Jugada arriesgada
El mercenario se acercó silenciosamente al extremo oriental del palacio Baenre, deslizándose de sombra en sombra para aproximarse a la cerca plateada, semejante a una tela de araña, que rodeaba el lugar. Como cualquiera que se acercaba a la casa Baenre, que comprendía veinte estalagmitas inmensas y huecas, y treinta estalactitas labradas, Jarlaxle se quedó impresionado de nuevo. Para los cánones de la Antípoda Oscura, donde el espacio era muy valioso, el complejo era enorme, con una longitud de casi ochocientos metros por cuatrocientos de ancho.
Todo era maravilloso en las estructuras de la casa Baenre. No se había pasado por alto ni un solo detalle en su artesanía; había esclavos trabajando constantemente para tallar nuevos dibujos en las escasas zonas que todavía no estaban adornadas. Los toques mágicos, llevados a cabo en su mayor parte por Gomph, hijo mayor de la matrona Baenre y archimago de Menzoberranzan, no eran menos espectaculares, empezando por los tonos predominantes púrpuras y azules de los fuegos fatuos que resaltaban las zonas de los pilares más adecuadas para producir una mayor impresión.
La verja de seis metros de altura, que parecía tan minúscula en comparación con los gigantescos pilares de las estalagmitas a los que se sujetaba, se contaba entre las creaciones más maravillosas de todo Menzoberranzan. Algunos decían que era un regalo de Lloth, aunque nadie en la ciudad, salvo quizá la anciana matrona Baenre, alcanzaba la edad suficiente para haber presenciado su construcción. La barrera estaba formada de hilos, duros como el hierro y gruesos como el brazo de un drow, que estaban dotados de una magia que les permitía agarrar y sujetar con más fuerza que cualquier tela de araña. Ni siquiera las armas drows más afiladas, de las que se podría decir que eran las que tenían mejor filo en todo Toril, podían romper los hilos de la cerca de Baenre, y, una vez atrapado, ningún monstruo o gigante, ni siquiera un dragón, tenía esperanza de liberarse, por mucha fuerza que tuviera.
Por lo general, los visitantes de la casa Baenre buscaban una de las puertas simétricas distribuidas alrededor del complejo. Allí, un guardia pronunciaba la contraseña del día, y los hilos de la verja se recogían hacia afuera creando un agujero.
Pero Jarlaxle no era un visitante normal, y la matrona Baenre le había dado instrucciones de que mantuviera en secreto sus idas y venidas. El mercenario aguardó en las sombras, perfectamente oculto mientras varios soldados de a pie patrullaban por las cercanías. Jarlaxle reparó en que ni siquiera estaban alertas; claro que ¿por qué iban a estarlo, con las fuerzas de Baenre respaldándolos? La casa Baenre tenía un contingente de, al menos, dos mil quinientos soldados capacitados y fabulosamente armados, y contaba con dieciséis grandes sacerdotisas. Ninguna otra casa de la ciudad —ni cinco casas aunadas— podía reunir tal fuerza.
El mercenario volvió la cabeza para mirar el pilar de Narbondel y calcular cuánto tiempo más tendría que esperar. Apenas había vuelto la vista hacia Baenre cuando sonó un cuerno, claro y fuerte, seguido de un segundo toque.
Un cántico, una salmodia baja, se alzó en el interior del complejo. Los soldados corrieron a sus puestos y, poniéndose firmes, presentaron las armas con gesto ceremonial. Este era el espectáculo que ponía de manifiesto el orgullo de Menzoberranzan, el adiestramiento, preciso y disciplinado, que ridiculizaba las afirmaciones de cualquier enemigo potencial de que los elfos oscuros eran demasiado desorganizados para unirse en una causa o defensa común. Los mercenarios que no eran drows, en particular los enanos grises, a menudo pagaban grandes sumas de oro y gemas, sólo por presenciar el espectáculo del cambio de guardia de la casa Baenre.
Franjas de luz naranja, roja, verde, azul y púrpura ascendieron veloces por las estalagmitas para encontrarse con franjas similares que descendían de lo alto, de los dentados picos de las estalactitas del complejo Baenre. Mágicos emblemas de la casa, portados por los guardias Baenre, creaban este efecto, en tanto que otros elfos oscuros cabalgaban sobre lagartos subterráneos que podían desplazarse por suelos, paredes o techos por igual.
La música continuó. Las vetas luminosas formaron un sinfín de dibujos arriba y abajo del complejo, muchos de los cuales adoptaron la imagen de un arácnido. Este suceso tenía lugar dos veces al día, y cualquier drow que estuviera a una distancia desde la que podía verse, se detenía y lo contemplaba todas y cada una de las veces. El cambio de guardia de la casa Baenre era un símbolo de Menzoberranzan tanto del increíble poder de la casa Baenre como de la imperecedera fidelidad de la ciudad a la reina araña.
Jarlaxle, siguiendo las instrucciones de la matrona Baenre, aprovechó el espectáculo como maniobra de distracción. Se deslizó hacia la verja, se quitó el sombrero de ala ancha, que dejó colgar a su espalda, y se puso una máscara de terciopelo negro de la que sobresalían ocho patas unidas con alambre por los lados. Tras echar un breve vistazo, el mercenario empezó a trepar por los gruesos hilos, como si fueran de hierro corriente. Ningún otro tipo de conjuro habría logrado este resultado; ni hechizos de levitación o teleportación, o ninguna otra clase de viaje mágico, habría conseguido llevar a una persona al otro lado de la barrera. Únicamente la rara y valiosa máscara de araña, que Jarlaxle había tomado prestada de Gomph Baenre, podía lograr que alguien entrara tan fácilmente en el bien guardado complejo.
Jarlaxle pasó una pierna por encima de lo alto de la valla y se deslizó por el otro lado. Se quedó muy quieto al ver un destello naranja a su izquierda. Maldita fuera su suerte si lo habían descubierto. No era probable que el guardia planteara peligro alguno, ya que todos los que vivían en el palacio de Baenre conocían bien al mercenario; pero, si la matrona Baenre se enteraba de que había sido descubierto, era muy posible que le arrancara la piel a latigazos.
La luz se apagó casi de forma instantánea. Cuando los ojos de Jarlaxle se ajustaron al cambio de matices, vio a un drow joven y apuesto, con el cabello perfectamente arreglado, que estaba montado a horcajadas en un gran lagarto y manejaba una lanza jaspeada de tres metros de largo. Jarlaxle sabía que era un arma letal. Estaba hechizada con un conjuro de frialdad, y su punta afilada revelaba su frío mortal a los ojos del mercenario, dotados de visión infrarroja.
Saludos, Berg’inyon Baenre, dijo el mercenario utilizando el complicado lenguaje manual de los drows. Berg’inyon era el hijo menor de la matrona Baenre, el jefe de los jinetes de lagartos de la casa Baenre; alguien que no era enemigo, ni desconocido, para el jefe mercenario.
Bien hallado, Jarlaxle, repuso Berg’inyon del mismo modo. Puntual, como siempre.
Como exige tu madre, contestó con las manos Jarlaxle.
Berg’inyon esbozó una fugaz sonrisa e hizo una indicación al mercenario para que siguiera adelante; luego azuzó a su montura con los talones y subió rápidamente por el costado de la estalagmita para continuar con su patrulla por el techo.
A Jarlaxle le caía bien el varón Baenre más joven. Últimamente había pasado muchos días con él, obteniendo información del joven guerrero, ya que Berg’inyon había sido en otros tiempos condiscípulo de Drizzt Do’Urden en Melee-Magthere y a menudo se había entrenado con el espadachín drow. Los movimientos combativos de Berg’inyon eran gráciles y casi perfectos, y saber que Drizzt había derrotado al joven Baenre acrecentaba el respeto que Jarlaxle sentía por el renegado.
El mercenario casi lamentaba que Drizzt Do’Urden tuviera que dejar de existir muy pronto.
Una vez pasada la verja, Jarlaxle guardó la máscara de araña en una bolsa y caminó con aparente despreocupación por el recinto, manteniendo su revelador sombrero colgado en la espalda y la capa bien ajustada a los hombros para ocultar el hecho de que llevaba una túnica sin mangas. Aun así, no podía ocultar su rapada cabeza, algo poco usual, y sabía que más de uno de los guardias lo había reconocido mientras se dirigía al pilar mayor de la casa, la inmensa y ornamentada estalagmita que era la residencia de los nobles Baenre.
Dichos guardias no lo advirtieron, sin embargo, o simularon que no se daban cuenta, pues así se les había ordenado. Jarlaxle casi soltó una carcajada; cuántas molestias podían evitarse con pasar a través de una de las puertas del recinto. Todo el mundo, incluida Triel, sabía muy bien que el mercenario estaría allí. Todo era un juego de simulaciones e intrigas, con la matrona Baenre como el jugador que lo controlaba.
—¡Z’ress! —gritó el mercenario. Era la palabra drow que significaba «fuerza», y que era la contraseña para este pilar. Empujó la puerta de piedra, que de inmediato se replegó hacia la parte superior de la jamba.
Jarlaxle saludó con el sombrero a los invisibles guardias (probablemente enormes minotauros esclavos, los preferidos por la matrona Baenre) mientras recorría el estrecho corredor y pasaba frente a varias aspilleras tras las cuales, sin duda, lo apuntaban mortíferas lanzas.
El interior de la estalagmita estaba iluminado, por lo que Jarlaxle se vio obligado a hacer un alto para que sus ojos se acostumbraran de nuevo al espectro de luz visible. Docenas de elfas oscuras iban de un lado para otro, los uniformes negros y plateados de la casa Baenre ajustados a sus cuerpos, firmes y atractivos. Todos los ojos se volvieron hacia el recién llegado —el jefe de Bregan D’aerthe estaba considerado como un buen partido en Menzoberranzan— y la manera lasciva con que las mujeres lo miraron de arriba abajo, casi sin detenerse en la cara, hizo que Jarlaxle contuviera una carcajada a duras penas. A algunos varones drows los ofendía tales miradas lascivas, pero, desde el punto de vista de Jarlaxle, la patente avidez de estas mujeres le proporcionaba más poder.
El mercenario se encaminó hacia el gran pilar negro situado en el corazón de la circular cámara central. Tanteó el suave mármol y localizó la placa de presión que abría una sección de la curvada pared.
Jarlaxle se encontró con Dantrag Baenre, el maestro de armas de la casa, recostado en la pared interior con actitud indolente. El mercenario comprendió enseguida que el guerrero lo estaba esperando. Al igual que su hermano más joven, Dantrag era apuesto, alto (alrededor del metro setenta o setenta y cinco), esbelto y bien musculado. Sus ojos tenían un tono ambarino poco corriente, si bien se tornaban rojos cuando se excitaba. Llevaba el blanco cabello recogido, muy tirante, en una cola de caballo.
Como maestro de armas de la casa Baenre, Dantrag estaba mejor capacitado para la batalla que cualquier otro drow de la ciudad. Su reluciente cota de malla negra brilló al girarse él, adaptándose al contorno de su cuerpo tan perfectamente que parecía una segunda piel. Llevaba dos espadas colgadas del enjoyado cinturón. Cosa curiosa, sólo una de ellas era de manufactura drow; una estupenda arma como Jarlaxle había visto pocas. La otra, arrebatada, según rumores, a un habitante de la superficie, al parecer poseía una avidez propia y podía arrancar esquirlas a la roca más dura sin que su filo se embotara lo más mínimo.
El envanecido guerrero levantó un brazo para saludar al mercenario. Al hacerlo, mostró de manera ostentosa uno de sus brazales mágicos, unas correas de cuero negro forradas con relucientes anillas de mithril. Dantrag nunca había dicho qué utilidad tenían esos brazales. Algunos creían que ofrecían protección mágica. Jarlaxle había visto combatir a Dantrag y coincidía con esa opinión, ya que este tipo de brazales defensivos no era algo inusual. Lo que más asombraba al mercenario era el hecho de que, en combate, Dantrag alcanzaba a su oponente a la primera la mayoría de las veces, por no decir siempre.
Jarlaxle no podía decir con seguridad si sus sospechas eran ciertas, pues, incluso sin los brazales o cualquier otra magia, Dantrag Baenre era uno de los mejores guerreros de Menzoberranzan. Su principal rival había sido Zaknafein Do’Urden, padre y mentor de Drizzt, pero Zaknafein había muerto, sacrificado por la actitud blasfema de su hijo hacia la reina araña. Esto dejaba sólo a Uthegental, el corpulento y fuerte maestro de armas de la casa Barrison Del’Armgo, la casa segunda de la ciudad, como rival apto para el peligroso Dantrag. Conociendo el orgullo de ambos guerreros, Jarlaxle sospechaba que un día los dos sostendrían un combate a muerte en secreto, sólo para ver quién era el mejor.
La idea de semejante espectáculo le resultaba fascinante a Jarlaxle, si bien nunca había entendido una clase de orgullo tan destructivo. Muchos de los que habían visto al jefe mercenario en batalla habrían argumentado que Jarlaxle estaba a la altura de cualquiera de los dos, pero él nunca participaría en ese tipo de intrigas. A su juicio, luchar por orgullo era una estupidez, sobre todo cuando tal destreza y excelentes armas podían utilizarse para obtener unas ganancias más sustanciosas. Como, por ejemplo, esos brazales, reflexionó Jarlaxle. ¿O quizá los fabulosos brazales ayudarían a Dantrag a saquear el cadáver de Uthegental?
Con la magia, todo era posible. El mercenario sonrió sin dejar de observar a Dantrag; a Jarlaxle le encantaba la magia exótica, y en toda la Antípoda Oscura no existía una colección mejor de objetos mágicos que en la casa Baenre.
Como este cilindro en el que había entrado, por ejemplo. Su aspecto era corriente: una simple cámara circular con un agujero en el techo, a la izquierda de Jarlaxle, y otro en el suelo, a su derecha.
Hizo un gesto de asentimiento a Dantrag, que señaló con la mano hacia la derecha, y el mercenario caminó hasta situarse debajo del agujero. Lo envolvió una magia cosquilleante que, de forma gradual, lo alzó en el nivel y lo hizo levitar hasta el segundo piso de la inmensa estalagmita. Dentro del cilindro, esta zona era idéntica a la primera, y Jarlaxle se dirigió directamente hacia el punto situado debajo del agujero del techo que lo conduciría al tercer piso.
Dantrag llegó al segundo nivel en el momento en que Jarlaxle empezaba a flotar hacia el tercero, y el maestro de armas se apresuró a ir tras el mercenario y lo cogió por el brazo cuando Jarlaxle alargaba ya la mano hacia el mecanismo de apertura de este nivel. Luego señaló con un gesto de la cabeza el agujero del techo que conducía al cuarto nivel y al salón del trono privado de la matrona Baenre.
¿El cuarto nivel?, se preguntó, interesado, el mercenario mientras seguía a Dantrag a la posición bajo el agujero y empezaba a levitar otra vez. ¿El salón del trono privado de la matrona Baenre? Por lo general, la primera madre matrona celebraba las audiencias en el tercer piso.
La matrona Baenre tiene otra visita, explicó Dantrag en el código manual cuando la cabeza de Jarlaxle asomó en el cuarto piso.
El mercenario asintió en silencio y salió del agujero, dejando que Dantrag tomara la iniciativa. Pero este no hizo intención de abrir la puerta, sino que metió la mano en una pequeña bolsa y sacó un reluciente polvo plateado. Tras hacer un guiño al mercenario, arrojó el polvo contra la pared trasera, que centelleó y se movió motu propio, formando una tela de araña plateada que se enrolló sobre sí misma, como hacían las puertas de la verja exterior, y dejó una abertura.
Después de ti, sugirieron las manos de Dantrag en un gesto cortés.
Jarlaxle estudió al taimado guerrero en un intento de discernir si se trataba de alguna trampa. ¿Y si cruzaba la puerta, evidentemente extradimensional, para encontrarse atrapado en algún plano infernal?
Dantrag era un adversario frío, y sus rasgos hermosos, afilados, con los pómulos altos y firmes, no revelaron nada a la mirada escrutadora, y por lo general eficaz, de Jarlaxle. Sin embargo, el mercenario atravesó finalmente la abertura, habiendo llegado a la conclusión de que Dantrag era demasiado orgulloso para librarse de él con una artimaña. Si el guerrero hubiera querido quitar de en medio al mercenario, habría utilizado sus armas, no las argucias de un mago.
El hijo Baenre siguió a Jarlaxle acto seguido al interior de una pequeña bolsa extradimensional que compartía espacio con la sala del trono de la matrona Baenre. Dantrag condujo al mercenario a lo largo de un fino cordón de plata hasta el extremo opuesto de la pequeña cámara, a una abertura que daba a la sala.
Allí, en un gran trono de zafiro, se encontraba sentada la marchita matrona Baenre, su rostro cruzado por millares de arrugas que semejaban una telaraña. Jarlaxle dedicó un largo instante a contemplar el trono antes de mirar a la madre matrona y, en un gesto inconsciente, se humedeció los finos labios. Dantrag soltó una queda risita a su lado, pues el astuto Baenre podía entender el ansia del mercenario. En el extremo de cada uno de los brazos del trono había incrustado un enorme diamante de no menos de treinta quilates.
El propio trono estaba tallado en el más puro zafiro negro, un reluciente pozo que invitaba a sumergirse en sus profundidades. Unas formas retorcidas se movían en el interior de aquel estanque de oscuridad; según los rumores, eran las almas atormentadas de todos aquellos que habían sido desleales a Lloth y, en castigo, habían sido transformados en espantosos entes que moraban en una negra dimensión dentro de los confines del fabuloso trono de la matrona Baenre.
Aquel pensamiento hizo que Jarlaxle recobrara de golpe la sensatez y olvidara sus fantasías; podía imaginar el acto, ¡pero nunca sería tan necio como para intentar apoderarse de uno de aquellos diamantes! Entonces miró a la matrona Baenre y a sus dos anodinos escribas, acurrucados detrás de ella y tomando notas con afán. A la izquierda de la primera madre matrona se encontraba Bladen’Kerst, la hija mayor de las que residían en la casa, la tercera detrás de sus hermanos Triel y Gomph. Jarlaxle le tenía aún menos simpatía a Bladen’Kerst que a Triel, pues era extremadamente sádica. En varias ocasiones, el mercenario había pensado que tendría que matarla en defensa propia. Eso habría provocado una difícil situación, aunque Jarlaxle sospechaba que a la matrona Baenre, secretamente, le habría gustado que la cruel Bladen’Kerst muriera. Ni siquiera una poderosa madre matrona podía controlar por completo a esa mujer.
A la derecha de la matrona Baenre estaba otro de los seres que gozaba de menos simpatías por parte del mercenario: el illita, Methil Elviddinvelp, el consejero de cabeza de pulpo. Vestía, como siempre, su sencilla túnica de un fuerte tono carmesí, con las mangas muy largas para que la criatura mantuviera ocultas sus escuálidas manos finalizadas en tres garras. A Jarlaxle le habría gustado que la horrenda criatura llevara también una máscara y una capucha. Su cabeza, purpúrea y bulbosa, con cuatro tentáculos en lugar de una boca, y los ojos lechosos, carentes de pupilas, era la cosa más repulsiva que Jarlaxle había visto en su vida. Por lo general, si había posibilidades de sacar ganancias el mercenario pasaba por alto la apariencia de cualquier ser, pero Jarlaxle prefería tener el menor contacto posible con los horribles, misteriosos y, sobre todo, peligrosos illitas.
La mayoría de los drows eran de la misma opinión respecto a los illitas, y, por un instante, Jarlaxle pensó lo extraño que era que la matrona Baenre hubiera situado a Elviddinvelp en una posición tan visible. Sin embargo, al observar más detenidamente a la mujer que se encontraba frente a la matrona Baenre, el mercenario lo entendió.
Era una persona escuálida y menuda, más baja incluso que Triel y, aparentemente, mucho más débil. Su túnica era corriente, y no llevaba ningún otro tipo de aderezo visible; desde luego, no era el atavío propio de una madre matrona. Pero esta drow, K’yorl Odran, era una de ellas, la cabecilla de Oblodra, tercera casa de Menzoberranzan.
¿K’yorl?, preguntaron los dedos de Jarlaxle a Dantrag. La expresión del mercenario era incrédula. K’yorl era una de las regentes de Menzoberranzan más despreciadas. Personalmente, la matrona Baenre odiaba a K’yorl, y muchas veces había expresado abiertamente su opinión de que Menzoberranzan estaría mejor sin la presencia de la molesta Odran. Lo único que había frenado a la casa Baenre de destruir la de Oblodra era el hecho de que las mujeres de la tercera casa poseían misteriosos poderes mentales. Si había alguien capaz de entender las motivaciones y los pensamientos íntimos de la misteriosa y peligrosa K’yorl, ese sería el illita, Elviddinvelp.
—Trescientos —estaba diciendo K’yorl.
La matrona Baenre se hundió en el trono, con una expresión agria en el semblante.
—Una miseria —replicó.
—La mitad de mi fuerza de esclavos —respondió K’yorl, al tiempo que esbozaba su acostumbrada sonrisa burlona, una conocida señal de que la no tan astuta K’yorl estaba mintiendo.
La matrona Baenre se echó a reír y luego se interrumpió bruscamente. Se adelantó en el trono, con las esbeltas manos descansando sobre los fabulosos diamantes, y el gesto ceñudo e implacable. Sus ojos, rojos como rubíes, se estrecharon hasta convertirse en rendijas. Musitó algo en voz baja y levantó una de las manos del diamante. El interior de la magnífica gema llameó, como si cobrara vida, y lanzó un rayo concentrado de luz purpúrea que alcanzó al ayudante de K’yorl, un varón anodino, y lo envolvió en una serie de arcos chisporroteantes de reluciente energía púrpura. El hombre gritó, levantó las manos y luchó contra las ondas aniquiladoras.
La matrona Baenre levantó la otra mano y un segundo rayo se unió al primero. Ahora, el varón drow no era más que una silueta púrpura.
Jarlaxle observó atentamente a K’yorl, que cerró los ojos y frunció el entrecejo. Sus ojos se volvieron a abrir casi de inmediato, y miró a Elviddinvelp con incredulidad. El mercenario era lo bastante experimentado como para darse cuenta de que, en esa fracción de segundo, había tenido lugar una lucha de voluntades, y no lo sorprendía que el desollador mental hubiera salido, aparentemente, vencedor.
El infortunado varón Oblodra no era ya más que una sombra, y, al cabo de un momento, ni siquiera era eso. Había dejado de existir.
K’yorl Odran frunció el entrecejo con fiereza; parecía a punto de estallar, pero la matrona Baenre, tan letal como cualquier drow vivo, no cedió.
De forma inesperada, K’yorl volvió a sonreír.
—Era sólo un varón —comentó alegremente.
—¡K’yorl! —gruñó Baenre—. ¡Este servicio goza del favor de Lloth, y tú colaborarás!
—¿Me amenazas? —preguntó la otra matrona.
La matrona Baenre se levantó del trono y se dirigió hacia la imperturbable K’yorl. Levantó la mano izquierda hacia la mejilla de la mujer Oblodra, y la tranquila K’yorl no pudo evitar encogerse. En esa mano, la matrona Baenre lucía un gran anillo de oro, con cuatro aros incompletos, sin cerrar, moldeados de manera que semejaban las ocho patas de una araña viva. Su enorme zafiro, negro azulado, relució. K’yorl sabía que ese anillo guardaba una velsharess orbb viva, una araña mucho más mortífera que su pariente de la superficie, la viuda negra.
—Debes comprender la importancia —susurró la matrona Baenre.
Para sorpresa de Jarlaxle (y no le pasó inadvertido que la mano de Dantrag fue de inmediato a la empuñadura de su espada, como si el maestro de armas estuviera a punto de saltar de la bolsa extradimensional desde la que observaban la escena, para matar a la insolente Oblodra), K’yorl apartó los dedos de la matrona Baenre de un manotazo.
—Barrison Del’Armgo está de acuerdo —dijo con calma la matrona Baenre, al tiempo que levantaba la mano para impedir que su peligrosa hija y el consejero illita intervinieran.
K’yorl sonrió burlona; un gesto claramente fanfarrón, ya que a la madre matrona de la tercera casa no podía dejar de impresionarla oír que la primera y segunda casas estaban aliadas en un asunto que ella quería soslayar.
—Como también Faen Tlabbar —añadió la matrona Baenre astutamente, refiriéndose a la cuarta casa de la ciudad y rival más odiado de Oblodra. Las palabras de Baenre eran una amenaza obvia, pues con la casa Baenre y la casa Barrison Del’Armgo de su parte, Faen Tlabbar no tardaría en aplastar a Oblodra y asumir el tercer rango de la ciudad.
La matrona Baenre regresó a su trono de zafiro sin apartar los ojos de K’yorl un solo momento.
—No tengo muchos soldados drows —dijo K’yorl, y, por primera vez, Jarlaxle vio a la advenediza Oblodra mostrarse humilde.
—¡No, pero tienes kobolds de sobra! —replicó la matrona Baenre bruscamente—. Y no oses insinuar que sólo llegan a seiscientos. Los túneles de la Grieta de la Garra debajo de la casa Oblodra son vastos.
—Te daré tres mil —respondió K’yorl, como si por fin cediera en un duro regateo.
—¡Diez veces esa cifra! —gruñó Baenre. K’yorl no dijo nada y se limitó a erguir la cabeza y mirar de hito en hito a la primera madre matrona—. No aceptará menos de veinte mil —dijo entonces Baenre, desempeñando las dos partes del trato—. Las defensas de la fortaleza enana serán ingeniosas, y necesitamos mucha carne de cañón para abrirnos paso.
—Es un alto precio —opinó K’yorl.
—Veinte mil kobolds juntos no valen tanto como la vida de un solo drow —le recordó Baenre, que añadió, sólo para causar impresión— a los ojos de Lloth. —K’yorl iba a replicar duramente, pero la matrona Baenre la frenó en seco.
—¡Ahórrame tus amenazas! —Su delgado cuello parecía aún más escuálido al tensar la mandíbula hacia adelante—. A los ojos de Lloth, este acontecimiento está por encima de las luchas entre las casas drows. ¡Y te prometo, K’yorl, que la desobediencia de la casa Oblodra impulsará la ascensión de Faen Tlabbar!
Jarlaxle abrió unos ojos como platos, y miró, sorprendido, a Dantrag, que no supo qué decir. Hasta ahora, el mercenario no había oído, ni le habían contado, que una casa amenazara a otra de manera tan abierta. En esta ocasión, no hubo ni sonrisa burlona ni réplica ingeniosa por parte de K’yorl. Al observar atentamente a la mujer, que guardaba silencio y hacía obvios esfuerzos por mantener una expresión impasible, Jarlaxle pudo ver la semilla de la anarquía. K’yorl y la casa Oblodra no olvidarían la amenaza de la matrona Baenre, y, dada la arrogancia de esta última, sin duda otras casas abrigaban resentimientos similares. El mercenario hizo un leve gesto de asentimiento al recordar su entrevista con la atemorizada Triel, que heredaría esta peligrosa situación.
—Veinte mil —aceptó K’yorl—, si es que se pueden reunir tantas de esas pequeñas ratas molestas.
Dicho esto, la madre matrona de la casa Oblodra recibió autorización para marcharse. Al mismo tiempo que la mujer entraba en el cilindro de mármol, Dantrag soltó el extremo del filamento de araña y pasó de la bolsa extradimensional a la sala del trono.
Jarlaxle fue tras él, acercándose con pasos ligeros hasta situarse frente al trono. Hizo una profunda reverencia, y la pluma de diatryma prendida en el ala del enorme sombrero barrió el suelo.
—Una actuación magnífica —comentó, como saludo a la matrona Baenre—. Ha sido un placer que se me permitiera presenciar…
—¡Silencio! —le ordenó la matrona Baenre en un tono que rebosaba veneno, mientras se recostaba en el trono.
Sin perder la sonrisa, el mercenario adoptó una actitud atenta.
—K’yorl es una molestia peligrosa —dijo la matrona Baenre—. No le pediré muchos de los drows de su casa, aunque sus extraños poderes mentales serían muy útiles a la hora de romper la voluntad de los resistentes enanos. Lo único que necesitamos de su casa son los kobolds, y, puesto que esas sabandijas se reproducen como ratas, no es mucho el sacrificio que tendrán que hacer.
—¿Y después de la victoria? —se atrevió a preguntar Jarlaxle.
—Eso tendrá que decidirlo K’yorl —respondió la matrona Baenre de inmediato. Hizo un ademán para que los otros, incluidos los escribas, abandonaran la sala, y todos comprendieron que la matrona tenía intención de enviar a la banda de Jarlaxle a una misión de reconocimiento… o algo más a la casa Oblodra.
Todos salieron sin protestar, salvo la perversa Bladen’Kerst, que hizo un alto para lanzar al mercenario una mirada cargada de peligro. Bladen’Kerst odiaba a Jarlaxle del mismo modo que odiaba a todos los varones drows, a los que consideraba poco más que unos peleles con los que practicar para mejorar sus técnicas de tortura.
El mercenario se cambió el parche al otro ojo y le hizo un guiño lascivo como respuesta.
Bladen’Kerst volvió la vista hacia su madre de inmediato, como si le pidiera permiso para golpear al impertinente varón hasta dejarlo inconsciente, pero la matrona Baenre repitió el gesto indicándole que se marchara.
—Queréis que Bregan D’aerthe mantenga bajo estrecha vigilancia a la casa Oblodra —dijo Jarlaxle tan pronto como se encontró a solas con Baenre—. No es una tarea fácil…
—No —lo interrumpió la matrona—. Ni siquiera Bregan D’aerthe espiaría de buen grado esa casa misteriosa.
Al mercenario lo alegró que fuera la propia matrona Baenre, no él, quien mencionara ese punto. Reflexionó sobre la inesperada conclusión a la que llevaba tal comentario, y luego esbozó una amplia sonrisa e incluso hizo una profunda reverencia al comprender la maniobra. La matrona Baenre quería que los demás, sobre todo Elviddinvelp, pensaran que la misión de Bregan D’aerthe era espiar la casa Oblodra. De ese modo, despistaría a K’yorl y la mantendría ocupada buscando fantasmas inexistentes.
—No me interesa K’yorl, aparte de necesitar sus esclavos —prosiguió la matrona—. Si no hace lo que se la ha ordenado, entonces la casa Oblodra será arrojada a la Grieta de la Garra y pasará al olvido.
Su tono pragmático, que denotaba una suprema seguridad, impresionó al mercenario.
—Con la primera y la segunda casas aliadas, ¿qué posibilidades tiene K’yorl? —preguntó.
La matrona Baenre se quedó pensativa un instante, como si Jarlaxle le hubiese recordado algo. Desechó la idea rápidamente y prosiguió:
—No tenemos tiempo para hablar de tu reunión con Triel. —El comentario despertó la curiosidad de Jarlaxle, ya que el mercenario daba por sentado que esa era la razón principal de su visita a la casa Baenre—. Quiero que empieces a planear la marcha hacia el asentamiento enano. Necesitaré mapas de las rutas previstas, así como descripciones detalladas de las posibles vías de acceso finales de Mithril Hall para que así Dantrag y sus generales puedan planear mejor el ataque.
Jarlaxle asintió con la cabeza. Desde luego, no pensaba discutir con la irascible matrona.
—Podemos enviar espías que se internen un poco más en el recinto enano —empezó, pero, de nuevo, la impaciente Baenre lo interrumpió.
—No es necesario —dijo simplemente.
Jarlaxle la miró con curiosidad.
—Nuestra última expedición no llegó a entrar en Mithril Hall —le recordó.
Los labios de la matrona se curvaron en una sonrisa maligna, una mueca contagiosa que hizo que Jarlaxle aguardara impaciente la posible revelación que vendría a continuación. Lentamente, la madre matrona metió la mano por la pechera de su fabulosa túnica y sacó una cadena de la que colgaba un anillo, blanco como un hueso y elaborado, al parecer, con una pieza dental grande.
—¿Sabes qué es esto? —preguntó, sosteniendo el objeto a plena vista.
—He oído decir que es un diente de un rey enano, y que su atormentada alma está atrapada dentro del anillo —contestó el mercenario.
—Un rey enano —repitió la matrona Baenre—. Y no hay tantos reinos enanos, ¿verdad?
Jarlaxle frunció el entrecejo; luego, su semblante se iluminó.
—¿Mithril Hall? —preguntó.
La matrona asintió con la cabeza.
—Por una maravillosa coincidencia, la suerte ha puesto esto en mis manos —explicó—. Dentro de este anillo está el alma de Gandalug Battlehammer, primer rey de Mithril Hall y fundador del clan Battlehammer.
A Jarlaxle le dio vueltas la cabeza ante las posibilidades que aquello representaba. ¡No era de extrañar, pues, que Lloth hubiese ordenado a Vierna ir tras su hermano renegado! Drizzt era sólo un vínculo con la superficie, un peón más en un juego de conquista mucho más importante.
—Gandalug habla conmigo —explicó la matrona Baenre en un tono tan satisfecho como el ronroneo de un gato—. Recuerda los caminos y accesos de Mithril Hall.
Sos’Umptu Baenre entró en ese momento, hizo caso omiso de Jarlaxle y pasó junto a él para situarse frente a su madre. La matrona no la reprendió, como el mercenario habría esperado que hiciera por irrumpir en la sala sin anunciarse; en lugar de eso, miró con curiosidad a su hija y le permitió explicarse.
—La matrona Mez’Barris Armgo se impacienta —dijo Sos’Umptu.
En la capilla, comprendió Jarlaxle, ya que Sos’Umptu era la vigilante de la portentosa capilla Baenre y rara vez abandonaba el lugar. El mercenario se paró a considerar un momento esta información. Mez’Barris era la madre matrona de la casa Barrison Del’Armgo, la segunda casa regente de la ciudad. Pero ¿por qué estaba en el palacio Baenre si, según había dicho la matrona, la casa Barrison Del’Armgo ya estaba de acuerdo con la expedición?
Sí, ¿por qué?
—Quizá deberíais haber visto a la matrona Mez’Barris en primer lugar —comentó el mercenario astutamente. La marchita mujer aceptó con buen humor su comentario; demostraba que su espía favorito pensaba con claridad.
—K’yorl era la más problemática —contestó Baenre—. Hacer esperar a esa, la habría puesto de peor humor que el habitual. Mez’Barris es mucho más tranquila, más despierta para ver los beneficios. Estará de acuerdo con la guerra contra los enanos.
Baenre pasó junto al mercenario en su camino hacia el cilindro de mármol; Sos’Umptu ya había entrado en él y la aguardaba. La primera madre matrona se volvió hacia el mercenario y esbozó una sonrisa maligna.
—Además —añadió—, ahora que la casa Oblodra ha entrado en la alianza, ¿qué otra opción le queda a Mez’Barris?
Qué excepcional era esta anciana, se dijo Jarlaxle. Qué astuta. Echó un último y entristecido vistazo a los maravillosos diamantes de los brazos del trono; luego suspiró profundamente y siguió a las dos mujeres fuera del baluarte de la casa Baenre.