20

Agenda personal

—¿Y la mujer? —preguntó Triel con impaciencia mientras paseaba por los aposentos privados de Jarlaxle en la cueva secreta ubicada en la Grieta de la Garra, la profunda sima del sector nororiental de Menzoberranzan.

—Decapitada —contestó el mercenario calmosamente. Sabía que Triel estaba utilizando algún tipo de magia para detectar mentiras, pero estaba seguro de poder soslayar tales hechizos—. Era la hija pequeña, una noble poco importante, de una casa menor.

Triel se paró y clavó la mirada en el evasivo mercenario. Jarlaxle sabía bien que la enfurecida sacerdotisa no le estaba preguntando por esa mujer, esa tal Khareesa H’kar. Ella, como todos los demás encargados de los esclavos que estaban en la isla de Rothe, habían sido asesinados, de acuerdo con las instrucciones, pero había llegado a oídos de Triel cierta información que sugería la presencia de otra mujer, y también de un misterioso felino.

El juego de sostener las miradas era algo que Jarlaxle sabía hacer mejor que nadie. El mercenario estaba sentado cómodamente —repantigado, para ser más exactos— en el sillón que había detrás del enorme escritorio. Se echó hacia atrás y puso los pies calzados con botas sobre la mesa, con actitud despreocupada.

Triel cruzó el cuarto hecha una furia y le apartó los pies de un manotazo. Se inclinó sobre el escritorio para acercar su iracundo rostro al del presuntuoso mercenario. La sacerdotisa escuchó un leve roce a un lado de la habitación, seguido de otro en el suelo, y sospechó que Jarlaxle contaba con muchos aliados aquí, ocultos detrás de puertas secretas y preparados para saltar en defensa del jefe de Bregan D’aerthe.

—No me refiero a esa mujer —dijo en tono bajo, intentando que las cosas siguieran relativamente tranquilas.

Triel era la dirigente de la escuela más importante en la Academia drow, la hija mayor de la primera casa de Menzoberranzan y una poderosa gran sacerdotisa que gozaba plenamente (que ella supiera) del favor de la reina araña. No tenía miedo a Jarlaxle ni a sus aliados, pero sí temía la cólera de su madre si se veía forzada a matar al mercenario que tan útil le era en ocasiones, o si provocaba una guerra encubierta o incluso una atmósfera poco cooperativa entre la valiosa Bregan D’aerthe y la casa Baenre.

Y sabía que Jarlaxle era consciente de las cortapisas que le impedían actuar contra él, que lo comprendía mejor que nadie y que explotaría esta circunstancia al máximo.

Borrando la sonrisa intencionadamente, fingiendo una actitud seria, el mercenario se quitó el ostentoso sombrero y se pasó la mano lentamente por la afeitada cabeza.

—Mi querida Triel —contestó con sosiego—, te aseguro que no falto a la verdad cuando te digo que no había otra mujer drow en la isla de Rothe ni en sus proximidades, a menos que fuera una guerrera de la casa Baenre.

Triel se irguió, apartándose del escritorio. Se mordisqueó los labios, preguntándose qué paso dar a continuación. Que ella supiera, el mercenario no mentía, y, o Jarlaxle había encontrado la forma de contrarrestar su magia o estaba diciendo la verdad.

—Si la hubiera habido, te lo habría comunicado —añadió Jarlaxle, y la evidente mentira sonó como una nota discordante en la mente de Triel.

El mercenario ocultó bien su sonrisa. Había pronunciado ese último embuste para que la sacerdotisa supiera que su hechizo funcionaba, y, a juzgar por la expresión incrédula de la mujer, comprendió que le había ganado este asalto.

—Oí comentarios acerca de una gran pantera —insistió Triel.

—Ah, qué magnífico animal —comentó Jarlaxle—. Es propiedad del tal Drizzt Do’Urden, si la historia que conozco sobre el renegado es correcta. Se llama Guenhwyvar, y la cogió del cadáver de Masoj Hun’ett después de matar al hechicero en un combate.

—Parece ser que la pantera, esa Guenhwyvar, estaba en la isla de Rothe —puntualizó de inmediato la sacerdotisa.

—Efectivamente —contestó el mercenario. Sacó de debajo de la capa un silbato metálico y lo sostuvo ante sí—. Estaba en la isla, y entonces se disolvió en una niebla insubstancial.

—¿Y el artilugio para invocarla?

—Vosotros tenéis a Drizzt, mi querida Triel —repuso Jarlaxle—. Ni yo ni ningún miembro de mi organización estuvimos cerca del renegado salvo durante la lucha. Y, en caso de que nunca hayas visto a Drizzt Do’Urden combatiendo, déjame que te aclare que mis soldados tenían cosas más acuciantes en las que pensar que registrarle los bolsillos. —La expresión de Triel se tornó suspicaz—. Oh, sí, un soldado raso se acercó al renegado caído —aclaró Jarlaxle, como si se le hubiera pasado por alto un detalle sin importancia—. Pero no cogió ninguna figurilla u otro artilugio invocador a Drizzt, te lo aseguro.

—¿Y ni tú ni ninguno de tus soldados habéis encontrado por casualidad la estatuilla de ónice?

—No.

Una vez más, el astuto mercenario había dicho la verdad, ya que Artemis Entreri no era, técnicamente, un soldado de Bregan D’aerthe.

El hechizo le aseguraba a Triel que las palabras de Jarlaxle eran ciertas, pero todos los informes establecían que la pantera había estado en la isla y los soldados de la casa Baenre no habían conseguido localizar la valiosa figurilla. Se pensaba en la posibilidad de que se le hubiera caído a Drizzt cuando se precipitó por el arrecife, y que estuviera enterrada en el fondo cenagoso del agua. Los hechizos de detección no la habían localizado, pero eso podía explicarse por la propia naturaleza del Donigarten. Calmo en la superficie, el oscuro lago era famoso por las fuertes corrientes subacuáticas y por cosas más tenebrosas que acechaban en sus profundidades.

Aun así, la hija Baenre no estaba convencida ni respecto a la mujer ni a la pantera. Jarlaxle la había vencido esta vez, lo sabía, pero se fiaba de las informaciones obtenidas por otros cauces tanto como desconfiaba del mercenario.

La expresión que asomó al semblante de la sacerdotisa, un frunce de labios tan inusual en la orgullosa mujer, pilló por sorpresa a Jarlaxle.

—Los planes siguen adelante —dijo Triel inesperadamente—. La matrona Baenre ha convocado un gran ritual, una ceremonia que cobrará realce ahora que dispone de una víctima de gran mérito.

Jarlaxle consideró estas palabras cuidadosamente, así como el tono circunspecto con que Triel las había pronunciado. Drizzt, el eslabón inicial con Mithril Hall, había sido entregado, pero la matrona Baenre todavía planeaba llevar adelante, con toda rapidez, la conquista de la fortaleza enana. El mercenario no pudo menos que preguntarse qué pensaría Lloth de todo este asunto.

—Sin duda vuestra matrona se tomará las cosas con tranquilidad para considerar todas las opciones —comentó Jarlaxle calmosamente.

—Está acercándose al final de su vida —espetó Triel—. Anhela la conquista y no consentirá en morirse hasta haberla alcanzado.

Jarlaxle estuvo a punto de echarse a reír ante la frase «no consentirá en morirse», pero después pensó en la decrépita madre matrona. La vieja Baenre debería haber muerto hacía siglos y, sin embargo, se las había arreglado para seguir viva. Quizá Triel tenía razón, reflexionó el mercenario. Quizá la matrona Baenre se daba cuenta de que la edad ya la estaba venciendo, y por ello insistía en llevar a cabo la conquista sin reparar en las consecuencias. Jarlaxle amaba el caos, la guerra, pero este era un asunto que requería una cuidadosa reflexión. Al mercenario le gustaba mucho su vida en Menzoberranzan. ¿Acaso la matrona Baenre iba a poner en peligro esa satisfactoria existencia?

—Cree que la captura de Drizzt es una buena cosa —prosiguió Triel—. ¡Y ciertamente lo es! Ese renegado es una víctima que le debíamos a la reina araña desde hace mucho.

—Pero… —insinuó Jarlaxle, instándola a continuar.

—Pero ¿cómo se mantendrá la alianza concertada cuando las otras madres matronas se enteren de la captura de Drizzt? —apuntó Triel—. El acuerdo, en el mejor de los casos, es poco consistente, y se hace aún más frágil si alguna de las casas considera que la invasión ya no cuenta con el beneplácito de Lloth, que el objetivo principal ya se ha conseguido.

Jarlaxle entrelazó los dedos y se quedó pensativo un buen rato. Era muy inteligente esta hija Baenre; inteligente y mejor conocedora de la naturaleza drow que cualquier otro habitante de la ciudad, a excepción de su madre y, quizá, del propio Jarlaxle. Pero la sacerdotisa, que tanto tenía que perder, le acababa de hacer ver algo en lo que él no había pensado; algo que era un problema potencial de suma gravedad.

Tratando en vano de ocultar su frustración, Triel dio la espalda al escritorio y, cruzando la pequeña habitación con rápidas zancadas, se zambulló por el inusual portal, muy semejante a un acceso extradimensional, que la hizo caminar a través de un corredor acuoso unos cuantos pasos —a pesar de que la puerta parecía tener sólo unos pocos centímetros de grosor— antes de salir al otro lado, entre dos sonrientes guardias de Bregan D’aerthe apostados en el corredor.

Un instante después, Jarlaxle vio el contorno rojizo de una mano drow recortado contra la puerta casi traslúcida; era la señal acordada para informar que Triel había abandonado el complejo. Una palanca situada debajo del tablero del escritorio abrió diversas puertas secretas —en el suelo y en las paredes— y por ellas salieron o treparon varios elfos oscuros y un humano, Artemis Entreri.

—Triel recibió informes acerca de una mujer en la isla —dijo Jarlaxle a los soldados drows, sus consejeros de mayor confianza—. Averiguad quién, si ha sido alguno de nuestros hombres, nos ha traicionado con la hija Baenre.

—¿Y lo matamos? —preguntó anhelante uno de los drows, un tipo de aspecto cruel cuyas habilidades eran muy apreciadas por el jefe mercenario a la hora de proceder con un interrogatorio.

Jarlaxle dirigió una mirada desdeñosa al impetuoso drow, y los otros soldados de Bregan D’aerthe hicieron otro tanto. En la organización secreta no era costumbre ajusticiar a los espías, sino someterlos a una manipulación sutil. Jarlaxle había demostrado muchas veces que se sacaba tanto partido proporcionando información falsa a un colaborador del enemigo como lo conseguido a través de sus propios espías y, para la disciplinada Bregan D’aerthe, cualquier infiltrado que Triel hubiera colado entre sus filas podría resultar beneficioso.

Sin necesidad de decir una palabra más a sus competentes consejeros, Jarlaxle los despidió con un gesto.

—Esta situación se hace más divertida por momentos —comentó el mercenario a Entreri cuando se quedaron a solas. Miró al asesino a los ojos directamente—. A pesar de las decepciones.

La apostilla cogió desprevenido al asesino, que intentó descifrar a qué se refería el mercenario.

—Sabías que Drizzt estaba en la Antípoda Oscura. Sabías incluso que se encontraba cerca de Menzoberranzan y que no tardaría en aparecer por la ciudad —empezó Jarlaxle, aunque sus frases no le aclararon nada a Entreri.

—La trampa fue preparada y llevada a cabo con absoluta precisión —arguyó el asesino, y Jarlaxle no pudo rebatirlo, pese a que varios soldados habían resultado heridos y cuatro habían muerto. Tales pérdidas eran de esperar cuando se trataba con alguien tan fiero como el renegado—. Fui yo quien derribó a Drizzt y capturó a Catti-brie —le recordó Entreri intencionadamente.

—En eso radica tu error —lo reprendió Jarlaxle con una risita displicente. Entreri lo miró, francamente desconcertado—. La mujer humana llamada Catti-brie siguió a Drizzt hasta aquí utilizando a Guenhwyvar y esto —dijo mientras levantaba el mágico guardapelo en forma de corazón.

»Lo siguió ciegamente, en contra de toda lógica, a través de espantosos laberintos de cavernas y túneles. No tenía la menor esperanza de saber cómo regresar.

—De todas formas, no creo que vaya a salir de aquí —argumentó Entreri con tono desabrido.

—En eso radica tu error —repitió Jarlaxle. Esbozaba una amplia sonrisa, y Entreri empezó a comprender—. Drizzt Do’Urden podría haberte guiado desde las profundidades de la Antípoda Oscura al exterior —declaró llanamente, al tiempo que le lanzaba el guardapelo.

»Siente su calor —continuó—, el calor de la sangre del guerrero que corre por las venas de Drizzt Do’Urden. Cuando se enfríe, sabrás que Drizzt ha dejado de existir, y que para ti estará perdido para siempre tu mundo iluminado por el sol. Salvo, quizás, algún vistazo circunstancial cuando Mithril Hall sea conquistada —agregó, con un guiño socarrón.

Entreri contuvo el impulso de saltar sobre el escritorio y matar al mercenario, principalmente porque sospechaba que otra palanca debajo del tablero del mueble abriría más puertas falsas por las que los lugartenientes del mercenario se le echarían encima. Sin embargo, a fuer de ser sincero, después del primer instante de arrebato, el asesino se sintió más intrigado que furioso, tanto por la inesperada afirmación de Jarlaxle respecto a que no volvería a ver el mundo de la superficie como por la sugerencia de que Drizzt Do’Urden habría podido conducirlo fuera de la Antípoda Oscura. Pensativo, apretando todavía el guardapelo entre los dedos, Entreri se encaminó hacia la puerta.

—¿Te he mencionado que la casa Horlbar ha empezado a investigar la muerte de Jerlys? —preguntó el mercenario a sus espaldas. El asesino se paró en seco—. Incluso se han puesto en contacto con Bregan D’aerthe y han ofrecido un pago generoso por recibir información. Qué irónico, ¿no te parece?

Entreri no se volvió. Al cabo de un momento; continuó en dirección a la puerta y atravesó el acceso. Ya tenía otra cosa más en la que pensar.

También Jarlaxle pensaba. Pensaba que todo este asunto podía tomar un derrotero aún más divertido. Pensaba que Triel había apuntado ciertas trampas que la matrona Baenre, cegada por su sed de poder, nunca advertiría. Pensaba, sobre todo, que la reina araña, con su amor por el caos, lo había dejado en posición de poner patas arriba el mundo de Menzoberranzan.

La matrona Baenre tenía su agenda personal, e, indudablemente, Triel tenía la suya. Ahora Jarlaxle estaba concretando una propia con vistas a impulsar un estallido violento del caos, del que el astuto mercenario siempre salía más poderoso que antes.

El semiinconsciente Drizzt no sabía cuánto había durado el castigo. Vendes era excelente en su cruel trabajo; encontraba cada zona sensible en el indefenso prisionero y la golpeaba, la perforaba, la hurgaba con instrumentos inicuamente aguzados. Mantuvo a Drizzt al borde del desmayo, pero sin dejar que perdiera el sentido completamente, para que fuera consciente del atroz dolor.

Entonces se marchó, y Drizzt se desplomó, sujeto a los grilletes, ajeno a los estragos que los afilados bordes de las anillas metálicas le ocasionaban en las muñecas. En aquellos espantosos momentos, lo único que el vigilante deseaba era sumirse en la negrura de la inconsciencia, dejar de sentir su torturado cuerpo. Era incapaz de pensar en el mundo de la superficie, en sus amigos. Recordaba que Guenhwyvar había estado en la isla, pero no podía concentrarse lo suficiente para recapacitar sobre la importancia de aquel hecho.

Estaba acabado; por primera vez en su vida, Drizzt se preguntó si no sería preferible la muerte.

Sintió que alguien lo agarraba bruscamente por el cabello y tiraba para echarle la cabeza hacia atrás. Intentó enfocar los ojos, turbios y tumefactos, pues temía que la cruel Vendes hubiera regresado. Sin embargo, las voces que oyó eran varoniles.

Un frasco se apoyó en sus labios, y le ladearon la cabeza violentamente a fin de que el líquido le entrara en la garganta. Imaginando que era un veneno o algún otro tipo de pócima para dejarlo sin voluntad propia, Drizzt se resistió. Escupió parte del líquido, pero la respuesta a su esfuerzo fue un fuerte golpe en la cabeza contra la pared, y un nuevo trago del amargo bebedizo.

Una sensación abrasadora le recorrió el cuerpo, como si sus entrañas ardieran. Mientras boqueaba para inhalar lo que creía sería su último aliento, se debatió ferozmente contra las inflexibles cadenas; luego quedó desmadejado, exhausto, esperando la muerte.

La sensación abrasadora se convirtió en un hormigueo agradable, y Drizzt se sintió más fuerte de manera repentina, a la par que recuperaba la vista a medida que la inflamación de los ojos remitía.

Los hermanos Baenre estaban frente a él.

—Drizzt Do’Urden —dijo Dantrag con una voz sin inflexiones—. He esperado muchos años para conocerte. —Drizzt no respondió—. ¿Me conoces? ¿Sabes quién soy? —El vigilante tampoco respondió en esta ocasión, y su silencio le costó una fuerte bofetada—. ¿Sabes quién soy? —repitió con más firmeza Dantrag.

Drizzt intentó recordar el nombre que la matrona Baenre había dado a este varón. Conocía a Berg’inyon de los años que habían pasado juntos en la Academia y de patrulla, pero no conocía al hermano mayor, ni recordaba su nombre. Comprendió que el asunto tenía que ver con el desmedido ego del individuo, y que sería aconsejable satisfacer su vanidad. Examinó la vestimenta del varón un instante, y sacó una conclusión que esperaba fuera correcta.

—El maestro de armas de la casa Baenre —articuló a costa de un gran esfuerzo, expulsando sangre por la magullada boca con cada palabra. Notó que estas heridas no le producían punzadas tan dolorosas como antes, como si estuvieran sanándose rápidamente, y empezó a comprender la naturaleza de la pócima que le habían obligado a tragar.

—Entonces, Zaknafein te habló de mí —razonó Dantrag mientras hinchaba el pecho como un gallo de pelea.

—Desde luego —mintió Drizzt.

—En tal caso, sabrás por qué estoy aquí.

—No —respondió sinceramente Drizzt, muy desconcertado.

Dantrag echó un vistazo por encima del hombro, y Drizzt siguió su mirada hasta un rincón apartado de la habitación, donde había un montón de pertrechos colocados en un ordenado montón: el equipo de Drizzt.

—Durante muchos años deseé batirme con Zaknafein —explicó Dantrag—, para demostrar que yo era mejor guerrero que él. Me tenía miedo y no salió de su escondrijo. —Drizzt resistió el impulso de mofarse abiertamente de este fanfarrón. Zaknafein jamás le había tenido miedo a nadie—. Ahora te tengo a ti —añadió el hijo Baenre.

—¿Para probarte a ti mismo? —preguntó el vigilante.

Dantrag alzó una mano, como si fuera a golpearlo, pero dominó su genio.

—Supongamos que luchamos, y que me matas. ¿Qué diría la matrona Baenre? —preguntó Drizzt, consciente del dilema de Dantrag. Había sido capturado por razones más importantes que satisfacer el orgullo de un fatuo vástago Baenre. De repente, todo el asunto adquirió los visos de un juego… Un juego en el que Drizzt ya había participado. Cuando su hermana había ido a Mithril Hall y lo había capturado, parte del trato hecho con su asociado era permitir que el hombre, Artemis Entreri, sostuviera su combate particular con Drizzt con el único propósito de probarse a sí mismo.

—La gloria de mi triunfo prevendrá cualquier castigo —replicó Dantrag con seguridad, como si de verdad creyera lo que decía—. Y quizá no te mate. Quizá te mutile y te arrastre de nuevo a los grilletes para que Vendes prosiga con su juego.

Esa es la razón de que te hayamos dado la pócima. Te curarás, volverás a estar al borde de la muerte, y se te sanará otra vez. Es un proceso que puede prolongarse un centenar de años si la matrona Baenre así lo quiere.

Drizzt rememoró la crueldad de su gente y no le cupo la menor duda de que tal afirmación era cierta. Había oído comentarios en voz baja sobre nobles capturados en alguna de las muchas guerras internas a los que las casas victoriosas los tenían presos y los torturaban durante siglos.

—No dudes por un momento que nuestro duelo tendrá lugar, Drizzt Do’Urden —afirmó Dantrag. Clavó la mirada en los ojos del vigilante—. Cuando estés curado y en forma para defenderte.

Más rápido de lo que pudo seguir la vista de Drizzt, las manos de Dantrag se alzaron y le cruzaron la cara en ambas mejillas alternativamente. El vigilante jamás había visto moverse a alguien a tal velocidad, y tomó buena nota de ello, sospechando que llegaría el día en que volvería a ser testigo de ello en otras circunstancias más peligrosas.

Dantrag giró sobre sus talones y pasó junto a Berg’inyon en dirección a la puerta. El Baenre más joven se limitó a reírse del prisionero colgado y lo escupió a la cara antes de ir en pos de su hermano.

—Qué hermosa —comentó el mercenario mientras pasaba sus esbeltos dedos por la espesa melena castaño rojiza de Catti-brie.

La joven ni siquiera parpadeó, y siguió mirando fijamente la figura —innegablemente atractiva— del mercenario, iluminada débilmente por la mágica luz de su diadema. La perspicaz joven advertía que había algo diferente en este drow. No creía que pensara forzarla; bajo la apariencia bravucona del mercenario yacía un deformado sentido del honor, pero un código de honor en fin de cuentas, semejante al de Artemis Entreri. El asesino había tenido prisionera a Catti-brie durante muchos días, y no le había puesto una mano encima salvo para instarla a seguir el curso necesario.

Catti-brie pensaba, esperaba, que con Jarlaxle ocurriría lo mismo. Si en verdad Jarlaxle la consideraba atractiva, la cortejaría, trataría de atraer su atención, al menos durante un tiempo.

—Y tu valor no puede ponerse en duda —continuó Jarlaxle, expresándose en el lenguaje de la superficie con tanto dominio que resultaba inquietante—. ¡Venir sola a Menzoberranzan! —El mercenario sacudió la afeitada cabeza en un gesto de incredulidad y miró a Entreri, la otra persona que estaba presente en el reducido cuarto cuadrado—. Incluso a Artemis Entreri hubo que convencerlo para que viniera aquí y, sin la menor duda, se marcharía si consiguiera encontrar el camino de vuelta.

»Este no es lugar para habitantes de la superficie —comentó Jarlaxle que, para hacer hincapié en lo que afirmaba, alargó rápidamente la mano y quitó de nuevo la diadema con el Ojo de Gato que Catti-brie llevaba ceñida a la cabeza. Una negrura más profunda que las noches en las minas más hondas de Bruenor envolvió a la joven, que tuvo que esforzarse por dominar la repentina oleada de pánico que amenazaba con apoderarse de ella.

Jarlaxle estaba plantado justo delante de la muchacha. Catti-brie podía sentirlo, notar su respiración, pero todo cuanto alcanzaba a ver era el brillo rojizo de sus ojos, que la evaluaban en el espectro infrarrojo. Al otro extremo del cuarto, los ojos de Artemis Entreri brillaban también, y la joven se preguntó cómo él, un humano, habría conseguido este tipo de visión.

Deseó ardientemente poseerlo ella también. La oscuridad seguía abrumándola, engulléndola. Su piel estaba sensible en exceso; todos sus sentidos estaban aguzados al máximo.

Quería gritar, pero no estaba dispuesta a darles esa satisfacción a sus captores.

Jarlaxle articuló una palabra que Catti-brie no entendió, y el cuarto quedó bañado repentinamente por un suave fulgor azulado.

—Aquí podrás ver —le dijo Jarlaxle—. Ahí fuera, al otro lado de la puerta, sólo hay oscuridad.

Con gesto burlón, balanceó la diadema en sus dedos ante la mirada anhelante de la muchacha, y luego la guardó en el bolsillo de sus pantalones.

—Discúlpame —añadió el mercenario en un tono tierno que sorprendió a Catti-brie—. No es mi intención atormentarte, pero debo velar por mi seguridad. La matrona Baenre quiere atraparte, y lo desea mucho a mi modo de entender, ya que tiene prisionero a Drizzt y sabe que tú serías un medio estupendo para socavar su inquebrantable voluntad. —Catti-brie no ocultó el nerviosismo y la esperanza que despertó en ella la noticia de que Drizzt seguía vivo.

»Es lógico que no lo hayan matado —prosiguió el mercenario, hablando tanto para Entreri, según comprendió el asesino, como para la muchacha—. Es un prisionero muy valioso, una fuente de información, como se dice en la superficie.

—Acabarán matándolo —comentó Entreri, y en su voz había un cierto tono iracundo que Catti-brie tuvo la suficiente presencia de ánimo para captar.

—Sí, al final —contestó Jarlaxle, que se echó a reír—. Pero, para entonces, los dos llevaréis mucho tiempo muertos de viejos, y también vuestros hijos. A menos que fueran semidrows —añadió con picardía mientras hacía un guiño a Catti-brie. La joven resistió el impulso de darle un puñetazo en el ojo.

»Es una lástima, verdaderamente, que los acontecimientos hayan tomado este curso —prosiguió el mercenario—. Ah, cómo me habría gustado charlar un rato con el legendario Drizzt Do’Urden antes de que los Baenre le echaran el guante. Si tuviera en mi poder la máscara de araña, iría a la mansión Baenre esta misma noche, aprovechando que las sacerdotisas celebran un gran ritual, y entraría a escondidas para hablar con él. Naturalmente, lo haría nada más iniciarse la ceremonia, por si acaso la matrona Baenre decide sacrificarlo esta misma noche. Oh, en fin —terminó con un suspiro y se encogió de hombros. Acarició de nuevo los cabellos de Catti-brie antes de volverse hacia la puerta.

»De todas formas, no podría ir —le dijo a Entreri—. He de reunirme con la matrona Ker Horlbar para discutir el coste de cierta investigación.

El asesino se limitó a sonreír ante este comentario intencionadamente cruel. Se levantó cuando el mercenario pasó a su lado y lo siguió muy de cerca; de pronto se paró y se volvió hacia Catti-brie.

—Creo que voy a quedarme para hablar con ella —dijo.

—Como desees —contestó el mercenario—, pero no le hagas daño. O, si se lo haces, procura no estropear sus hermosas facciones —rectificó, con una risita burlona.

Jarlaxle salió al corredor y cerró la puerta tras de sí. Dejó que sus botas mágicas taconearan ruidosamente mientras se alejaba por el pasadizo a fin de que Entreri estuviera seguro de que se había marchado. Se tanteó el bolsillo del pantalón al tiempo que caminaba, y esbozó una amplia sonrisa cuando comprobó, sin que fuera ninguna sorpresa para él, que la diadema había desaparecido.

Jarlaxle había sembrado la semilla del caos; ahora podía sentarse y ver crecer el fruto de su trabajo.