Al cabo de los años
Drizzt notó que lo estaban observando. Sabía que eran ojos elfos, probablemente mirándolo con fijeza tras las flechas aprestadas. El vigilante siguió su camino a través del bosque de la Luna con aparente despreocupación, con las armas guardadas y la capucha de su capa verde bosque echada hacia atrás, dejando a la vista su larga melena blanca y sus rasgos elfos de piel negra.
El sol recorría perezoso su órbita y se colaba entre los frondosos árboles, poniendo suaves pinceladas amarillas en el bosque. Drizzt no las evitaba, no sólo para demostrar a los elfos de la superficie que él no era un drow corriente, sino porque le gustaba realmente sentir la cálida caricia de los rayos de sol. La senda era ancha y llana, algo inesperado en un bosque supuestamente salvaje y frondoso.
A medida que los minutos se convirtieron en una hora y se internó más en las profundidades de la fronda, Drizzt empezó a preguntarse si cruzaría el bosque de la Luna sin incidentes. No quería tener problemas, desde luego; sólo deseaba seguir adelante con su misión y acabar de una vez.
Llegó a un pequeño claro al cabo de un rato. Había apilados unos cuantos troncos cortados, formando un cuadrado alrededor de un agujero para la lumbre rodeado de piedras. El elfo oscuro estaba seguro de que este no era un lugar de acampada corriente, sino un punto de reunión establecido, un campamento compartido por personas que respetaban la soberanía del bosque y a las criaturas que vivían al cobijo de su vegetación.
Drizzt recorrió el perímetro del campamento, inspeccionando los árboles. Al examinar la capa de musgo que había en la base de un inmenso roble, el drow vio varias marcas. Aunque las líneas se habían vuelto borrosas con el paso del tiempo, una parecía el esbozo de un oso erguido sobre las patas posteriores; otra, el de un jabalí. Estas eran marcas de vigilantes y, con un leve cabeceo de aprobación, el drow inspeccionó las ramas bajas del árbol hasta que, finalmente, descubrió una oquedad bien disimulada. Tanteó el interior con cautela y sacó un envoltorio de comida en conserva, una hachuela y un odre lleno de buen vino. Drizzt sólo cogió un poco de vino en una taza, y lamentó no poder contribuir con algo a la reserva, puesto que necesitaría todas las provisiones que pudiera llevar, y más, en su largo viaje por la peligrosa Antípoda Oscura.
Volvió a guardar lo almacenado después de utilizar la hachuela para partir un poco de leña seca caída en los alrededores; a continuación dibujó con cuidado su propia marca de vigilante, el unicornio, en el musgo de la base del tronco y regresó al tronco más próximo a fin de encender una lumbre para cocinar.
—No eres un drow corriente —dijo una voz melódica a sus espaldas, antes incluso de que la comida estuviera hecha. El lenguaje era elfo, como también el timbre de la voz, más melódico que el de un humano.
Drizzt se volvió despacio, dando por sentado que varios arcos lo estaban apuntando desde diferentes ángulos. Sólo vio a una elfa. Era una joven doncella, más joven incluso que Drizzt, que sólo había vivido una décima parte de los años que podía durar su vida. Vestía ropas de colores del bosque: capa verde, muy parecida a la de Drizzt, y túnica y polainas marrones. Llevaba un arco largo colgado de un hombro y una espada fina a la cadera. Tenía el cabello negro y brillante, como ala de cuervo, y su piel era tan pálida que reflejaba un matiz azulado. Sus ojos, relucientes y vivaces, eran también azules, con motitas doradas. Era una elfa plateada —una elfa de la Luna—, comprendió Drizzt.
En los años que llevaba viviendo en la superficie, Drizzt Do’Urden se había cruzado con pocos elfos, y todos habían sido elfos dorados. Había visto elfos plateados una sola vez en su vida, en su primera expedición a la superficie, en una incursión de elfos oscuros en la que los suyos habían matado brutalmente a un pequeño clan elfo. Aquel espantoso recuerdo surgió arrollador en su memoria al mirar a esta hermosa y delicada criatura. Sólo uno de los elfos de la Luna había sobrevivido a la matanza, una niña que Drizzt había escondido bajo el cuerpo mutilado de su madre. Aquel acto de traición contra el malvado pueblo drow había tenido graves consecuencias; la familia de Drizzt perdió el favor de Lloth y a su padre, Zaknafein, acabó por costarle la vida.
Drizzt estaba frente a un elfo de la Luna otra vez, una doncella de unos treinta años, de ojos relucientes. El vigilante se puso pálido. ¿Era esta la zona en la que los otros drows y él habían realizado la incursión?
—No eres un drow corriente —repitió la doncella en tono áspero, utilizando todavía el lenguaje elfo, y con un brillo peligroso en los ojos.
Drizzt alzó las manos. Comprendió que tenía que decir algo, pero era incapaz de pensar las palabras ni hacer que pasaran el nudo que tenía en la garganta.
La doncella estrechó los ojos; le tembló la barbilla y su mano fue en un gesto instintivo hacia la empuñadura de la espada.
—No soy un enemigo —consiguió articular Drizzt, comprendiendo que tenía que hablar o, en caso contrario, luchar.
La joven elfa se abalanzó sobre él en un abrir y cerrar de ojos, con la espada centelleando en su mano.
Drizzt no desenvainó sus armas; se quedó inmóvil, con las manos alzadas y una expresión calmada. La elfa llegó junto a él, la espada levantada, pero su expresión cambió súbitamente, como si hubiese notado algo en los ojos de Drizzt.
Lanzó un grito frenético y arremetió con el arma, pero Drizzt, demasiado rápido para ella, saltó hacia adelante, la sujetó por la muñeca, y con el otro brazo la rodeó y la estrechó contra sí con fuerza para que no pudiera seguir luchando. Esperaba que lo arañara, o incluso que lo mordiera, pero, para su sorpresa, se quedó desmadejada entre sus brazos y se desplomó contra él, con el rostro hundido en su pecho y los hombros sacudidos por los sollozos.
Antes de que tuviera tiempo de pronunciar alguna palabra de consuelo, Drizzt sintió la afilada punta de una espada elfa apoyada contra su nuca. Soltó a la joven de inmediato y alzó una vez más las manos. Otro elfo, mayor y más severo, pero con rasgos igualmente hermosos, salió de los árboles para coger a la doncella y ayudarla a salir del claro.
—No soy enemigo —repitió Drizzt.
—¿Por qué cruzas el bosque de la Luna? —preguntó en Común el elfo que estaba detrás, al que no veía.
—Tus palabras son correctas —contestó Drizzt distraídamente, pues sus pensamientos seguían puestos en la extraña doncella—. Mi única intención es cruzar el bosque de la Luna, de oeste a este, y no causaré daño alguno ni a vosotros ni a la fronda.
—El unicornio —oyó decir Drizzt a otro elfo por detrás, cerca del gran roble. Supuso que el elfo había encontrado su marca de vigilante en el musgo. Con gran alivio, sintió que la espada se retiraba de su cuello.
Drizzt siguió sin moverse, suponiendo que los elfos dirían algo más. Finalmente, hizo acopio de coraje para girarse y se encontró con que los elfos de la Luna se habían marchado, desapareciendo en el follaje.
Pensó en ir tras ellos, acosado por la imagen de la joven doncella elfa, pero comprendió que no tenía derecho a molestarlos aquí, en el bosque que era su hogar. Terminó de comer rápidamente, comprobó que la zona estaba tan limpia como la había encontrado, y luego recogió su equipo y reanudó la marcha.
Poco después de haber recorrido kilómetro y medio por la senda, se topó con otro hecho curioso. Frente a él estaba un caballo blanco y negro, ensillado, la brida adornada con tintineantes campanillas. El animal, que había permanecido quieto y tranquilo, piafó al ver acercarse al drow.
Drizzt le habló suavemente y articuló sonidos tranquilizadores al tiempo que se aproximaba a él. El caballo, visiblemente calmado, llegó incluso a empujarlo con el hocico cuando Drizzt llegó a su lado. El vigilante vio que era un animal excelente, musculoso y bien cuidado, a pesar de ser de corta alzada. Su pelaje era negro con manchas blancas; uno de los ojos estaba rodeado de blanco, y el otro daba la impresión de estar bajo una máscara negra.
Drizzt inspeccionó los alrededores, pero no encontró otras huellas en el suelo. Sospechó que los elfos le habían proporcionado este caballo, pero no lo sabía con certeza y, desde luego, no quería robar la montura de nadie.
Dio unas palmaditas en el cuello del animal y echó a andar. Apenas había dado unos pasos cuando el caballo relinchó y volvió grupas. Galopó alrededor del drow y se plantó otra vez delante de él en el camino.
Picado por la curiosidad, Drizzt repitió los movimientos, pasando junto al animal, y el caballo volvió a plantarse delante rápidamente.
—¿Te dijeron que hicieras esto? —preguntó francamente el drow mientras le acariciaba el hocico—. ¿Se lo ordenasteis? —inquirió en voz alta a la espesura que lo rodeaba—. Preguntó a los elfos del bosque de la Luna: ¿habéis dejado el caballo para que lo utilice?
La única respuesta que tuvo fueron los gorjeos de protesta de algunos pájaros a los que había molestado con sus gritos.
El drow se encogió de hombros y supuso que podía ir a caballo hasta el final del bosque; de todos modos, no estaba lejos. Montó y salió a galope, avanzando rápidamente por el ancho y llano sendero.
Llegó al linde oriental del bosque de la Luna a última hora de la tarde, cuando los altos árboles proyectaban largas sombras. Imaginando que los elfos sólo le habían dejado la montura para que se marchara de su territorio cuanto antes, sofrenó el caballo, todavía bajo las sombras de los árboles, con intención de desmontar y hacerlo regresar al bosque.
Un movimiento en la ancha pradera que se extendía más allá de la fronda llamó la atención del vigilante. Divisó un elfo montado en un semental negro, justo pasada la línea de los arbustos, que miraba en su dirección. El elfo se llevó los dedos a los labios y lanzó un penetrante silbido, y el caballo de Drizzt salió disparado de las sombras y corrió a través de la espesa hierba.
El elfo desapareció inmediatamente entre la maleza, pero Drizzt no frenó a su montura. Comprendió que los elfos habían decidido ayudarlo, a su manera distante, y aceptó su regalo y siguió cabalgando.
Antes de acampar esa noche, Drizzt se dio cuenta de que el jinete elfo cabalgaba en un rumbo paralelo al suyo, a cierta distancia por el sur. Aparentemente, su confianza era limitada.
Catti-brie apenas tenía experiencia con las ciudades. Había pasado por Luskan; había sobrevolado en un carro mágico el esplendor de la poderosa Aguas Profundas; y había recorrido la populosa ciudad sureña de Calimport. Sin embargo, nada era comparable a las vistas que la aguardaban mientras caminaba por las amplias y curvadas avenidas de Luna Plateada. Había estado aquí antes, pero en aquella ocasión era prisionera de Artemis Entreri y apenas había reparado en las elegantes torres y la diversidad de estilos arquitectónicos de la maravillosa ciudad.
Luna Plateada era un lugar para filósofos, para artistas; una ciudad conocida por su tolerancia. Aquí, un arquitecto podía dejar volar su imaginación con una torre de treinta metros. Aquí, un poeta podía ponerse en la esquina de una calle y declamar su arte al tiempo que se ganaba la vida honradamente con las monedas que los viandantes le echaban.
A pesar de la gravedad de su empresa y de saber que muy pronto podía entrar en la oscuridad, una sonrisa iluminó el semblante de Catti-brie. Entendía por qué Drizzt había abandonado tan a menudo Mithril Hall para visitar este lugar; nunca imaginó que el mundo podría ser tan variado y maravilloso.
Siguiendo un impulso, la joven se dirigió a un costado de un edificio, caminó unos cuantos pasos por un callejón oscuro, aunque limpio, sacó la estatuilla de la pantera, y la puso sobre los adoquines frente a ella.
—Ven, Guenhwyvar —llamó suavemente la muchacha.
No sabía si Drizzt había traído a la pantera a esta ciudad antes, ni tampoco si al hacerlo estaría rompiendo alguna regla, pero creía que Guenhwyvar tenía que conocer este lugar, y también creía que, por alguna razón, en Luna Plateada era libre de hacer lo que le dictara el corazón.
Una niebla gris rodeó la figurilla, se arremolinó y, de forma gradual, cobró forma. La gran pantera, con sus trescientos kilos de músculos felinos, negros como la noche, y una alzada que llegaba a Catti-brie a la cintura, apareció ante la joven. Giró la cabeza a uno y otro lado, como queriendo descifrar dónde se encontraban.
—Estamos en Luna Plateada, Guen —susurró Catti-brie. La pantera sacudió la cabeza, como si acabara de despertarse, y luego lanzó un rugido bajo, tranquilo—. No te separes mucho —instruyó la joven—. Camina junto a mí. No sé si deberías estar aquí o no, pero quería que vieras este hermoso lugar.
Salieron del callejón una al lado de la otra.
—¿Has estado aquí alguna vez, Guen? —preguntó la muchacha—. Busco a la dama Alustriel. ¿Sabes dónde puedo encontrarla?
La pantera le dio un suave topetón en la pierna y echó a andar con aparente decisión, y Catti-brie la siguió. Muchas cabezas se volvían para observar a la extraña pareja, una joven sucia con el polvo del camino y su insólita compañera, pero las miradas eran inofensivas y nadie gritó ni salió corriendo por el miedo.
Al girar en la esquina de una amplia avenida, Guenhwyvar casi chocó contra un par de elfos que iban hablando y que dieron un brinco hacia atrás de manera instintiva, para luego mirar alternativamente a la pantera y a la joven.
—¡Qué maravilla! —dijo uno de ellos con voz cadenciosa.
—Increíble —se mostró de acuerdo el otro. Alargó la mano lentamente hacia la pantera, tanteando su reacción—. ¿Puedo? —preguntó a Catti-brie.
La muchacha no vio inconveniente y asintió con un ligero cabeceo.
El semblante del elfo se iluminó mientras pasaba los esbeltos dedos por el musculoso cuello de Guenhwyvar. Miró a su más remiso compañero con una sonrisa tan amplia que le llegaba de oreja a oreja.
—¡Oh, compra el felino! —lo animó el otro, entusiasmado.
Catti-brie dio un respingo; Guenhwyvar aplastó las orejas y soltó un rugido que retumbó en todos los edificios de la ciudad.
La muchacha sabía que los elfos se movían rápido, pero estos dos se perdieron de vista antes de que pudiera explicarles su error.
—¡Guenhwyvar! —la reprendió con un susurro severo.
Las orejas del felino se irguieron, y la pantera se volvió y se levantó sobre las patas traseras, poniendo las grandes zarpas en los hombros de Catti-brie. Le dio suaves topetazos en la cara y se retorció para frotarse contra su suave mejilla. Catti-brie tuvo que esforzarse para mantener el equilibrio, y le costó varios minutos explicar a la pantera que aceptaba sus disculpas.
Reanudaron la marcha, y a su paso, además de las miradas, muchos dedos se levantaron señalándolas; más de una persona cruzó de un lado a otro de las avenidas para dejar paso libre a la joven y al felino. Catti-brie comprendió que estaban llamando la atención demasiado; empezó a sentirse como una estúpida por traer a Guenhwyvar aquí. Quería hacer regresar a la pantera al plano astral, pero imaginó que si lo hacía llamaría la atención aún más.
No se sorprendió cuando, al cabo de unos minutos, una hueste de soldados armados, luciendo los nuevos uniformes plateados y azul pálido de la guardia de la ciudad, la rodeó a una distancia prudencial.
—La pantera está con usted —dio por sentado uno de ellos.
—Es Guenhwyvar —contestó la joven—. Soy Catti-brie, hija de Bruenor Battlehammer, octavo rey de Mithril Hall.
El hombre asintió con la cabeza y sonrió; Catti-brie se relajó y soltó un hondo suspiro.
—¡Es el felino del drow, no cabe duda! —fanfarroneó uno de los guardias. Luego se sonrojó por su manifestación improcedente y bajó los ojos.
—Sí, Guenhwyvar es amiga de Drizzt Do’Urden —confirmó Catti-brie—. ¿Está él en la ciudad? —preguntó sin poder evitarlo aunque, lógicamente, habría preferido hacer la pregunta a Alustriel, que podría darle una respuesta más completa.
—No, que yo sepa —contestó el que iba al mando de la tropa—. Pero Luna Plateada se honra con vuestra presencia, princesa de Mithril Hall. —Hizo una profunda reverencia, y Catti-brie se ruborizó pues no estaba acostumbrada a ese tratamiento, ni se sentía a gusto con él.
Logró disimular bien su decepción por la noticia, y se recordó que encontrar a Drizzt no iba a resultar tan fácil. Incluso si su amigo había venido a Luna Plateada, probablemente lo había hecho en secreto.
—He venido a hablar con la dama Alustriel —explicó la joven.
—Os deberían haber escoltado desde las puertas —se lamentó el cabecilla de los soldados, enfadado por la falta del protocolo adecuado.
Catti-brie notó la frustración del hombre y comprendió que, probablemente, acababa de meter en un problema a los inocentes guardias del Puente de la Luna, la estructura invisible que se extendía sobre el gran río Rauvin.
—No les dije mi nombre ni mi misión —añadió rápidamente—. Me pareció buena idea venir sin escolta dando un paseo por la ciudad.
—¿Y no pusieron inconvenientes ante la presencia de semejante… —Juiciosamente, el oficial se contuvo antes de decir «mascota», y terminó— de una pantera?
—Guen no estaba conmigo en ese momento —contestó Catti-brie sin pensar. Entonces frunció el entrecejo al comprender las miles de preguntas que, tal vez, acababa de suscitar.
Por fortuna, los guardias no insistieron más sobre el asunto. Habían oído suficientes descripciones de la impetuosa joven como para estar convencidos de que era, efectivamente, la hija de Bruenor Battlehammer. Escoltaron a Catti-brie y a Guenhwyvar (a una distancia prudente) por la ciudad, hacia la muralla occidental y al elegante y encantador palacio de la dama Alustriel.
Al quedarse a solas en una sala de espera, Catti-brie decidió conservar a la pantera a su lado. La presencia de Guenhwyvar le daría credibilidad, razonó, y si Drizzt había estado en la ciudad, o seguía en ella, Guenhwyvar lo notaría.
Los minutos transcurrieron sin que ocurriera nada, y la impaciente Catti-brie empezó a cansarse de la inmovilidad. Fue hacia una puerta lateral y la abrió suavemente; al otro lado encontró un bonito tocador, con un lavabo y una mesita taraceada con oro y con un espejo grande. Encima de ella había varios peines y cepillos, una colección de pequeños frascos y redomas, y un cofrecillo abierto que contenía cajitas con pigmentos de muchos colores diferentes.
Llevada por la curiosidad, la joven echó un vistazo sobre el hombro para asegurarse de que todo estaba tranquilo y luego se acercó a la mesita y se sentó. Cogió un cepillo y lo pasó con fuerza por la enredada mata de cabello castaño rojizo, pensando que debería intentar ofrecer el mejor aspecto posible cuando se encontrara frente a la dama de Luna Plateada. Frunció el entrecejo al reparar en una mancha que tenía en la mejilla, y rápidamente metió la mano en el agua del lavabo y se frotó con fuerza; sonrió al ver que la mancha había desaparecido.
Se asomó de nuevo a la antesala para asegurarse de que no había entrado nadie. Guenhwyvar, tumbada cómodamente en el suelo, alzó la cabeza y gruñó suavemente.
—Oh, cierra el pico —dijo Catti-brie, que se escabulló otra vez al tocador e inspeccionó los frasquitos.
Quitó el tapón, bien ajustado, de uno de ellos y olisqueó; sus azules ojos se abrieron de par en par por la sorpresa al percibir el fuerte aroma. Al otro lado de la puerta, Guenhwyvar gruñó de nuevo y estornudó, y la joven se echó a reír.
—Vale, ya te entiendo —le dijo al felino.
Catti-brie abrió sucesivamente varios frascos; acercó la nariz a la boca de algunos, estornudó con más de un aroma, y finalmente encontró uno cuyo olor le gustó. Le recordaba un campo de flores silvestres, no muy penetrante y sutilmente hermoso; la música de fondo de un día primaveral.
Se llevó un buen susto y a punto estuvo de incrustar la nariz en la boca del frasquito cuando una mano se posó sobre su hombro.
Catti-brie giró en redondo, y se quedó sin respiración. Allí estaba Alustriel —¡tenía que ser ella!—, con su cabello brillante como la plata y que le llegaba a la mitad de la espalda, y los ojos más claros y brillantes que la muchacha había visto jamás, salvo los iris, azules como el cielo, de Wulfgar. El recuerdo le hizo daño.
Alustriel superaba en quince centímetros el metro sesenta y cinco de Catti-brie, y era delicadamente esbelta. Lucía un vestido de color púrpura, de la más fina seda, con muchas capas que parecían realzar sus femeninas formas y al mismo tiempo ocultarlas seductoramente. Una tiara de oro y gemas le adornaba la cabeza.
Al parecer, Guenhwyvar y la dama se conocían, ya que la pantera estaba tumbada a su lado tranquilamente, con los ojos cerrados en un gesto de satisfacción.
Por alguna razón que no comprendió, aquello molestó a Catti-brie.
—Me preguntaba cuándo nos conoceríamos por fin —dijo Alustriel en tono quedo.
Catti-brie tapó con gestos torpes el frasquito y volvió a dejarlo en la mesa, pero Alustriel puso sus esbeltas manos sobre las de la joven (¡y Catti-brie se sintió como una chiquilla estúpida en ese momento!) y metió el frasquito en la bolsa que colgaba del cinturón de la muchacha.
—Drizzt me ha hablado de ti a menudo —continuó Alustriel—, y con cariño.
Aquello, también, molestó a Catti-brie. Comprendía que podía ser inintencionadamente, pero le dio la impresión de que Alustriel la trataba con un aire de superioridad. Y Catti-brie, con sus ropas de viaje cubiertas de polvo y el cabello apenas peinado, ni que decir tiene que no se sentía a gusto al lado de la hermosa mujer.
—Vayamos a mis aposentos privados —invitó la dama—. Allí hablaremos más cómodas. —Echó a andar, pasando por encima de la dormida pantera—. ¡Vamos, Guen! —dijo, y el felino levantó la cabeza de inmediato, sacudiéndose de encima la pereza.
«¿Guen?» repitió para sus adentros la joven. Nunca había oído que nadie, salvo ella misma y, muy de vez en cuando, Drizzt, llamara por ese nombre tan familiar a la pantera. Lanzó una mirada dolida al animal mientras seguía obedientemente a Alustriel fuera de la sala de espera.
Lo que al principio le había parecido a Catti-brie un palacio encantado, ahora la hacía sentirse fuera de lugar mientras Alustriel la conducía a lo largo de amplios corredores y a través de habitaciones fabulosas. La muchacha caminaba con la vista gacha, preguntándose, atemorizada, si a su paso no iría dejando huellas de barro en los brillantes suelos.
Ayudantes y otros invitados —miembros de la nobleza, comprendió la joven— contemplaban fijamente el paso del chocante grupo, y Catti-brie fue incapaz de devolverles las miradas. Se sentía pequeña, insignificante, caminando detrás de la alta y bella Alustriel.
La muchacha se alegró cuando entraron en la salita privada de Alustriel y la dama cerró la puerta tras ellas.
Guenhwyvar se adelantó y subió de un salto a un diván mullido y tapizado, y Catti-brie abrió los ojos desmesuradamente, espantada.
—¡Baja de ahí! —susurró con severidad a la pantera, pero Alustriel soltó una queda risita mientras pasaba al lado del animal, se sentaba y posaba una mano en la cabeza de la pantera con gesto abstraído; luego hizo un ademán a la joven para que se acomodara.
Una vez más, Catti-brie lanzó una mirada furiosa a Guenhwyvar, sintiéndose traicionada de algún modo. ¿Cuántas veces se había tumbado la pantera en aquel mismo diván?, se preguntó.
—¿Qué trae a la hija del rey Bruenor a mi humilde ciudad? —preguntó Alustriel—. Ojalá hubiese sabido que venías. Podría haberte recibido como mereces.
—Buscó a Drizzt —respondió la joven secamente, y luego se encogió y se hundió en la silla ante el tono de su réplica, más áspero de lo que era su intención.
En el rostro de Alustriel asomó una expresión de creciente curiosidad.
—¿A Drizzt? —repitió—. No lo he visto desde hace algún tiempo. Esperaba que me dijeras que también estaba en la ciudad o, al menos, en camino hacia aquí.
A pesar de sus recelos de que Drizzt estuviera intentando eludirla y su convencimiento de que Alustriel secundaría sus deseos, Catti-brie se sorprendió al descubrir que creía a la mujer.
—Qué se le va hacer —suspiró la dama, cuya desilusión saltaba a la vista. Se animó enseguida, y preguntó con cortesía—: ¿Cómo está tu padre? ¿Y ese apuesto mozo, Wulfgar? —La expresión de Alustriel cambió de repente al comprender que algo iba terriblemente mal cuando vio que la muchacha apretaba los labios.
»¿Y vuestra boda? Me disponía a visitar Mithril Hall… —empezó vacilante. Hizo una pausa y estudió en silencio el semblante de Catti-brie durante unos segundos.
La joven aspiró hondo y se obligó a mantener la serenidad.
—Wulfgar ha muerto —repuso con un tono sin inflexiones—, y mi padre ya no es la misma persona que conocisteis. He venido en busca de Drizzt, que partió de la fortaleza.
—¿Qué ha ocurrido? —se interesó Alustriel.
Catti-brie se levantó de la silla.
—¡Guenhwyvar! —llamó, despertando a la pantera—. No tengo tiempo para historias —le dijo a la dama con tono brusco—. Si Drizzt no ha venido a Luna Plateada, entonces ya os he hecho perder mucho de vuestro valioso tiempo, y yo también he perdido el mío.
Se encaminó hacia la puerta y advirtió que la hoja emitía un breve fulgor azul, dando la impresión de que la madera se expandía y se ajustaba más en la jamba. Así y todo, la muchacha llegó hasta ella y tiró de la manija, sin resultado.
Catti-brie inspiró hondo varias veces, contó hasta diez, y luego hasta veinte, antes de volverse de cara a Alustriel.
—Hay un amigo mío que me necesita —manifestó, en un tono de voz frío y peligroso—. Más vale que abráis la puerta.
Con el paso del tiempo, cuando recordara este episodio, Catti-brie casi no podría creer que había amenazado a Alustriel, la regente de la mayor y más poderosa ciudad del noroeste. ¡Amenazar a Alustriel, que se contaba entre las más poderosas hechiceras del norte!
En este momento, sin embargo, la temperamental joven hablaba muy en serio.
—Puedo ayudar —ofreció Alustriel, evidentemente preocupada—. Pero primero tienes que decirme qué está ocurriendo.
—A Drizzt no le queda tiempo —rezongó la muchacha.
Catti-brie volvió a tirar de la puerta, cerrada mágicamente, sin resultado; luego golpeó la hoja con el puño cerrado, y lanzó una mirada feroz a Alustriel, que se había levantado y se acercaba pausadamente hacia ella. Guenhwyvar continuaba tumbada en el diván, aunque había levantado la cabeza y observaba a las dos mujeres atentamente.
—Tengo que encontrarlo —dijo Catti-brie.
—¿Y dónde piensas buscar? —replicó Alustriel, que abrió los brazos en un gesto apaciguador al llegar junto a la muchacha.
La sencilla pregunta borró de un plumazo la ira de Catti-brie. Sí, ¿dónde?, se preguntó. Ni siquiera sabía por dónde empezar. Se sintió impotente, allí de pie, en un lugar al que no pertenecía. Impotente y estúpida, sin querer otra cosa que encontrarse de nuevo en casa, junto a su padre y a sus amigos, junto a Wulfgar y a Drizzt, como siempre. Que todo siguiera siendo como era… antes de que los elfos oscuros aparecieran en Mithril Hall.