El último toque
La estalactita crujió y chirrió como si protestara mientras las ondas explosivas y las llamas abrasadoras desgarraban y derretían su anclaje al techo de la caverna. Luego se desplomó, como una gigantesca lanza, hendiendo el aire a su paso en la caída de trescientos metros.
Impotentes, aterrados, los elfos oscuros que estaban levitando cerca de la zona, la vieron pasar volando.
Dentro de la capilla abovedada, la ceremonia continuaba sin interrupción.
Una guerrera, perteneciente a la guardia de élite de la casa Baenre aunque no era de sangre noble, corrió hacia la plataforma central mientras gritaba como una loca. Al principio, la matrona Baenre y las demás pensaron que la mujer se había dejado llevar por el frenesí general, algo que ocurría de manera habitual en los rituales drows. Poco a poco, empezaron a darse cuenta de que los gritos de esta guerrera eran de advertencia.
Siete madres matronas clavaron una mirada de desconfianza en la matrona Baenre, e incluso sus hijas se preguntaron qué se traía ahora entre manos.
Entonces la estalactita se precipitó sobre la capilla.
Drizzt cogió a Catti-brie en el aire y luego, también él, salió volando. Cuando cayeron al suelo, el vigilante rodó sobre sí mismo y cubrió a la joven con su cuerpo, protectoramente.
Los dos gritaban, pero ninguno oía otra cosa que el atronador rugido de la bola de fuego en expansión. La espalda de Drizzt se calentó, y la capa se prendió en varios sitios cuando el extremo de la conflagración pasó sobre él.
Entonces, terminó tan repentinamente como había empezado. Drizzt rodó hacia un lado, se despojó de la capa prendida con gestos precipitados y se acercó presuroso a su compañera, que seguía tendida en el suelo, temiendo que estuviera inconsciente, o algo peor, con la explosión.
Catti-brie abrió un ojo y esbozó una sonrisa maliciosa.
—Apuesto a que el camino ha quedado despejado a nuestras espaldas —comentó con aire satisfecho, y Drizzt estuvo a punto de soltar una carcajada. La tomó en sus brazos y la estrechó contra sí. En ese instante creyó posible que volverían a ser libres. Pensó en los tiempos venideros en Mithril Hall, tiempos que pasaría al lado de Bruenor y de Regis y de Guenhwyvar, y, por supuesto, de Catti-brie.
Drizzt no podía creer lo mucho que había estado a punto de tirar por la borda.
Dejó a Catti-brie un momento y corrió hacia el recodo para asegurarse de que todos los drows que los perseguían habían desaparecido.
—Vaya —exclamó Catti-brie en un quedo susurro, con la mirada prendida en una magnífica espada que había tirada junto al cuerpo del maestro de armas. La joven cogió el arma con cautela, desconcertada porque un noble drow perverso hubiera manejado una espada cuya empuñadura estaba esculpida con la forma de un unicornio, el símbolo de la benévola diosa Mielikki.
—¿Qué has encontrado? —preguntó Drizzt mientras volvía sobre sus pasos pausadamente.
—Algo que creo que te iría como anillo al dedo —comentó Catti-brie, que sostuvo el arma en alto para mostrar el insólito pomo.
Drizzt miró la espada con curiosidad. No había reparado en esa empuñadura durante el combate con Dantrag, aunque sí recordaba que era su hoja la que había hendido con tanta facilidad la pared de piedra.
—Quédatela —ofreció, encogiéndose de hombros—. Prefiero las cimitarras, y si esa es realmente un arma de Mielikki, entonces la complacerá estar colgada de la cadera de Catti-brie.
La joven agradeció el cumplido con donaire, sonrió ampliamente y metió la espada en su cinturón. Se volvió al oír que Entreri regresaba, en tanto que Drizzt se agachaba junto al cadáver de Dantrag y le quitaba los brazales de las muñecas.
—¡No podemos retrasarnos más! —espetó el asesino con evidente nerviosismo—. Todo Menzoberranzan sabe ahora que hemos huido, y poner un millar de kilómetros entre esta maldita ciudad y yo no me parecerá distancia suficiente.
Quizá por primera vez desde que se conocían, Drizzt estuvo completamente de acuerdo con el asesino.
Estar sujeta a la cadera de una mujer no era exactamente lo que la sensitiva Khazid’hea tenía planeado. La espada había oído hablar mucho de Drizzt Do’Urden y, tras la derrota de Dantrag, había cambiado la apariencia de su pomo mágico para así estar en manos del legendario guerrero.
Drizzt no se había tragado el anzuelo, pero la espada que se había ganado merecidamente el sobrenombre de Cercenadora podía esperar.
Marcharon durante el resto del día y gran parte de la noche sin incidentes y sin señales de persecución. Por fin, el grupo no tuvo más remedio que detenerse y descansar, pero fue un reposo interrumpido e intranquilo.
Así transcurrieron tres días de caminar a marchas forzadas para dejar atrás el mayor número de kilómetros posible. Drizzt iba a la cabeza, y escogió una ruta que pasaba lejos de Blingdenstone por miedo a involucrar a los svirfneblis y dejarlos atrapados en esta increíble y peligrosa tela de araña. No se explicaba por qué las patrullas de los jinetes de lagartos no los habían alcanzado, y le costaba trabajo creer que montones de elfos oscuros no estuvieran agazapados y acechando en los corredores a sus espaldas o a los flancos, preparándoles una emboscada.
En consecuencia, a Drizzt no lo sorprendió ver la familiar y extravagante silueta de un elfo oscuro plantada en medio del corredor, con el sombrero de ala ancha en la mano, aguardando su llegada.
Catti-brie, todavía exaltada e inmersa en el frenesí de la lucha, levantó a Taulmaril de inmediato.
—Esta vez no escaparás —masculló en un quedo susurro, recordando cómo el astuto Jarlaxle se había escabullido tras la batalla en Mithril Hall.
Entreri agarró el arco tenso y la obligó a bajarlo; al ver que Drizzt no hacía intención de empuñar sus armas, la joven no ofreció resistencia.
—Por favor, mi querida y bella mujer —le dijo el mercenario—. Sólo he venido a despedirme de vosotros.
Sus palabras le pusieron los nervios de punta a Catti-brie, pero, al mismo tiempo, la joven no podía negar que Jarlaxle la había tratado con dignidad, que no se había propasado cuando la tuvo prisionera y estaba indefensa.
—Dadas las circunstancias, comprenderás que acoja con escepticismo tus palabras —comentó Drizzt, que puso un gran empeño en que su voz sonara sosegada. Tanteó la bolsa en la que guardaba la estatuilla de ónice, pero constatar su presencia no le reportó demasiado alivio, ya que era consciente de que, si se hacía necesario invocar a Guenhwyvar, probablemente todos morirían. Tanto Drizzt como Entreri, conocedores de los métodos de Bregan D’aerthe y de la precaución con que actuaba su escurridizo jefe, sabían que estaban rodeados por un abrumador número de guerreros experimentados.
—Tal vez no era tan contrario a vuestra huida, Drizzt Do’Urden, como pareces pensar —contestó Jarlaxle, y para todos fue evidente que su comentario iba dirigido a Artemis Entreri.
El asesino no pareció sorprendido por esta manifestación. Ahora todas las piezas encajaban en su sitio: la diadema de Catti-brie y el guardapelo que ayudaba a localizar a Drizzt; la mascara de araña; las referencias de Jarlaxle a la vulnerabilidad de la casa Baenre durante el gran ritual; incluso la estatuilla de la pantera, esperándolo para que la cogiera, en el escritorio del mercenario. Ignoraba hasta qué punto Jarlaxle estaba involucrado en el curso de los acontecimientos, pero no le cabía la menor duda de que el mercenario había previsto lo que podía ocurrir.
—Has traicionado a tu propia gente —manifestó el asesino.
—¿Mi propia gente? —repitió Jarlaxle—. Define ese término, gente. —Hizo una breve pausa y después, al no obtener respuesta, se echó a reír—. No cooperé con los planes de una madre matrona —rectificó.
—La primera madre matrona —puntualizó Entreri.
—Por ahora —añadió el mercenario con una sonrisa ladina—. No todos los drows de Menzoberranzan se sentían complacidos con la alianza creada por Baenre… Ni siquiera todos los miembros de su propia familia.
—Triel —dijo Entreri, más para Drizzt que para el mercenario.
—Entre otros —contestó Jarlaxle.
—¿De qué están hablando? —susurró Catti-brie a Drizzt, que se limitó a encogerse de hombros al no entender del todo la compleja situación.
—Hablamos del destino de Mithril Hall —explicó Jarlaxle a la joven—. Tu puntería es merecedora de elogio, mi querida y bella dama. —Hizo una gentil reverencia que, por alguna razón, turbó sobremanera a la muchacha. Jarlaxle miró a Drizzt.
»¡Habría pagado con gusto una fortuna por ver las expresiones de las madres matronas que se encontraban en la capilla Baenre cuando la lanza de estalactita de tu encantadora compañera se desplomó sobre el techo!
Tanto Drizzt como Entreri volvieron la mirada hacia Catti-brie, que sonrió con aire inocente.
—No matasteis a muchos drows —se apresuró a añadir Jarlaxle—. Sólo un puñado en la capilla y alrededor de dos docenas durante la huida. La casa Baenre se recuperará; ¡aunque les llevará algún tiempo encontrar el modo de sacar tu preciosa estalactita de su ya no tan perfecto techo abovedado! La casa Baenre se recuperará.
—Pero la alianza… —comentó Drizzt, que empezaba a entender por qué ningún otro drow aparte de los miembros de Bregan D’aerthe recorría los túneles en su persecución.
—Oh, sí, la alianza —respondió Jarlaxle, sin dar explicaciones—. A decir verdad, la alianza para invadir Mithril Hall llegó a su fin en el instante en que Drizzt Do’Urden fue capturado.
»¡Pero están las preguntas! —continuó el mercenario—. Muchas preguntas a las que habrá que responder. Ese es el motivo por el que estoy aquí, naturalmente.
Los tres compañeros se miraron entre sí, sin comprender qué insinuaba el mercenario.
—Tenéis algo que he de restituir —explicó Jarlaxle, mirando directamente a Entreri. Alargó la mano vacía—. Debéis devolvérmelo.
—¿Y si no lo hacemos? —inquirió Catti-brie con rabia.
Jarlaxle se echó a reír, y Entreri sacó la máscara de araña de inmediato. Era preciso que el mercenario la pusiera de nuevo en Sorcere o, en caso contrario, se vería implicado en la huida.
Los ojos de Jarlaxle relucieron al ver el objeto mágico, la única pieza que le faltaba colocar para completar el rompecabezas. Sospechaba que Triel había seguido los pasos de Entreri y Catti-brie cuando ambos habían entrado en Sorcere para escamotear la máscara. Sin embargo, las maniobras del mercenario para guiar al asesino hasta el artilugio mágico a fin de propiciar la huida de Drizzt Do’Urden coincidían plenamente con los propósitos de la hija mayor Baenre. Confiaba en que Triel no lo delataría a su madre.
Si conseguía devolver la máscara a Sorcere —empresa que no era difícil— antes de que Gomph Baenre la echara en falta…
Entreri miró a Drizzt, que no tenía respuestas, y luego lanzó la máscara de araña a Jarlaxle. Como si lo hubiera recordado de pronto, el mercenario se quitó el colgante de rubí que llevaba al cuello.
—No surte efecto con los nobles drows —explicó, desabrido. Inesperadamente, se lo lanzó a Drizzt.
La mano del vigilante se disparó hacia afuera, demasiado rápida, y el colgante —el rubí de Regis— chocó en su antebrazo. Con una velocidad sorprendente, Drizzt bajó la mano y atrapó el objeto antes de que hubiera caído un centímetro.
—Los brazales de Dantrag —dijo entre risas el mercenario al fijarse en la muñeca del vigilante—. Ya sospechaba yo que tenían algo que ver con su rapidez. No temas, Drizzt Do’Urden. Te acostumbrarás a utilizarlos y entonces ¡serás un guerrero aún más formidable!
Drizzt no respondió, pero no puso en duda las palabras del mercenario.
Entreri, que todavía no se había librado de su rivalidad con Drizzt, dirigió una mirada cargada de veneno al vigilante; saltaba a la vista que no se sentía complacido en absoluto.
—Y así habéis frustrado los planes de la matrona Baenre —continuó Jarlaxle con actitud pomposa al tiempo que hacía otra reverencia—. Y tú, asesino, te has ganado tu libertad. Pero no dejéis de mirar a vuestras espaldas, mis queridos amigos, porque los elfos oscuros tardan mucho tiempo en olvidar, y sus métodos son tortuosos.
Hubo una explosión, un estallido de humo anaranjado, y cuando se disipó Jarlaxle había desaparecido.
—¡Vete con viento fresco! —masculló Catti-brie.
—Eso mismo os diré cuando nos separemos en la superficie —prometió Entreri con aire hosco.
—Sólo porque Catti-brie te dio su palabra —replicó Drizzt en una actitud igualmente torva.
Las miradas implacables de los dos hombres se trabaron; eran unas miradas de puro odio, y Catti-brie, que estaba entre ellos, sintió una gran desazón.
Ahora que la amenaza inmediata de Menzoberranzan al parecer había quedado atrás, los dos antiguos rivales volvían a ser enemigos irreconciliables.