De cabeza
Drizzt regresó a la celda y encontró a Catti-brie todavía tumbada en el suelo de piedra, sosteniendo la máscara de araña y jadeando mientras intentaba recobrar el aliento. Detrás de ella, Entreri colgaba de un brazo en una postura extraña, retorcido y pegado a la pared pringada de substancia inmovilizante.
—Esto lo soltará —indicó Catti-brie al tiempo que arrojaba la máscara a Drizzt.
El vigilante cogió la máscara, pero no se movió, ya que tenía en mente cosas más importantes que liberar al asesino.
—Regis me lo contó —explicó la muchacha, aunque tal cosa era evidente—. Lo obligué a que me lo dijera.
—¿Viniste sola?
Catti-brie sacudió la cabeza en un gesto de negación, y, por un instante, Drizzt sintió como si el mundo se hundiera bajo sus pies al pensar que otro de sus amigos podía estar en peligro o quizá muerto. Pero la joven señaló a Guenhwyvar y el vigilante soltó un suspiro de alivio.
—Eres una necia —la reprendió Drizzt, llevado por la frustración y la incredulidad. Miró a Catti-brie ceñudo para demostrarle que no se sentía complacido.
—No más que tú —replicó ella con una sonrisa, una sonrisa que borró el gesto ceñudo de Drizzt. El elfo oscuro no podía negar la alegría que le causaba ver de nuevo a Catti-brie, incluso en una situación tan peligrosa como esta. Sin perder la sonrisa, la muchacha preguntó—: ¿Quieres que discutamos eso ahora, o prefieres esperar hasta que hayamos vuelto a Mithril Hall?
Drizzt no supo qué contestar y se limitó a sacudir la cabeza mientras se pasaba los dedos por la espesa mata de pelo. Entonces miró la máscara de araña y después a Entreri, y su gesto se tornó ceñudo otra vez.
—Hemos hecho un trato —se apresuró a aclarar Catti-brie—. Él me trajo hasta aquí y se comprometió a sacarnos a los dos, y nosotros tenemos que guiarlo de vuelta a la superficie.
—¿Y una vez allí? —quiso saber Drizzt.
—Dejaremos que siga su camino y nosotros nos iremos por el nuestro —contestó Catti-brie categóricamente, como si necesitara escuchar la firmeza de su voz para reafirmar su resolución.
Drizzt miró la máscara y al asesino otra vez, con expresión dubitativa. La perspectiva de dejar suelto a Artemis Entreri en la superficie le revolvía el estómago. ¿Cuántos sufrirían las consecuencias de que él lo ayudara ahora a escapar? ¿Cuántos serían víctimas del negro terror que era Artemis Entreri?
—Di mi palabra —insistió Catti-brie al ver las dudas que asaltaban a su amigo.
Drizzt siguió considerando las consecuencias. No podía negar la utilidad potencial de Entreri en el previsible viaje a la superficie, en especial durante la lucha que, sin duda, tendrían que afrontar para salir del palacio de Baenre. Drizzt había combatido junto al asesino en situaciones similares con anterioridad, y el resultado sólo podía calificarse de excelente.
Aun así…
—Vine de buena fe —farfulló Entreri; apenas podía controlar los movimientos de la boca y le castañeteaban los dientes—. La…, la salvé… a ella. —Su brazo libre se retorció como para señalar a Catti-brie, pero sufrió una violenta sacudida y golpeó contra la pared.
—Entonces, tengo tu palabra de que… —empezó Drizzt mientras se acercaba al hombre.
Su intención era arrancarle la promesa de que pondría fin a sus actividades infames, incluso que, una vez en la superficie, accedería a ser procesado por su oscuro pasado. Entreri lo vio venir, sin embargo, y lo interrumpió.
—¡De nada! —espetó; su cólera creciente le daba control temporal sobre los músculos que se negaban a cooperar—. ¡Tienes lo que le ofrecí a ella!
Drizzt se volvió a mirar a Catti-brie, que se había incorporado y se dirigía hacia el arco tirado en el suelo.
—Di mi palabra —repitió con más énfasis, la joven sosteniendo la mirada dubitativa del vigilante.
—Y… el tiempo… apremia —añadió Entreri.
Drizzt salvó de dos zancadas la distancia que lo separaba del asesino y puso la máscara sobre la cabeza del hombre. El brazo de Entreri se despegó de la substancia y cayó al suelo, sin control suficiente para sostenerse siquiera. Drizzt fue a recoger las restantes pociones, esperando que devolvieran el control muscular al asesino. Todavía no estaba completamente convencido de que llevar a Entreri a la superficie fuera una decisión acertada, pero llegó a la conclusión de que no podía perder más tiempo en plantearse el asunto. Liberaría a Entreri, y juntos, ellos tres y Guenhwyvar, intentarían huir de la casa Baenre y de la ciudad. Ya se ocuparía de los demás problemas después.
Al fin y al cabo, era plantearse una situación que quizá nunca se presentaría si la poción no surtía efecto en el asesino, ya que entre Catti-brie y él no podrían sacarlo de allí.
Pero Entreri se puso de pie aun antes de haber terminado de beber el contenido del primer frasco. Los efectos del dardo eran temporales y remitían con rapidez, y el bebedizo revitalizador aceleró todavía más el proceso de recuperación.
Drizzt y Catti-brie compartieron el contenido de otro frasco, y el vigilante, tras ponerse la cota, se guardó dos de los seis restantes y les dio otros dos a cada uno de sus compañeros.
—Tenemos que salir cuanto antes de la estalagmita principal —dijo Entreri mientras se preparaba para la marcha—. El gran ritual debe de estar en pleno apogeo, pero, si han descubierto los cadáveres de los minotauros en el piso superior, es más que probable que nos encontremos con una hueste de guerreros esperándonos.
—A menos que Vendes, en su arrogancia, viniera aquí sin escolta —contestó Drizzt. Su tono, así como la mirada que le dirigió el asesino, ponían de manifiesto que ninguno de los dos creía posible tal eventualidad.
—De cabeza —comentó Catti-brie. Sus dos compañeros la miraron sin comprender—. Al estilo de los enanos —explicó la joven—. Cuando estás entre la espada y la pared, agachas la cabeza y te lanzas al ataque.
Drizzt miró a Guenhwyvar, a Catti-brie y su arco, a Entreri y sus mortíferas armas, y a sus propias cimitarras. ¡Qué oportuno por parte del engreído Dantrag el dejarle tan a mano sus armas en previsión del posible combate entre ambos!
—Puede que nos tengan entre la espada y la pared —admitió Drizzt—, ¡pero dudo mucho que entiendan qué tienen acorralado!
La matrona Baenre, la matrona Mez’Barris Armgo y la matrona K’yorl Odran formaban un triángulo sobre el altar central de la inmensa capilla de la casa Baenre. Otras cinco madres matronas, regentes de las casas cuarta a la octava, se situaban en círculo alrededor del trío. Este grupo de élite, el consejo regente de Menzoberranzan, se reunía a menudo en la pequeña y secreta habitación que servía como cámara de consejo, pero no se habían dado cita para orar juntas desde hacía siglos.
La matrona Baenre se sentía realmente en la cumbre de su poder. Había logrado reunirlas a todas, desde la primera hasta la última; había comprometido a las ocho casas regentes en una alianza que obligaría a todo Menzoberranzan a seguir el liderato de la matrona Baenre en el ataque a Mithril Hall. Incluso la artera K’yorl, tan reacia a la expedición y a la alianza, ahora parecía sinceramente inmersa en el progresivo frenesí. Al principio de la ceremonia, K’yorl, por propia iniciativa, se había ofrecido a tomar parte en el ataque personalmente, y Mez’Barris Armgo —no queriendo que la dirigente de la casa de rango inmediatamente inferior a la suya adquiriera relevancia a los ojos de la matrona Baenre— se había apresurado a hacer la misma oferta.
La matrona Baenre creía con todo su perverso corazón que gozaba plenamente del favor de Lloth. Las otras también lo creían, y, en consecuencia, la alianza se había consolidado firmemente.
La vieja matrona consiguió ocultar su sonrisa de satisfacción durante las siguientes partes de la ceremonia. Procuró ser paciente con Vendes. Había enviado a su hija en busca de Drizzt, y Vendes era lo bastante experta en los rituales drows para comprender que quizás el renegado no sobreviviera a la ceremonia. Si Vendes se tomaba ciertas libertades y torturaba al prisionero, no podía culparla por ello. La matrona Baenre no tenía intención de sacrificar a Drizzt en la ceremonia; tenía planeadas muchas diversiones para ese sujeto y deseaba mucho dar a Dantrag la oportunidad de dejar eclipsados al resto de los maestros de armas de Menzoberranzan. Pero sabía que el frenesí religioso podía decidir el rumbo de los acontecimientos, y, si la situación exigía que Drizzt fuera entregado a Lloth, entonces blandiría de buen grado la daga de sacrificios.
Era una idea muy gratificante.
Delante de la gran estructura circular, junto a las enormes puertas, Dantrag y Berg’inyon se enfrentaban a una disyuntiva igualmente difícil. Una guardia se coló en la capilla para informar en su susurro que se había producido un disturbio en la estalagmita principal, y que se rumoreaba que varios minotauros habían muerto y que Vendes y su escolta se habían dirigido a los niveles inferiores.
La mirada de Dantrag recorrió las filas de soldados drows sentados en la capilla y luego se detuvo en la plataforma central. El resto de sus hermanas estaban allí, así como su hermano mayor, Gomph (bien que no le cabía duda alguna de que Gomph habría aprovechado de buena gana la noticia para abandonar aquella escena dominada por mujeres). El gran ritual era una ceremonia en la que la exaltación pasaba por fases de máxima intensidad que decrecían paulatinamente hasta llegar al punto más bajo para entrar de inmediato en otra curva ascendente; las madres matronas batían palmas rítmicamente acompañando sus cánticos, y sus giros en torno a la plataforma se iban haciendo más y más rápidos, lo que indicaba que se disponían a llevar el frenesí a una nueva cúspide de intensidad.
Dantrag buscó la mirada expectante de Berg’inyon; era evidente que el joven Baenre no sabía qué debían hacer.
El maestro de armas salió de la capilla, llevándose consigo a la guardia y a Berg’inyon. A sus espaldas se produjo una serie de crescendos a medida que los gritos de exaltación aumentaban.
Ve hacia el perímetro, indicaron las manos de Dantrag a Berg’inyon, pues tendría que haber gritado para hacerse entender por su hermano. Comprueba que las defensas se mantienen.
Berg’inyon asintió con un cabeceo y echó a andar pasillo adelante hacia una de las puertas secretas laterales, donde había dejado su lagarto.
Dantrag repasó rápidamente su propio equipo. Lo más probable era que Vendes tuviera la situación bajo control —si es que ocurría algo—, pero en el fondo de su corazón el maestro de armas esperaba que no fuera así, que las circunstancias propiciaran su duelo con Drizzt. Percibió la conformidad de su sensitiva espada con aquella idea, notó la oleada de maligna ansiedad que emanaba del arma.
El maestro de armas dejó que sus pensamientos siguieran por el mismo derrotero. Llevaría el cadáver destrozado del renegado ante su madre en el gran ritual; así, ella y las otras madres matronas (y Uthegental Armgo, que se encontraba entre el público) serían testigos de su grandeza como guerrero.
Era una idea muy gratificante.
«De cabeza», articuló Catti-brie en silencio cuando los compañeros llegaron por el cilindro de mármol al piso superior.
Guenhwyvar se agazapó, preparada para saltar; Drizzt y Entreri flanqueaban al animal, con las armas desenvainadas; Catti-brie tensó la cuerda de Taulmaril.
Una guerrera de alto rango estaba plantada justo frente al umbral cuando la puerta de mármol se deslizó hacia un lado. Sus rojizos ojos se abrieron desmesuradamente y alzó las manos ante sí.
La flecha disparada por Catti-brie traspasó la exigua protección, atravesó a la mujer y se clavó en otra drow que había detrás. Guenhwyvar saltó tras la estela de la flecha y, salvando fácilmente los cuerpos de las dos guerreras caídas, fue a caer sobre un montón de drows a los que desperdigó por toda la habitación circular.
A continuación salieron Drizzt y Entreri, uno por cada lado de la puerta, precedidos por sus centelleantes armas. Reaparecieron en el campo visual de Catti-brie casi de inmediato, los dos con los aceros de las armas tintos de sangre.
La joven disparó otra vez, justo entre los dos, y abrió una brecha en el muro de cuerpos drows que obstruían el acceso al corredor de salida. Acto seguido se plantó de un salto entre sus compañeros, que esgrimían sus armas con idéntica maestría. Volvió a disparar, y clavó a una guerrera en una de las puertas que jalonaban la estancia circular. La daga de Entreri ensartó un corazón drow; las cimitarras de Drizzt se alzaron cruzadas para frenar el ataque de un adversario, luego descendieron en una trayectoria diagonal que dibujó una «X» en la garganta del drow.
Pero la principal protagonista era Guenhwyvar. En el interior de una estancia abarrotada de personas, nada podía causar más estragos y pánico que trescientos kilos de furia rugiente. La pantera se desplazaba como un relámpago, alcanzando de un zarpazo a un drow en la espalda, asestando una dentellada en el tobillo de otro. De hecho, Guenhwyvar no mató a ningún elfo oscuro en su salvaje arremetida a través de la habitación y el corredor, pero dejó muchos heridos tras de sí y otros tantos huyendo aterrorizados a su paso.
Catti-brie llegó la primera al corredor.
—¡Dispara a la maldita puerta! —le gritó Entreri.
Pero la joven no necesitaba que la espoleara, y ya había soltado la primera y la segunda flecha antes de que el asesino hubiera acabado de articular la orden. Poco después apenas si podía ver el fondo del corredor a causa de la brillante lluvia de chispas que saltaban en la estructura de la puerta, pero ésta parecía mantenerse tan sólida como al principio.
—¡Ábrete, oh, ábrete! —gritó la joven, temiendo que quedarían atrapados en el corredor. Una vez que el caos desatado en la habitación cesara, sus enemigos los superarían. Para incrementar sus temores, la oscuridad se adueñó repentinamente del pasillo.
Sólo la buena suerte los salvó del desastre, pues el siguiente disparo de Catti-brie acertó a dar en uno de los mecanismos de apertura de la puerta, que se deslizó hacia arriba. Todavía corriendo a ciegas, la joven salió al patio del recinto, seguida de cerca por Drizzt, Entreri y Guenhwyvar.
Allí vieron las bandas relucientes de los emblemas de la casa que dejaban tras de sí una estela residual de luz conforme varios jinetes de lagartos acudían en tropel hacia la zona de conflicto. Los compañeros tenían que tomar una decisión de inmediato, ya que los dardos de las ballestas de mano repicaban contra la piedra a su alrededor. Entreri reaccionó en primer lugar; su primera idea fue dirigirse hacia la verja, pero cayó en la cuenta de que los tres, con sólo una máscara de araña, no podrían salvar el obstáculo a tiempo. Corrió hacia la derecha rodeando el gran pilar, que era en realidad un prieto apiñamiento de varias estalagmitas grandes. Catti-brie y Drizzt fueron en pos de él, pero Guenhwyvar giró sobre sí misma nada más cruzar la puerta y se precipitó de nuevo en el corredor para ahuyentar a los perseguidores más cercanos.
La mente de Entreri funcionaba a un ritmo frenético, intentando recordar la disposición general del enorme complejo, tratando de discernir cuántos guardias estarían de servicio y cuáles eran sus puestos habituales. El área ocupada por la casa Baenre tenía casi ochocientos metros de largo por unos cuatrocientos de ancho, por lo que, si Entreri elegía con acierto la ruta de escape, muchos de los guardias tardarían bastante en llegar a la zona de la lucha.
Sin embargo, daba la impresión de que todos los soldados de la casa Baenre se les hubieran echado encima en una frenética persecución de los prisioneros evadidos.
—¡No hay por dónde escapar! —gritó Catti-brie.
Una jabalina chocó contra la piedra justo encima de su cabeza; la joven se volvió, con Taulmaril listo para entrar en acción. El elfo oscuro enemigo se movía ya, buscando la protección de un pilar cercano a la verja, pero Catti-brie disparó a pesar de todo. La flecha mágica resbaló en la piedra, chocó contra la verja, y se desintegró en una lluvia de chispas plateadas y púrpuras. Por un instante, la joven tuvo la esperanza de que la casualidad le hubiera descubierto el modo de abrirse paso a través de la barrera; pero, cuando las chispas se apagaron, advirtió que el filamento de la poderosa verja ni siquiera tenía un rasguño.
Catti-brie se había detenido un momento mientras comprobaba los efectos del disparo, pero Drizzt la empujó en la espalda sin contemplaciones, instándola a reanudar la carrera.
El asesino giró en otro recodo sólo para descubrir que muchos drows venían hacia ellos en aquella dirección. Teniendo tan cerca a sus enemigos, huir a través del patio habría sido suicida, y tampoco les era posible avanzar ni retroceder por donde habían venido. A pesar de todo, Entreri siguió adelante a toda velocidad y, haciendo un brusco quiebro a la derecha, se encaramó a un angosto paso que subía en espiral por el gigantesco pilar y que era utilizado principalmente por los esclavos goblins que la familia Baenre tenía trabajando en las tallas exteriores del espléndido palacio.
La repisa no presentaba mayor dificultad para el asesino, que estaba acostumbrado a correr a lo largo de los estrechos canalones de las altas casas en las ciudades sureñas. Tampoco era difícil para Drizzt, con su agilidad y equilibrio innatos. En cambio, si Catti-brie hubiera tenido un momento para considerar el camino que iban a seguir, no cabe duda de que habría sido incapaz de continuar. Subían a toda velocidad por un paso de unos cuarenta y cinco centímetros de anchura, abierto por uno de los lados sobre una creciente altura, y con una pared irregular por el otro. Pero los elfos oscuros venían pisándoles los talones, y ninguno de los fugitivos tuvo tiempo de pensar por dónde corría. Catti-brie no sólo mantuvo el paso de Entreri, sino que se las arregló para hacer un par de disparos al patio abierto a sus pies con la intención de obligar a sus enemigos a buscar resguardo.
Entreri pensó que se habían topado con un obstáculo cuando, al rodear un recodo, se dieron de bruces con dos trabajadores goblins que los miraban con expresión atontada. Pero los aterrorizados esclavos no querían verse envueltos en la lucha y, lanzándose por el borde del paso, se deslizaron por la cara de la estalagmita dando tumbos y rebotando contra las irregularidades de la pared.
Al otro lado del siguiente recodo el asesino divisó una balconada, ancha y profusamente decorada, a un metro y medio de distancia del paso que continuaba en espiral. Entreri la alcanzó de un salto y desde allí vio una escalera mejor tallada que ascendía a partir de ese punto.
Tan pronto como puso los pies en la balconada, dos guerreras elfas irrumpieron por las puertas abiertas en la cara de la estalagmita. Una flecha plateada se ensartó en la primera y la lanzó hacia atrás, de vuelta a la habitación de donde había salido. Mientras, Entreri se encargaba rápidamente de la otra y acababa con ella antes de que Drizzt y Catti-brie hubieran saltado a la balconada para reunirse con él.
A continuación saltó Guenhwyvar, que pasó por encima de los tres sorprendidos compañeros a fin de ponerse a la cabeza para iniciar el ascenso por la escalera.
Los compañeros subieron más y más alto, quince, treinta, sesenta metros sobre el nivel del suelo. Jadeando y resoplando, el cansado grupo siguió adelante, pues no tenía otra opción. Por fin, cuando habían ascendido a trescientos metros, la inmensa estalagmita se convirtió en una estalactita, y la escalera dio paso a una red de puentes que conectaban muchos de los pilares colgantes del palacio de Baenre.
Un grupo de drows cargaba por el puente desde el extremo opuesto, cortando el paso a los compañeros. Sin dejar de avanzar, los elfos oscuros dispararon sus ballestas de mano contra la pantera al tiempo que esta, con las orejas aplastadas, cargaba a su vez. Los dardos alcanzaron al animal y soltaron su veneno, pero eso no iba a detener a Guenhwyvar. Al comprenderlo, los miembros del grupo que iban en retaguardia se dieron media vuelta y huyeron, mientras que otros, que estaban demasiado cerca del felino para tener ocasión de escapar, se limitaron a saltar al vacío por encima de la barandilla del puente e hicieron uso de sus poderes innatos de levitación para flotar en el aire.
Catti-brie alcanzó a uno inmediatamente con una flecha, y la fuerza del impacto hizo girar una y otra vez al drow en el aire hasta que se detuvo y se quedó colgando en un ángulo grotesco, cabeza abajo; la sangre manó por la herida y cayó como una lluvia escarlata sobre el suelo, distante cientos de metros. Comprendiendo cuán vulnerables eran, los otros elfos oscuros que levitaban se dejaron caer a toda velocidad y pronto se perdieron de vista.
Guenhwyvar derribó a los restantes drows que había en el puente. Entreri llegó dos segundos después y remató a los que la pantera había dejado heridos. Luego volvió la cabeza hacia sus compañeros y les gritó que cruzaran, ya que el camino estaba despejado al frente.
Catti-brie contestó con otro grito, pero Drizzt guardó silencio. Sabía mejor que sus compañeros el peligro en el que se encontraban. Muchos de los soldados Baenre podían levitar, una habilidad que Drizzt, por alguna razón, había perdido después de pasar un tiempo en la superficie. Los guerreros Baenre ascenderían hasta los puentes a no mucho tardar y se ocultarían entre las estalactitas con las ballestas de mano preparadas.
El puente llegaba a una segunda estalactita y después se bifurcaba alrededor de la estructura, en ambas direcciones; Guenhwyvar tomó la de la izquierda, y Entreri la de la derecha.
Sospechando una emboscada, el asesino se agachó y giró en el recodo deslizándose sobre las rodillas. Una única drow lo estaba esperando, con el brazo extendido. La elfa oscura disparó la ballesta tan pronto como vio aparecer al humano, pero erró el tiro; la espada de Entreri se clavó en su costado. El asesino se incorporó rápidamente y, sin tiempo para combates largos, utilizó el arma como una palanca y arrojó a la mujer por encima de la barandilla.
Drizzt y Catti-brie oyeron un rugido y vieron a otro elfo oscuro que, barrido por los zarpazos de la pantera, se precipitaba también por el puente de la izquierda. Catti-brie empezó a moverse en aquella dirección, pero escuchó un silbido por detrás y miró por encima del hombro justo en el momento en que la capa verde de Drizzt ondeaba en el aire. La joven se agachó instintivamente, y se quedó mirando con fijeza el dardo de una ballesta hincado en el grueso tejido; un dardo que iba dirigido a su nuca.
Drizzt soltó la capa y se desplazó a un costado de la joven para dejarle una buena vista del puente a sus espaldas y del grupo de drows que se aproximaba a gran velocidad.
En el estrecho paso, no había un arma mejor en todo el mundo que Taulmaril.
Las estelas plateadas se sucedieron a lo largo del puente. Fueron tantos los drows que cayeron muertos o heridos, que Catti-brie pensó que podía contener el ataque de manera indefinida hasta haber acabado con todos sus enemigos. Pero de improviso Drizzt la agarró por los hombros, tiró de la joven hacia un lado de la curvada pared de la estalactita, y se lanzó con ella al suelo de modo que la cubrió con su cuerpo.
Una especie de rayo se descargó contra la piedra, justo donde se encontraban los dos un segundo antes, y dejó caer una lluvia de chispas multicolores sobre ellos.
—¡Maldito hechicero! —gritó la enardecida joven. Se incorporó sobre una rodilla y disparó otra vez, pensando que había localizado al mago. Su flecha voló hacia el grupo que se aproximaba, pero chocó con algún tipo de barrera mágica y desapareció en una explosión.
—¡Maldito hechicero! —repitió, pero Drizzt tiró de ella, obligándola a correr.
El paso que había en la parte posterior de la estalactita estaba despejado y los compañeros sacaron buena ventaja a los que los perseguían, ya que los elfos oscuros tenían que ir con cautela en previsión de alguna emboscada cerca del pilar.
Una red de puentes que se cruzaban entre sí, un verdadero laberinto suspendido sobre el enorme complejo, se extendía ante los compañeros, y eran pocos los soldados Baenre que estaban a la vista. Una vez más, parecía que los amigos tenían vía libre para huir, pero ¿adónde podían ir? Toda la caverna de Menzoberranzan se abría, inmensa, ante ellos y por debajo de ellos, pero los puentes terminaban a una distancia considerable del perímetro del palacio Baenre en todas direcciones, y pocas estalactitas colgaban lo bastante bajas para unirse con las grandes estalagmitas que podrían haberles proporcionado una vía para volver al suelo.
Guenhwyvar, que al parecer compartía esas dudas, se quedó a la retaguardia del grupo, y Entreri tuvo que ponerse a la cabeza de nuevo. Pronto llegaron a una bifurcación y el asesino volvió la vista hacia Drizzt en busca de consejo, pero la única respuesta del elfo oscuro fue encogerse de hombros. Los dos expertos guerreros sabían que las defensas se estaban organizando rápidamente a su alrededor.
Llegaron a otra estalactita y siguieron por un paso que rodeaba la estructura en una curva ascendente. Encontraron una puerta, ya que esta estalactita estaba hueca, pero al otro lado del acceso sólo había una habitación vacía que no ofrecía ningún sitio para esconderse. Al final del paso ascendente, dos puentes partían en distintas direcciones. Entreri se dirigió hacia el de la izquierda, pero se frenó en seco y pegó la espalda contra la pared.
Una jabalina le pasó rozando la cabeza y se clavó en la pared de piedra, justo delante del rostro de Catti-brie. La joven miró fijamente los negros y ondulantes tentáculos que se retorcían a lo largo del vibrante astil, chasqueando y mordiendo la roca. Catti-brie imaginó el torturante dolor que podría causar esta espantosa arma hechizada.
—Jinetes de lagartos —le susurró Drizzt al oído mientras tiraba de la joven para que siguiera adelante.
Catti-brie miró en derredor buscando un blanco y escuchó las amortiguadas pisadas de los lagartos subterráneos, que corrían por el techo de la caverna. Pero la escasa luz que le proporcionaba su diadema mágica no la permitía distinguir un blanco claro en la oscura bóveda.
—¡Drizzt Do’Urden! —sonó un grito desde un puente paralelo que se extendía por debajo.
El vigilante se detuvo y miró hacia allí. Vio a Berg’inyon Baenre en su lagarto, colgado del borde más próximo del puente y aprestando su jabalina. El lanzamiento del joven Baenre fue notable, considerando la distancia y su peculiar ángulo, pero aun así la jabalina quedó corta.
Catti-brie respondió con un disparo al tiempo que el jinete se metía bajo el puente para resguardarse, y su flecha rozó la piedra y voló libremente hasta el distante suelo.
—Ese era un Baenre —le explicó Drizzt—. ¡Y uno muy peligroso, por cierto!
—Era —respondió la joven con un tono sin inflexiones. Tensó el arco de nuevo y disparó, apuntando esta vez al centro del puente inferior. La flecha mágica penetró en la piedra y se oyó un chillido.
Berg’inyon cayó por debajo del puente y su lagarto muerto se precipitó al vacío a continuación. Fuera del alcance de la vista de los compañeros, el joven noble hizo uso de sus poderes de levitación, se giró en el aire y descendió suavemente al suelo de la caverna.
Drizzt besó a Catti-brie en la mejilla, admirado por su excelente disparo. Luego echaron a correr, en pos de Entreri y Guenhwyvar. Al otro lado de la siguiente estalactita, vieron al asesino y a la pantera acabar con otro drow.
Sin embargo, todo parecía inútil, en vano. Podían seguir apuntándose pequeñas victorias durante horas y horas y no harían gran merma en el contingente de la casa Baenre. Peor aún, más pronto o más tarde, las defensas del complejo se organizarían del todo, y la madre matrona y las grandes sacerdotisas, y probablemente también unos cuantos hechiceros poderosos, saldrían de la capilla abovedada para unirse a la persecución.
Subieron por otro paso que rodeaba otra estalactita, en dirección a los niveles más altos de la caverna, conscientes de que aún tenían más drows por encima de sus cabezas, escondidos en las sombras con sus lagartos y escogiendo cuidadosamente sus blancos.
Guenhwyvar se frenó de golpe, saltó hacia arriba, y desapareció entre un grupo arracimado de rocas que colgaban seis metros por encima del puente. La pantera reapareció arrastrando consigo a un lagarto mientras lo arañaba y le clavaba las garras. Los dos animales cayeron en el puente con un fuerte golpe, donde continuaron debatiéndose y lanzando dentelladas, y por un instante Drizzt pensó que Guenhwyvar acabaría precipitándose al vacío.
Entreri frenó su carrera a una distancia prudencial de las bestias enzarzadas en la refriega, pero el vigilante pasó junto a él y sus cimitarras se descargaron con mortífera precisión en el lagarto.
Catti-brie, muy sensatamente, no había apartado la mirada vigilante del techo, y, cuando un drow empezó a descender suavemente entre el agolpamiento de estalactitas, Taulmaril lo estaba esperando. El elfo oscuro disparó su ballesta de mano y falló el tiro, pues el dardo fue a chocar en el puente detrás de la joven; Catti-brie respondió rompiendo con su flecha la punta de la estalactita que estaba junto al drow.
El elfo oscuro comprendió de inmediato que no tenía nada que hacer contra la mujer y su mortífero arco. Se escabulló entre las piedras e, impulsándose con una patada contra la roca, flotó bajo el techo de la caverna. Otra flecha chocó en la piedra, no muy lejos de él, y siguió una tercera que arrancó de cuajo la punta rocosa que tenía delante y a la que iba a agarrarse.
El drow se encontró sin nada sólido en lo que agarrarse para darse impulso, flotando en el aire seis metros por encima del puente, hacia un lado. Tendría que haber anulado el hechizo de levitación y haberse dejado caer al vacío; luego, cuando se hubiera encontrado fuera del alcance de Catti-brie, podría haber activado de nuevo las energías mágicas. En lugar de ello, se remontó en el aire, buscando la seguridad de las oquedades del techo irregular.
Catti-brie apuntó con cuidado y disparó. La reluciente flecha voló certera, atravesó limpiamente al condenado drow y continuó en dirección al techo, para acabar desapareciendo en la roca con un estallido. Una fracción de segundo después, sonó otra explosión en lo alto, en algún lugar por encima del techo de la caverna.
Catti-brie miró extrañada en aquella dirección, sin acertar a explicarse el significado del segundo estallido.