Fuego en sus ojos
Catti-brie se ajustó bien la capa a fin de ocultar la daga y la máscara que le había dado Regis. La asaltaron sentimientos contradictorios mientras se acercaba a los aposentos privados de Bruenor; esperaba que el enano estuviera allí y, al mismo tiempo, que no estuviera.
¿Cómo podía marcharse sin ver a su padre una vez más? Con todo, Bruenor le parecía ahora una sombra de sí mismo, un viejo enano sumido en la miseria que sólo esperaba la muerte. No quería verlo así, no quería llevar esa imagen de Bruenor consigo a la Antípoda Oscura.
Alzó la mano para llamar a la puerta de la sala de estar, pero en lugar de ello abrió suavemente y se asomó. Vio un enano de pie, a un lado de la chimenea encendida, pero no era Bruenor. Thibbledorf Pwent, el camorrista, estaba dando brincos al tiempo que giraba sobre sí mismo, al parecer tratando de atrapar una mosca latosa. Vestía (como siempre) su armadura de anillas cortantes, completa con los guantes guarnecidos con clavos, coderas y rodilleras equipados con pinchos, y otros mortíferos clavos sobresaliendo de cualquier ángulo posible. La armadura chirriaba a la par que el enano saltaba y brincaba; un sonido irritante como Catti-brie había oído pocos en su vida. El yelmo gris de Pwent descansaba sobre una silla a su lado, rematado por una bayoneta cuya longitud era casi la mitad de la altura del enano. Al no tenerlo puesto, Catti-brie advirtió que el camorrista estaba casi calvo, y los restantes mechones negros, grasientos y pegados a los lados de la cabeza, daban paso a una enorme y tupida barba negra.
La muchacha empujó la puerta un poco más y vio a Bruenor sentado frente a un fuego mortecino, atizando un tronco para que las brasas se avivaran. Catti-brie se encogió al reparar en su gesto abstraído y el poco entusiasmo con que hurgaba el tronco encendido. Recordaba los días, no mucho tiempo atrás, en que el temperamental rey se habría limitado a agacharse y machacar el rebelde tronco con sus propias manos.
Tras echar un vistazo a Pwent (que se estaba comiendo algo que Catti-brie deseaba sinceramente que no fuera una mosca), la joven entró en la habitación mientras comprobaba si su capa ocultaba bien lo que llevaba debajo.
—¡Eh, hola! —bramó Pwent sin dejar de masticar.
Más que el asco que le producía pensar que se estaba comiendo una mosca, a Catti-brie la sorprendía que tuviera tanto que masticar.
—¡Deberías dejarte crecer barba! —dijo el camorrista, un comentario que se repetía cada vez que la saludaba. Desde su primer encuentro, el desastrado enano le había dicho a Catti-brie que sería una mujer muy hermosa si tuviera barba.
—Estoy en ello —contestó la muchacha, sinceramente agradecida por las frases triviales—. Te prometo que no me he afeitado desde el día en que nos conocimos.
Palmeó la cabeza del enano y al punto se arrepintió cuando notó en los dedos una película grasienta.
—Buena chica —contestó Pwent. Localizó otro insecto volador y reanudó sus saltos para darle caza.
—¿Adónde vas? —preguntó Bruenor con sequedad antes de que Catti-brie tuviera tiempo de saludarlo.
Catti-brie suspiró ante el gesto ceñudo de su padre. ¡Cómo anhelaba verlo sonreír otra vez! La joven reparó en la magulladura que el enano tenía en la frente, y la costra que cubría ya el corte. Al parecer, había montado en cólera unas cuantas noches atrás y, en medio de la filípica, había arremetido contra una puerta con la cabeza mientras dos enanos jóvenes intentaban sujetarlo. La contusión, unida a la llamativa cicatriz que corría desde su frente hasta la mandíbula y pasaba sobre la cuenca vacía donde antes tenía el ojo, daba al viejo enano un aspecto realmente vapuleado.
—¿Adónde vas? —preguntó de nuevo Bruenor, enfadado.
—A Piedra Alzada —mintió la muchacha, refiriéndose a la villa de los bárbaros, el pueblo de Wulfgar, situado al pie de la montaña al este de Mithril Hall—. La tribu va a construir un túmulo para honrar la memoria de Wulfgar. —Catti-brie estaba sorprendida de la facilidad con que mentía; siempre había sido capaz de engatusar a Bruenor, a menudo valiéndose de verdades a medias y juegos semánticos para eludir la verdad llana, pero nunca le había mentido con tanto descaro. Recordándose a sí misma la importancia que había tras ello, miró a los ojos al enano barbirrojo y agregó:
—Quiero estar allí antes de que empiecen a construir. Si lo van a hacer, entonces tendrán que hacerlo bien. Wulfgar no se merecía menos.
El ojo sano de Bruenor se humedeció, dándole un aspecto aún más apagado; el enano se apartó de Catti-brie y empezó a hurgar el fuego otra vez, aunque se las arregló para hacer un leve y desganado gesto de conformidad con la cabeza. En Mithril Hall no era un secreto que a Bruenor no le gustaba hablar de Wulfgar. De hecho, había propinado un puñetazo a uno de los clérigos que insistía en que Aegis-fang no podía, conforme a la tradición enana, ocupar un lugar de honor en la Sala de Dumathoin, ya que había sido un humanó, no un enano, quien lo había manejado.
Catti-brie reparó entonces en que la armadura de Pwent había dejado de chirriar, y se volvió para mirar al camorrista. El enano estaba junto a la puerta abierta, y los observaba a los dos con tristeza. La joven le hizo un gesto, y el camorrista abandonó la habitación en silencio (al menos, todo lo silenciosamente que podía esperarse de un enano con una oxidada armadura).
Al parecer, Catti-brie no era la única a la que apenaba ver la amargada persona en que se había convertido Bruenor.
—Te has ganado su compasión —comentó a su padre, que parecía no escucharla—. Todos en Mithril Hall hablan con conmiseración de su desdichado rey.
—Muérdete la lengua —gruñó Bruenor sin apenas abrir los labios. Seguía sentado, mirando el fuego mortecino.
Catti-brie sabía que la amenaza implícita carecía de fuerza; otra señal del declive de Bruenor. En el pasado, cuando Bruenor Battlehammer sugería que alguien se mordiera la lengua, o se callaba o Bruenor lo hacía callar. Pero, desde los altercados con el clérigo y el encontronazo contra la puerta, el fuego del enano, como el de la chimenea, se había ido consumiendo.
—¿Es que piensas pasarte el resto de tu vida azuzando ese fuego? —preguntó Catti-brie intentando incitar una pelea, avivar los rescoldos del orgullo de Bruenor.
—Si me da la gana —respondió el enano con demasiada calma.
La muchacha suspiró otra vez y, de manera intencionada, recogió la capa por encima de su cadera, dejando a la vista la máscara mágica y la daga enjoyada de Entreri. Aunque estaba decidida a emprender sola la aventura y no quería contarle nada al respecto, deseó que Bruenor tuviera el suficiente ánimo en su interior para reparar en el detalle.
Transcurrieron largos minutos en los que reinó el silencio, salvo por el esporádico chisporroteo de las ascuas y el siseo de la leña húmeda.
—¡Me marcho y ya volveré cuando sea! —gritó la nerviosa muchacha, y se encaminó hacia la puerta.
Bruenor agitó una mano con gesto abstraído, sin molestarse siquiera en mirarla. Catti-brie se paró junto a la puerta, luego la abrió y la volvió a cerrar, sin salir de la habitación. Aguardó unos instantes, sin poder creer que Bruenor siguiera frente al fuego, atizándolo abstraído. Luego cruzó sigilosamente la habitación y pasó por otra puerta al dormitorio del enano.
Se acercó al escritorio de roble, que era un regalo del pueblo de Wulfgar a Bruenor; su pulida madera brillaba y en los costados aparecían tallados dibujos de Aegis-fang, el poderoso marrillo de guerra que el enano había forjado. Catti-brie permaneció inmóvil un largo rato, a pesar de saber que tenía que salir de allí antes de que Bruenor se diera cuenta de lo que estaba haciendo, y contempló aquellos dibujos mientras recordaba a Wulfgar. Nunca superaría aquella pérdida, lo sabía. Pero también sabía que los días de aflicción estaban a punto de terminar, que tenía que seguir viviendo. Sobre todo ahora, se recordó Catti-brie, cuando otro de sus amigos se enfrentaba a un gran peligro.
En un cofre de piedra que había sobre el escritorio, la joven encontró lo que estaba buscando: un pequeño guardapelo en una cadena de plata, regalo de Alustriel, la dama de Luna Plateada. Habían dado por muerto a Bruenor, perdido en Mithril Hall, cuando los amigos habían estado allí por primera vez. El enano había escapado al cabo de un tiempo, eludiendo a los perversos enanos grises que habían reclamado Mithril Hall como suyo, y, con ayuda de Alustriel, se había reunido con Catti-brie en Longsaddle, un pueblo situado al suroeste. Drizzt y Wulfgar habían partido mucho antes hacia el sur en busca de Regis, que había sido capturado por el asesino Entreri.
Alustriel le había dado a Bruenor el mágico guardapelo. Dentro había un pequeño retrato de Drizzt y con este artilugio el enano podía rastrear al drow. La dirección correcta y la distancia a la que se encontraba Drizzt podían determinarse por la intensidad de calor mágico que emanaba del guardapelo.
La bagatela de metal estaba fría ahora, más fría que el ambiente de la habitación, y Catti-brie tuvo la sensación de que Drizzt se encontraba muy lejos ya.
La joven abrió el guardapelo y contempló la imagen perfecta de su querido amigo drow. Se preguntó si debería llevárselo. Con Guenhwyvar podría seguir a Drizzt de todas formas, si conseguía dar con su rastro. Además, no se le iba de la cabeza la idea de que, cuando Bruenor se enterara de la verdad por Regis, el fuego volvería a sus ojos y se apresuraría a ir en su busca.
A la muchacha le gustaba esa imagen del fiero Bruenor, quería que su padre llegara a la carga en su ayuda y al rescate de Drizzt, pero comprendió que era el sueño de una niña, poco realista y, sobre todo, peligroso.
Catti-brie cerró el guardapelo y lo apretó con fuerza entre sus dedos. Se escabulló del dormitorio de Bruenor, cruzó la salita (donde el barbirrojo enano seguía sentado frente al fuego, con los pensamientos a un millón de kilómetros de distancia), y luego corrió por los corredores de los niveles superiores, sabiendo que si no se ponía en marcha de inmediato podría perder el valor.
Ya en el exterior, miró de nuevo el guardapelo y supo que al llevárselo había eliminado toda posibilidad de que Bruenor la siguiera. Dependía de sí misma exclusivamente.
Y así es como tenía que ser, decidió la muchacha. Se colgó la cadena al cuello y empezó a descender por la montaña con la esperanza de llegar a Luna Plateada poco después que Drizzt.
Avanzaba tan en silencio e inadvertidamente como le era posible por las oscuras calles de Menzoberranzan; sus ojos, adaptados para percibir el espectro infrarrojo, relucían como rubíes. Sólo quería regresar al cuartel de Jarlaxle, volver con el drow que había sabido reconocer su valía.
—¡Waela rivvil! —sonó un grito penetrante a un lado.
Se detuvo y se recostó con desánimo en el montón de cascotes cercano a una estalagmita desocupada. Había oído esas palabras antes muchas veces; siempre las mismas dos palabras pronunciadas con evidente desprecio.
—¡Waela rivvil! —repitió la drow mientras se acercaba a él, con un látigo de tentáculos rojizos en una mano. Los tres apéndices de casi dos metros y medio de longitud se retorcían de forma espontánea, ansiosamente, como si quisieran golpear a diestro y siniestro impulsados por su propia malignidad y azotarlo. Al menos, la mujer no llevaba uno de esos látigos de colmillos, pensó, recordando las armas equipadas con varias serpientes que muchas de las sacerdotisas de alto rango utilizaban.
No presentó resistencia cuando la mujer se plantó frente a él, y agachó los ojos con actitud respetuosa como Jarlaxle le había enseñado. Sospechó que ella también deambulaba por las calles en secreto; ¿por qué, si no, una drow, lo bastante poderosa para llevar uno de aquellos malignos látigos, circulaba por los callejones de este sector bajo de Menzoberranzan?
La mujer pronunció una sarta de palabras drows con su melodiosa voz, demasiado deprisa para que el recién llegado las comprendiera. Entendió un par de palabras: quarth, que significaba «ordenar», y hal’il’cik, o «arrodíllate». Esperaba algo así, de todas formas, ya que siempre le estaban ordenando que se pusiera de rodillas.
Obedeció de inmediato, a pesar de que las duras piedras se le clavaron en las rodillas.
La mujer drow caminó a su alrededor pausadamente, dejando que viera bien sus esbeltas piernas, e incluso echándole la cabeza hacia atrás de un tirón para que mirara su rostro, innegablemente bello, mientras musitaba con un ronroneo su nombre: Jerlys.
Hizo un movimiento como si fuera a besarlo, pero, en cambio, le propinó una dolorosa bofetada. De inmediato, las manos del hombre fueron hacia su espada y su daga, pero se controló y se recordó a sí mismo las consecuencias.
La drow siguió caminando a su alrededor, hablando tanto para sí misma como para él. «Iblith», dijo muchas veces, la palabra drow que significaba «basura», y por último él contestó con una única palabra, «abban», que significaba «aliado», como le había enseñado Jarlaxle.
—¡Abban del darthiir! —le gritó la mujer, al tiempo que volvía a golpearlo, esta vez en la parte posterior de la cabeza, y casi lo hizo caer de bruces.
No entendía bien sus palabras, pero le parecía que darthiir tenía algo que ver con los elfos de la superficie. Entonces empezó a darse cuenta de que se había metido en un buen lío esta vez y que no iba a escapar tan fácilmente de la mujer.
—¡Abban del darthiir! —gritó Jerlys de nuevo, y en esta ocasión fue su látigo, no su mano, el que lo golpeó por detrás, y los tres tentáculos azotaron dolorosamente su hombro derecho.
El hombre se llevó la mano a la herida y se tiró al suelo, con el brazo derecho inutilizado y todo su cuerpo fustigado por oleadas de dolor.
Jerlys lo golpeó otra vez, en la espalda, pero su inesperado movimiento lo salvó de recibir el impacto de los tres tentáculos.
Su mente discurrió con rapidez. Sabía que debía actuar deprisa. La mujer seguía lanzándole pullas, descargando el látigo contra las paredes del callejón y de vez en cuando sobre su ensangrentada espalda. Entonces tuvo la seguridad de que había cogido por sorpresa a la mujer, que tenía una misión tan secreta como la suya propia, y que no era probable que saliera con bien de este encuentro.
Uno de los tentáculos se descargó contra su nuca, aturdiéndolo. Su brazo derecho continuaba inutilizado, debilitado por la magia de un golpe triple simultáneo.
Pero tenía que actuar. Se llevó la mano izquierda a la cadera derecha, hacia la daga; luego lo pensó mejor y la dirigió al lado opuesto.
—¡Abban del darthiir! —gritó Jerlys otra vez, y adelantó el brazo para repetir el golpe.
El hombre giró sobre sí mismo y se incorporó; su espada, que no era de manufactura elfa, brilló ardiente al entrar en contacto con los tentáculos. Hubo un destello verde, y uno de los tentáculos cayó al suelo, pero otro salvó sus defensas y lo golpeó en la cara.
—¡Jivvin! —La mujer exclamó la palabra «juego» con tono divertido, y agradeció, encantada, su necia reacción que hacía el asunto más ameno.
—Sí, juguemos —contestó el hombre, al tiempo que se adelantaba y arremetía con la espada.
Un globo de oscuridad cayó sobre él.
—¡Jivvin! —rio de nuevo Jerlys, que acto seguido avanzó para golpear con su látigo.
Pero su adversario no era un novato en la lucha contra elfos oscuros y, para sorpresa de la mujer, no lo encontró dentro del globo.
El hombre apareció por un lado de la oscuridad, con un brazo colgando inerte, pero el otro acometiendo con relampagueantes estocadas a diestro y siniestro en una maravillosa exhibición de esgrima. Pero se enfrentaba a una drow muy bien entrenada en las artes marciales y armada con un látigo de tentáculos. Jerlys frenó la arremetida, contraatacó y consiguió dar otra vez en el blanco, sin dejar de reír un solo momento.
No conocía a su oponente.
El hombre atacó de frente otra vez, giró hacia la izquierda, como si fuera a ejecutar un golpe circular, y entonces invirtió el agarre del arma, cogiéndola como si fuera una lanza; rotó en sentido contrario, y la arrojó con todas sus fuerzas.
La punta del arma se hincó vorazmente entre los pechos de la sorprendida mujer, chisporroteando al atravesar la excelente armadura drow.
El hombre completó la maniobra de ataque con una acrobática voltereta y golpeó con los dos pies la cimbreante empuñadura de la espada, hundiendo más el arma en el pecho de la malévola mujer.
La drow rebotó contra el montón de escombros, trastabillante, hasta que la inestable pared de la estalagmita la sostuvo erguida a medias. Sus rojos ojos estaban desorbitados por la sorpresa.
—Qué pena, Jerlys —le susurró el hombre al oído, y luego le besó la mejilla suavemente mientras agarraba la empuñadura de la espada y pisaba intencionadamente los chasqueantes tentáculos para aplastarlos contra el suelo—. Ah, los placeres que podríamos haber compartido.
Extrajo la espada e hizo una mueca al considerar las consecuencias de la muerte de esta drow. Sin embargo, no pudo negar la satisfacción que le causaba el recuperar en parte el control de su vida. ¡No había sostenido tantas batallas para acabar como un esclavo!
Había una energía renovada en sus pasos cuando abandonó el callejón poco después, dejando a Jerlys y su látigo enterrados bajo las piedras.