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Otra despedida

Con los ojos cargados tras pasar otra larga y agitada noche, Catti-brie se vistió y cruzó el pequeño dormitorio, esperando encontrar alivio en la luz del día. Su espeso cabello castaño rojizo estaba aplastado por un lado, mientras que en el otro se levantaba un remolino, pero a la muchacha le daba igual. Se frotó los ojos para ahuyentar el sueño, y estuvo a punto de dar un traspié en el umbral; se detuvo, asaltada de pronto por algo que no entendía.

Pasó los dedos sobre la madera de la puerta, desconcertada, casi abrumada por la misma sensación que había experimentado la noche anterior de que algo estaba fuera de lugar, que algo iba mal. Tenía intención de ir a desayunar directamente, pero, en cambio, se sintió impelida a ir en busca de Drizzt.

La joven recorrió con rapidez el corredor hacia el cuarto del elfo oscuro y llamó a la puerta. Tras aguardar unos momentos, llamó:

—¿Drizzt?

Al no responder el drow, la muchacha giró con cautela el picaporte y abrió la puerta. De inmediato, Catti-brie se dio cuenta de que faltaban las cimitarras y la capa de viaje; pero, antes de que tuviera tiempo de sacar una conclusión, sus ojos se detuvieron en la cama. Estaba hecha, los cobertores remetidos con esmero, aunque eso no era inusual en el elfo oscuro.

Catti-brie se acercó al lecho e inspeccionó los pliegues. Estaban bien doblados, pero no tirantes, y comprendió que esta cama llevaba hecha bastante tiempo; que en esta cama no se había dormido la noche anterior.

—¿Qué pasa aquí? —se preguntó la joven. Echó un rápido vistazo a la pequeña habitación y luego salió al pasillo de nuevo. Drizzt se había marchado de Mithril Hall otras veces sin avisar, y a menudo lo había hecho durante la noche. Por lo general viajaba a Luna Plateada, la fabulosa ciudad situada a una semana de camino hacia el este.

¿Por qué, esta vez, Catti-brie tenía la sensación de que pasaba algo? ¿Por qué este hecho corriente le parecía chocante? La joven intentó olvidarse de ello, rechazar sus temores. Se dijo que era que estaba preocupada, nada más. Había perdido a Wulfgar, y ahora se sentía excesivamente protectora con sus otros amigos.

Catti-brie siguió caminando mientras lo pensaba, y poco después se detenía ante otra puerta. Dio unos golpecitos suaves y luego, al no llegar respuesta alguna (aunque estaba segura de que este todavía no se había levantado), llamó con más fuerza. Dentro de la habitación se oyó un gruñido.

La joven abrió la puerta y cruzó el cuarto. Se agachó de rodillas junto a la pequeña cama, tiró de las mantas con brusquedad para destapar al dormido Regis, y empezó a hacerle cosquillas mientras él se retorcía.

—¡Eh! —gritó el regordete halfling, ya repuesto de los malos tratos sufridos a manos de Artemis Entreri. Se despertó de inmediato y agarró los cobertores desesperadamente.

—¿Dónde está Drizzt? —preguntó Catti-brie, apartando las ropas otra vez con gesto enérgico.

—¿Cómo quieres que lo sepa? —protestó Regis—. ¡Todavía no he salido de mi habitación esta mañana!

—Levántate. —A Catti-brie la sorprendió la aspereza de su propia voz, la intensidad de su orden. La sensación de desasosiego se había apoderado de ella otra vez, y con más fuerza. Recorrió la habitación con la mirada, intentando descubrir qué había provocado su repentina ansiedad.

Vio la figurilla de la pantera.

Los ojos de la joven se quedaron prendidos en aquel objeto, la posesión más preciada de Drizzt. ¿Qué hacía en el cuarto de Regis?, se preguntó. ¿Por qué se había marchado Drizzt sin ella? Ahora la lógica de la muchacha empezaba a estar en consonancia con sus emociones. Saltó sobre la cama, con lo que enterró a Regis en un revoltijo de mantas (que el halfling se ajustó a los hombros rápidamente), y cogió la pantera. Saltó de nuevo y tiró con fuerza de las ropas en las que se envolvía el halfling tenazmente.

—¡No! —protestó Regis, tapándose otra vez de un tirón. Se zambulló boca abajo en el colchón y se cubrió la cabeza con la almohada.

Catti-brie lo agarró del cogote, lo levantó de un tirón y lo arrastró por la habitación para sentarlo en una de las dos sillas de madera que había a ambos lados de una mesita. Todavía sujetando la almohada contra la cabeza, Regis se recostó en el tablero.

Catti-brie agarró la almohada por una punta y, sin hacer ruido, se puso de pie; luego tiró bruscamente, arrebatándosela al sorprendido halfling, que se dio un coscorrón contra la madera de la mesa.

Gimiendo y rezongando, Regis se sentó derecho en la silla y se pasó los regordetes dedos por el ondulado cabello, cuyos rizos estaban intactos tras una noche de sueño.

—¿Qué? —demandó.

Catti-brie soltó la figurilla de la pantera sobre la mesa, delante del halfling.

—¿Dónde está Drizzt? —preguntó otra vez, sin alterar la voz.

—Probablemente en la ciudad subterránea —masculló Regis, mientras se pasaba la lengua por los dientes, que notaba pastosos—. ¿Por qué no se lo preguntas a Bruenor?

La mención del rey enano hizo que Catti-brie arqueara las cejas. ¿Preguntar a Bruenor?, se dijo con sorna. Bruenor apenas si hablaba con nadie, y estaba tan sumido en su aflicción que probablemente no se habría enterado si todo su clan se hubiera marchado durante la noche.

—Así que Drizzt dejó a Guenhwyvar —comentó Regis, pensando en quitarle importancia al asunto. Sin embargo, sus palabras sonaron forzadas a los perspicaces oídos de la joven, y los ojos de Catti-brie, de un color azul profundo, se estrecharon al observar al halfling con más atención.

—¿Qué? —inquirió Regis otra vez con un gesto inocente, sintiendo el ardor del implacable escrutinio.

—¿Dónde está Drizzt? —repitió Catti-brie, el tono peligrosamente calmado—. ¿Y por qué tienes tú la pantera?

Regis sacudió la cabeza y gimió, impotente, dejando caer la cabeza de nuevo sobre el tablero de la mesa.

Catti-brie no se dejó engañar por la farsa. Conocía a Regis muy bien para que la embaucara con sus artimañas. Lo agarró por el rizoso cabello castaño y le levantó la cabeza con brusquedad; luego lo cogió por la pechera del camisón con la otra mano. Su rudeza sobresaltó al halfling; la joven lo vio claramente por su expresión, pero no se ablandó. Levantó a Regis en vilo de la silla, dio tres rápidos pasos y lo aplastó contra la pared.

El semblante ceñudo de la joven se suavizó un instante, y su mano libre manoseó el camisón del halfling; al hacerlo se dio cuenta de que Regis no llevaba su colgante de rubí mágico, un objeto del que nunca se desprendía. Otro hecho curioso y, ciertamente, fuera de lugar, que la puso alerta e hizo que se reafirmaran sus crecientes sospechas de que algo iba terriblemente mal.

—Aquí pasa algo que no es normal —declaró Catti-brie, con el ceño mucho más pronunciado.

—¡Catti-brie! —exclamó Regis, bajando la vista a sus velludos pies, que colgaban a medio metro del suelo.

—Y tú sabes algo al respecto —prosiguió la joven.

—¡Catti-brie! —gimió Regis de nuevo, en un intento de hacer entrar en razón a la enfurecida muchacha.

Catti-brie agarró el camisón del halfling con las dos manos, lo apartó de la pared y volvió a golpearlo contra ella, con fuerza.

—He perdido a Wulfgar —dijo con tono sombrío, recordándole intencionadamente a Regis que quizá no estaba tratando con una persona razonable.

Regis no sabía qué pensar. La hija de Bruenor Battlehammer había sido siempre la sensata del grupo, la influencia tranquilizadora que mantenía a raya a los demás. Incluso el imperturbable Drizzt había utilizado a la joven como una guía para su conciencia. Pero ahora…

Regis vio la promesa de dolor asomar en lo más profundo de los enfurecidos ojos de Catti-brie. La joven lo apartó de nuevo de la pared y volvió a golpearlo contra ella.

—Vas a decirme lo que sabes —instó con un tono sin inflexiones.

A Regis le zumbaba la cabeza a causa de los fuertes golpes.

Estaba asustado, muy asustado, tanto por Catti-brie como por sí mismo. ¿Acaso el dolor la había llevado a este punto de desesperación? ¿Y por qué se encontraba él de repente en medio de todo el jaleo? Lo único que Regis le pedía a la vida era un lecho caliente y una comida más caliente.

—Deberías ir y hablar con Brue… —empezó, pero lo interrumpió de forma perentoria la bofetada que le propinó la joven.

Se llevó la mano a la ardiente mejilla y notó el verdugón que empezaba a hincharse. Miró a la muchacha con incredulidad, fijamente, sin pestañear siquiera.

Al parecer, su violenta reacción había sorprendido a Catti-brie tanto como a él. Regis vio que las lágrimas humedecían los ojos de la joven, que se estremeció. Sinceramente, el halfling no sabía lo que podría hacer la muchacha a continuación.

Consideró su situación un largo instante, y llegó a plantearse si realmente importaba tanto unos pocos días o semanas.

—Drizzt volvió a casa —dijo el halfling suavemente, siempre bien dispuesto a actuar según requerían las circunstancias. Ya se preocuparía después de las consecuencias.

Catti-brie se relajó en cierta medida.

—Esta es su casa —razonó—. Sin duda no te estás refiriendo al valle del Viento Helado.

—Hablo de Menzoberranzan —la corrigió Regis.

Una flecha clavada en su espalda no habría causado un impacto tan fuerte en Catti-brie como aquel nombre. Soltó a Regis en el suelo y retrocedió, tambaleándose, hasta caer sentada al borde de la cama del halfling.

—En realidad, dejó a Guenhwyvar para ti —explicó Regis—. Os quiere a ti y a la pantera mucho.

Sus palabras tranquilizadoras no borraron la expresión horrorizada del rostro de Catti-brie. Regis deseó tener el colgante de rubí en su poder para utilizar sus innegables propiedades mágicas y calmar a la joven.

—No puedes decírselo a Bruenor —añadió Regis—. Además, quizá Drizzt no llegue tan lejos. —El halfling pensó que adornar un poco la verdad podía dar mucho juego—. Dijo que iba a ver a Alustriel para intentar decidir el curso de acción que tomaría.

Eso no era exactamente cierto. Drizzt sólo había mencionado que tal vez hiciera un alto en Luna Plateada para ver si podía confirmar sus temores, pero Regis decidió que Catti-brie necesitaba que se le diera alguna esperanza.

—Volverá —aseguró el halfling, que corrió para sentarse a su lado—. Ya conoces a Drizzt. Volverá.

Era más de lo que Catti-brie podía digerir. Apartó de su brazo la mano de Regis con suavidad y se puso de pie. Miró la figurilla de la pantera, sentada en la mesa, pero no tuvo valor para cogerla.

Luego salió de la habitación en silencio y volvió a su cuarto; una vez allí, se dejó caer sobre el lecho, aturdida, insensible.

Drizzt pasó dormido las horas de mediodía, en la fresca oscuridad de una cueva, a muchos kilómetros de la puerta oriental de Mithril Hall. El aire de principios de verano era cálido, y la brisa procedente de los fríos glaciares de las montañas apenas se notaba con los fuertes rayos de sol en un despejado cielo estival.

El drow no durmió mucho tiempo ni tampoco bien. Su descanso estuvo acosado con recuerdos de Wulfgar, de todos sus amigos, y de imágenes distantes, evocaciones de ese espantoso lugar, Menzoberranzan.

Espantoso y bello, como los elfos oscuros que lo habían esculpido.

Drizzt salió a la boca de la cueva para tomar la comida. Disfrutó de la calidez de la tarde radiante, de los sonidos de multitud de animales. ¡Qué diferente era esto de su antiguo hogar, la Antípoda Oscura! ¡Qué maravilloso!

Drizzt tiró la oblea al polvo y golpeó el suelo con el puño.

Sí, qué maravillosa era esta falsa esperanza que se había mecido en el aire, embelecadora, ante sus desesperados ojos. Todo lo que había pedido a la vida era escapar de los usos de su gente, vivir en paz. Entonces había subido a la superficie y, poco después, había llegado a la conclusión de que este lugar, este mundo de abejas zumbadoras y pájaros gorjeantes, de cálidos rayos de sol y seductora luz de luna debía ser su hogar, no la eterna oscuridad de aquellos túneles en la profundidad de la tierra.

Drizzt Do’Urden había elegido la superficie, pero ¿qué significaba esa elección? Significaba que conocería nuevos y queridos amigos a los que, con su simple presencia, atraparía en su oscuro legado. Significaba que Wulfgar moriría por el horror invocado por su propia hermana, y que todo Mithril Hall podría estar en peligro muy pronto.

Significaba que su elección era equivocada, que no podía quedarse.

El disciplinado drow se dominó enseguida, sacó otro poco de comida, y se obligó a tragarla a pesar del nudo que tenía en la garganta. Mientras comía, reflexionó sobre el rumbo que debía seguir. La calzada que tenía ante él lo conduciría a las montañas y a través de un pueblo llamado Pengallen. Drizzt había estado allí recientemente, y no deseaba volver.

No seguiría la calzada, decidió por último. ¿De qué serviría ir a Luna Plateada? Drizzt dudaba que la dama Alustriel se encontrara en la ciudad, estando la temporada de comercio en pleno apogeo. Incluso en el caso de que estuviera, ¿qué podría decirle que él ya no supiera?

No. Drizzt ya tenía decidido el curso que debía seguir, y no necesitaba que Alustriel se lo confirmara. Recogió sus pertenencias y suspiró al pensar, una vez más, lo solitario que parecía el camino sin su querida compañera, la pantera. Salió a la radiante luz del día y se encaminó directamente hacia el este, apartándose de la calzada suroriental.

Su estómago no protestó porque pasara por alto el desayuno —y también la comida— y siguiera tumbada todavía en la cama, inmóvil, atrapada en las redes de la desesperación. Había perdido a Wulfgar apenas unos días antes de su planeada boda, y ahora Drizzt, a quien amaba tanto como había amado al bárbaro, también se había marchado. Parecía que todo su mundo se hubiera derrumbado a su alrededor. Unos cimientos que se habían construido de piedra se tambaleaban como un montón de arena al azote del viento.

Catti-brie había sido una luchadora a lo largo de toda su joven vida. No recordaba a su madre, y apenas guardaba memoria de su padre, que había sido asesinado en una incursión goblin a Diez Ciudades cuando ella era una niña. Bruenor Battlehammer la había recogido y la había criado como a una hija, y Catti-brie había disfrutado de una vida agradable entre los enanos del clan de Bruenor. No obstante, salvo Bruenor, los enanos habían sido amigos, no una familia, y Catti-brie había forjado una nueva incorporando un miembro tras otro: primero, Bruenor; después, Drizzt; luego, Regís; y, por último, Wulfgar.

Ahora Wulfgar estaba muerto y Drizzt había partido, de vuelta a su perversa ciudad natal con —en opinión de Catti-brie— escasas probabilidades de regresar.

¡Qué impotente se sentía ante todo esto! Había visto morir a Wulfgar, había presenciado cómo martilleaba el techo hasta hacer que se desplomara sobre su cabeza para que así ella pudiera escapar de las garras de la monstruosa yochlol. Había intentado ayudarlo, pero había fracasado y, al final, todo cuanto quedó de él fue un montón de escombros y Aegis-fang.

En las semanas transcurridas desde entonces, Catti-brie había mantenido un precario equilibro, al borde de perder la razón, intentando, fútilmente, rechazar el dolor paralizante. Había gritado a menudo, pero siempre se las había arreglado para contenerse tras los primeros sollozos, respirando hondo y a fuerza de voluntad. Con el único con el que había sido capaz de hablar había sido Drizzt.

Y ahora Drizzt se había marchado. Catti-brie prorrumpió en hondos y desgarradores sollozos que le sacudían el cuerpo, de aspecto delicado. ¡Quería que Wulfgar regresara! Protestó a cualesquiera que fueran los dioses que la estuvieron escuchando; que el bárbaro era demasiado joven para que se lo arrebataran, que aún le aguardaban muchas proezas en la vida.

Sus sollozos se transformaron en intensos alaridos, en una repulsa feroz. Las almohadas volaron por el aire, y Catti-brie agarró las mantas y también las lanzó al otro lado del cuarto. Luego volcó la cama por el mero placer de escuchar el crujido del armazón de madera al chocar contra el duro suelo.

—¡No!

La palabra salió de lo más hondo de su ser, de las entrañas de la joven guerrera. La pérdida de Wulfgar era algo injusto, pero Catti-brie no podía hacer nada para remediarlo. También, en su ofuscada mente, era injusta la marcha de Drizzt, pero tampoco podía hacer…

La idea penetró, poco a poco, en su cerebro. Todavía temblorosa, pero ya recuperado el control, la joven se quedó parada junto a la cama volcada. Entendió el motivo de que Drizzt se marchara tan en secreto; el drow, como era habitual en él, había cargado toda la responsabilidad sobre sus hombros.

—No —repitió la muchacha. Se quitó el camisón, cogió una manta, con la que se limpió el sudoroso cuerpo, y después se puso las polainas y la camisa. Catti-brie no se paró a recapacitar, temiendo que si pensaba las cosas racionalmente tal vez cambiaría de opinión. Se colocó una cota de malla de mithril, flexible y ligera, una pieza elaborada por los enanos con tal maestría que apenas se notaba que la llevaba después de ponerse encima una túnica sin mangas.

Todavía a un ritmo frenético, Catti-brie se calzó las botas, cogió la capa y los guantes de piel, y corrió hacia el armario. Allí encontró el cinturón con la espada, la aljaba y Taulmaril, el Buscador de Corazones, su arco mágico. Corrió, no caminó, desde su cuarto al del halfling, y aporreó la puerta una sola vez antes de irrumpir en la habitación.

Regis se había acostado otra vez —¡menuda sorpresa!—, después de llenarse la barriga con un buen desayuno que empalmó, de inmediato y sin interrupción, con la comida. No obstante, estaba despierto, y no se mostró muy contento de ver que Catti-brie cargara de nuevo contra él.

La joven lo hizo sentarse en la cama de un tirón, y el halfling la miró con curiosidad. Había huellas de lágrimas en sus mejillas, y sus espléndidos ojos azules estaban enrojecidos e iracundos. Regis había vivido casi toda su vida como un ladrón, había sobrevivido merced a su conocimiento de las personas, y no le resultó difícil deducir las razones que se escondían tras la acalorada actitud de la joven.

—¿Dónde has puesto la pantera? —demandó Catti-brie.

Regis la contempló largamente. La joven lo sacudió con brusquedad.

—Rápido, dímelo —exigió—. Ya he perdido demasiado tiempo.

—¿Para qué? —preguntó Regis, aunque sabía la respuesta.

—Tú limítate a darme la pantera —contestó Catti-brie.

De manera involuntaria, Regis miró de reojo la cómoda. Catti-brie corrió hacia el mueble y abrió de un tirón un cajón tras otro, revolviendo en ellos y esparciendo su contenido.

—A Drizzt no le gustaría esto —dijo Regis con calma.

—¡A los Nueve Infiernos con él, entonces! —replicó la muchacha. Encontró la figurilla y la sostuvo frente a sus ojos, admirando, maravillada, las hermosas formas.

—Crees que Guenhwyvar te conducirá hasta él —afirmó, más que preguntó, Regis.

Catti-brie guardó la estatuilla en una bolsita colgada del cinturón y ni siquiera se molestó en contestar.

—Supongamos que lo alcanzas —siguió Regis mientras la joven se dirigía a la puerta—. ¿Cuánta ayuda podrás prestarle a Drizzt en la ciudad drow? Una humana llamaría un poco la atención allí abajo, ¿no crees?

El sarcástico comentario del halfling frenó a Catti-brie, haciéndola reflexionar por primera vez sobre lo que tenía intención de hacer. ¡Qué acertado era el razonamiento de Regis! ¿Cómo iba a entrar en Menzoberranzan? Y, aun cuando lo lograra, ¿cómo podía ver siquiera dónde ponía los pies?

—¡No! —gritó la joven finalmente, toda lógica o razonamiento borrados de un plumazo por un sentimiento arrollador, irresistible—. Iré tras él de todas formas. ¡No voy a quedarme aquí esperando que me llegue la noticia de que otro amigo mío ha sido asesinado!

—Confía en él —suplicó Regis, y, por primera vez, el halfling empezó a pensar que tal vez no podría detener a la impetuosa Catti-brie.

La muchacha sacudió la cabeza y se encaminó de nuevo hacia la puerta.

—¡Aguarda! —llamó Regis, con tono suplicante, y la joven giró sobre sus talones para mirarlo. El halfling se encontraba en una difícil situación. Regis tenía la sensación de que debería salir a toda carrera llamando a gritos a Bruenor, o al general Dagnabit, o a cualquier de los enanos para que detuvieran a Catti-brie, si era necesario, a la fuerza. La joven no estaba en su sano juicio; su decisión de ir tras Drizzt no tenía el menor sentido.

Pero Regis comprendía su deseo, y lo compartía con todo su corazón.

—Si hubiese sido yo la que se hubiera marchado, y Drizzt el que hubiera querido ir tras de mí… —comenzó la joven.

Regis asintió en silencio. Si Catti-brie, o cualquiera de ellos, se hubieran metido en cualquier peligro evidente, Drizzt Do’Urden habría ido tras su pista, habría combatido por muchas desventajas que tuviera en su contra. Drizzt, Wulfgar, Catti-brie y Bruenor habían cruzado más de la mitad del continente para rescatar a Regis cuando Entreri lo secuestró. El halfling conocía a Catti-brie desde que esta era una niña, y siempre la había tenido en alta estima, pero nunca se había sentido tan orgulloso de ella como en este momento.

—Una humana representará un perjuicio para Drizzt en Menzoberranzan —repitió.

—Me da igual —dijo Catti-brie en voz queda. No entendía adónde quería ir a parar Regis.

El halfling se bajó de un salto de la cama y cruzó la habitación a todo correr. Catti-brie se puso en guardia, creyendo que intentaba hacerle frente, pero Regis pasó de largo, llegó al escritorio, y abrió uno de los cajones inferiores.

—En tal caso, no seas una humana —manifestó el halfling al tiempo que lanzaba a la joven la máscara mágica.

La muchacha la cogió al vuelo y la miró con sorpresa mientras Regis volvía corriendo a la cama.

Entreri había utilizado la máscara para entrar en Mithril Hall; merced a su magia, había adoptado la apariencia de Regis de un modo tan perfecto que había engañado a los amigos del halfling, incluso a Drizzt.

—En realidad Drizzt va camino de Luna Plateada —le confió Regis.

Catti-brie estaba sorprendida, pues pensaba que el drow se dirigiría a la Antípoda Oscura a través de las cavernas inferiores de Mithril Hall. Sin embargo, al pensarlo mejor, cayó en la cuenta de que Bruenor había apostado muchos guardias en aquellas cámaras con órdenes de mantener las puertas guardadas y atrancadas.

—Una cosa más —dijo Regis. Catti-brie ató la máscara al cinturón y se volvió hacia la cama. El halfling estaba de pie sobre las revueltas mantas y sostenía en las manos una bella daga adornada con joyas—. No la necesito —explicó—. Aquí no, con Bruenor y sus miles a mi lado.

Le tendió el arma, pero Catti-brie no la cogió enseguida. Había visto antes esa daga, la daga de Artemis Entreri. En una ocasión, el asesino la había sostenido contra su cuello, y ella había perdido el coraje, se había sentido más indefensa, más niña, que en ningún otro momento de su vida. Catti-brie no estaba segura de poder cogerla, de soportar llevarla consigo.

—Entreri ha muerto —le aseguró Regis, sin comprender bien su vacilación.

La joven asintió con gesto ausente, aunque su mente estaba llena de recuerdos de su captura a manos de Entreri. Recordaba el olor térreo del asesino y ahora equiparaba ese aroma con el olor a pura maldad. Se había sentido tan impotente… como en el momento en que el techo había caído sobre Wulfgar. ¿Sentirse así ahora, cuando Drizzt podía necesitarla?, se preguntó.

Catti-brie tensó la mandíbula y cogió la daga. La apretó con fuerza y luego la metió en el cinturón.

—No debes decírselo a Bruenor —advirtió al halfling.

—Lo sabrá —argumentó Regis—. Tal vez habría podido despejar su curiosidad sobre la marcha de Drizzt, ya que él siempre está yendo y viniendo, pero Bruenor no tardará en darse cuenta de tu ausencia.

Catti-brie no podía discutirle eso, pero era algo que tampoco le importaba. Tenía que ir con Drizzt. Era su cometido, el modo de volver a tener bajo control su vida, que tan repentinamente se había trastocado.

Corrió hacia la cama, dio un fuerte abrazo a Regis, y le besó la mejilla.

—¡Adiós, amigo mío! —exclamó mientras lo dejaba caer sobre las mantas—. ¡Adiós!

Luego se marchó y Regis se quedó sentado, con la barbilla apoyada en las regordetas manos. Había habido muchos cambios en el último día. Primero, Drizzt; y ahora, Catti-brie. Muerto Wulfgar, de los cinco amigos sólo quedaban Bruenor y Regis en Mithril Hall.

¡Bruenor! Regis rodó de costado y gimió. Hundió la cara en las manos y pensó en el formidable enano. Si Bruenor se enteraba de que había ayudado a Catti-brie en su peligroso plan, lo haría trizas.

Regis no tenía ni idea de cómo decírselo al rey enano. De pronto lamentó su decisión, se sintió estúpido por dejar que sus emociones se impusieran sobre su buen juicio. Comprendía la necesidad de Catti-brie y creía que estaba en su derecho de ir en pos de Drizzt, si eso era lo que deseaba hacer realmente. Después de todo, era una mujer adulta y una buena guerrera. Pero Bruenor no lo entendería así.

Ni Drizzt tampoco, comprendió el halfling, que volvió a gemir. Había roto la promesa que le había hecho al drow, ¡había revelado el secreto justo al día siguiente! Y su equivocación era la causa de que Catti-brie corriera hacia el peligro.

—¡Drizzt me matará! —gimió.

La cabeza de Catti-brie asomó por la jamba de la puerta, con la sonrisa más grande y más llena de vida que Regis había visto en mucho, mucho tiempo. De repente parecía otra vez la jovencita alegre que él y los demás habían llegado a amar; la animosa joven que parecía haber muerto cuando el techo cayó sobre Wulfgar. Incluso la rojez de los ojos había desaparecido, reemplazada por un brillo de felicidad.

—¡Confía en que Drizzt regrese para que pueda matarte! —gorjeó como un pájaro, y luego lanzó un beso al halfling antes de alejarse a toda prisa.

—¡Espera! —llamó Regis sin mucho entusiasmo.

Lo alegró que la joven no se detuviera. Seguía pensando que era un insensato, un estúpido, y también sabía que tendría que responder ante Bruenor y Drizzt por lo que había hecho, pero esa última sonrisa de Catti-brie, el verla otra vez tan llena de vida, había zanjado el asunto.