Intrusiones mentales
A solas por primera vez desde la captura de la joven, Catti-brie y Entreri se miraron fija y largamente en el pequeño cuarto del complejo secreto de Bregan D’aerthe. Por la expresión en el rostro de Entreri, la joven supo que estaba tramando algo.
El asesino levantó una mano ante sí y movió los dedos; el Ojo de Gato apareció colgando de la banda de plata.
Catti-brie miró la diadema con extrañeza, sin entender qué intenciones tenía Entreri. La había escamoteado del bolsillo de Jarlaxle, por supuesto, pero ¿por qué arriesgarse a robar algo a un elfo oscuro tan peligroso como el mercenario?
—Eres tan prisionero como yo —razonó finalmente la joven—. Te tiene atrapado aquí para ejecutar sus órdenes.
—No me gusta la palabra «prisionero» —replicó Entreri—. Implica un estado de indefensión, y yo, tenlo por seguro, nunca estoy indefenso.
Catti-brie sabía que su actitud tenía nueve partes de bravuconada y una de esperanza, pero se guardó su opinión para sí.
—¿Y qué vas a hacer cuando Jarlaxle descubra que le ha desaparecido? —preguntó.
—Para entonces estaré bailando en la superficie —repuso el asesino fríamente.
Catti-brie lo estudió atentamente. Aquí estaba, hablando clara y llanamente, más allá de toda intriga. Pero ¿por qué la diadema?, siguió preguntándose, y entonces se apoderó de ella un súbito temor. Quizás Entreri había decidido que la luz de estrellas de la piedra mágica era preferible, o complementaria, a su visión infrarroja. Sin embargo, no tenía sentido que le dijera que pensaba escapar si tenía intención de dejarla allí… viva.
—No la necesitas —razonó la joven, que intentaba mantener firme la voz—. Tienes visión infrarroja y puedes ver el camino muy bien.
—Pero tú sí la necesitas —dijo Entreri mientras le lanzaba la diadema. Catti-brie la cogió al vuelo y la sostuvo en las manos, intentando sopesar las consecuencias de ponérsela.
—No puedo conducirte a la superficie —dijo, pensando que el asesino había calculado mal su estrategia—. Si llegué hasta aquí es porque tenía la pantera y el guardapelo que me mostraba la dirección para seguir a Drizzt. —No hubo reacción en Entreri, ni siquiera un pestañeo—. He dicho que no puedo sacarte de aquí —reiteró la joven.
—Pero Drizzt sí —contestó él—. Te ofrezco un trato, un trato que no estás en condiciones de rechazar. Os sacaré a Drizzt y a ti de Menzoberranzan, y los dos me escoltaréis hasta la superficie. Una vez que estemos allí, nuestros caminos se separarán, y ojalá sigan separados para toda la eternidad.
A Catti-brie le costó unos segundos digerir la inesperada proposición.
—¿Piensas que voy a fiarme de ti? —preguntó, pero Entreri no respondió. No tenía que hacerlo. La joven estaba prisionera en un cuarto, rodeada de enemigos drows, y la situación de Drizzt era aún más apurada. Cualquier propuesta que le hiciera Entreri no podía ser peor que las alternativas que tenía—. ¿Y qué pasa con Guenhwyvar? ¿Y mi arco?
—Tengo el arco y la aljaba —contestó Entreri—. Pero la pantera está en poder de Jarlaxle.
—No me iré sin Guenhwyvar —declaró la joven.
Entreri la miró incrédulo, como si pensara que la actitud de la muchacha era sólo un farol. Catti-brie arrojó la diadema a los pies del asesino, se sentó al borde de una pequeña mesa, y cruzó los brazos en un gesto desafiante. Entreri bajó la vista al suelo, hacia la diadema, y luego miró a Catti-brie.
—Podría obligarte a venir conmigo —amenazó.
—Si lo crees, estás muy equivocado —replicó la joven—. Deduzco que necesitas de mi ayuda y cooperación para salir de este sitio, y no estoy dispuesta a dártelas, ni por mí misma ni por Drizzt, a menos que la pantera venga con nosotros.
»Y ten por seguro que Drizzt estará de acuerdo con mi postura —continuó, machacando sobre caliente—. Guenhwyvar es amiga de los dos; ¡y no somos de los que abandonan a sus amigos!
Entreri metió la puntera de la bota por la banda de la diadema y con un brusco movimiento se la lanzó a Catti-brie, que la cogió otra vez al vuelo y, en esta ocasión, se la ciñó a la frente. Sin añadir una palabra más, el asesino indicó por señas a la joven que no se moviera de donde estaba y abandonó el cuarto de muy mal talante.
El único guardia apostado a la puerta de los aposentos de Jarlaxle apenas dio señal de interés al ver acercarse al asesino; Entreri tuvo que empujar, prácticamente, al soldado para llamar su atención. Luego señaló el peculiar acceso ondulante y preguntó:
—¿Jarlaxle?
El guardia sacudió la cabeza en un gesto de negación.
Entreri volvió a señalar la puerta acuosa, con los ojos desorbitados por la sorpresa. Cuando el soldado se inclinó para ver qué iba mal, el asesino lo agarró por los hombros y, empujándolo a través del acceso, se introdujeron los dos en el extraño corredor acuoso. Entreri luchó y forcejeó en un combate cuerpo a cuerpo, a cámara lenta, con el sorprendido drow. Era más corpulento que el soldado, e igualmente ágil, y de forma paulatina consiguió empujar al drow hacia el interior.
Salieron violentamente al aposento de Jarlaxle, trastabillando y forcejeando. El drow se llevó la mano a la espada, pero se tambaleó ante un gancho de Entreri, seguido de una rápida combinación de puñetazos, y, cuando el drow cayó sobre una rodilla, el pie de Entreri le descargó un fuerte puntapié en la mandíbula.
El asesino arrastró al aturdido soldado hacia un lado de la habitación, donde lo estrelló contra la pared y le propinó varios puñetazos más para asegurarse de que ya no ofrecería resistencia. Poco después tenía al indefenso drow, de rodillas y casi inconsciente, con las manos atadas a la espalda, sosteniéndolo contra la pared mientras tanteaba el muro buscando un mecanismo oculto. Se abrió la puerta de un cubículo secreto, y Entreri obligó al drow a entrar en él.
El humano se planteó si matar o no al soldado. Por un lado, si acababa con el drow no habría testigos y Jarlaxle tardaría un tiempo en deducir quién había cometido el asesinato. Pero algo detuvo la mano de Entreri armada con la daga; el instinto le decía que tenía que llevar a cabo esta operación con limpieza, sin perjuicios para Bregan D’aerthe.
Todo estaba resultando demasiado fácil, comprendió Entreri cuando no sólo encontró la figurilla de Guenhwyvar, sino también la máscara mágica de Catti-brie esperándolo —¡sí, esperándolo!— en el escritorio de Jarlaxle. El asesino las cogió con todo tipo de precauciones, buscando alguna trampa artera en las inmediaciones, y comprobó que los objetos eran los auténticos.
Allí pasaba algo raro.
Entreri reflexionó sobre las insinuaciones, no tan sutiles, que Jarlaxle había ido dejando caer, y sobre el hecho de que el mercenario lo hubiera llevado a Sorcere, con lo que, muy convenientemente, le había mostrado el camino hacia la máscara de araña. Metió la mano en un bolsillo y sacó el guardapelo mágico de Alustriel, el faro localizador de Drizzt Do’Urden que Jarlaxle le había lanzado por el aire con tanta despreocupación. El mercenario había apuntado incluso el momento más adecuado para actuar, al inicio del gran ritual que se celebraba en la casa Baenre esa misma noche.
¿A qué venía todo esto?, se preguntó Entreri. Jarlaxle tenía algún propósito, uno que, aparentemente, iba en contra de los proyectos de la casa Baenre respecto a Mithril Hall. Aquí, de pie en el despacho del mercenario, a Entreri le resultó evidente que Jarlaxle lo manejaba como un instrumento para sus fines.
El asesino apretó con fuerza el guardapelo entre sus dedos, y luego volvió a guardarlo en el bolsillo. Muy bien, decidió. Sería un instrumento, un instrumento sumamente eficaz.
Veinte minutos más tarde, Entreri, utilizando la máscara mágica para parecer un soldado drow, y Catti-brie avanzaban rápida y silenciosamente por los tortuosos callejones de Menzoberranzan, acortando camino entre las estalagmitas en dirección noreste, hacia el nivel más alto donde estaban ubicados Tier Breche y la Academia drow.
Volvió a ver las gradas escalonadas de la gran ciudad subterránea de los enanos, el corazón de Mithril Hall. Imaginó la entrada por la puerta occidental, a través del valle del Guardián —o el valle de los Custodios, como se lo llamaba también—, y evocó la profunda sima conocida como el barranco de Garumn.
Drizzt luchó con todas sus fuerzas para velar esas imágenes, para falsear la realidad de Mithril Hall; ¡pero tenía los detalles grabados con tanta fidelidad en la mente! Era como si se encontrara allí otra vez, caminando libremente al lado de Bruenor y los demás. Drizzt estaba totalmente arrollado por el proceso hipnótico del illita. No tenía más barreras para levantar contra la intrusión mental del valido de la matrona Baenre, ni le restaba voluntad para presentar resistencia a aquel titán mental.
A medida que las imágenes acudían a él, Drizzt sentía cómo el maldito illita se las arrebataba, como si su cerebro fuera un manjar que el desollador estuviera cortando capa a capa y alimentándose con él. Cada intrusión era una dolorosa y ardiente sacudida, una descarga eléctrica en las conexiones sinápticas del cerebro del vigilante.
Finalmente, Drizzt notó que los insidiosos tentáculos de la criatura aflojaban la presión sobre la piel de su frente, y se quedó desmadejado, con la mente sumida en un confuso torbellino de imágenes y experimentando unas punzadas espantosas, insufribles, en la cabeza.
—Hoy hemos obtenido alguna información —oyó decir a la gorgoteante voz del illita, que le sonaba muy lejana.
Obtenido alguna información…
Las palabras se repitieron una y otra vez, ominosas, en la mente de Drizzt. El illita y la matrona Baenre seguían hablando, pero él no los escuchaba, concentrado en aquellas tres palabras, en lo que aquellas tres horribles palabras implicaban.
Los ojos de color de espliego de Drizzt se abrieron de improviso, pero el vigilante mantuvo la cabeza gacha, mirando furtivamente a Methil. La criatura estaba de espaldas a él, a poco más de medio metro de distancia.
El illita estaba enterado ahora de parte de la distribución de Mithril Hall, y con sus constantes intrusiones en la mente de Drizzt obtendría un cuadro completo del complejo.
El vigilante no podía permitir que tal cosa ocurriera; lentamente, las manos del elfo oscuro se aferraron a las cadenas con fuerza.
El pie descalzo de Drizzt se alzó bruscamente, y el talón se estrelló contra la esponjosa cabeza de la criatura. Antes de que Methil tuviera tiempo de apartarse, el vigilante enroscó las piernas en torno a su garganta en una llave estranguladora y empezó a sacudirlas atrás y adelante con la intención de romper el cuello al repulsivo ser.
Drizzt sintió los tentáculos tanteándole la piel, los sintió introducirse bajo ella y alcanzar los músculos, pero reprimió el asco y continuó apretando y sacudiendo las piernas frenéticamente. Vio a la cruel Vendes acercarse por un lado, y supo lo que vendría a continuación, pero se concentró en su tarea. ¡Por bien de sus amigos, Methil tenía que morir!
El illita se echó hacia atrás con todo su peso, intentando desconcertar a Drizzt y librarse de la llave, pero el experimentado vigilante se giró aprovechando el movimiento, y Methil cayó al suelo, en parte derrumbado contra la pared y en parte sostenido por la fuerte presa de Drizzt. El elfo oscuro lo alzó en vilo y lo golpeó contra el muro, aflojando las piernas, pues la llave estranguladora ya no era efectiva. Los illitas no eran criaturas de constitución física muy fuerte, y Methil levantó sus manos de tres dedos en un gesto lastimoso, intentando frenar la súbita lluvia de patadas que se descargaba sobre él.
Algo duro golpeó a Drizzt debajo de la caja torácica y lo dejó sin respiración. El vigilante continuó pateando al illita tenazmente, pero recibió otro golpe, y un tercero y un cuarto.
Colgándose de las cadenas, el vigilante trató de encogerse para proteger la zona que Vendes le estaba machacando. Drizzt pensó que podía darse por muerto cuando vio la ardiente mirada de los ojos de la perversa Duk-Tak, en los que rebosaba una expresión mezcla de maldad, odio y éxtasis al poder dar rienda suelta a su ferocidad inagotable.
Los golpes cesaron antes de lo que Drizzt esperaba, y la mujer se apartó de él, dejándolo desmadejado, intentando encogerse sobre sí mismo, pero incapaz de encontrar la fuerza necesaria para hacerlo.
Methil se había reunido con la matrona Baenre, que estaba cómodamente sentada en el disco volante; los lechosos ojos del illita, carentes de pupilas, estaban prendidos en el vigilante.
Drizzt supo que la próxima vez que la criatura le invadiera la mente, Methil se esmeraría para que el dolor fuera más intenso.
—No le des poción —ordenó la matrona a Dantrag, que observaba la escena, impasible, desde la puerta. El maestro de armas siguió la mirada de su madre hacia varios frascos alineados en la pared a la izquierda de Drizzt, y asintió con un cabeceo.
—Dobluth —insultó la vieja matrona a Drizzt, utilizando el despectivo término drow que significaba «paria»—. El gran ritual tendrá mayor realce sabiendo que estás retorciéndote de dolor.
Hizo una seña a Vendes, que giró sobre sus talones al tiempo que arrojaba un pequeño dardo.
Alcanzó a Drizzt en el estómago, y el vigilante notó un leve pero doloroso pinchazo. Al instante, tuvo la sensación de que un fuego candente se prendía en su interior, abrasándole el vientre. Sufrió varias arcadas e intentó gritar; la pura agonía del dolor le dio fuerzas para encogerse sobre sí mismo, pero cambiar de postura no le sirvió de nada. El pequeño dardo mágico continuó soltando gotas de veneno en su interior y abrasándole las entrañas.
A través de los ojos llorosos, Drizzt vio el disco flotante abandonar la celda, y a Vendes y Methil seguir obedientemente a la matrona Baenre. Dantrag, con el semblante inexpresivo, permaneció recostado contra la jamba de la puerta un tiempo, y luego se acercó a Drizzt.
El vigilante se obligó a contener sus gritos, y se limitó a jadear y a gruñir entre los dientes apretados mientras el maestro de armas lo observaba a pocos palmos de distancia.
—Eres un necio —dijo Dantrag—. Si con tus descabelladas tentativas obligas a mi madre a matarte antes de que tenga mi oportunidad contigo, te prometo que yo, personalmente, torturaré y daré la muerte más atroz a cada ser que se llame a sí mismo amigo de Drizzt Do’Urden.
De nuevo, con aquella velocidad que desafiaba la vista de Drizzt, Dantrag le cruzó el rostro. El vigilante colgó inerte durante un breve instante, y luego se vio obligado a encogerse otra vez cuando las abrasadoras descargas del dardo emponzoñado estallaron en su estómago.
Oculto tras la esquina, al pie de la amplia escalinata que conducía a Tier Breche, Artemis Entreri se esforzó por recordar la apariencia de Gomph Baenre, el archimago de la ciudad. Lo había visto muy pocas veces, casi siempre mientras actuaba como espía de Jarlaxle. El mercenario sospechaba que el archimago estaba acortando las noches en Menzoberranzan mediante el truco de encender los fuegos mágicos de Narbondel —el pilar que marcaba el paso del tiempo— unos segundos antes de que se hubieran extinguido por completo, y le interesaba descubrir qué se traía entre manos el peligroso archimago, por lo que había enviado a Entreri a espiarlo.
La capa de Entreri se convirtió en la ondeante túnica del hechicero, su cabello se volvió más espeso y más largo hasta transformarse en una gran melena blanca, y unas arrugas sutiles, apenas perceptibles, aparecieron en torno a sus ojos.
—No puedo creer que intentes hacer esto —le dijo Catti-brie cuando el asesino salió de las sombras.
—La máscara de araña está en el escritorio de Gomph —replicó fríamente Entreri, a quien tampoco atraía mucho la perspectiva—. No hay otro medio para entrar en la casa Baenre.
—¿Y si Gomph está en su despacho?
—Entonces, tú y yo estaremos acabados y habrá pedazos de nuestros cuerpos esparcidos por toda la caverna —contestó Entreri bruscamente, al tiempo que se plantaba junto a la joven en dos zancadas, la agarraba de la mano, y tiraba de ella escaleras arriba.
Entreri contaba tanto con la buena suerte como con la destreza. Sabía que Sorcere, la escuela de hechiceros, estaba llena de huraños maestros que por lo general evitaban el trato entre sí, y confiaba en que Gomph, a pesar de ser sólo un varón, hubiera sido invitado al gran ritual que se celebraba en la casa Baenre. Las paredes del enigmático y reservado recinto estaban protegidas contra los sondeos visuales de artilugios mágicos y contra la teleportación, pero, si su disfraz daba resultado con cualquier tipo de barrera mágica que pudiera haber en el edificio, les sería posible entrar en el cuarto de Gomph y salir de él sin demasiadas dificultades. El archimago de la ciudad era sobradamente conocido por su temperamento violento y huraño, por lo que nadie se interponía en su camino.
Al final de la escalinata, en la explanada de Tier Breche, el asesino y la joven vieron las tres estructuras de la Academia drow. A su derecha se encontraba la construcción sencilla, piramidal, de Melee-Magthere, la escuela de guerreros. Directamente al frente se alzaba el edificio más impresionante, la gigantesca estructura en forma de araña de Arach-Tinilith, la escuela de Lloth. Entreri se alegraba de no tener que intentar entrar en ninguno de esos dos edificios. Melee-Magthere era un hervidero de guardias donde se mantenía un rígido control, y Arach-Tinilith estaba protegido por las grandes sacerdotisas de Lloth que aunaban esfuerzos y trabajaban de común acuerdo para más gloria de la reina araña. Sólo la grácil torre de esbeltos minaretes situada la izquierda, Sorcere, era lo bastante reservada como para penetrar en ella.
Catti-brie se soltó el brazo de un tirón y a punto estuvo de salir corriendo de puro terror. No tenía disfraz y se sentía totalmente vulnerable en este lugar. La joven, sin embargo, recuperó el coraje y no se resistió cuando Entreri la agarró del brazo otra vez con brusquedad y tiró de ella obligándola a mantenerse al paso de sus rápidas zancadas.
Cruzaron la puerta principal de Sorcere, que estaba abierta, y al punto dos guardias les interceptaron el paso. Uno de ellos empezó a preguntar a Entreri algo, pero el asesino le propinó una bofetada y lo apartó de un empellón, confiando en que la reputación de crueldad que tenía Gomph fuera suficiente para dejarles franco el camino.
Su maniobra dio resultado y los guardias volvieron a sus puestos, sin atreverse siquiera a murmurar entre ellos hasta que el archimago estuvo muy lejos.
Entreri recordaba perfectamente el camino por los tortuosos pasillos, y poco después llegaban ante una pared lisa en la que se ocultaba la puerta secreta a los aposentos de Gomph. El asesino respiró hondo y miró a la muchacha, repitiéndose para sus adentros que, si el archimago se encontraba tras esta puerta, los dos podían darse por muertos.
—Kolsen’shea orbb —musitó.
Con gran alivio por parte de Entreri, la pared empezó a combarse y retorcerse hasta convertirse en una tela de araña. Los filamentos se enrollaron sobre sí mismos hasta formar un orificio de acceso y dejar a la vista el suave fulgor azul que iluminaba la estancia al otro lado. Rápidamente, sin darse tiempo para perder el valor, Entreri cruzó el umbral, arrastrando a Catti-brie consigo.
Gomph no estaba dentro.
El asesino se dirigió al escritorio hecho con huesos de enanos, se frotó las manos y se las sopló antes de alargarlas hacia el cajón correspondiente. Catti-brie, entre tanto, intrigada por la multitud de objetos evidentemente mágicos, paseó por el cuarto examinando (a distancia) los rollos de pergaminos, los recipientes, e incluso se atrevió a quitar el tapón de un frasco de cerámica.
A Entreri se le subió el corazón a la garganta cuando oyó la voz del archimago, pero se tranquilizó al comprender que provenía del frasco destapado.
Catti-brie miró extrañada el recipiente y el tapón; luego volvió a taparlo, acallando la voz.
—¿Qué era eso? —preguntó, sin entender una sola palabra del lenguaje drow.
—No lo sé —replicó el asesino—. ¡No toques nada!
La joven se encogió de hombros mientras Entreri volvía a su trabajo en el escritorio, intentando asegurarse de que pronunciaba correctamente la contraseña para abrir el cajón. Recordó la conversación con Jarlaxle, cuando el mercenario le había revelado la palabra. ¿Había sido sincero el drow o todo esto sólo era parte de algún juego complicado que se traía entre manos? ¿Lo había llevado allí para hacerle morder el anzuelo y que pronunciara una contraseña falsa, abriera el cajón y se destruyera a sí mismo y la mitad de Sorcere? También le pasó por la cabeza la idea de que Jarlaxle hubiera guardado en el cajón una réplica de la máscara de araña y después lo hubiera engatusado para que acudiera a la escuela de hechicería, hiciera saltar los conjuros protectores de Gomph y destruyera así la evidencia de su robo.
Entreri rechazó estos inquietantes pensamientos. Se había marcado un curso de acción; estaba convencido de que, de algún modo, su tentativa de liberar a Drizzt formaba parte del complejo entramado de los grandiosos planes de Jarlaxle, fueran cuales fueran, y ahora no podía acobardarse y echarse atrás. Pronunció la contraseña y tiró del cajón.
En su interior estaba la máscara de araña, esperándolo.
Entreri la cogió y se volvió hacia Catti-brie, que había llenado la parte superior de un pequeño reloj de arena con un fino polvillo blanco y contemplaba cómo se deslizaba por la estrecha boca a la mitad inferior, segundo a segundo. Entreri cruzó el cuarto desde el escritorio de huesos de enanos en dos saltos y tumbó el objeto de lado.
Catti-brie lo miró con curiosidad.
—Calculaba el tiempo —dijo la joven calmosamente.
—¡Esto no es un reloj! —explicó el asesino con rudeza. Dio la vuelta al artilugio y, tras sacar la arena con toda clase de cuidados, la puso de nuevo en la cajita correspondiente, que tapó acto seguido.
»Es un explosivo, y, cuando la arena acaba de pasar de un lado a otro, toda la zona a su alrededor estalla en una llamarada. ¡No debes tocar nada! —la reprendió con acritud—. Gomph ni siquiera se dará cuenta de que hemos estado aquí si encuentra sus cosas en orden. —Echó un vistazo al caótico revoltijo que había en la habitación—. O, al menos, en el desorden acostumbrado. No estaba aquí cuando Jarlaxle restituyó la máscara de araña.
Catti-brie asintió con la cabeza, aparentemente avergonzada, pero sólo estaba fingiendo. La joven había sospechado la utilidad del reloj de arena desde el principio, si no con exactitud, sí aproximadamente, y no habría dejado que el polvillo acabara de pasar de una parte a otra. Acababa de dar la vuelta al artilugio cuando Entreri se volvió hacia ella, con el propósito de confirmar sus suposiciones si el avispado asesino reaccionaba como lo había hecho.
Los dos salieron presurosos de la habitación del archimago y de Sorcere. Catti-brie no le dijo a Entreri que llevaba varios de aquellos peligrosos relojes de arena y sus correspondientes cajitas con el polvo explosivo en una de las bolsas que colgaban de su cinturón.