preceptos que guiaban la conciencia del elfo oscuro renegado. Su nombre era Mielikki, la diosa del bosque, y, desde aquellos días de convivencia con Montolio, Drizzt Do’Urden se había dejado guiar por su silenciosa tutela.
Drizzt se sintió asaltado por una avalancha de emociones cuando el sendero se apartó del paso y empezó a ascender una pendiente más escarpada, por una zona de peñascos desprendidos. Lo aterrorizaba lo que podía encontrarse. Quizás una horda de orcos —los despreciables humanoides abundaban en esta región— había ocupado la maravillosa arboleda del viejo vigilante. ¿Y si había sido presa del fuego y sólo quedaba una llaga árida en la tierra?
Entraron en un denso soto, siguiendo a lo largo de una trocha angosta pero bien marcada, con Drizzt a la cabeza. El vigilante vio que la fronda se aclaraba un poco más adelante y, al otro lado de la línea de árboles, divisó un pequeño prado. Sofrenó a su caballo y se volvió a mirar a Tarathiel.
—La arboleda —explicó al tiempo que desmontaba.
Tarathiel hizo otro tanto. Ataron los caballos al resguardo del soto y avanzaron sigilosos hacia el borde de la vegetación. Allí estaba el huerto de Mooshie, un espacio de unos sesenta metros de longitud, de norte a sur, y la mitad de ancho. Los pinos se erguían altos y rectos —ningún fuego había azotado la arboleda— y los puentes de cuerdas que el vigilante ciego había construido todavía podían verse tendidos entre los árboles a diferentes alturas. Incluso la cerca baja seguía intacta, ni una sola piedra descolocada, y la hierba no estaba crecida.
—Alguien vive ahí —razonó Tarathiel, pues el lugar no mostraba un aspecto agreste. Al volver la vista hacia Drizzt, vio que el drow, con una expresión resuelta y severa en el semblante, había desenvainado las cimitarras, una de las cuales emitía un suave fulgor azulado.
Tarathiel enganchó la cuerda de su arco largo mientras Drizzt salía de la maleza con sigilo y salvaba rápidamente la distancia que lo separaba de la cerca de piedra. El elfo de la Luna echó a correr y se situó junto a su compañero drow.
—He visto huellas de muchos orcos desde que entramos en las montañas —susurró Tarathiel. Tensó la cuerda del arco y asintió con la cabeza, la expresión severa—. ¿Por Montolio?
Drizzt repitió su gesto y se asomó muy despacio por encima de la cerca de piedra. Esperaba ver orcos, y confiaba en que luego los vería muertos.
El drow se quedó paralizado; sus brazos colgaron inertes a sus costados, y empezó a jadear, como si de repente le costara un gran esfuerzo respirar.
Tarathiel le dio un codazo, pidiendo una explicación, pero, viendo que el drow no reaccionaba, el elfo levantó el arco y se asomó al borde de la pared.
Al principio no vio nada, pero entonces siguió la mirada estática de Drizzt hacia un estrecho hueco entre los árboles del extremo sur, donde una rama se mecía como si algo acabara de rozarse contra ella. Tarathiel alcanzó a ver una fugaz mancha blanca entre las sombras de la espesura. Pensó que era un caballo.
En ese momento salió de las sombras: un poderoso corcel de pelaje cegadoramente blanco. Sus peculiares ojos, de un fuerte color rosa, relucían, y en la frente le crecía un cuerno marfileño. El unicornio miró en la dirección donde se encontraban los compañeros, piafó y soltó un resoplido.
Tarathiel tuvo el sentido común de agacharse, y tiró del pasmado Drizzt Do’Urden, arrastrándolo consigo.
«¡Un unicornio!», articuló en silencio el elfo de la Luna. En un gesto instintivo, el drow se llevó la mano al cuello de su capa de viaje, al colgante que representaba la cabeza de un unicornio y que Regis había tallado para él en el hueso de una trucha de cabeza de jarrete.
Tarathiel señaló al denso soto por donde habían llegado e indicó mediante gestos que Drizzt y él deberían marcharse, pero el drow sacudió la cabeza. Recobrada la compostura, Drizzt se asomó otra vez por el borde de la cerca.
La zona estaba despejada, sin señal alguna de que el unicornio se encontrara por los alrededores.
—Deberíamos marcharnos —dijo Tarathiel tan pronto como también él llegó a la conclusión de que el poderoso animal no estaba cerca—. Consuélate con la idea de que el huerto de Montolio está al cuidado de la mejor custodia imaginable.
Drizzt tomó asiento en la valla, escudriñando fijamente la maraña de pinos. ¡Un unicornio! El símbolo de Mielikki, el símbolo más puro de la naturaleza. Para un vigilante, no había animal más perfecto; y para Drizzt, no podía haber un guardián mejor para el huerto de Montolio DeBrouchee. Le habría gustado quedarse en la zona durante algún tiempo, le habría gustado muchísimo volver a vislumbrar a la esquiva criatura, pero sabía que el tiempo apremiaba y que los oscuros corredores lo aguardaban.
Miró a Tarathiel y sonrió: luego, se dio media vuelta para marcharse.
Pero el camino a través del pequeño prado estaba interceptado por el poderoso unicornio.
—¿Cómo lo ha hecho? Debe de ser mágica —comentó Tarathiel. Ya no era necesario hablar en susurros, pues el animal los había localizado y piafaba con nerviosismo al tiempo que agitaba la hermosa cabeza.
—Mágico, en todo caso —lo corrigió Drizzt al reparar en la perilla blanca, un rasgo exclusivo del unicornio macho. Una súbita idea se adueñó del drow, que envainó las cimitarras y bajó de la valla de un salto.
—Él o ella, tanto da. Pero ¿cómo lo ha hecho? —insistió Tarathiel—. No oí el trapaleo de los cascos. —Un repentino brillo iluminó los ojos del elfo al ocurrírsele una posibilidad—. ¡A menos que haya más de uno!
—Sólo hay uno —le aseguró Drizzt—. Estabas acertado en tu anterior suposición. Hay algo mágico en los unicornios, y este lo ha demostrado al aparecer de manera tan repentina.
—Da un rodeo por el sur —susurró Tarathiel—. Yo iré por el norte. Si no se siente amenazado por nuestra presencia… —El elfo de la Luna enmudeció al ponerse Drizzt en movimiento, pero no hacia el sur, sino directamente hacia el animal.
»Ten cuidado —le advirtió—. Indudablemente, los unicornios son bellísimos, pero, según se dice, también pueden ser peligrosos e impredecibles.
Drizzt levantó una mano para acallar al elfo y siguió alejándose de la cerca muy despacio. El unicornio relinchó y sacudió la poderosa cabeza, agitando violentamente las crines. Golpeó el suelo con un casco, y el impacto abrió un hoyo profundo en el césped.
—Cuidado, Drizzt Do’Urden —advirtió de nuevo Tarathiel.
De haber hecho lo que le dictaba el sentido común, Drizzt debería haber dado media vuelta. El unicornio bien podía arrollarlo y aplastarlo con sus cascos, y su agitación crecía con cada paso que daba el drow.
Pero la bestia no se lanzó contra él ni agachó la cabeza para embestirlo y atravesarlo con el cuerno. Poco después, el drow estaba sólo a unos cuantos pasos, sintiéndose insignificante ante el magnífico animal.
Drizzt alargó una mano, muy, muy despacio, con delicadeza. Sus dedos rozaron el espeso y brillante pelaje del unicornio; luego avanzó otro paso y acarició el musculoso cuello del magnífico animal.
El drow apenas se atrevía a respirar; deseó que Guenhwyvar se encontrara junto a él en este momento para que viera semejante obra maestra de la naturaleza. Deseó que Catti-brie estuviera aquí, pues la joven sabría apreciar la magia de este instante tanto como él mismo.
Volvió la vista hacia el elfo, que estaba sentado en la cerca de piedra y sonreía de oreja a oreja. La expresión gozosa de Tarathiel se tornó en otra de sorpresa, y Drizzt giró la cabeza y se encontró con que su mano acariciaba el aire.
El unicornio había desaparecido.