Duk-Tak
Catti-brie llevó la mano a la aljaba para coger una flecha, pero tuvo que mover el arco en un gesto defensivo cuando un globo de materia verdosa brotó de la vara mágica y voló en su dirección.
De repente, el arco de Catti-brie se pegó contra su pecho, y la joven salió lanzada por el aire hasta chocar contra la pared. Uno de sus brazos se quedó inmovilizado contra su pecho, y el otro, rígido contra la cadera; tampoco podía mover las piernas. Ni siquiera se caía de la pared.
Intentó gritar, pero los músculos no le respondieron. Era incapaz de abrir un ojo, y con el otro apenas si veía; llevar aire a los pulmones le costaba un gran esfuerzo.
Entreri giró sobre sus talones velozmente, espada y daga prestas a la lucha. Se zambulló hacia un lado, hacia el centro de la habitación, delante de Catti-brie, cuando vio entrar tres mujeres drows, dos de ellas con ballestas de mano cargadas y apuntando en su dirección.
El ágil asesino rodó sobre sí mismo, se incorporó e hizo un amago de lanzarse hacia adelante, como si fuera a saltar sobre sus atacantes. Luego se agachó, con la espada precediéndolo.
Las expertas guerreras drows esperaron a que el asesino acabara su finta para apuntarle. El primer dardo alcanzó a Entreri en un hombro y lo golpeó con más fuerza de la que esperaba. De pronto, su impulso se vio frenado y, roto el ritmo, se encontró en una postura más erguida. Unos negros arcos de energía que se retorcían como relucientes tentáculos saltaron desde el dardo y lo quemaron y sacudieron de tal manera que lo hicieron retroceder unos cuantos pasos.
El segundo dardo le dio en el vientre y, aunque el pinchazo inicial no resultó demasiado doloroso, sí lo fue la descarga eléctrica que lo siguió; el impacto lo arrojó al suelo, y su espada salió volando por el aire y no dio a la inmovilizada Catti-brie por un pelo.
Entreri se frenó a los pies de la joven. Todavía tenía aferrada la daga recamada, y su reacción inmediata fue arrojarla contra sus enemigos. Pero todo cuanto pudo hacer fue mirar atónito cómo los dedos de la mano se sacudían involuntariamente y se aflojaban en torno a la empuñadura. Quiso levantar el brazo, pero los músculos no le respondían, y la daga no tardó en caer de su temblorosa mano.
Se quedó tendido a los pies de Catti-brie, aturdido y asustado. Por primera vez en su vida, aquellos músculos de guerrero, ejercitados y bien afinados para la lucha, no respondían a su llamada.
Fue la tercera mujer, la que estaba en el centro del trío, la que atrajo la atención de Drizzt: Vendes Baenre, la despiadada Duk-Tak que lo había torturado estos interminables días. Drizzt se mantenía completamente inmóvil, sosteniendo la cota frente a sí, sin atreverse siquiera a parpadear. Las guerreras que flanqueaban a la cruel hija Baenre dejaron las ballestas de mano y desenvainaron dos relucientes espadas cada una.
El vigilante imaginó que saldría lanzado por el aire o que quedaría paralizado por algún hechizo cuando Vendes empezó a entonar un quedo canturreo.
—Valerosos amigos —comentó la malvada mujer con sarcasmo, expresándose en perfecto Común.
Drizzt comprendió entonces la naturaleza del hechizo, un encantamiento que le permitía comunicarse con Entreri y Catti-brie.
La boca de Entreri se movió de un modo extraño, y la expresión de su rostro puso de manifiesto que intentaba decir algo más que las únicas palabras que resultaron descifrables:
—¿Gran ritual?
—Por supuesto —contestó Vendes—. Mi madre y mis hermanas, junto con muchas madres matronas invitadas, están reunidas en la capilla. Se me dispensó de tomar parte en las ceremonias iniciales y me dieron instrucciones de llevarles a Drizzt Do’Urden más tarde. —Miró al vigilante y pareció sentirse totalmente satisfecha—. Veo que tus amigos me han ahorrado el trabajo de hacerte tragar las pociones curativas.
»¿De verdad creías que podrías entrar en la casa Baenre tan fácilmente, arrebatarnos nuestro más valioso prisionero y marcharte sin más? —le preguntó a Entreri—. Fuisteis localizados antes incluso de que cruzarais la verja. ¡Y se harán indagaciones para saber cómo has llegado a poner tus impuras manos en la máscara de mi hermano! Gomph, o quizás ese peligroso Jarlaxle, tendrán que responder muchas preguntas.
»Me has decepcionado, asesino —continuó—. Tu reputación te precede, y habría esperado una actuación mejor por tu parte. ¿Es que no comprendiste el significado de que sólo hubiera simples varones guardando nuestra preciada presa? —Volvió la vista hacia Drizzt y sacudió la cabeza.
»Esos supuestos guardias que situé a la entrada eran prescindibles, naturalmente.
Drizzt no se movió ni hubo reacción alguna visible en su semblante. Sentía cómo la fuerza volvía a su cuerpo a medida que las pociones curativas surtían efecto, pero comprendía que ese hecho no significaba gran cosa frente a enemigos como Vendes y las dos guerreras excelentemente armadas y entrenadas. El vigilante miró desdeñoso su cota de malla; no le serviría de mucho teniéndola en las manos.
La mente de Entreri razonaba con más claridad ahora, pero su cuerpo seguía sin reaccionar. Los impulsos eléctricos proseguían, desbaratando cualquier intento de movimiento coordinado. Aun así, consiguió bajar una mano hasta la bolsita que llevaba en el cinturón, inducido por algo que Vendes había dicho, algo que apuntaba un leve atisbo de esperanza.
—Sospechábamos que la humana estaba viva —explicó Vendes—, probablemente en las garras de Jarlaxle, y no teníamos muchas esperanzas de que nos fuera entregada tan fácilmente.
Entreri no pudo menos de preguntarse si el mercenario lo había traicionado. ¿Habría tramado este detallado plan con el único propósito de llevar a Catti-brie a la casa Baenre? Aquello no tenía sentido. Claro que tampoco lo tenían muchas de las cosas que Jarlaxle había hecho en las últimas horas.
La mención de Catti-brie encendió la chispa del fuego en los ojos de Drizzt. No podía creer que la joven estuviera aquí, en Menzoberranzan, que hubiera arriesgado tanto para ir tras él. Se preguntó dónde estaría Guenhwyvar, y si Bruenor o Regis habrían venido con Catti-brie.
Hizo una mueca de dolor al mirar a la joven, envuelta en la verdosa substancia. ¡Qué vulnerable parecía, qué terriblemente indefensa!
El fuego había cobrado intensidad en los ojos de color de espliego de Drizzt cuando volvió la mirada hacia Vendes. Había desaparecido el miedo por su verdugo; había desaparecido su resignación sobre cómo tenían que terminar las cosas.
En un movimiento fulgurante, Drizzt tiró la cota de malla y desenvainó sus cimitarras.
A un gesto de Vendes, las dos guerreras se plantaron junto a Drizzt, rodeándolo. Una dio un leve toque en la hoja curva de Centella con su espada, indicando al vigilante que debía tirar el arma. Él bajó la vista hacia Centella, toda lógica aconsejaba que obedeciera la orden.
En lugar de ello, impulsó la cimitarra en un arco salvaje, que apartó a un lado la espada de la mujer. La segunda cimitarra se alzó repentinamente y frenó una estocada del lado contrario aun antes de que se iniciara.
—¡Oh, pobre necio! —exclamó Vendes con evidente regocijo—. ¡Ansiaba verte luchar, Drizzt Do’Urden, ya que Dantrag arde en deseos de medirse contigo!
La manera en que lo dijo le hizo preguntarse a Drizzt cuál de los dos quería Vendes que saliera vencedor del supuesto combate, pero, con dos guerreras drows cerrando el cerco a su alrededor, ahora no tenía tiempo de considerar las constantes intrigas de este caótico mundo.
Vendes retomó el lenguaje drow para ordenar a las guerreras que castigaran severamente a Drizzt, pero que no lo mataran.
El vigilante empezó a girar sobre sí mismo, a la vez que trazaba peligrosos círculos arriba y abajo con sus afilados aceros. Repentinamente frenó los giros y lanzó una maligna estocada a la mujer que tenía a la izquierda. Pero el golpe fue demasiado leve y no causó un daño real pues se encontró con la fabulosa armadura drow…, una protección de la que Drizzt carecía.
Tal circunstancia se puso de manifiesto cuando la punta de una espada tocó a Drizzt por la derecha. El vigilante hizo un gesto de dolor y hurtó el cuerpo a la par que daba un golpe de revés que desvió la espada antes de que pudiera causarle un daño serio.
Entreri rogó que Vendes estuviera abstraída en la lucha del elfo oscuro y las guerreras, pues cada uno de sus movimientos le parecían torpes y obvios. De algún modo, consiguió sacar la máscara de araña de la bolsa, y, con ella en la mano, alargó el brazo y agarró el cinturón de Catti-brie.
No obstante, sus temblorosos dedos no consiguieron sujetarlo y el asesino cayó al suelo otra vez.
Vendes lanzó un breve vistazo en su dirección, soltó una risita desdeñosa y —sin reparar, aparentemente, en la máscara— puso su atención de nuevo en el combate.
Entreri se sentó, medio recostado en la pared, e intentó apelar a su fuerza de voluntad para contrarrestar el maldito hechizo, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles; sus músculos continuaron sacudiéndose de manera espontánea.
Las espadas atacaban a Drizzt desde todos los ángulos. Una le hizo un corte en la mejilla que le escoció dolorosamente. Las diestras guerreras, actuando en perfecto acuerdo, lo mantenían atrapado contra la pared sin darle espacio para maniobrar. Con todo, Drizzt estaba haciendo un excelente trabajo defensivo, y Vendes celebraba sus excepcionales, aunque inútiles, esfuerzos.
Drizzt sabía que estaba en un grave apuro. Sin la protección de la armadura y todavía debilitado (aunque las pociones mágicas continuaban fluyendo por sus venas), tenía pocos recursos para romper el cerco de una pareja tan poderosa.
Una espada arremetió con un golpe bajo y sesgado; Drizzt saltó por encima de la hoja. Otra se precipitó de arriba abajo, por el lado opuesto, pero el vigilante se encogió sobre sí mismo en mitad del salto y levantó a Centella para interceptarla. Su otra cimitarra hizo un doble movimiento fulgurante, adelante y atrás y frenó dos ataques a media altura, uno de cada mujer, completando así una serie de cuatro paradas.
Sin embargo, bajo la incesante andanada de golpes ofensivos que lo obligaban a retroceder y a moverse en los más extraños ángulos, Drizzt no podía responder con ningún contraataque.
Saltaba y se agachaba, blandía sus armas en una y otra dirección, y, de algún modo, consiguió evitar que las hirientes espadas abrieran heridas profundas en su vulnerable cuerpo, bien que los cortes superficiales empezaban a acumularse.
El vigilante lanzó una ojeada desesperada a Catti-brie, aterrado ante la perspectiva de lo que tendría que afrontar la joven muy pronto.
Entreri siguió librando su inútil combate hasta que, finalmente, se dio por vencido, pensando que no había la menor posibilidad de imponerse al poderoso hechizo.
Pero el asesino no había sobrevivido en las calles de la peligrosa Calimport ni había ascendido a un puesto de jefatura en el bajo mundo de la ciudad sureña aceptando la derrota. Desechó esa idea y decidió aprovechar las posibilidades que tenía a su alcance.
El brazo de Entreri se alzó bruscamente sobre él. Sus dedos no se aferraron a nada —ni siquiera lo intentó—, sino que golpeó con el brazo la paralizante substancia verdosa.
Este era todo el agarre que necesitaba.
Con un esfuerzo tremendo, Entreri tensó el brazo pegado y se incorporó a medias, al lado de la atrapada Catti-brie.
La joven lo estaba mirando, indefensa e impotente, sin saber qué intentaba hacer. Incluso dio un respingo e intentó agacharse (aunque le resultó imposible moverse ni un centímetro) cuando el brazo del asesino giró hacia ella, como si temiera que quisiera acuchillarla.
Pero no era la daga enjoyada lo que sostenía aquella mano, sino la máscara de araña, y Catti-brie empezó a entender el propósito del asesino cuando el objeto mágico se enganchó justo sobre su cabeza. Al principio la máscara se deslizó lentamente, obstaculizada por la pegajosa substancia, pero el viscoso material verde empezó a ceder inmediatamente a la poderosa magia del artilugio.
Catti-brie se quedó completamente cegada cuando la chorreante substancia, y posteriormente el borde inferior de la máscara de araña, le cubrió el ojo abierto.
Un instante después, su otro ojo parpadeó y se abrió.
Las chispas saltaban a medida que el combate se intensificaba y las mujeres atacaban con mayor fiereza las resistentes defensas del varón renegado.
—¡Acabad de una vez! —bramó la impaciente Vendes—. ¡Reducidlo para que podamos arrastrarlo hasta la capilla y presencie el sacrificio de la estúpida humana a Lloth!
Vendes acababa de cometer una gran estupidez. De todas las cosas que podría haber dicho, de todas las amenazas que podría haber lanzado sobre Drizzt Do’Urden, ninguna habría sido más contraproducente que esta. La idea de que Catti-brie, la querida e inocente Catti-brie, fuera entregada a la horrenda y repulsiva reina araña, era más de lo que el noble vigilante podía soportar.
Dejó de ser Drizzt Do’Urden, pues su naturaleza racional fue reemplazada por los acuciantes instintos del cazador primitivo, de la criatura salvaje.
La guerrera que estaba a su izquierda atacó con mesura, pero la que estaba a su derecha arremetió con más temeridad, y una de sus espadas lanzó una estocada a fondo, salvando la defensa de la cimitarra de Drizzt.
Era una maniobra astuta, pero para los aguzados instintos del cazador fue como si la embestida de la espada se realizara casi a cámara lenta. Drizzt dejó que la punta del arma llegara a pocos centímetros de su vulnerable abdomen antes de que el acero manejado por su mano izquierda se interpusiera en un fulgurante movimiento cruzado que desvió la espada en diagonal, sobre su brazo levantado, al tiempo que su otra cimitarra interceptaba la segunda espada de la mujer.
Al punto las cimitarras se intercambiaron, realizando una finta diagonal; su brazo izquierdo se disparó en una trayectoria cruzada y hacia arriba, y el derecho, en diagonal hacia abajo.
Hincándose de rodillas en el suelo, se echó hacia adelante y se escudó en el cuerpo de su oponente más próxima para evitar que la otra guerrera lo golpeara. Su mano derecha se adelantó, y un hábil golpe de muñeca giró la hoja del arma de manera que el filo se descargó contra la parte exterior de la rodilla de su adversaria y le dobló la pierna. Drizzt arremetió con la izquierda y descargó una cuchillada en el vientre de la mujer, que reculó y cayó al no sostenerla la pierna herida.
Todavía de rodillas, el vigilante giró sobre sí mismo desesperadamente, impulsando la cimitarra izquierda en un revés horizontal contra la otra guerrera que se le echaba encima.
La mujer sostenía las armas a distinta altura, y la cimitarra rechazó una de ellas, pero la otra continuó su estocada baja y a fondo.
La segunda cimitarra del cazador la interceptó y la desvió a un lado, aunque no lo suficiente para evitar que el filo abriera un corte y rozara una costilla de Drizzt.
Los golpes de ataque y defensa se sucedieron sin que el cazador sintiera dolor por esta última y más seria herida. Vendes no podía creerlo, pero Drizzt se las arregló para apoyar un pie en el suelo y se incorporó, plantando cara a su diestra guerrera.
La segunda guerrera se retorcía en el suelo, aferrándose la pierna tullida y apretando el otro brazo contra el tajo del vientre.
—¡Basta! —gritó Vendes mientras alzaba la vara y apuntaba con ella a Drizzt. Había disfrutado con el espectáculo del combate, pero no pensaba perder más mujeres.
—¡Guenhwyvar! —sonó un grito penetrante.
Vendes miró en aquella dirección, a la humana —¡que llevaba puesta la máscara de araña!— agazapada y libre de la substancia inmovilizante. Catti-brie cargó al tiempo que soltaba la estatuilla en el suelo y recogía, sobre la marcha, una daga caída.
De manera instintiva, Vendes lanzó otro chorro de materia verdosa, pero dio la impresión de pasar a través de la mujer inofensivamente y luego se estrelló con un chapoteo contra la pared.
Algo desorientada y desequilibrada, Catti-brie se limitó a arremeter de frente, con la daga por delante. Consiguió arañar la mano de Vendes, pero la vara se interpuso en la trayectoria del arma y la desvió antes de que pudiera hundirse en el blanco.
Catti-brie chocó violentamente con los muslos de la sacerdotisa, y las dos mujeres cayeron despatarradas en el suelo, la humana intentando sujetar a su oponente, y la drow pateando y revolviéndose ferozmente para soltarse.
Las cimitarras de Drizzt resonaron contra las espadas de la restante guerrera a un ritmo tan vertiginoso que dio la impresión de que era un único y prolongado chirrido vibrante. La drow, con gran mérito por su parte, estuvo a la altura de las circunstancias en los primeros momentos y contuvo el furioso ataque de su contrincante, pero, poco a poco, sus fintas y paradas fueron perdiendo velocidad ante la andanada de estocadas y cuchilladas.
Una espada se adelantó veloz a su derecha, frustrando el ataque de Centella. La segunda espada hizo un movimiento hacia arriba y hacia afuera para desviar la otra cimitarra a un lado.
Pero la supuesta estocada a fondo de la segunda cimitarra era sólo una añagaza, y la espada de la mujer fue la que se desvió al no encontrar nada sólido en su trayectoria. La guerrera vio la finta y, frenando el impulso del arma, corrigió el movimiento rápidamente.
Demasiado tarde. La cimitarra de Drizzt se hundió a través de la excelente cota de malla. La maniobra lo dejaba indefenso ante un contraataque, pero a la mujer no le quedaban fuerzas, ni vida, para ello; el acero le había atravesado el corazón. Sufrió un estremecimiento cuando Drizzt extrajo su arma de un tirón.
Una lluvia de puñetazos se descargó en la cabeza de Catti-brie, que ceñía con fuerza los brazos en torno a las piernas de la cruel drow. La máscara de araña se había torcido y la joven no podía ver, pero se daba cuenta de que, si Vendes tenía un arma al alcance de la mano, estaba en un buen lío.
Catti-brie alargó una mano a ciegas, intentando agarrar la muñeca de la sacerdotisa, pero Vendes actuó con rapidez y no sólo consiguió apartar el brazo, sino que también consiguió soltar una de las piernas. Empezó a patear con saña a Catti-brie, que casi perdió el conocimiento.
Vendes le propinó un fuerte empellón y consiguió librarse de la joven, que gateó frenética para agarrar las piernas que se le escapaban. Perdió un instante precioso intentando quitarse la molesta máscara; gritó de frustración al ver que los pies de la sacerdotisa se ponían fuera de su alcance. La hija Baenre se incorporó con presteza y salió corriendo de la celda.
Catti-brie podía imaginar las consecuencias de permitir que la sacerdotisa huyera. Tenazmente, dobló los brazos bajo el cuerpo y empezó a levantarse, pero una mano la retuvo suavemente mientras alguien pasaba a su lado. La joven vio los pies descalzos de Drizzt lanzados a la carrera en persecución de la drow.
El vigilante se retorció de una manera extraña al salir al corredor; salió lanzado hacia atrás y cayó al suelo con tal brusquedad que Catti-brie pensó que había chocado contra un obstáculo invisible. La muchacha comprendió que el movimiento era voluntario por parte de su amigo cuando un chorro de materia verdosa pasó inofensivo sobre su cabeza.
Con una pirueta, el vigilante se puso de nuevo en pie y, tomando impulso, saltó como un felino.
Y, como una sombra de sus movimientos, lo siguió el salto de un felino real, Guenhwyvar, que pasó sobre Catti-brie y, girando en un ángulo perfecto en el mismo instante en que sus zarpas tocaron el suelo, salió al corredor; la pantera había actuado con tal rapidez que Catti-brie tuvo que parpadear para asegurarse de que no estaba viendo visiones.
—¡Nau! —se oyó el grito de protesta de la condenada sacerdotisa en el corredor. El guerrero a quien Vendes había torturado, golpeándolo sin piedad, se le echaba encima con el fuego de la venganza ardiendo en sus ojos.
Guenhwyvar le seguía los pasos, desesperada por ayudar a Drizzt; pero, en el breve instante que tardó el animal en llegar al lugar de la lucha, una cimitarra se había enterrado ya en el estómago de Vendes.
Un gemido a un lado de la celda atrajo la atención de Catti-brie. Vio a la guerrera drow herida, que se arrastraba hacia las armas que había dejado caer.
La joven gateó hacia ella inmediatamente, sin levantarse del suelo, y, rodeando con las piernas el cuello de la drow, apretó con todas sus fuerzas. Las oscuras manos subieron hacia sus piernas y arañaron y le propinaron puñetazos, pero la guerrera dejó de debatirse poco después, y Catti-brie creyó que se había rendido… hasta reparar en los labios que se movían. ¡Estaba lanzando un hechizo!
En un gesto puramente instintivo, Catti-brie hincó el dedo repetidamente en los ojos de la drow. La salmodia se convirtió en gritos de dolor y protesta, que se redujeron a ruidos estrangulados cuando las piernas de la joven incrementaron la presión.
Catti-brie detestaba esto con todo su generoso corazón. Matar le repugnaba, sobre todo en un tipo de lucha así, en la que tendría que presenciar durante segundos, minutos quizá, la agonía de su adversaria mientras la estrangulaba.
Atisbó por el rabillo del ojo la daga de Entreri, tirada en el suelo a su alcance, y la cogió. Lágrimas de rabia e inocencia perdida velaron sus ojos, azul profundo, cuando hundió la mortífera hoja en el cuerpo de la drow.
Guenhwyvar se frenó en seco, y Drizzt sacó con un brusco tirón el acero hincado y retrocedió un paso.
—Nau —repitió la aturdida Vendes, el monosílabo que en el lenguaje drow significaba «no». En este momento, la despiadada Duk-Tak le pareció a Drizzt una criatura insignificante, casi digna de lástima. Estaba doblada por el dolor, temblando violentamente.
Cayó de bruces a los pies del vigilante. Su boca se movió para articular la negativa una última vez, pero no salió sonido alguno de sus labios exangües, y el brillo rojo se apagó en sus ojos para siempre.