25

Huida desesperada

La matrona Baenre se hinchaba de orgullo a medida que el ritual proseguía, sin que lo perturbaran los acontecimientos que tenían lugar en el recinto exterior. Ignoraba que Dantrag y Berg’inyon habían salido de la capilla y que la perversa Duk-Tak había muerto a manos del propio renegado al que la matrona Baenre esperaba traer a presencia de las otras matronas regentes muy pronto.

De lo único que era consciente la vieja matrona en estos momentos era del dulce sabor del poder. Había establecido la alianza más poderosa en la reciente historia drow, con ella a la cabeza. Había superado tácticamente a alguien tan perspicaz como K’yorl Odran; había intimidado, prácticamente, a Mez’Barris Armgo, la segunda drow más influyente de toda la ciudad. La vieja matrona estaba convencida de que Lloth sonreía complacida a la dirigente de la casa Baenre.

Sólo escuchaba los cánticos, no los sonidos de la batalla, y sus ojos alzados sólo veían la magnífica ilusión de la reina araña, que pasaba por las constantes transformaciones de drow a arácnido y viceversa. ¿Cómo podían imaginar ni ella ni los demás, sumidos en la arrobada contemplación de tan magnífico espectáculo, la encarnizada lucha que se sostenía a trescientos metros por encima de la abovedada capilla, a lo largo de los puentes que conectaban las estalactitas de la casa Baenre?

—¡Un túnel! —gritó Catti-brie a Drizzt. La joven agarró a su amigo por el hombro y lo hizo girarse hacia donde el cadáver del drow flotaba todavía. El vigilante la miró sin comprender—. ¡Ahí arriba! —señaló la joven.

Catti-brie levantó su arco y disparó de nuevo en aquella dirección. La flecha se hincó en la base de la estalactita, pero no atravesó la piedra.

—¡Te digo que hay un túnel ahí arriba! —insistió la muchacha—. ¡Un pasadizo por encima del techo de la caverna!

Drizzt miró la zona indicada con incertidumbre. No ponía en duda la veracidad de la afirmación de Catti-brie, pero no tenía la menor idea de cómo podrían llegar al supuesto túnel. El puente más próximo estaba a casi cuatro metros de aquel punto y, a pesar de que dicha pasarela se encontraba a menos de seis metros de distancia y un poco más arriba de su posición actual, para llegar a ella tendrían que dar un rodeo de muchos centenares de metros.

—¿Qué pasa? —gritó Entreri mientras volvía corriendo sobre sus pasos para reunirse con sus vacilantes compañeros. Su mirada se dirigió más allá, al puente que tenían a sus espaldas, y vio las figuras de muchos drows agrupándose.

—Quizás hay un túnel sobre nosotros —explicó Drizzt rápidamente.

La expresión ceñuda de Entreri puso de manifiesto que creía poco probable tal posibilidad, pero sus dudas espolearon a Catti-brie. El arco se tensó de nuevo, y voló una flecha tras otra, todas dirigidas a la base de la contumaz estalactita.

Una bola de fuego explotó en el puente, un poco más atrás de su posición, y la estructura se estremeció mientras el metal y la piedra de la zona afectada por el impacto se fundía y se doblaba, amenazando con romperse.

Catti-brie giró sobre sus talones e hizo dos disparos consecutivos que mataron a un drow y obligaron a los demás a retroceder buscando el resguardo de la estalactita. En alguna parte de la oscuridad que había más adelante se oyó el rugido de Guenhwyvar y los chasquidos de ballestas de mano.

—¡Tenemos que seguir adelante! —instó Entreri, que agarró a Drizzt e intentó tirar de él. Pero el vigilante se mantuvo firme, y observó con confianza cómo Catti-brie giraba de nuevo y lanzaba otra flecha; el proyectil se incrustó sólidamente en la debilitada estructura de piedra.

La estalactita soltó un crujido, como si protestara, y se desprendió por un lado hasta quedar colgada en un ángulo extraño. Al cabo de un momento, se soltó del todo y se precipitó hacia el distante suelo. Por un instante, Drizzt creyó que caería sobre la cúpula de la capilla, pero se estrelló en el pétreo suelo, a corta distancia, y se hizo mil añicos.

Los agudos oídos de Drizzt captaron algo, y sus ojos se abrieron de par en par al enfocar la vista en el agujero del techo; un atisbo de esperanza se reflejó en su semblante.

—Viento —exclamó, pasmado—. ¡Sopla viento procedente del túnel!

En efecto. El sonido inconfundible de ráfagas de aire fluía por el agujero abierto conforme se igualaba la presión de las cuevas superiores con la de la gran caverna.

—Pero ¿cómo llegaremos hasta ahí? —preguntó Catti-brie.

Entreri, convencido ahora, rebuscaba en su equipo. Sacó un rollo de cuerda con un arpeo atado a un extremo y empezó a girarlo sobre su cabeza. Con un diestro lanzamiento, lo enganchó al puente que había cerca del túnel. Entreri corrió hacia la barandilla de la pasarela en la que se encontraban y ató el otro extremo de la soga. Drizzt, sin la menor vacilación, se subió de un salto a la cuerda tendida y empezó a caminar sobre ella con agilidad. El hábil drow cobró velocidad a medida que avanzaba y su confianza crecía.

Esa confianza saltó hecha añicos cuando un elfo oscuro apareció de repente, saliendo de un hechizo de invisibilidad, y descargó el aguzado filo de su espada en la cuerda.

Drizzt se tumbó sobre la soga y se aferró con desesperación. Dos cuchilladas más segaron la cuerda junto al arpeo, y el vigilante se balanceó como un péndulo, meciéndose atrás y adelante, tres metros por debajo de sus compañeros y del puente.

La maligna sonrisa del drow enemigo se borró de golpe al impacto de una flecha plateada.

Drizzt empezó a trepar por la cuerda, pero se detuvo y dio un respingo cuando un dardo pasó silbando muy cerca. Lo siguió otro, y el vigilante miró hacia abajo y vio un puñado de soldados que se aproximaba levitando y disparando sobre la marcha.

Entreri tiró de la cuerda con fiereza, intentando ayudar al elfo oscuro a llegar al puente. Tan pronto como Drizzt se agarró al borde, el asesino lo agarró y lo aupó hasta la cintura. Luego le cogió la cuerda y la miró dubitativo, preguntándose cómo infiernos iba a engancharla otra vez al distante puente sin tener el arpeo. Entreri gruñó con resolución y manipuló la punta de la cuerda hasta hacerle un lazo corredizo; luego miró en derredor, buscando dónde lanzarlo.

Drizzt pasó una pierna sobre el puente y se encaramó a él en el mismo momento en que un atronador estallido sacudía la parte inferior de la estructura. El vigilante y Catti-brie perdieron el equilibrio; Drizzt cayó por el borde, al que se agarró con las puntas de los dedos, y bajo los pies de la muchacha apareció una grieta inconfundible.

El dardo de una ballesta de mano golpeó la piedra justo delante de la cara del vigilante; otro se clavó en el tacón de su bota, pero no atravesó el cuero. De repente, Drizzt empezó a brillar, su silueta perfilada por los reveladores fuegos fatuos que lo convertían en un blanco aún más fácil.

El vigilante bajó la vista hacia los elfos oscuros que se aproximaban y, recurriendo a sus propias habilidades mágicas innatas, creó un globo de oscuridad delante de los drows. Luego se aupó por el borde del puente y vio a Catti-brie intercambiando disparos con los soldados que venían por la pasarela, y a Entreri tirando del lazo corredizo al tiempo que mascullaba maldiciones.

—¡No hay forma de engancharlo! —bramó el asesino, que no tuvo que explicar lo que aquello significaba. Tenían drows detrás y debajo de ellos, acortando distancias irremediablemente. El puente, debilitado por los impactos mágicos, ya no parecía seguro, y, para colmo de males, los compañeros vieron que Guenhwyvar regresaba a todo correr, al parecer en franca retirada.

—No nos rendiremos —musitó Catti-brie, cuyos ojos brillaban con firme determinación.

Disparó otra flecha al grupo que venía por el puente, y a continuación se tumbó y sacó los brazos por el borde de la estructura. El hechicero drow empezaba a salir del globo de oscuridad creado por Drizzt y apuntaba con su varita al puente.

La flecha de Catti-brie alcanzó de lleno la vara mágica, la partió en dos y arañó el hombro del mago al pasar silbando a su lado. El grito del drow fue más de terror que de dolor al ver la varita partida y comprender la liberación de energía mágica que vendría a continuación. Con la típica falta de lealtad de su raza, el hechicero arrojó la varita, que cayó en el globo de oscuridad y en medio de sus restantes compañeros, e imprimió al hechizo de levitación la máxima velocidad a fin de alejarse todo lo posible de las crepitantes e invisibles bolas de fuego, mientras oía los gritos horrorizados de sus moribundos compañeros.

Debería haber mirado hacia arriba; nunca supo qué lo había golpeado cuando la siguiente flecha de Catti-brie le partió la espina dorsal. Eliminada esta amenaza o, al menos, aplazada de momento, la joven se puso de rodillas y abrió otro hueco en la barrera de tenaces drows que tenía a su espalda, sobre el puente. Sus ballestas de mano no tenían alcance para llegar hasta ella y tampoco sus jabalinas eran efectivas a esa distancia, pero Catti-brie sabía que se traían algo entre manos, que planeaban alguna acción para causar estragos.

Guenhwyvar no era una pantera corriente; poseía una inteligencia que superaba ampliamente la de cualquier felino de su especie. Se acercó presurosa a los compañeros acorralados y comprendió de inmediato sus problemas y la única salida que tenían. El animal estaba seriamente herido, con una docena de dardos emponzoñados clavados en los flancos, pero su lealtad hacia Drizzt era inquebrantable.

Entreri reculó y gritó cuando la pantera se le echó encima y le arrebató la cuerda de la mano. El asesino hizo intención de coger sus armas, creyendo que el animal iba a atacarlo, pero Guenhwyvar se frenó en seco y, girando en ángulo, saltó en el aire y voló sobre el vacío.

Al aterrizar sobre el otro puente, Guenhwyvar intentó frenarse clavando las garras en la suave piedra. Pero su impulso era demasiado fuerte, y el animal, con la cuerda sujeta todavía entre sus fauces, resbaló por el borde opuesto y se frenó con una sacudida al quedar colgando de la cuerda tirante, seis metros por debajo de la pasarela.

Más preocupado por la pantera que por sí mismo, Drizzt se subió de un salto a la cuerda tensa y avanzó presuroso sobre ella, sin plantearse siquiera que el agarre de Guenhwyvar era, en el mejor de los casos, poco firme.

Entreri agarró a Catti-brie y la acercó a la barandilla, instándola a seguir al elfo oscuro.

—¡No sé caminar sobre una cuerda! —explicó la joven, desesperada y con los ojos desorbitados por el terror.

—¡Entonces, aprende! —fue la áspera réplica del asesino, que la empujó con tanta fuerza que Catti-brie estuvo a punto de caer por encima de la barandilla.

La muchacha plantó un pie en la soga y empezó a apoyar el peso en ella, pero reculó de inmediato mientras sacudía la cabeza. Entreri pasó a su lado y se encaramó a la cuerda.

—¡Haz trabajar a tu arco sin descanso! —indicó—. ¡Y estate preparada para desatar este extremo de la cuerda!

Catti-brie no entendió lo que el asesino se proponía hacer, pero no había tiempo para preguntas. Entreri caminó por el improvisado paso de cáñamo con la misma seguridad y rapidez con que lo había hecho Drizzt. Catti-brie disparó hacia un extremo del puente, luego tuvo que volverse y hacer lo mismo hacia el otro lado, a los drows que habían perseguido a Guenhwyvar.

No tenía tiempo para apuntar, ya que tenía que girarse a uno y otro lado de manera continua, y pocas flechas dieron en el blanco.

La joven hizo una profunda inhalación. Lamentaba sinceramente perderse un futuro que nunca conocería. A su suspiro siguió una sonrisa resignada, pero decidida. Si iba a morir, tenía intención de llevarse por delante cuantos enemigos le fuera posible; estaba resuelta a brindar la libertad a Drizzt.

Algunos de los que estaban en la gran capilla Baenre habían oído y sentido el golpe de la estalactita contra el suelo del recinto, pero muy levemente, ya que las paredes de la estructura eran gruesas y las voces de los dos mil drows que había en su interior se alzaban en un frenético canto a Lloth.

La matrona Baenre fue informada sobre el desprendimiento de la estalactita al cabo de unos momentos, cuando Sos’Umptu, la hija que tenía a su cargo los asuntos de la capilla, tuvo la oportunidad de susurrarle al oído que parecía que algo iba mal en el recinto exterior.

A la matrona Baenre le disgustaba interrumpir la ceremonia. Recorrió con la mirada los rostros de las otras madres matronas, sus únicas rivales posibles, y se reafirmó en su convicción de que ahora las tenía totalmente entregadas a ella y a sus planes. Sin embargo, dio permiso a Sos’Umptu para que enviara —discretamente— a unos cuantos miembros de la guardia de élite al exterior.

Impartida la orden, la madre matrona volvió a la ceremonia, sonriendo como si no ocurriera nada fuera de lo normal, salvo, por supuesto, esta extraordinaria asamblea. Tan segura de sí misma y del poder de su casa se sentía la matrona Baenre, que su único temor en estos momentos era que algo alterara la sagrada ceremonia, que algo la hiciera menos digna a los ojos de Lloth.

No podía imaginar el rifirrafe organizado por los tres fugitivos y la pantera allá arriba, sobre su cabeza.

Asomado por el borde del puente, animando a su querida y herida compañera, Drizzt no oyó a Entreri saltar a la pasarela detrás de él.

—¡No se puede hacer nada por el animal! —dijo el asesino con dureza, y Drizzt se giró rápidamente y reparó de inmediato en que Catti-brie se encontraba en un grave aprieto en el otro puente.

—¡La has abandonado! —gritó el vigilante.

—¡No podía cruzar! —le replicó Entreri—. ¡Todavía no!

Drizzt, consumido por la rabia, se llevó las manos a las cimitarras, pero el asesino hizo caso omiso de él y enfocó de nuevo su atención en Catti-brie, que se había arrodillado en el puente y manoseaba algo que Entreri no pudo distinguir.

—¡Desata la cuerda! —le gritó—. ¡Pero agárrate cuando lo hagas e impúlsate hacia aquí!

Drizzt, llamándose estúpido para sus adentros por no haber comprendido la intención de Entreri, apartó las manos de las empuñaduras de sus armas y se agachó para ayudar al asesino a agarrar la soga. Tan pronto como Catti-brie desatara la otra punta, los trescientos kilos de la pantera darían un fuerte tirón a la cuerda al caer. Drizzt no se hacía ilusiones de que Entreri y él pudieran sostener al animal por mucho tiempo, pero tenían que intentar amortiguar el violento tirón para que Catti-brie lo aguantara y no se soltara de la cuerda.

La joven no se movió inmediatamente hacia el extremo atado de la soga a pesar de los gritos de Entreri y de los drows que se aproximaban por ambos lados del puente. Por fin, se volvió hacia el nudo, pero enseguida se asomó por la barandilla y gritó:

—¡Está demasiado prieto!

—Maldición, no tiene con qué cortarlo —gruñó Entreri al caer en la cuenta de su error.

Drizzt desenvainó a Centella y se dispuso regresar junto a Catti-brie, resuelto a morir a su lado. Pero la joven se colgó a Taulmaril al hombro y se subió al borde del inestable puente con una expresión de puro terror plasmada en su semblante. Se colgó de la soga por las manos y luego hizo otro tanto con las piernas; de este modo, empezó a avanzar lentamente, tres metros, cinco, a medio camino de sus amigos.

Los elfos oscuros se acercaban rápidamente al comprender que no se dispararían más de aquellas mortíferas flechas contra ellos. El drow que iba a la cabeza estaba muy cerca de la cuerda y empezaba a apuntar con la ballesta de mano. ¡Catti-brie era un blanco muy fácil!

Pero, de repente, los elfos oscuros de las primeras filas se frenaron en seco y empezaron a dispersarse; algunos de ellos incluso saltaron por el borde del puente.

Drizzt no entendía lo que pasaba, y no tuvo tiempo para deducirlo, ya que en ese momento hubo una explosión en el otro puente, exactamente en el punto donde los dos grupos de perseguidores convergían. La onda expansiva proyectó un muro de rugientes llamas hacia Drizzt, que cayó hacia atrás mientras levantaba las manos en un gesto instintivo.

Una fracción de segundo después, Entreri gritó, y la cuerda, abrasada en la otra punta, empezó a pasar chasqueante junto a los dos hombres, con Guenhwyvar haciendo más que de contrapeso para Catti-brie.

Entreri y Drizzt reaccionaron lo bastante rápido para zambullirse sobre la cuerda y agarrarla cuando esta dejó de deslizarse repentinamente. La valerosa Guenhwyvar, consciente de que la joven no podría sujetarse a la cuerda cuando chocara contra el borde del puente, se había soltado y se precipitaba al negro vacío.

Con un terrible crujido, el otro puente se partió en dos y se desplomó sobre un drow que levitaba tras ponerse a salvo de la explosión, arrastrando consigo a los elfos oscuros que todavía permanecían sobre la estructura. La mayoría de ellos estaban vivos y podrían levitar, evitando la mortal caída al suelo de la caverna, pero la explosión les había proporcionado un tiempo precioso a los compañeros.

Catti-brie, con el rostro enrojecido por el abrasador calor y la capa prendida en algunos puntos, tuvo el aplomo de alargar la mano hacia la que le tendía Drizzt.

—¡Haz que Guen se marche! —suplicó sin resuello, pues los pulmones le ardían por el terrible calor.

Drizzt comprendió al instante; sin soltar la mano de la joven, el vigilante sacó la estatuilla de la bolsa de Catti-brie y ordenó a Guenhwyvar que regresara al plano astral. Sólo le cabía esperar que la magia surtiera efecto antes de que la pantera se estrellara en el suelo de la caverna.

Luego subió a la muchacha en volandas al puente y la ciñó en un fuerte abrazo. Entreri, mientras tanto, había recuperado el arpeo y lo ataba de nuevo a un extremo de la cuerda. Un diestro lanzamiento coló el gancho por el agujero abierto por Catti-brie al derribar la estalactita.

—¡Vamos! —instó el asesino a Drizzt.

El vigilante empezó a trepar a pulso mientras Entreri mantenía tensa la cuerda enrollando el otro extremo a la barandilla metálica. Catti-brie fue a continuación, aunque, ni mucho menos, tan deprisa como Drizzt, y Entreri la maldijo una y otra vez pensando que su lentitud daría tiempo a sus enemigos para alcanzarlos.

De hecho, Drizzt podía ver ya elfos oscuros que ascendían levitando desde el suelo de la caverna, por debajo de su posición actual, aunque les costaría varios minutos llegar hasta su altura.

—¡Todo despejado aquí arriba! —gritó el vigilante desde el túnel. Para los tres fue un alivio constatar que, efectivamente, existía un pasaje por encima del techo dé la caverna, y que no se trataba simplemente de un hueco en la roca.

Entreri soltó la punta del cabo y se agarró a la cuerda cuando esta se balanceó y quedó colgando justo debajo del agujero.

Drizzt tiró de Catti-brie y la aupó al interior del túnel. Luego observó pensativo al hombre que trepaba a pulso. Podía cortar la cuerda y dejar que Entreri se precipitara a una muerte segura; indudablemente, el mundo estaría mucho mejor sin el asesino. Pero el honor lo obligaba a mantener su palabra, la palabra dada por Catti-brie. No podía negar que el asesino se había esforzado al máximo para conseguir que los tres llegaran hasta allí, y, además, su integridad le impedía recurrir a la traición.

Agarró a Entreri cuando lo tuvo a su alcance y tiró de él. Con el arco presto, Catti-brie se acercó al agujero buscando cualquier elfo oscuro que estuviera cerca. Entonces se fijó en algo: el fuego fatuo de color púrpura de la gran cúpula de la capilla, situado casi exactamente debajo de su posición. Imaginó la expresión en los rostros de los drows que asistían a la ceremonia si Guenhwyvar había caído a través de aquel techo… Aquello le dio una idea. Esbozó una sonrisa maliciosa mientras miraba de nuevo la cúpula y luego alzaba la vista al techo de la caverna.

El túnel era un pasadizo natural e irregular, pero lo bastante ancho para que los tres pudieran marchar de frente. Un destello hendió la oscuridad a lo lejos, revelando a los compañeros que no estaban solos.

Drizzt desenvainó las cimitarras y echó a correr con intención de despejar el paso. Entreri hizo intención de seguirlo, pero vaciló al ver que Catti-brie se dirigía, inexplicablemente, hacia el lado opuesto.

—¿Qué haces? —inquirió el asesino, pero la muchacha no respondió y se limitó a encajar una flecha en el arco mientras avanzaba unos cuantos pasos para situarse en la posición que había calculado.

Se echó hacia atrás bruscamente y lanzó un grito cuando cruzó ante un pasaje lateral y un soldado drow saltó sobre ella; pero, antes de que el elfo oscuro tuviera tiempo de descargar su espada, una daga silbó en el aire y se hundió en su caja torácica. Entreri corrió hacia allí acto seguido, a tiempo de salir al paso del siguiente drow, mientras gritaba a la muchacha que corriera en la otra dirección para reunirse con Drizzt.

—¡Contenlos! —fue toda la explicación que le dio la joven, que continuó en la misma dirección.

—¿Que los contenga? —repitió Entreri. Despachó al segundo drow y se enfrentó al tercero, en tanto que otros dos más huían por donde habían venido.

Drizzt giró en un recodo a tal velocidad que incluso se vio obligado a impulsarse con los pies por la curva pared.

—¡Bravo! ¡Un valeroso intento! —se oyó decir en el lenguaje drow, y el vigilante se frenó al ver a Dantrag y a Berg’inyon Baenre sentados con actitud despreocupada en sus lagartos, en medio del túnel.

»Una tentativa digna de aplauso —reiteró Dantrag, pero su sonrisa era una burla escarnecedora que ridiculizaba toda la huida y que hizo pensar a Drizzt que todos sus esfuerzos sólo habían servido para divertir al engreído maestro de armas y a su invencible guardia.