Irrupción
Qu’ellarz’orl, la pequeña meseta ocupada por algunas de las casas nobles de más raigambre, estaba sumida en una extraña quietud. Entreri, de nuevo con la apariencia de un soldado drow corriente, y Catti-brie avanzaron por el bosquecillo de setas gigantes en silencio, subrepticiamente, en dirección a la verja de seis metros de altura y semejante a una tela de araña que rodeaba el palacio Baenre.
Un creciente pánico se estaba apoderando de los dos nuevos aliados, y ni el uno ni el otro dijeron una sola palabra, obligándose a pensar únicamente en lo que se jugaban en esta apuesta: la victoria decisiva o el desastre definitivo.
Agazapados en las sombras detrás de una estalagmita, los dos contemplaron el paso de la grandiosa procesión, encabezada por varias sacerdotisas sentadas en brillantes discos voladores azules, que atravesaba el patio del complejo en dirección a las grandes puertas de la inmensa capilla central. Entreri reconoció a la matrona Baenre y dedujo que algunas de las otras sacerdotisas que la seguían de cerca debían de ser sus hijas. Observó los numerosos discos con curiosidad, y llegó a la conclusión de que las madres matronas de otras casas formaban parte de la procesión.
Era un gran ritual, según palabras de Jarlaxle, y Entreri soltó una queda y cínica risita al pensar con qué minuciosidad había preparado todo esto el astuto mercenario.
—¿Qué ocurre? —preguntó Catti-brie, sin comprender qué le hacía tanta gracia.
Entreri sacudió la cabeza y Frunció el entrecejo para indicar a la fastidiosa joven que debía cerrar el pico. Catti-brie se mordió el labio inferior para contener las muchas y cáusticas réplicas que le pasaron por la mente. Necesitaba a Entreri, y el asesino la necesitaba a ella; su odio personal tendría que esperar.
Y eso fue precisamente lo que ambos hicieron: esperar. Permanecieron agazapados detrás del pilar rocoso durante muchos minutos mientras la larga procesión desaparecía de manera paulatina en la capilla abovedada. Entreri imaginó que otros muchos drows, quizás unos dos mil, habían entrado en el edificio, y ahora, desde su posición, eran pocos los soldados o jinetes de lagartos que podían verse.
Una ventaja más de haber elegido el momento oportuno se hizo patente cuando los cánticos a Lloth se filtraron por las puertas de la capilla y resonaron por todo el complejo.
—¿La pantera? —susurró Entreri a Catti-brie.
La joven tanteó la estatuilla guardada en su bolsa y consideró la pregunta; miró dubitativamente la verja de tela de araña.
—Cuando estemos al otro lado —respondió, aunque no tenía la más remota idea de cómo se proponía pasar Entreri lo que parecía una barrera impenetrable. Los filamentos de la verja eran tan gruesos como su antebrazo.
Entreri hizo un gesto de conformidad; sacó la máscara de araña, hecha con terciopelo negro, y se la puso. Catti-brie fue incapaz de contener un escalofrío al mirar al asesino, cuya cabeza semejaba ahora una grotesca caricatura de una enorme araña.
—Te lo diré una sola vez —susurró el asesino—. Tienes el estúpido fallo de ser compasiva, pero en el reino de los drows no hay lugar para la piedad. No se te ocurra herir o dejar inconscientes a los adversarios que nos salgan al paso. Mátalos.
Catti-brie no se tomó la molestia de contestar; si Entreri hubiera podido ver la ardiente cólera que bullía en su interior, no se habría tomado el trabajo de hacer ese comentario.
El asesino le indicó con un gesto que lo siguiera, y luego avanzó sigilosamente, de sombra en sombra, hasta el pie de la verja.
Tocó los filamentos con cautela a fin de asegurarse que los dedos no se le quedaban pegados a ellos, y acto seguido se agarró con firmeza e instó a Catti-brie a subirse a su espalda.
—Ten cuidado de no tocar la verja —advirtió—. De lo contrario, tendré que cortar el miembro, sea cual sea, que se haya quedado adherido a los filamentos.
Catti-brie se agarró de mala gana al cruel asesino, ciñendo los brazos a su pecho, uno por encima de un hombro y el otro por debajo del brazo de Entreri. Entrelazó las manos firmemente y apretó con todas sus fuerzas.
Entreri no era corpulento, quizá sólo unos veinte kilos más pesado que la propia Catti-brie, pero era fuerte, con los músculos robustecidos por el combate, y empezó a trepar fácilmente, manteniendo el cuerpo tan apartado de la peligrosa verja como le era posible a fin de que las manos de la joven no la tocaran. La parte más difícil llegó en lo alto de la verja, sobre todo cuando Entreri divisó un par de jinetes de lagartos que se acercaban.
—Ni siquiera respires —advirtió a Catti-brie, y avanzó palmo a palmo sobre el borde superior de la verja para aprovechar al máximo la cobertura de las sombras de una de las estalagmitas que hacía las veces de poste.
Si no hubiera habido luces en el recinto, los dos habrían sido descubiertos con toda seguridad, ya que su calor corporal contrastaba poderosamente con la piedra del pilar, cuya temperatura era inferior. Pero las luces estaban encendidas, incluido el fuerte brillo de muchas antorchas prendidas, y los soldados Baenre no estaban utilizando su visión infrarroja mientras hacían el recorrido de vigilancia. Pasaron junto a la verja, a menos de cuatro metros de los dos intrusos, pero Artemis Entreri estaba tan acostumbrado a ocultarse en las sombras que no advirtieron el extraño saliente en la superficie, antes lisa, de la estalagmita.
Cuando se hubieron alejado, Entreri se puso de pie en lo alto de la verja y se giró de costado para que Catti-brie pudiera agarrarse al pétreo pilar. Su única intención era tomarse un breve descanso, pero la joven, ansiosa por seguir adelante con su misión, se descolgó de su espalda inopinadamente, se abrazó a la estalagmita y descendió por la cara posterior, medio deslizándose, medio escurriéndose, y aterrizó en el interior del recinto con una voltereta.
Entreri se descolgó por la verja velozmente y se reunió con la joven; se quitó la máscara con brusquedad y clavó en Catti-brie una mirada feroz, considerando su acción precipitada y estúpida.
La muchacha sostuvo la mirada del peligroso asesino con idéntica fiereza, sin acobardarse.
—¿Hacia dónde? —inquirió en un murmullo apenas audible.
Entreri metió la mano en un bolsillo y cogió el guardapelo mágico; empezó a girar sobre sí mismo hasta determinar la dirección en la que el artilugio parecía emitir más calor. Había imaginado la localización de Drizzt antes de que el guardapelo se la confirmara: el gran pilar central, la posición más vigilada de todo el complejo.
Sólo cabía esperar que la mayoría de los soldados de élite de la casa Baenre estuvieran presenciando el gran ritual.
No les resultó difícil cruzar el patio hacia la estructura prolijamente labrada y adornada, pues los centinelas eran escasos, las sombras abundantes y los cánticos que salían de la capilla ahogaban con creces cualquier ruido. Ninguna casa esperaría sufrir un ataque ni osaría despertar la ira de la reina araña lanzando un asalto a otra durante un gran ritual, y, puesto que la única amenaza factible a la casa Baenre era de otra casa drow, las medidas de seguridad en el recinto no eran excepcionales.
—Ahí dentro —susurró Entreri al tiempo que Catti-brie y él se aplastaban contra las paredes que flanqueaban la puerta de la enorme estalagmita hueca. El asesino tanteó suavemente la puerta de piedra a fin de localizar cualquier posible trampa, pese a que imaginaba que si había alguna sería de naturaleza mágica, por lo que, si daba con ella, sería cuando le estallara en las narices. Con gran sorpresa por su parte, la puerta subió repentinamente hasta desaparecer en una ranura del dintel y les dejó paso franco a un estrecho corredor pobremente iluminado.
Entreri y Catti-brie intercambiaron una mirada desconfiada y, tras una larga y silenciosa pausa, cruzaron simultáneamente el umbral; casi se les doblaron las piernas por el alivio que experimentaron al verse en el corredor todavía vivos.
Sin embargo, no les duró mucho el respiro, pues de inmediato sonó una llamada gutural, quizás una pregunta. Antes de que la pareja pudiera descifrar alguna de las palabras, la figura de un humanoide enorme y musculoso, que fácilmente mediría los dos metros diez y tan corpulento que casi ocupaba el metro cincuenta de anchura del pasillo, apareció por el otro extremo ocultando casi por completo la débil luz con su corpachón. Este detalle, junto con la característica forma astada de su cabeza, revelaba su identidad.
Catti-brie dio un respingo de sobresalto cuando la puerta se deslizó y se cerró a sus espaldas.
El minotauro repitió la pregunta con un gruñido, en el lenguaje drow.
—Pide la contraseña —le susurró Entreri a Catti-brie—. Creo.
—Pues dásela.
Eso era más fácil decirlo que hacerlo, pensó Entreri, ya que Jarlaxle no le había mencionado en ningún momento que hubiera una contraseña para las estructuras interiores del recinto. Tendría que sostener una breve charla con el mercenario por este pequeño desliz, decidió el asesino. Si es que tenía oportunidad de hacerlo, claro está.
El monstruoso minotauro echó a andar hacia ellos con actitud amenazadora, blandiendo frente a sí una barra puntiaguda de adamantita.
—Como si los minotauros no fueran formidables ya de por sí sin necesitar armas de manufactura drow —musitó Entreri a Catti-brie.
Un paso más situó al minotauro a menos de tres metros de los compañeros.
—Usstan belbol… Usstan belbau ulu… dos —tartamudeó Entreri mientras hacía tintinear una bolsita que llevaba colgada del cinturón—. ¿Dosst?
El minotauro se detuvo y arrugó sus bovinos rasgos.
—¿Qué le has dicho? —musitó Catti-brie.
—No tengo ni idea —admitió Entreri, aunque creía que había mencionado algo acerca de un regalo.
Un gruñido bajo salió de la boca del cada vez más impaciente guardia minotauro.
—¿Dosst? —preguntó Catti-brie audazmente mientras tendía el arco frente a sí e intentaba adoptar una expresión amistosa. Esbozó una amplia sonrisa y movió la cabeza arriba y abajo tontamente, como si ofreciera el arco, al tiempo que metía la otra mano bajo los pliegues de la capa, disimuladamente, para coger una flecha de la aljaba.
—¿Dosst? —repitió, y el minotauro se señaló el pecho con un enorme y grueso dedo—. ¡Sí, para ti! —bramó la joven, que sacó la flecha con un movimiento relampagueante, la encajó en la cuerda y disparó antes de que el estúpido minotauro se percatara de lo que ocurría.
El proyectil se clavó en el pecho del monstruo y lo hizo recular trastabillando.
—¡Utiliza el dedo para tapar el agujero! —rugió la joven al tiempo que colocaba otra flecha en el arco—. ¿Cuántos dedos tienes?
Lanzó un fugaz vistazo a Entreri, que la estaba mirando alelado. La joven se rio de él y clavó otra flecha en el pecho del monstruo, que reculó unos cuantos pasos más y entró dando trompicones en la habitación que había al final del corredor. Cuando se desplomó, apareció otra media docena o más de minotauros, listos para ocupar su lugar.
—¡Estás loca! —le gritó Entreri.
Sin molestarse en contestar, Catti-brie enterró otra flecha en el vientre del minotauro que estaba más cerca. La criatura se dobló por el dolor y fue pisoteada por sus compañeros.
Entreri desenfundó sus armas y les salió al paso, consciente de que tenía que mantener a los gigantes alejados de Catti-brie para que la joven pudiera utilizar su arco. Se enfrentó al primer minotauro a dos pasos del final del corredor; levantó la espada para detener un golpe de la barra puntiaguda que manejaba la criatura, y sintió una especie de hormigueo en todo el costado, entumecido por la fuerza del impacto.
Mucho más ágil que el pesado gigante, Entreri contraatacó lanzando una serie de fulminantes arremetidas con la daga al estómago del monstruo. La barra puntiaguda se precipitó sobre él, y, a pesar de que su espada la interceptó, Entreri se vio forzado a hacer un giro completo para absorber el brutal choque y situarse fuera del alcance del brazo de su oponente.
Adelantando la espada, completó el giro, y la refulgente punta verdosa abrió un tajo preciso bajo la mandíbula del minotauro, que atravesó el hueso y la lengua de la criatura.
La sangre le salió a borbotones por la boca, pero el minotauro atacó otra vez, y Entreri se vio obligado a retroceder.
Una estela plateada cegó a ambos contrincantes cuando la flecha de Catti-brie pasó volando por encima del hombro del minotauro y se hundió en el sólido cráneo del compañero que estaba a continuación.
Confiando en que su oponente estuviera tan cegado como él, Entreri se abalanzó asestando una violenta cuchillada con la daga y descargando una estocada descendente con la espada. Sus golpes alcanzaron una y otra vez a la herida y aturdida bestia; el asesino recobró la vista al tiempo que el minotauro se desplomaba a sus pies.
Entreri no vaciló. Saltó sobre la espalda del monstruo caído y se impulsó sobre el bulto informe que era el cuerpo del otro minotauro muerto para abalanzarse contra la bestia que iba detrás. Su espada se adelantó al ataque del minotauro, y logró descargar un golpe preciso en el hombro de la criatura. Al ver que el brazo del minotauro le colgaba inutilizado al costado, el asesino pensó que sería una víctima fácil, pero nunca se había enfrentado a estas bestias y su sorpresa fue mayúscula cuando la criatura lo embistió con la cabeza y lo golpeó en el pecho.
El monstruo giró hacia un lado bruscamente y cargó a través de la habitación, con el asesino encajado entre los cuernos.
—Oh, maldita sea —masculló Catti-brie al ver que ya no había obstáculos entre ella y el resto de los monstruos. Hincó una rodilla en tierra y empezó a disparar flechas en el corredor a un ritmo frenético.
La fulgurante andanada derribó a un minotauro, y después al segundo, pero el que estaba a continuación agarró al que había caído anteriormente y lo levantó frente a sí como un escudo. La joven consiguió rozar con una flecha la sólida cabeza de la bestia, pero no le causó un daño real, y el minotauro acortó distancias rápidamente.
Catti-brie disparó una vez más, tanto para cegar al monstruo como con la esperanza de frenar la carga, y después se zambulló al suelo y gateó hacia adelante con osadía, metiéndose entre las patas de la bestia.
El minotauro chocó violentamente contra la puerta exterior. Al llevar a su compañero muerto ante sí para protegerse, no vio que Catti-brie se había escabullido y utilizó el cadáver para embestir contra la puerta una y otra vez.
Todavía en el suelo, Catti-brie tuvo que pasar subrepticiamente entre tres pares de patas grandes como troncos de árbol. Los tres minotauros rugían enardecidos, pues creían que su compañero estaba aplastando a la endeble mujer.
La joven casi lo logró.
El último minotauro sintió un roce en la pata y bajó la vista al suelo; bramó enfurecido y enarboló la barra puntiaguda con ambas manos.
Catti-brie rodó sobre sí misma y aprestó el arco. Consiguió hacer un disparo, que obligó a recular a la bestia momentáneamente. Por puro instinto, la joven impulsó las piernas hacia arriba y realizó una voltereta hacia atrás.
La barra del cegado minotauro arrancó un buen trozo de piedra del suelo, a dos dedos de distancia de la espalda doblada de Catti-brie.
La joven se incorporó de un salto, de cara a la bestia. Dio un trallazo con el arco a media altura y acto seguido giró sobre sus talones y salió atropelladamente del corredor.
El impacto dejó al asesino sin aliento. El minotauro rodeó a Entreri por la cintura con el brazo ileso y, sujetándolo firmemente, se echó hacia atrás, con el evidente propósito de estrellar de nuevo al asesino contra la pared. A pocos pasos de distancia, otro minotauro jaleaba la acción de su compañero, animándolo a rematar a su víctima.
La daga de Entreri arremetía frenéticamente en un fútil intento de hendir el grueso cráneo de la bestia.
El asesino tuvo la impresión de que se le rompía la columna vertebral cuando chocó contra la pared por segunda vez. Se obligó a enfocar la vista a través de la bruma de dolor y miedo, para hacer un rápido reconocimiento de su situación. Entreri sabía que la mayor ventaja de un guerrero era tener sangre fría, y al punto cambió de táctica. En lugar de limitarse a golpear con la daga contra el sólido hueso, colocó la punta del acero sobre la carne, entre los cuernos de la criatura, y luego la deslizó hacia un lado, aplicando una presión constante mientras la desplazaba.
Chocaron de nuevo contra la pared.
Entreri mantuvo la mano firme, convencido de que la daga alcanzaría su objetivo. Al principio, la hoja se deslizó superficialmente, incapaz de penetrar más profundamente, pero al fin encontró un punto carnoso y Entreri cambió el ángulo de manera inmediata y la hundió con todas sus fuerzas.
La daga se había clavado en el ojo del minotauro.
El asesino notó que la hambrienta daga absorbía la fuerza vital de la criatura, sintió sus rítmicos latidos que le transmitían oleadas de energía a través del brazo.
El minotauro sufrió una serie de convulsiones, sin apartarse de la pared. El otro monstruo que presenciaba la escena siguió jaleando a su compañero, creyendo que estaba haciendo papilla al humano.
La bestia se desplomó, muerta, y Entreri, con su característica agilidad, echó a correr nada más tocar con los pies en el suelo y se abalanzó sobre el otro minotauro antes de que tuviera tiempo de reaccionar. Atacó con una serie de tres golpes combinados, espada, daga, espada, en un abrir y cerrar de ojos.
El sorprendido minotauro retrocedió, pero Entreri mantuvo la distancia, con la daga hincada hasta la empuñadura y absorbiendo también la fuerza vital de esta otra bestia a través de su hoja. El moribundo minotauro amagó un débil golpe con su garrote, pero la espada de Entreri lo frenó fácilmente.
Y su daga siguió saciándose.
Catti-brie entró corriendo en la pequeña habitación e hizo un giro de ciento ochenta grados mientras hincaba una rodilla en el suelo. No era preciso apuntar, pues los corpachones de los minotauros que la perseguían llenaban cumplidamente el corredor.
Por suerte, el que estaba más cerca no venía muy deprisa debido a la flecha clavada hasta la mitad en la parte interior de su muslo. La bestia herida era tenaz, sin embargo, y no se detuvo a pesar de ser alcanzada por más disparos.
Detrás, el segundo minotauro llamaba a gritos al tercero, que seguía estrellando el cadáver de su compañero contra la puerta de entrada, para que se reuniera con ellos en la habitación. Pero los minotauros no eran notorios precisamente por su inteligencia, y el último monstruo seguía insistiendo en que estaba aplastando a la humana.
La última flecha se disparó a quemarropa; voló de Taulmaril, a menos de quince centímetros del hocico de la criatura, y hendió morro y cráneo, faltando poco para que partiera en dos la cabeza del tozudo minotauro. La bestia murió en el acto, pero el impulso la hizo seguir y arrastró a Catti-brie en su caída.
La joven no estaba malherida, pero le resultaba imposible salir de debajo del minotauro y aprestar el arco a tiempo de detener al segundo monstruo que cargaba contra ella desde el corredor.
Una figura que se deslizaba por el suelo se interpuso en su camino, lanzando estocadas y cuchilladas; cuando el tumulto cesó, el minotauro estaba hecho un ovillo, agarrándose las rodillas desgarradas. Se movió pesadamente hacia un lado, intentando atrapar a este nuevo enemigo, pero Entreri se incorporó con una ágil voltereta y lo esquivó fácilmente.
El asesino corrió al centro de la habitación, hacia un pilar de mármol negro; el minotauro fue tras él, doblado casi por la mitad. Entreri rodeó la estructura, y el minotauro, pensando rápidamente (considerando su corta inteligencia), corrió tambaleante, se agarró con el brazo al pilar, y aprovechó el impulso para girar velozmente.
Entreri, mucho más sagaz, frenó la carrera en cuanto se perdió de vista por detrás del pilar y se retiró un par de pasos; él y sus armas estaban esperando al minotauro cuando llegó a su altura, todavía agarrado a la estructura y girando por el impulso. Aquello daba tiempo suficiente al asesino para descargar una docena de golpes certeros.
Eran más de los que Artemis Entreri necesitaba para acabar con un enemigo.
El minotauro del pasillo levantó a su compañero muerto y retrocedió tres pasos para coger impulso; luego se lanzó hacia adelante al tiempo que bramaba, y arremetió con el cuerpo muerto contra la puerta exterior de piedra.
Una flecha encantada silbó y se hincó en su espalda.
—¿Ummm? —preguntó e intentó darse media vuelta.
Una segunda flecha se hundió en su costado y le perforó un pulmón:
—¿Ummm? —repitió estúpidamente, falto de aliento, y por fin consiguió girarse lo suficiente para ver a Catti-brie, de pie al final del corredor, con un gesto inclemente en su semblante y aquel maldito arco tensado ante sí.
La tercera flecha se le hincó en un lado de la cara. El minotauro adelantó un paso, pero el cuarto proyectil se hundió en su pecho y lo impulsó hacia atrás hasta hacerlo chocar contra su compañero muerto.
—¿Ummm?
Recibió otros cinco disparos —ninguno de los cuales sintió ya— antes de que Entreri llegara junto a Catti-brie y le dijera que todo había acabado.
—Hemos tenido suerte de que no hubiera ningún drow —explicó el asesino mientras miraba con nerviosismo las doce puertas y nichos que jalonaban la pared circular de la habitación. Cerró la mano sobre el guardapelo metido en el bolsillo, y luego se volvió hacia el pilar central que llegaba del suelo al techo.
Sin más palabras, el asesino corrió hacia la estructura. Sus sensibles dedos frotaron suavemente la tersa superficie.
—¿Qué demonios haces? —inquirió Catti-brie cuando las manos de Entreri dejaron de moverse y el asesino volvió la cabeza en su dirección y le sonrió. Repitió la pregunta y, en contestación, él empujó la piedra y una sección del pilar de mármol se deslizó hacia un lado, descubriendo que estaba hueco. Entreri se metió en él, tirando de Catti-brie, y la puerta se cerró sola a sus espaldas.
—¿Qué es esto? —lo interrogó la joven, creyendo que se habían metido en una especie de armario. Alzó la vista hacia el agujero que había en el techo, a su izquierda, y luego la bajó al otro que había en el suelo, a su derecha.
Entreri no respondió. Siguiendo la dirección marcada por el guardapelo, se acercó palmo a palmo hacia el orificio del suelo y se agachó sobre una rodilla para atisbar por él.
Catti-brie se agachó a su lado y lo miró extrañada al ver que no había ningún tipo de escalera. La joven echó un vistazo en torno a la habitación circular, buscando un sitio donde atar una cuerda.
—Quizás haya un asidero —comentó Entreri, que se deslizó por el borde y empezó a meterse a pulso por el agujero. Su expresión se tornó incrédula al sentir que su cuerpo dejaba de pesar y se quedaba flotando en el aire.
—¿Qué ocurre? —preguntó Catti-brie, impaciente, al fijarse en su gesto pasmado.
Entreri levantó las manos del suelo y extendió los brazos, sonriendo con presunción mientras descendía suavemente. La joven lo siguió de inmediato por el orificio, flotando y descendiendo como si fuera una pluma en medio de la oscuridad. Debajo de ella, Entreri se concentró para reemplazar el disfraz con la máscara mágica.
—Eres mi prisionera —dijo el asesino fríamente, y, por un instante, Catti-brie interpretó mal sus palabras, pensando que la había traicionado. Cuando se posó en el suelo al lado de Entreri, este señaló a Taulmaril y entonces la muchacha comprendió sus intenciones.
—El arco —pidió el asesino con tono impaciente.
Catti-brie sacudió la cabeza obstinadamente; Entreri la conocía lo bastante bien como para no discutir con ella. Se acercó a la pared circular y empezó a tantearla; a no mucho tardar, había abierto la puerta de este nivel. Dos soldados drows estaban esperándolos, con las ballestas de mano apuntadas y listas para disparar, y Catti-brie se preguntó si no habría sido poco sensato por su parte negarse a desprenderse del arco.
¡Con qué rapidez bajaron aquellas ballestas los boquiabiertos guardias cuando vieron a Triel Baenre ante ellos!
Entreri agarró a Catti-brie por el brazo rudamente y tiró de ella.
—¡Drizzt Do’Urden! —gritó el asesino, con la voz de Triel.
Los guardias no tenían el menor deseo de discutir con la hija mayor Baenre. No tenían órdenes de escoltar a Triel o a cualquier otra persona que no fuera la propia matrona Baenre hasta el valioso prisionero, pero tampoco se les habían dado instrucciones acerca de una prisionera humana. Uno de ellos se adelantó presuroso, en tanto que el segundo agarraba a Catti-brie.
La joven se desplomó y dejó caer el arco; su fingida flojedad obligó a que uno de los elfos oscuros y Entreri tuvieran que sostenerla por los brazos. El otro drow recogió a Taulmaril con premura, y la joven no pudo evitar un gesto de repulsión a ver la magnífica arma en manos de un ser perverso.
Recorrieron un oscuro corredor, pasando ante varias puertas reforzadas con hierro. El drow que iba a la cabeza se detuvo frente a una de ellas y sacó una pequeña vara. La frotó contra una placa metálica que había junto al picaporte y luego dio dos golpecitos. La puerta se abrió.
El guardia empezó a darse media vuelta, sonriendo como si se sintiera agradecido de poder complacer a Triel. La mano de Entreri se adelantó en un movimiento fulgurante y, apretándose contra la boca del soldado, lo obligó a echar la cabeza hacia atrás y a un lado; la daga del asesino actuó de inmediato, y su hoja se hundió en la garganta del sorprendido drow.
El ataque de Catti-brie no fue tan diestro, pero sí igualmente brutal. Giró sobre un pie, con la otra pierna levantada para patear al drow en el vientre mientras chocaban contra la pared. Catti-brie se retiró medio paso y, alzando la cabeza bruscamente, golpeó con la frente la delicada nariz del elfo oscuro.
Acto seguido le descargó varios puñetazos y un rodillazo en la ingle; forcejeando con él, lo empujó al interior de la habitación y el guardia rodó por el suelo. La joven se abalanzó sobre él y lo levantó, metiendo los brazos por debajo de las axilas del soldado y entrelazando con fuerza los dedos detrás de su nuca.
El drow se debatió frenético, pero no consiguió soltar la llave. Para entonces, Entreri había acabado con el otro guardia y entró en la celda.
—¡Sin piedad! —gruñó Catti-brie con los dientes apretados.
Entreri se acercó pausadamente. El drow le lanzó una patada, pero el asesino frenó el golpe con el antebrazo.
—¡Triel! —gritó el desconcertado drow.
Entreri retrocedió un paso, sonrió, y se quitó la máscara; una expresión de horror asomó al rostro del indefenso drow un instante antes de que la daga del asesino se hincara en su corazón.
Catti-brie sintió la sacudida que dio el cuerpo del elfo oscuro, y después su peso muerto. La asaltó una súbita náusea, pero se despejó de golpe cuando, al girar la cabeza hacia un lado, vio a Drizzt, maltrecho y encadenado. Estaba colgado en la pared, gimiendo e intentando fútilmente encogerse sobre sí mismo. Catti-brie dejó caer al drow muerto y corrió junto a su amigo; al punto reparó en el dardo, pequeño pero obviamente cruel, clavado en su estómago.
—¡Tengo que arrancarlo! —le dijo a Drizzt, esperando que se mostrara de acuerdo. Pero el elfo oscuro parecía haber perdido contacto con la realidad, y la joven dudaba incluso que se hubiera dado cuenta de su presencia.
Entreri se acercó a su lado. Sólo miró de pasada el dardo, más preocupado por los grilletes que retenían a Drizzt.
Catti-brie inhaló hondo para serenarse, agarró el ponzoñoso dardo, y lo arrancó de un tirón.
Drizzt se encogió y gritó de dolor; luego colgó inerte, desmayado.
—¡No tienen cerraduras! —gruñó Entreri al comprobar que los grilletes eran unos anillos sólidos.
—Apártate —le indicó Catti-brie mientras se alejaba de la pared.
Cuando Entreri se volvió para mirarla, vio que la joven levantaba el mortífero arco y se retiró a un lado rápidamente. Dos flechas dieron buena cuenta de las cadenas, y Drizzt se desplomó en brazos de Entreri. El vigilante herido se las arregló de algún modo para entreabrir uno de los inflamados ojos. No entendía lo que estaba pasando, no sabía si los que estaban con él eran amigos o enemigos.
—Los frascos —suplicó.
Catti-brie miró en derredor y localizó la hilera de recipientes colocados contra la pared. Corrió hacia allí, encontró uno lleno y se lo llevó a Drizzt.
—En sus condiciones, debería estar muerto —razonó Entreri cuando la joven se acercó con el apestoso líquido—. Tiene muchas cicatrices. Algo debe de haberlo mantenido con vida.
Catti-brie miró dubitativa el frasco. El asesino siguió su mirada y asintió.
—¡Dáselo! —ordenó, consciente de que jamás podrían sacar a Drizzt del palacio Baenre en estas condiciones.
La joven llevó el frasco a los labios del elfo oscuro y, haciéndole echar la cabeza hacia atrás, lo obligó a tomar un buen trago. Drizzt tosió y escupió y, por un instante, Catti-brie temió haber envenenado a su amigo más querido.
—¿Cómo es que estás aquí? —preguntó el elfo oscuro, que había abierto los ojos repentinamente, como si una súbita energía fluyera por su cuerpo.
Aun así, Drizzt todavía era incapaz de sostenerse por sí mismo, y su respiración era preocupantemente irregular. Catti-brie regresó presurosa a la pared y cogió varios frascos más; tras olfatearlos para estar segura de que olían igual, se los hizo beber a Drizzt. En cuestión de minutos, el vigilante estaba de pie, sin necesitar ayuda, y miraba perplejo a su más preciada amiga y a su peor enemigo plantados juntos frente a él.
—Tu equipo —indicó Entreri mientras le hacía darse media vuelta con brusquedad para que viera los pertrechos apilados a un lado.
Drizzt lanzó un rápido vistazo al montón, pero sus ojos volvieron de inmediato al rostro del asesino, preguntándose qué juego macabro se traía entre manos. Cuando Entreri reparó en su expresión, las miradas de los dos rivales se quedaron trabadas.
—¡No hay tiempo para eso! —les gritó Catti-brie con acritud.
—Creí que habías muerto —dijo Drizzt.
—Creíste mal —contestó Entreri sin alterar la voz. Manteniendo el gesto impasible, pasó junto al vigilante, recogió la cota del suelo y se la tendió—. Vigila el corredor —le dijo a Catti-brie.
La joven se volvió hacia la puerta para seguir sus instrucciones en el mismo instante en que la hoja reforzada con hierro se abría bruscamente hacia adentro.
Y se encontró mirando de frente la vara mágica con la que la apuntaba Vendes Baenre.